Crash!

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Encima de nosotros, a lo largo de la autopista los faros de los coches detenidos iluminaban el cielo del atardecer como linternas suspendidas en el horizonte. A cuatrocientos metros a la izquierda despegó un

jet, impulsado por unos motores nerviosos hacia el aire oscuro. Más allá de la cerca de alambre se veían largas hileras de postes metálicos que se alzaban en el césped descuidado. Las balizas que bordeaban las pistas se ordenaban en campos eléctricos como fragmentos de una metrópolis demasiado iluminada. Yo seguía el coche de Vaughan por una carretera desierta. Avanzábamos a través de una parte del perímetro sur del aeropuerto que ahora se estaba urbanizando. Era un paraje sin luz, con casas de tres plantas para el personal de las compañías aéreas, hoteles a medio construir y estaciones de servicio. Pasamos cerca de un supermercado vacío que se levantaba en un mar de lodo. En el borde de la carretera, los faros de Vaughan alumbraron unas dunas blancas de material de construcción.

Una línea de luces apareció a la distancia, indicando el límite de este barrio de tránsito y ocio. Pasando esa frontera, en los suburbios occidentales de Stanwell, había una zona de cementerios de automóviles y depósitos de chatarra, pequeños talleres de reparaciones de chapa y pintura. Vimos al pasar un remolque alto atiborrado de coches rotos. Seagrave se incorporó en el asiento trasero del coche de Vaughan, como si un estímulo familiar le hubiera reanimado el cerebro exhausto. Durante la vuelta del hospital apoyó casi todo el tiempo la cabeza en la ventanilla, y los cabellos teñidos le brillaban como un vellocino de nylon a la luz de mis faros. Helen Remington, que viajaba junto a él, se volvía de vez en cuando a mirarme. Había insistido en que acompañáramos a Seagrave a su casa, al parecer desconfiando de los propósitos de Vaughan.

Entramos en el garaje y salón de ventas. Seagrave, que había conocido sin duda días mejores durante su breve fama como corredor deportivo, vendía ahora coches rectificados y modificados. Detrás del escaparate sucio del salón se veía una réplica en fibra de vidrio de un Brooklands de competición modelo 1930, con el asiento revestido de estameña gastada.

Esperando el momento de irnos, observé cómo Helen Remington y Vaughan guiaban a Seagrave hasta el vestíbulo. El piloto acróbata miró con ojos empañados los muebles de imitación cuero; le costaba reconocer su propia casa. Se tendió en el sofá mientras su mujer discutía con Helen, como si ella, la médica, fuera responsable de los síntomas del paciente. Por alguna razón. Vera Seagrave absolvía a Vaughan de toda responsabilidad, pese a que era obvio que Vaughan —yo lo comprendí más tarde, pero ella ya tenía que saberlo— estaba utilizando a Seagrave como conejillo de Indias. Era una mujer de unos treinta años, nerviosa y atractiva, y llevaba el cabello remedando un peinado afro. De entre sus piernas asomaba un niño, que nos observaba apoyando los dedos torpes en dos largas cicatrices que cruzaban los muslos de la madre y que la minifalda dejaba al descubierto.

Vaughan abrazó fugazmente la cintura de Vera Seagrave mientras la mujer interrogaba a Helen Remington, y se acercó al trío que ocupaba el sofá de enfrente. El hombre, un productor de televisión que había patrocinado los primeros programas de Vaughan, asentía con entusiasmo mientras Vaughan describía el accidente de Seagrave, pero parecía demasiado aturdido por el hachis que acababa de fumar —el humo pesado y dulzón flotaba oblicuamente en el cuarto— como para concentrarse en las posibilidades de un programa. Sentada junto a él estaba una mujer joven de cara angulosa, liando otro porro. Mientras ella envolvía un poco de resina en una hoja de papel plateado, Vaughan extrajo un encendedor de bronce del bolsillo de la cadera. La joven calentó la resina y echó el polvo en el cigarrillo abierto que tenía sobre la falda en la máquina de en rollar. Asistente social en Stanwell, especializada en problemas infantiles, era amiga de Vera Seagrave desde hacía mucho tiempo.

