Crash!

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—¿Gozaste?

Helen Remington me acariciaba el hombro con una mano trémula, como si yo fuera un paciente a quien no conseguía reanimar. Me quedé tendido en el asiento trasero del coche, y ella se vistió con movimientos bruscos, acomodándose la falda como una empleada de tienda que está vistiendo al maniquí del escaparate.

Mientras íbamos al Laboratorio de Investigación de Accidentes de Tránsito yo había sugerido que nos detuviéramos entre los depósitos de agua al oeste del aeropuerto. Desde la semana anterior, Helen se había alejado de mí, como si el accidente y yo perteneciéramos a una vida pretérita cuya realidad ya no reconocía. Me daba cuenta de que Helen estaba a punto de entrar en ese período de irreflexiva promiscuidad en que cae la mayoría después de una desgracia. La colisión de nuestros coches y la muerte del marido se habían transformado en las claves de una nueva sexualidad. En los primeros meses después del accidente, Helen tuvo una serie de amoríos fugaces, como si al recibir en las manos y la vagina los genitales de esos hombres, ella devolviera de algún modo la vida a su marido, como si esos espermas mezclados dentro de su vientre pudieran reanimar la imagen evanescente del muerto.

Al día siguiente de su primer coito conmigo, había tomado otro amante, el patólogo más joven del hospital de Ashford. Luego siguieron otros hombres: el marido de una colega, un radiólogo, el gerente de su garaje. Yo no dejaba de advertir que en esas aventuras, descritas por Helen en un tono desenfadado, la imagen del automóvil estaba siempre presente. Todo ocurría dentro de un coche, en la azotea del garaje del aeropuerto, mientras le engrasaban el coche, o en las cercanías de la autopista periférica norte, como si sólo el coche pudiera provocar el elemento que daba sentido al acto sexual. De algún modo, presumí, el coche recreaba en las nuevas posibilidades del cuerpo de Helen el papel que ya había desempeñado en la muerte del marido. Sólo en un coche llegaba ella al orgasmo. No obstante, una noche, mientras nos abrazábamos en la azotea del garaje de Northolt, sentí que el cuerpo se le endurecía en un espasmo de hostilidad y frustración. Le apoyé la mano en el oscuro triángulo del pubis humedecido, que relucía como plata en la penumbra. Ella apartó los brazos y clavó los ojos en la cabina del coche, como si estuviera a punto de desgarrarse los pechos desnudos en esta trampa de cuchillos de vidrio y metal.

Los depósitos solitarios se extendían alrededor de nosotros a la luz del sol: un invisible mundo submarino. Helen cerró la ventanilla, apagando el estruendo de una aeronave que subía en el cielo.

—No quiero volver aquí… Tendrás que buscar otro sitio.

Mi excitación había decaído también. Lejos de Vaughan, que no estaba allí registrando posturas y áreas de piel, el orgasmo me había parecido vacío y estéril, la eliminación brusca de un desecho orgánico.

El coche de Helen, de duros metales cromados y fundas vinílicas, reanimado ahora por mi esperma, se había transformado en una pérgola de flores exóticas, con enredaderas que se entrelazaban en la luz del techo y un césped húmedo que relucía en el suelo y los asientos.

Mirando de soslayo a Helen, mientras ella aceleraba por la calzada de la autopista, me pregunté de pronto cómo podía lastimarla. Pensé en llevarla otra vez al escenario de la muerte del marido. Reavivada la hostilidad erótica que ella pudiera haber sentido conmigo y el hombre muerto, quizá volviera a reclamarme sexualmente.

Mientras nos guiaban por la entrada del Laboratorio, Helen se echó sobre el volante y lo aferró con una firmeza insólita. El cuerpo de ella, el marco del parabrisas y el ángulo de la columna de dirección se ordenaron en una inquietante figura geométrica. Era como si Helen imitara conscientemente las posturas de Gabrielle, la joven lisiada.

