Crash!

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El tránsito se multiplicaba, y las calzadas de cemento se movían lateralmente en el paisaje. Catherine y yo volvíamos de ser interrogados por el forense, y las autopistas se superponían como en una cópula de gigantes de inmensas piernas entrelazadas. Sin mostrar mucho interés y sin ninguna ceremonia, la policía se había atenido al veredicto de muerte accidental, y no me acusaba de homicidio ni de negligencia. Después del interrogatorio dejé que Catherine me llevara al aeropuerto. Me quedé una hora sentado frente a la ventana de su oficina, mirando los centenares de coches alineados en el parque. Los techos eran como un lago de metal. La secretaria de Catherine no se separaba de ella, esperando a que yo me fuese. Cuando le alcanzó las gafas a Catherine vi que se había pintado los labios de blanco. Irónica concesión, sin duda, a este día de duelo.

Catherine me acompañó hasta el vestíbulo.

—James, tienes que ir a la oficina… Créeme, amor, trato de ayudarte. Me tocó el hombro derecho con una mano curiosa, quizá buscando una nueva herida que acababa de florecer. Durante el interrogatorio me había tomado el brazo de un modo raro, como si temiera que yo me arrojara por la ventana en cualquier momento.

Como no tenía ganas de regatear con chóferes de taxi huraños y arrogantes, que sólo querían ir a Londres, crucé el parque de automóviles frente a las oficinas de flete aéreo. Arriba, un

jet aulló en el aire metalizado. Cuando pasó el avión, alcé los ojos y vi a la doctora Helen Remington que se movía entre los coches, cien metros a mi derecha.

Durante el interrogatorio yo no había podido desviar los ojos de la cicatriz de su cara. La vi caminar con paso tranquilo hacia la entrada del servicio de inmigración. Apretaba las fuertes mandíbulas en un gesto altivo, y apartaba el rostro como si se empeñara en obliterar todo trazo de mi existencia. Al mismo tiempo tuve la firme impresión de que se sentía completamente perdida.

Una semana después del interrogatorio, ella esperaba a la salida de la oficina de Catherine, junto a la fila de taxis de la Oceanic Terminal. La llamé y me detuve detrás de un autobús, señalándole el asiento libre de mi coche. Ella se acercó empuñando firmemente el bolso de mano, y me reconoció con una mueca.

Mientras íbamos hacia la Western Avenue ella observaba el tránsito con franco interés. Se había echado el pelo hacia atrás, exhibiendo abiertamente la borrosa cicatriz.

—¿Adónde la llevo?

—¿Podemos pasear un poco? —preguntó—. Hay tanto tránsito… Me gusta mirar. ¿Trataba de provocarme? Presumí que ya estaba evaluando las posibilidades prácticas que yo le había revelado. Desde el cemento de los parques de automóviles y las azoteas de los garajes, Helen Remington inspeccionaba ahora con una mirada lúcida y fría los productos tecnológicos que habían provocado la muerte de su marido.

Empezó a charlar con una animación forzada.

—Ayer tomé un taxi para un paseo de una hora. «A cualquier parte», le dije. Un embotellamiento nos detuvo cerca del túnel. Creo que no avanzamos más de cincuenta metros. El chófer ni siquiera se inmutó.

Nos internamos en la Western Avenue, y las oficinas del aeropuerto y la cerca de alambre quedaron a nuestra izquierda. Mantuve el coche en el carril de circulación lenta. La calzada del paso elevado retrocedía en mi espejo retrovisor. Helen habló de la nueva vida que ya proyectaba para sí misma.

—El Laboratorio de Accidentes de Tránsito necesita un asesor médico. El sueldo es mejor; algo que ahora he de tener en cuenta. Para ser materialista se requiere una cierta fuerza moral.

—El Laboratorio de Accidentes de Tránsito… —repetí. En televisión solían proyectar películas de simulacros de accidentes; estas máquinas mutiladas me parecían extrañamente patéticas—. ¿Eso no tendrá relación…?

—Precisamente. Además, ahora puedo dar algo que antes no conocía ni de lejos. No es una cuestión de deber, sino de compromiso.

Quince minutos más tarde, cuando estábamos llegando al paso elevado, Helen se me acercó, sin dejar de mirarme las manos mientras entrábamos una vez más en la trayectoria del choque.