La mujer tenía unas marcas en las piernas, unas débiles depresiones circulares en las rodillas, producidas quizá por bacterias infecciosas. Advirtió que yo le miraba las cicatrices, pero no trató de cubrirse las piernas. Junto a ella, en el sofá, había un bastón de metal cromado. Cuando cambió de posición, vi en el empeine de cada pie la pinza de acero de un aparato ortopédico. Estaba sentada muy rígida, y pensé que usaba también una especie de corselete. Enrolló el porro en la máquina, y me miró con una suspicacia evidente. Esta hostilidad no me sorprendió. Ella creía sin duda que yo no había tenido ningún accidente de automóvil, al contrario de Vaughan, ella y los Seagrave.

Helen Remington me rozó el brazo.

—Seagrave… —Helen me señaló al piloto de cabellos rubios, que parecía reanimado y se revolcaba jugando con su hijito—. Dicen que mañana se filmarán pruebas acrobáticas en los estudios. ¿Puedes impedir que él vaya?

—Díselo a su mujer. O a Vaughan. Parece que es él quien lleva la batuta. —No creo que corresponda.

—Seagrave está doblando a todas las actrices —dijo el productor de televisión—. Claro, con esa hermosa melena rubia. ¿Qué haces con las morenas, Seagrave?

Seagrave sacudió el pene minúsculo de su hijo.

—Metérsela en el culo. Primero hago un supositorio de hachis, pequeño y compacto. Después lo empujo bien hasta el fondo. Dos viajes por el precio de uno. —Se miró reflexivamente las manos sucias—. Me gustaría meterlas a todas juntas en esos coches que tenemos que conducir. ¿Qué te parece, Vaughan?

—Eso es lo que haremos, un día —Vaughan miraba a Seagrave, y le hablaba con una voz asombrosamente respetuosa—. Eso es lo que haremos.

—Y con esas correas de porquería que ponen. —Seagrave chupó el cigarrillo mal liado que le alcanzaba Vaughan. Retuvo el humo en los pulmones mientras observaba el túmulo de coches destrozados en el fondo del jardín—. ¿Te las imaginas, Vaughan, en uno de esos encontronazos múltiples, a toda velocidad? Un vuelco estupendo. O un golpe así, bien de frente. Sueño con eso. ¿No piensas lo mismo, Vaughan?

Vaughan accedió con una sonrisa, un rictus metálico.

—Tienes razón, por supuesto. ¿Con quién empezamos?

Seagrave sonrió a través del humo. Ignoró a su mujer, que trataba de calmarlo, y clavó los ojos en Vaughan.

—Yo sé con quién empezaría…

—Quizá.

—Ya veo esas grandes tetas cortadas sobre el tablero.

Vaughan se volvió bruscamente como si temiera que Seagrave lo aventajara de algún modo. Las cicatrices de la boca y la frente le daban una expresión que no parecía tener ninguna relación con los sentimientos comunes. Miró hacia el otro sofá, donde el productor de televisión y Gabrielle, la lisiada, se pasaban un cigarrillo.

Me volví para irme, resuelto a esperar a Helen en el coche. Vaughan me siguió a través de la puerta y me aferró firmemente el brazo.

—No te vayas aún, Ballard. Necesito tu ayuda.

Vi cómo Vaughan examinaba la escena, y tuve la impresión de que ese hombre nos estaba controlando a todos, dando a cada uno lo que más necesitaba y lo que más temía.

Lo seguí por el corredor hasta un laboratorio fotográfico. Me indicó que me instalara en el centro de la habitación y cerró la puerta.

—Este es el nuevo proyecto, Ballard. —Señaló confiadamente la habitación—. Estoy preparando una serie especial de televisión como parte del lanzamiento.

—¿Dejaste el N.C.L.?