Caminamos por el parque atestado de coches hacia las pistas de prueba. Helen y el investigador que nos había recibido comentaban la legislación ministerial sobre medidas de seguridad en los coches. Dos hileras de coches chocados yacían en el cemento. En el interior de las abolladas cabinas había maniquíes de plástico, la cara y el pecho resquebrajados por las colisiones. Unas placas de color adheridas al cráneo y el abdomen indicaban las zonas afectadas. Helen miraba esas figuras inertes a través de los parabrisas, como si fueran pacientes a los que deseaba tratar. Mientras caminábamos entre los trajes elegantes y los sombreros floreados de la creciente multitud, ella metía la mano por las ventanillas resquebrajadas y acariciaba los brazos y las cabezas de plástico.

Esta lógica de sueño estuvo presente toda la tarde. Bajo el resplandor del sol, los grupos de visitantes parecían maniquíes, y no más reales que las figuras de plástico que reemplazarían al conductor y los pasajeros en la colisión de un sedán y una motocicleta.

Esta sensación de incorporeidad, de que mis músculos y mis huesos eran irreales, se acrecentó con la llegada de Vaughan. Frente a mí, los técnicos instalaban la motocicleta en una especie de surco con rieles de acero, por donde sería impulsada contra el sedán a setenta metros de distancia. Largas serpentinas de cable conectaban ambos vehículos con los aparatos registradores, alineados sobre caballetes de madera. Había dos cámaras cinematográficas; una montada a lo largo de lo s rieles, con la lente apuntando al lugar del impacto; la otra vuelta hacia abajo, suspendida de una grúa transversal. Un aparato de video-tape reproducía en una pequeña pantalla la imagen de los técnicos que ajustaban los medidores al motor del coche. En el vehículo viajaba una familia de cuatro maniquíes —el marido, la mujer y dos hijos— con la cabeza, las piernas y el pecho erizados de cables. Ya les habían pintado en el cuerpo las heridas previstas, y unas complejas formas geométricas carmesíes y violáceas les cruzaban la cara y el torso. Un técnico corrigió la posición del conductor, acomodándole las manos. El animador, un científico con un importante puesto jerárquico, nos dio la bienvenida por los altoparlantes, presentándonos jocosamente a los ocupantes del coche: —Charlie y Greta. Saldrán a dar un paseo con los chicos. Sean y Brigitte…

En el otro extremo de la pista, un grupo más pequeño de técnicos preparaba la motocicleta, ajustando la cámara que correría sobre los rieles. Los visitantes —funcionarios ministeriales, técnicos en seguridad vial, especialistas en tránsito y sus mujeres— se habían congregado alrededor del punto de impacto, como una multitud en una pista de carreras.

Cuando Vaughan salió del parque de estacionamiento cojeando y a largas zancadas, todos se volvieron a observar esta figura de negro que avanzaba hacia la motocicleta. Hasta yo de algún modo esperaba que montara la máquina y la lanzara contra nosotros. Las cicatrices de la boca y la frente eran al viento como heridas de sable. Vaughan titubeó, observando a los técnicos que instalaban al motociclista, «Elvis», en la máquina, y luego vino hacia nosotros, haciéndonos señas a Helen Remington y a mí. Examinaba a los presentes con una mirada casi insultante. Una vez más tuve la impresión de que había en Vaughan una extraña mezcla de obsesiones personales: vivía enclaustrado en un universo de pánico, y dispuesto a la vez a cualquier experiencia posible.

Vaughan se abrió paso entre los visitantes. Traía en la mano derecha un manojo de folletos de publicidad y prospectos del Laboratorio. Se inclinó sobre el hombro de Helen mientras ella lo miraba desde su asiento de primera fila.

—¿Viste a Seagrave?

—¿Iba a venir?

—Vera me habló esta mañana de él por teléfono. —Se volvió hacia mí, golpeteando con los dedos el manojo de papeles—. Consigue todos los que puedas, Ballard. Algunos se reparten al público. «Mecanismos de eyección de ocupantes», «Umbrales de resistencia del rostro humano»… —Cuando el último de los técnicos se alejó del coche de pruebas, Vaughan meneó la cabeza apreciativamente y comentó en voz baja—: La tecnología del accidente simulado está muy desarrollada aquí. Con esta escenografía, podrían duplicar la muerte de la Mansfield y de Camus… hasta la de Kennedy… indefinidamente.

—El propósito es reducir el número de accidentes, no incrementarlos. —Un punto de vista como cualquier otro.