Esa misma mirada, serena pero curiosa, como si Helen Remington aún no hubiese decidido cómo utilizarme, aún seguía clavada en mí poco después mientras yo detenía el coche en un paraje solitario entre los depósitos de agua al oeste del aeropuerto. Cuando la tomé por los hombros ella sonrió apenas, contrayendo el labio superior en un rictus que descubrió la punta de oro del incisivo derecho. La besé en la boca, aplastando el cerúleo caparazón de

rouge, viendo cómo ella estiraba la mano hacia el borde de la ventanilla. Apreté los labios contra la dentina inmaculada de sus dientes superiores, fascinado por el movimiento de los dedos en el cromo terso del marco. En el borde anterior del marco había una mancha de pintura azul dejada allí por un obrero descuidado. La uña del índice de Helen raspó la mancha, que se elevaba desde el marco de la ventanilla en una diagonal del mismo ángulo que el borde de cemento de la fosa de irrigación a tres metros de mi coche. A mis ojos este paralaje se fundió con la imagen de un coche abandonado entre las hierbas manchadas de herrumbre, en el terraplén del depósito de agua. La fugaz avalancha de talco en disolución que cruzó los ojos de Helen cuando mis labios le rozaron los párpados, contenía de algún modo toda la melancolía de ese vehículo ruinoso, que perdía aceite y líquido refrigerante.

Detrás de nosotros, a seiscientos metros, aguardaba el tránsito de la carretera elevada, y el sol de la tarde reverberaba en las ventanillas de los coches y autobuses. Mi mano recorrió la curvatura externa de los muslos de Helen, rozando el cierre abierto del vestido. La cremallera, que parecía una navaja, me lastimó en los nudillos, y sentí que ella me clavaba los dientes en la oreja. Estos dolores punzantes me recordaron la mordedura del vidrio del parabrisas durante el accidente. Helen abrió las piernas y le acaricié el tejido de nylon que le cubría el pubis, débil protección para la entrepierna de esta médica respetable. Mirándole la cara, la boca trémula que jadeaba como si quisiera devorarse a sí misma, le moví la mano alrededor de los pechos. Ahora ella se hablaba a sí misma, desvariando como la víctima de un accidente. Sacó un pecho del sostén y apretó mis dedos contra el pezón tibio. Mi boca pasó de un pecho a otro, mordisqueando los pezones erectos.

En este recinto de vidrio, metal y vinilo, el cuerpo de Helen se apoderó de mí, y ella metió la mano bajo mi camisa. Le tomé los dedos y los puse alrededor de mi pene. Por el espejo retrovisor vi que se acercaba un camión cisterna. Pasó de largo con un rugido de polvo y humo que tamborileó contra las puertas del coche. Esta primera excitación trajo el primer semen a mi pene. Diez minutos más tarde, cuando el camión volvió a pasar, la vibración de las ventanillas aceleró mi orgasmo. Helen se arrodilló sobre mí, acodándose contra el respaldo del asiento, a cada lado de mi cabeza. Yo me recliné, aspirando el olor del vinilo recalentado. Levantándole la falda a la altura de la cintura, pude verle el contorno de las caderas. La moví lentamente contra mí frotándole el miembro contra el clítoris. La cabina del coche le enmarcaba distintas partes del cuerpo, las rótulas cuadradas debajo de mis codos, el pecho derecho desnudo, la marca de una pequeña úlcera en el arco inferior del pezón. Mientras apretaba el glande contra el cuello del útero, y sentía el contacto de una máquina muerta, el diafragma, observé el interior del coche. El pequeño habitáculo estaba atestado de superficies angulares y de fragmentarias redondeces anatómicas, entrelazadas en insólitas conjunciones, como un primer coito homosexual a bordo de una cápsula Apolo. Los volúmenes de los muslos de Helen apretados contra mis caderas, el puño izquierdo hundido en mi hombro, la boca aferrada a la mía, la forma y humedad del ano que yo acariciaba con el dedo anular, todo parecía superponerse al inventario de una tecnología complaciente: las curvas moldeadas y acolchadas del panel de instrumentos, la funda de la columna de dirección, la extravagante culata de pistola del freno de mano. Toqué el tapizado caliente del asiento, y luego el surco húmedo del perineo de Helen. Ella me apretó el testículo derecho. Los laminados plásticos de alrededor tenían un color de antracita mojada, como ese vellón partido en la entrada de la vulva. Parecíamos encerrados en una máquina que utilizaba nuestro acto sexual para engendrar un homúnculo de sangre, esperma y líquido refrigerante. Moví el dedo en el recto de Helen, y sentí mi pene dentro de su vagina. Estas delgadas membranas, como el tabique mucoso de la nariz que yo le tocaba con la lengua, se reflejaban en las esferas del tablero, en la curva nítida del parabrisas.