—Por supuesto… el proyecto es demasiado importante. —Sacudió la cabeza como para librarse de semejante asociación—. Un laboratorio del gobierno no está equipado para conducir algo como esto, ni psicológicamente ni de ninguna otra manera.

Había centenares de fotos sujetas a las paredes y puestas en los bancos entre los recipientes esmaltados. Alrededor de la ampliadora, el suelo estaba sembrado de placas pequeñas descartadas. Mientras Vaughan buscaba en la mesa central, volviendo las páginas de un álbum encuadernado en cuero, miré las placas que tenía a mis pies. La mayor parte eran instantáneas groseras tomadas de frente, con coches y vehículos pesados que habían chocado en la carretera, rodeados de curiosos y policías, o primeros planos de radiadores y parabrisas fracturados. Muchas habían sido tomadas desde un coche por una mano vacilante, y mostraban los borrosos perfiles de un policía o un enfermero colérico que reñía con el camarógrafo.

A primera vista, estas fotos no incluían figuras humanas reconocibles, pero junto a la ventana, encima de la pileta de metal, había una pared con las imágenes ampliadas de seis mujeres maduras. Me asombró el parecido que tenían con Vera Seagrave, como si fueran ella veinte años más tarde. Había distintos tipos: desde una que parecía la mujer bien conservada de un gerente de éxito, con una piel de zorro alrededor de los hombros, hasta la cajera menopáusica de un supermercado y la acomodadora muy entrada en carnes con uniforme de gabardina y galones. Al contrario del resto de las fotografías, estas seis habían sido tomadas con sumo cuidado, con un

zoom enfocado a través de un parabrisas o una puerta giratoria.

Vaughan abrió el álbum al azar y me lo alcanzó. Apoyándose contra la puerta, me observó mientras yo ajustaba la lámpara del escritorio.

Las primeras treinta páginas eran la crónica del accidente, y la hospitalización y la recuperación (matizada por alguna aventura amorosa) de Gabrielle, la asistente social que en ese momento estaba en la sala de Seagrave preparando los cigarrillos. Por rara coincidencia, el pequeño coche

sport de esta mujer se había estrellado contra el autobús de una compañía aérea a la entrada del túnel del aeropuerto, a poca distancia del escenario de mi propio choque. Gabrielle apoyaba la cara angulosa contra el asiento manchado de aceite, y la piel empezaba a aflojársele como el primer deslizamiento de una avalancha. Alrededor del coche aplastado había un grupo de policías, enfermeros y curiosos. En el primer plano de otras fotos un bombero cortaba el marco derecho del parabrisas. Las heridas de la mujer no eran todavía visibles. La cara inexpresiva miraba al bombero que trabajaba con la lámpara casi como si esperara un asalto sexual extravagante. En las últimas fotos ya aparecían los moretones que iban a enmascararle el rostro como los trazos de una segunda personalidad, manifestaciones anticipadas de unas ocultas facetas psíquicas que de otro modo no se habrían revelado sino a lo largo de los años. Me asombró la línea nítida que estos magullones le dibujaban alrededor de los labios carnosos, y que eran como depresiones mórbidas en la cara de una solterona egocéntrica con un historial de infortunados amoríos. Luego aparecían nuevos moretones en los brazos y los hombros, marcas de la columna de dirección y el tablero, como si esos amantes, dominados por un frenesí cada vez más abstracto, la hubiesen azotado con instrumentos grotescos.

A mis espaldas, Vaughan seguía reclinado contra la puerta. Por primera vez yo lo veía totalmente distendido, como si mi inmersión en el álbum hubiese aplacado aquellos movimientos maniáticos. Volví las páginas. Vaughan había compilado un minucioso

dossier fotográfico de esta mujer. Supuse que habría llegado al sitio del accidente pocos minutos después de que ella patinara contra el autobús de una aerolínea. Las caras alarmadas de varios pasajeros de Varig contemplaban desde la ventanilla trasera el coche destrozado que esta mujer herida había metido como un cuadro escultórico en el espacio libre bajo los asientos del autobús.