El animador había pedido silencio. El simulacro iba a comenzar. Vaughan se había olvidado de mí y se inclinaba hacia adelante como un paciente

voyeur suburbano pegado a los binoculares. Cubriéndose la mano derecha con los folletos, se manoseaba el pene a través de los pantalones, estirando el prepucio hacia atrás con el índice, y aplastando el glande contra la tela raída. Entretanto no dejaba de observar la pista de arriba abajo, atento a todos los detalles.

Los cables del cabrestante eléctrico que impulsaba la catapulta golpearon los rieles. Vaughan se metió la mano entre las ingles. El ingeniero jefe se apartó de la motocicleta, haciendo una seña al hombre de la catapulta. Vaughan se volvió entonces al coche. Frente a nosotros, los cuatro ocupantes estaban sentados muy tiesos, como en camino a una reunión parroquial. Vaughan me miró por encima del hombro, con una cara severa y arrebolada. Quería cerciorarse de que yo participaba del acontecimiento.

La moto salió despedida, y los cables vibraron golpeando los rieles metálicos. El maniquí conductor se inclinó hacia atrás y el viento le levantó la barbilla. Tenía las manos sujetas a los mandos como un piloto kamikaze, y el tórax cubierto de instrumentos de medición. Frente a él, con expresiones igualmente vacías, la familia de cuatro maniquíes seguía sentada en el coche, las caras cruzadas de símbolos crípticos.

Un chasquido penetrante y duro vino hacia nosotros: las serpentinas de cables azotaban el césped a lo largo del riel. La moto embistió el sedán de frente, y hubo una violenta explosión metálica. Los dos vehículos se ladearon hacia los perplejos espectadores, y me apoyé involuntariamente en el hombro de Vaughan. La moto y el motociclista saltaron sobre el capó del coche, chocaron contra el parabrisas y rodaron en fragmentos por el techo, como una masa negra. El coche retrocedió tres metros a lo largo de los cables y quedó atravesado sobre los rieles. El impacto había hundido el capó, el parabrisas y el techo, y los miembros de la familia yacían amontonados dentro de la cabina; el torso decapitado de la mujer se había incrustado en el parabrisas roto.

Los técnicos alzaron las manos para tranquilizar a la multitud y fueron hacia la motocicleta, volcada a cincuenta metros del coche. Se pusieron a recoger los pedazos del piloto, llevándose la cabeza y los miembros bajo el brazo. Fragmentos de fibra de vidrio de la cara y los hombros del maniquí moteaban el tapiz de cristales alrededor del coche, como nieve plateada, o un confetti macabro.

El altoparlante volvió a dirigirse a la multitud. Traté de escuchar, pero mi cerebro no lograba traducir los sonidos. La brutalidad y la violencia de este choque simulado, el metal y los vidrios de seguridad rotos, la destrucción deliberada de artefactos mecánicos, me habían dejado aturdido.

Helen Remington me aferró el brazo. Sonreía y sacudía la cabeza, animándome, como ayudando a un niño a que enfrente una situación.

—Tenemos que ver la película. Ahí lo muestran en cámara lenta. La multitud avanzaba hacia las mesas, y las voces se elevaban otra vez en un aliviado murmullo.

Miré hacia atrás, esperando que Vaughan nos alcanzara. Estaba de pie entre las butacas vacías y tenía los ojos clavados en el coche destruido. Bajo la línea del cinturón una mancha de semen le oscurecía los pantalones.

Ignorando a Helen Remington, que se alejó de nosotros con una débil sonrisa, miré a Vaughan sin saber qué decir. Enfrentado a esta combinación de máquinas destrozadas, maniquíes mutilados y la expuesta sexualidad de Vaughan, creí encontrarme en un territorio que se extendía dentro de mi cráneo y llevaba a un reino ambiguo. Me quedé detrás de Vaughan, observándole la espalda musculosa y los hombros robustos, que se sacudían bajo la chaqueta negra.