Helen me mordió el hombro izquierdo, y la sangre dibujó en mi camisa la marca de una boca. Sin pensarlo, le golpeé un lado de la cabeza con la palma de la mano.

—¡Lo siento! —jadeó ella en mi cara—. Por favor, no te muevas. —Introdujo de nuevo el miembro en su vagina, Aterrándole las nalgas con ambas manos, me apresuré hacia el orgasmo. Helen Remington, a horcajadas sobre mí, me observaba con seriedad, como si estuviera reanimando a un paciente. El anillo húmedo que le perlaba la boca parecía el rocío del amanecer sobre un parabrisas. Sacudió apresuradamente las caderas, frotándome con el hueso del pubis, echándose luego hacia atrás en el tablero mientras un Land-Rover pasaba a los tumbos por el camino, arrojando una nube de polvo contra las ventanillas.

Cuando el Land-Rover desapareció, Helen se levantó dejando que el semen se derramara entre mis piernas. Se acomodó detrás del volante, y tomó en la mano el glande húmedo. Paseó la mirada por la cabina, como si buscara nuevas aplicaciones a nuestra unión sexual. Iluminada por el sol de la tarde, la borrosa cicatriz de su mejilla delimitaba estos proyectos ocultos como la frontera secreta de un territorio anexado. Pensando que podía tranquilizarla de algún modo, le saqué el pecho izquierdo del sostén y se lo acaricié. Felizmente estimulado por esa geometría familiar, contemplé la gruta enjoyada del tablero de instrumentos, la funda de la columna de dirección, las protuberancias cromadas de las perillas de control.

Un coche de la policía apareció en el camino detrás de nosotros rodando pesadamente entre los baches y los surcos. Helen se incorporó y se apresuró a cubrirse el pecho. Se vistió con rapidez, y se maquilló mirándose en el espejo de la polvera. Había dejado atrás su voraz sexualidad, tan abruptamente como habíamos empezado.

Sin embargo, estos actos irregulares, estos abrazos sexuales en la estrecha cabina de mi coche detenido en un camino desierto, en un callejón o en un parque de coches a medianoche, no parecían incomodar a Helen Remington. En las semanas siguientes, cuando yo pasaba a buscarla por la casa que ella había alquilado en Northolt, o cuando la esperaba en el vestíbulo de las oficinas de inmigración del aeropuerto, me parecía increíble que yo tuviera alguna clase de relación sexual con esta respetable médica de delantal blanco que escuchaba pacientemente las vanas explicaciones de algún pakistaní tuberculoso.

Curiosamente, nuestros actos sexuales sólo ocurrían dentro de mi automóvil. En el amplio dormitorio de su casa alquilada yo no era capaz de tener ni siquiera una erección, y la misma Helen se volvía remota y locuaz y no se cansaba de comentar los aspectos más tediosos de su trabajo en el aeropuerto. Una vez juntos en el coche, entre las apretadas hileras de tránsito que eran como un público ciego y a la vez invisible, no tardábamos en excitarnos. Helen se mostraba cada vez más tierna conmigo y con mi cuerpo, y hasta trataba de que no me preocupase demasiado por ella. En cada nueva unión sexual recapitulábamos la muerte del marido, reimplantando en la vagina la imagen del cuerpo de él, como múltiples perspectivas de nuestras bocas y nuestros muslos, nuestros pechos y nuestras lenguas en el marco metálico y vinílico del interior de mi coche.

Yo esperaba que Catherine descubriera mis frecuentes citas con esta mujer solitaria, pero asombrosamente no parecía muy interesada en Helen Remington. Catherine había vuelto a dedicarse a su matrimonio. Antes de mi accidente, nuestro vínculo sexual era abstracto casi en su totalidad, alimentado por una serie de juegos y de perversidades imaginarias. Cuando se levantaba a la mañana, exhibía la eficiencia de un mecánico: se duchaba con rapidez; expulsaba la orina acumulada durante la noche; se sacaba el diafragma, volvía a lubricarlo y a insertárselo (¿cómo y dónde hacía el amor durante la hora del almuerzo, y con cuál de los pilotos y jefes de la compañía?); escuchaba las noticias mientras preparaba el café…

Ahora todo esto había sido reemplazado por un pequeño aunque creciente repertorio de cuidados y atenciones. Mientras ella yacía despreocupadamente junto a mí, sabiendo que llegaría tarde a la oficina, nada me costaba alcanzar el orgasmo. Me bastaba pensar en el coche donde la doctora Helen Remington y yo llevábamos a cabo nuestros actos sexuales.

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