Las fotos siguientes mostraban cómo la sacaban del coche. Tenía la falda blanca cubierta de sangre, y reclinaba la cara inexpresiva contra el brazo de un bombero que la extraía de la cuenca sanguinolenta del asiento como esos sectarios sudamericanos que bautizan a los hijos en una pila de sangre de cordero. Un policía sin gorra empuñaba la manija de la camilla, y el muslo izquierdo de la víctima le obligaba a ladear la mandíbula cuadrada. Entre los muslos se ensombrecía el triángulo del pubis.

Seguían varias páginas que mostraban el destrozado coche

sport en un cementerio de automóviles, con primeros planos de las manchas de sangre seca en los asientos. En una de estas fotos aparecía el mismo Vaughan mirando el coche con afectación byroniana, el pesado miembro visible en los pantalones ceñidos.

La última tanda de fotografías mostraba a la joven mujer en una silla de ruedas cromada. Un amigo la llevaba por el parque de rododendros de una clínica; ella misma impulsaba el lustroso vehículo hacia un campo donde tiraban al arco, y por último se la veía tomando sus primeras lecciones al volante de un coche para tullidos. Mirando cómo examinaba los complicados frenos manuales y la caja de cambios, comprendí hasta qué punto esta mujer se había transformado al recobrarse de las trágicas heridas del accidente. Las primeras fotos, donde aparecía en el interior del coche destrozado, mostraban una mujer joven y convencional de cara simétrica y piel tersa que revelaban la total economía de una vida pasiva y confortable, de amoríos sin consecuencias en los asientos traseros de coches baratos, y que ella había disfrutado desconociendo por completo las verdaderas posibilidades de su propio cuerpo. La imaginé sentada en el coche de un funcionario maduro, ignorando la conjunción de los genitales de ambos y el tablero estilizado, una geometría erótica y fantástica que se revelaría por primera vez en el momento del accidente, cuando un feroz abrazo nupcial le horadara las carnes de las rodillas y el pubis. Esta joven simpática, de plácidos sueños sexuales, había renacido en los desgarrados contornos del coche

sport aplastado. Tres meses más tarde, sentada junto al instructor que le enseñaba a conducir el coche para inválidos, aferraba los mandos cromados entre los dedos vigorosos como si fueran extensiones de su propio clítoris Sabía muy bien, obviamente, que este joven musculoso no le quitaba los ojos de encima, y que le escudriñaba la ciénaga húmeda del pubis mientras ella movía la palanca de cambios. El cuerpo mutilado del coche

sport la había convertido en una criatura de sexualidad irrefrenada y perversa; los tabiques retorcidos y el chorro de líquido refrigerante habían desatado las desviaciones latentes Los muslos atrofiados y los músculos débiles de la pantorrilla eran como un modelo de perversiones fascinantes Los ojos clavados en la cámara de Vaughan mostraban claramente que no ignoraba los propósitos del fotógrafo. La posición de las manos en el volante y el acelerador, los dedos enfermizos que se volvían apuntando a los pechos, eran elementos de un rito masturbatorio estilizado. La cara enérgica de ángulos desencajados parecía parodiar los tableros deformados del coche, casi como si supiera que estos instrumentos retorcidos apuntaban a una accesible antología de depravaciones, claves de una vertiginosa sexualidad. Miré las fotos a la luz áspera. Me descubrí imaginando las fotos que yo podría tomarle: en diversos actos sexuales, las piernas sostenidas por secciones de máquinas sofisticadas, poleas y caballetes; junto con el joven instructor de educación física investigando nuevos parámetros corporales, desarrollando así una pericia sexual que constituiría el parangón exacto de las otras habilidades creadas por las múltiples tecnologías del siglo veinte. Mientras pensaba en los músculos extensores de su columna vertebral durante el orgasmo, en el vello erecto de los muslos consumidos, clavé los ojos en la estilizada marca de fábrica visible en las fotos, los gráciles flancos de las ventanillas.