Junto al proyector Ampex los visitantes observaban cómo la motocicleta embestía otra vez el sedán. Las secuencias de la colisión se repitieron en cámara lenta. En una calma de sueño, la rueda delantera de la moto golpeó el guardabarros del coche. La llanta se aplastó y retorció formando la figura de un ocho. Mientras, la cola de la máquina subía en el aire. El maniquí, Elvis, se incorporaba en el asiento, y el cuerpo desgarbado parecía ahora elegante en cámara lenta. Como un acróbata diestro, Elvis se irguió sobre los pedales, estirando las piernas y los brazos. Echó atrás la cabeza en un movimiento de aristocrático desdén. La rueda trasera de la moto se alzó detrás de él, y parecía que iba a golpearle la espalda. Pero el piloto, con mucha delicadeza, quitó los pies de los pedales y flotó horizontalmente. Las manos seguían sujetas al manubrio, que ahora se separaba de él a medida que la máquina daba una vuelta completa en el aire. Los cables de los medidores le cercenaron una muñeca y el motociclista se zambulló hacia adelante, la cabeza levantada como una proa, apuntando las heridas pintadas hacia el parabrisas que venía hacia él, y golpeando con el pecho el capó del coche, raspando el barniz celulósico como una tabla de surf.

Mientras el vehículo retrocedía bajo el impacto de la primera colisión, los cuatro ocupantes del coche se movían ya hacia la segunda. Las caras tersas se apretaban contra el parabrisas, como queriendo ver al motociclista que se deslizaba por el capó. El chófer y la mujer que lo acompañaba saltaron hacia adelante con las cabezas bajas, chocando contra el parabrisas al mismo tiempo que el perfil del motociclista. Una fuente de astillas de vidrio brotó alrededor, y las posturas de los maniquíes fueron cada vez más excéntricas, como celebrando el choque. Elvis continuó recorriendo la trayectoria horizontal que atravesaba el lustroso parabrisas, desgarrándose la cara en el espejo retrovisor. Cuando alcanzó el marco del parabrisas, el brazo izquierdo se le desprendió a la altura del codo, y saltó hacia arriba mientras el chorro de vidrio perseguía a la moto, que flotaba invertida a un metro por encima de él. El brazo derecho entró a través del vidrio roto; el limpia-parabrisas de la derecha le guillotinó la mano, y el antebrazo se le quebró en la cara de la mujer, a quien arrancó el pómulo derecho. El cuerpo del motociclista se inclinó elegantemente como para una prueba de

slalom, golpeó con las caderas el marco derecho del parabrisas, y se dobló sobre el borde. Las piernas rotaron alrededor del coche, y las tibias chocaron contra el pilar de las puertas.

Entretanto, la motocicleta invertida cayó en el techo del automóvil El manubrio pasó por el parabrisas y decapitó a la mujer. La rueda delantera y la horquilla cromada atravesaron el techo y la cadena se sacudió cercenando la cabeza del motociclista. Los fragmentos del cuerpo descuartizado rebotaron en los guardabarros de atrás y cayeron al suelo entre la niebla de vidrio astillado que se desprendía como hielo del coche, como si estuviesen quitándole un manto de escarcha. Mientras tanto, el conductor del coche, golpeado por el volante, se deslizaba bajo la columna de dirección. La mujer decapitada, llevándose graciosamente las manos a la garganta, rodó contra el tablero. La cabeza rebotó en el asiento de funda de vinilo y pasó entre los torsos de los niños sentados atrás. Brigitte, la más pequeña, levantó la cara hacia el techo y tendió las manos en un cortés movimiento de alarma, mientras la cabeza de la madre golpeaba la ventanilla trasera y rebotaba dentro del coche antes de salir despedida por la portezuela izquierda.

El coche se detuvo al fin, sacudiéndose como si aún quisiera dejar el suelo. Los cuatro pasajeros yacían en la cabina, adornada de encajes de vidrio. Los miembros que se estremecían intentando interpretar toda una enciclopedia de señales ininterrumpidas, volvieron a adoptar unas posturas crudamente humanas. Alrededor de ellos, una fuente de vidrio escarchado se movió por última vez.

Una treintena de espectadores observaba la pantalla, esperando a que pasara algo más. Mientras mirábamos, nuestras propias imágenes espectrales asomaban silenciosas en el fondo, con manos y caras móviles. En esa inversión onírica parecíamos menos reales que los maniquíes del coche. Miré a la mujer de un funcionario, de pie junto a mí, vestida de seda. No quitaba los ojos del film, como si estuviera viendo una imagen de ella misma y de sus hijas, desmembradas todas en un accidente.

