Crash!

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Vaughan estaba en lo cierto. Pronto empezó a aparecer en las fantasías sexuales de Catherine, cada vez más. De noche, acostados en el dormitorio, nos acercábamos a Vaughan a través del panteón de nuestros compañeros familiares, así como Vaughan nos seguía el rastro a través de las galerías del aeropuerto.

—Tenemos que conseguir un poco más de hachis. —Catherine miraba las luces del tránsito que barrían las ventanas—. ¿Por qué a Seagrave lo obsesionan tanto estas actrices? ¿Dices que quiere chocarlas?

—Vaughan le metió esa idea en la cabeza. Está utilizando a Seagrave en una especie de experimento.

—¿Y la mujer?

—Vaughan hace con ella lo que quiere.

—¿Y contigo?

Catherine yacía de espaldas a mí, las nalgas apretadas contra mis testículos. Al mover el pene bajé los ojos de mi ombligo cicatrizado a sus nalgas, inmaculadas como las de una muñeca. Le tomé los pechos, y su torso me apretó el reloj pulsera contra el antebrazo. La pasividad de Catherine era engañosa; una larga práctica me había enseñado que esto era el preludio a una fantasía erótica, la inspección lenta y en círculos de una nueva presa sexual.

—¿Si hace conmigo lo que quiere? No. Pero es difícil conocerlo a fondo.

—¿No le guardas rencor por tomarte esas fotografías? Parece que te estuviera usando. Me puse a juguetear con el pezón derecho de Catherine. Ella, que aún no estaba preparada, me tomó la mano y la aplastó contra el pecho.

—Vaughan anexa gente. Tiene todavía un estilo de personalidad de TV.

—Pobre hombre. Esas muchachas que lleva en el coche… algunas son casi niñas.

—Insistes en ellas. Lo que le interesa a Vaughan no es el sexo, sino la tecnología. Catherine hundió la cabeza en la almohada, como siempre que quería concentrarse.

—¿Te gusta Vaughan?

Le pasé otra vez los dedos por el pezón hasta endurecerlo. Y ella acurrucó las nalgas contra mi pene. Hablaba con una voz grave y profunda.

—¿En qué sentido? —pregunté.

—Te fascina, ¿no es cierto?

—Hay algo en él, en esas obsesiones.

—Ese coche llamativo, el modo de conducir, la soledad. Todas las mujeres que ha tenido ahí. El coche olerá a semen…

—Así es.

—¿Te parece atractivo, Vaughan?

Le saqué el pene de la vagina y le apreté la cabeza contra el ano, pero ella la metió de vuelta en la vulva.

—Es muy pálido, cubierto de cicatrices.

—¿Pero te gustaría metérselo? ¿En ese auto?

Hice una pausa, tratando de contener el orgasmo que parecía subir como una marejada.

—No. Pero hay algo en él sobre todo mientras conduce.

—Sexo… sexo, y ese coche. ¿Le has visto el pene?

Mientras describía a Vaughan, escuché cómo mi voz se alzaba apenas sobre los sonidos de nuestros cuerpos. Enumeré los elementos que eran para mí la imagen de Vaughan: las nalgas duras ceñidas por los raídos

jeans cuando él se corría de costado para salir del coche; la piel pálida del abdomen, que casi exponía el triángulo del pubis cuando se instalaba detrás del volante; el bulto del pene semierecto en la entrepierna húmeda apretado contra el borde inferior del volante; las bolitas de moco que se sacaba de la afilada nariz y refregaba contra el tapizado de la puerta; la llaga del índice izquierdo, cuando me alcanzaba el encendedor; el pecho visible a través de la mal trecha camisa azul, apretado contra la bocina; la uña rota del pulgar empeñada en raspar las manchas de esperma del asiento.

—¿Está circuncidado? —preguntó Catherine—. ¿Puedes imaginar el ano? Cuéntame. Continué con mi descripción de Vaughan, más para beneficio de Catherine que para el mío. Ella hundió la cabeza en la almohada, moviendo frenéticamente mis dedos sobre su pezón. Aunque excitado por la idea de una relación con Vaughan, me parecía estar describiendo un acto sexual en el que no participaba yo, sino algún otro. Vaughan despertaba en mí una cierta homosexualidad latente sólo cuando nos encontrábamos en la cabina del coche o recorríamos juntos la autopista. La atracción que él ejercía se debía menos a una serie de circunstancias anatómicas —la curva de un seno expuesto, el almohadón blando de una nalga, el arco velludo de un perineo húmedo— que al equilibrio estilizado de líneas y movimientos entre Vaughan y el automóvil. Separado de su máquina, y en especial de ese coche americano cubierto de emblemas, Vaughan dejaba de interesarme.

—¿Te gustaría sodomizarlo? ¿Te gustaría metérselo hasta el fondo del ano? Dime qué le harías. ¿Cómo lo besarías en ese coche? Cuéntame cómo le abrirías la bragueta, y cómo le sacarías el pene. ¿Se lo besarías o se lo chuparías en seguida? ¿Con qué mano se lo sostendrías? ¿Chupaste un pene alguna vez?

La fantasía se había apoderado de Catherine. ¿A quién imaginaba junto a Vaughan, a ella o a mí?

—¿… sabes qué gusto tiene el semen? ¿Lo probaste? Algunos son más salados que otros. El semen de Vaughan tiene que ser muy salado…

Le miré el cabello rubio que le ocultaba la cara, las caderas que se le sacudían a medida que se acercaba al orgasmo. Era una de las primeras veces que ella me imaginaba en un encuentro homosexual, y la violencia de esa fantasía me asombró. El orgasmo la sacudió realmente, y el cuerpo se tendió en la rigidez del placer. Antes que yo pudiera abrazarla, se dio vuelta y se inclinó para expulsar mi esperma de la vagina; luego dejó la cama de un salto y corrió al baño.

Durante la próxima semana, Catherine vagabundeó por las salas de espera del aeropuerto como una reina en celo. La mirada abyecta de Vaughan no la abandonaba un momento. Observándola desde el coche, yo sentía un calor en las entrañas y apretaba el pene contra el volante.

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