Vaughan permanecía en silencio contra la puerta, y yo seguí volviendo las páginas. El resto del álbum, como era previsible, ilustraba el proceso de mi accidente y mi convalecencia. Mirando la primera fotografía, donde me trasladaban al hospital de Ashford, supe que Vaughan había estado allí desde el principio. Más tarde me enteré de que sintonizaba las transmisiones de las ambulancias en la radio del coche.

Esta secuencia de imágenes era como una representación de Vaughan antes que de mí mismo. El mundo y las preocupaciones del fotógrafo importaban más que el tema de las fotografías. Excepto las fotos del hospital —tomadas con un

zoom a través de la ventana abierta, cuando yo yacía en cama más envuelto en vendas de lo que había pensado—, todas tenían el mismo decorado, el automóvil, ya en las carreteras periféricas del aeropuerto, ya en los embotellamientos de tránsito del paso elevado, en callejones sin salida, o en paseos frecuentados por parejas. Vaughan me había seguido desde el depósito de la policía hasta las oficinas del aeropuerto, desde el parque de automóviles hasta la casa de Helen Remington. De acuerdo con estas instantáneas yo me pasaba la vida dentro del coche o muy cerca de él. Evidentemente, el interés que yo despertaba en Vaughan era muy específico; no le interesaba la conducta de un hombre de cuarenta años que producía cortos comerciales de televisión, sino la interacción entre un individuo anónimo y un coche, los desplazamientos del cuerpo en la celulosa bruñida y los asientos vinílicos, la cara enmarcada por los mandos del tablero.

El

leitmotiv de este informe fotográfico afloraba cuando yo me recobraba del accidente: mis relaciones con mi mujer, Renata y la doctora Remington, mediatizadas por el automóvil y el paisaje tecnológico. En estas fotos descarnadas, Vaughan había inmovilizado mis abrazos inseguros, mientras yo empujaba mi cuerpo maltrecho a un primer encuentro sexual luego del accidente. Vaughan había registrado mi mano estirada sobre el árbol de transmisión del coche

sport de mi mujer, mi lastimada muñeca que le apretaba el contorno blanco del muslo, y el cromo de la palanca de cambios que me mordía el antebrazo; mi boca todavía torpe sobre el pezón izquierdo de Renata, mientras le sacaba el pecho de la blusa y mis cabellos caían sobre el marco de la ventanilla; Helen Remington sentada oblicuamente en el asiento de su sedán negro, con la falda recogida hasta la cintura, apretando las rodillas cubiertas de cicatrices en el tapizado, mientras mi pene entraba en ella y el ángulo inclinado del tablero se elevaba en una serie de borrosas elipses, como globos que ascendían desde nuestros vientres.

Vaughan estaba detrás de mí, como un maestro de escuela dispuesto a ayudar a un discípulo promisorio. Mientras yo observaba una fotografía de mí mismo sobre el pecho de Renata, Vaughan se inclinó de través para mostrarme otra cosa. La uña rota del pulgar, con el borde embadurnado de aceite, me señaló el marco cromado de la ventanilla y su conjunción con el bretel excesivamente estirado del sostén de mi secretaria. Por algún capricho fotográfico, parecían formar una sola banda de nylon y metal donde sobresalía el pezón distorsionado que yo tenía en la boca.

La cara de Vaughan era inexpresiva. Unas erupciones infantiles le habían dejado un archipiélago de marcas en la nuca. Los pantalones blancos tenían un aroma rancio pero no desagradable; una mezcla de líquido refrigerante y semen. Pasó las fotografías, torciendo el álbum de vez en cuando para subrayar alguna perspectiva inusitada.

Miré cómo Vaughan cerraba el álbum, y me pregunté por qué yo no era capaz de reaccionar, y ni siquiera me mostraba indignado, ni le reprochaba esta intrusión en mi vida. La ausencia de emoción o de compromiso personal por parte de Vaughan ya había tenido algún efecto. Quizá estas fotografías de violencia y sexualidad habían traído un elemento homoerótico latente a la superficie de mi conciencia. El cuerpo deforme de la joven inválida, como los cuerpos deformes de los coches destrozados, mostraba las posibilidades de una sexualidad totalmente nueva. Vaughan había articulado mi necesidad de una respuesta positiva al accidente.