Los espectadores se alejaron buscando la tienda del té. Seguí a Vaughan, que iba hacia el coche destrozado. De pronto se detuvo entre las butacas y escupió en el césped. Yo sabía que el simulacro y la proyección en cámara lenta lo habían afectado aún más que a mí.

Helen Remington estaba sola entre las butacas y nos observaba. Vaughan clavó los ojos en el coche destruido, casi como si fuera a abrazarlo. Acarició los desgarrones del capó y el techo. Mientras, los músculos de la cara se le abrían y cerraban como pinzas. Se inclinó a mirar dentro de la cabina, inspeccionando los maniquíes. Yo esperaba que les dijera algo, y mis ojos pasaban de las melladas curvas del capó y los guardabarros a la raya entre las nalgas de Vaughan. La destrucción de este coche y sus ocupantes parecía autorizar la penetración sexual del cuerpo de Vaughan; en ambos casos, se trataba de actos conceptualizados y despojados de todo sentimiento, cargados con cualquier idea o emoción que nosotros quisiéramos ponerles.

Vaughan raspó las astillas de fibra de vidrio en el rostro del conductor. Abrió de un tirón la portezuela y acomodó el muslo en el asiento, aferrando con una mano el volante retorcido.

—Siempre quise conducir un coche chocado.

Tomé la observación como una broma, pero Vaughan estaba serio. En realidad parecía más tranquilo, como si este choque de coches le hubiera aflojado algunas tensiones corporales, o hubiese expresado para él algún acto violento reprimido hasta ahora.

—Muy bien —anunció Vaughan, sacudiéndose las astillas de las manos—. Nos vamos ya… Te llevo. —Viendo que yo titubeaba, afirmó—: Créeme, Ballard, todos los accidentes se parecen.

¿Llegaba a advertir que yo estaba duplicando en mi mente una seria de posturas sexuales donde participábamos él y yo, Helen Remington y Gabrielle, y que reactualizaría la prueba mortal de los maniquíes y el motociclista de fibra de vidrio? En los mingitorios del parque, Vaughan expuso con deliberación el pene semierecto, dando un paso atrás y dejando caer en el suelo embaldosado las últimas gotas de orina.

Cuando nos alejamos del Laboratorio, recobró la agresividad de costumbre, como si los coches que pasaban le despertaran el apetito. Tomó la ruta de acceso a la autopista, hostigando con los destartalados y pesados paragolpes a los vehículos más pequeños, hasta que los apartaba del camino.

Señalé el tablero de instrumentos.

—Este coche… un Continental de hace diez años. ¿He de entender que tomas el asesinato de Kennedy como una especie de accidente automovilístico?

—Es posible.

—¿Pero por qué Elizabeth Taylor? Mientras corres de aquí para allá en este coche, ¿no la pones en peligro?

—¿Por qué?

—Por Seagrave. Está medio loco.

Vi cómo conducía a lo largo de los últimos tramos de la autopista, sin tratar de aminorar la velocidad, pese a los letreros de advertencia.

—Vaughan… ¿ella tuvo algún choque?

—Nada serio… Es decir que en el futuro la espera todo un mundo. Con un poco de organización, podría morir en una colisión única, que transformaría nuestras fantasías y nuestros sueños. El hombre que muera con ella en un accidente…

—¿Seagrave está de acuerdo?

—A su manera.

Nos acercamos a una rotonda. Casi por primera vez desde la salida del Laboratorio, Vaughan aplicó los frenos. El coche pesado resbaló y patinó un poco hacia la derecha, poniéndose en el camino de un taxi que ya había empezado a virar. Vaughan apretó el acelerador y dobló frente al taxi. El chillido de los neumáticos sofocó la bocina enardecida. Vaughan le gritó por la ventanilla al chófer, y corrió hacia el estrecho ramal del norte.

Ya más tranquilos, tomó un maletín del asiento de atrás.

—He estado haciendo una encuesta entre la gente del proyecto. Dime si olvidé algo.

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