Miré los largos muslos y las nalgas duras de Vaughan. Aunque un eventual acto de sodomía con este hombre pudiera parecer muy carnal, la dimensión erótica estaba ausente. Y era esta ausencia, sin embargo, lo que hacía posible sin duda un acto sexual con Vaughan. Ponerle mi pene en el recto tendidos sobre el asiento trasero del coche hubiera sido un acontecimiento tan estilizado y abstracto como los registrados en las fotos.

El productor de televisión entró con paso vacilante; un cigarrillo húmedo se le deshacía entre los dedos.

—¿Vaughan, puedes arreglarlo? Seagrave lo rompió. —Señaló con cara ausente una fisura en el cigarrillo, haciéndome una seña con la cabeza—. ¿El centro nervioso, eh? Vaughan hace que todo parezca un crimen.

Vaughan dejó el trípode que estaba aceitando y metió diestramente el tabaco en el cigarrillo, poniendo de vuelta los granos de hachis que le habían caído en la palma. Lamió el papel con una lengua afilada de reptil. Respiró el humo que flotaba en el aire.

Debajo de la ventana había una mesa con las placas recién reveladas. Mostraban el conocido rostro de la actriz, fotografiada mientras salía de la limusina a las puertas de un hotel londinense.

—Elizabeth Taylor… ¿La estás siguiendo?

—Todavía no. Tengo que conocerla, Ballard.

—¿Es parte de ese proyecto? Dudo que ella pueda ayudarte.

Vaughan se paseó cojeando por el cuarto.

—Está filmando en Shepperton ahora. ¿No vas a utilizarla en un comercial de la Ford?

Vaughan esperó mi respuesta. Supe que una evasiva sería inútil. Pensé en la siniestra conclusión/fantasía de Seagrave —las actrices obligadas a destrozar sus propios autos— y preferí no contestar. Vaughan leyó todo esto en mi cara, y se volvió hacia la puerta.

—Llamaré a la doctora Remington… Ya hablaremos otra vez, Ballard. —Me alcanzó, quizá con un propósito conciliatorio, una pila de ajadas revistas pornográficas dinamarquesas—. Échales una mirada… Son más profesionales. Quizá tú y la doctora Remington podáis disfrutarlas juntos.

Gabrielle, Vera Seagrave y Helen estaban en el jardín, las voces sofocadas por el estruendo de los aviones que despegaban del aeropuerto. Gabrielle caminaba entre las otras dos mujeres, moviendo las piernas engrilladas como en una parodia de desfile escolar. La piel pálida reflejaba las luces amarillentas de la calle. Helen, tomándola del codo izquierdo, la conducía con dulzura entre las hierbas que les llegaban a las rodillas. De pronto advertí que desde el comienzo de mis relaciones con Helen Remington nunca habíamos mencionado al marido muerto.

Miré las fotos en color de las revistas; de algún modo, el protagonista era en todas el automóvil; seductoras imágenes de parejas jóvenes que copulaban en grupos alrededor de un convertible americano detenido en un prado apacible; un gerente maduro y su secretaria, desnudos en el asiento trasero de un Mercedes; homosexuales que se desvestían unos a otros en un picnic junto a la carretera; adolescentes en una orgía de sexo mecánico dentro y fuera de los automóviles apilados en un camión de transporte; y en todas las páginas, el fulgor de los paneles de instrumentos y de las ventanillas, el brillo de un lustroso tapizado vinílico que reflejaba un vientre blando o un muslo, las florestas de vello pubiano que crecían en todos los rincones de estos compartimientos motorizados.

Vaughan me observaba desde el sillón amarillo mientras el dueño de casa jugaba con su hijito. Recuerdo la expresión de Seagrave, desapegada pero seria, mientras se desabotonaba la camisa, apretaba contra el pecho la boca del niño, y se exprimía la piel dura en una parodia de amamantamiento.

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