Crash!

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¿La ironía de Vaughan tenía algún límite? Cuando salí del bar, estaba recostado contra la ventanilla del Lincoln, liando el último de cuatro cigarrillos con el hachís que guardaba en una bolsa de tabaco, en el compartimiento del tablero. Dos prostitutas del aeropuerto, de rasgos angulosos, poco más que adolescentes, discutían con él a través de la ventanilla.

—¿Adónde diablos piensas que vas? —dijo Vaughan, arrebatándome las dos botellas de vino que yo había comprado. Terminó de liar los cigarrillos sobre el tablero de instrumentos y retornó a la charla con las dos mujeres. Discutían de un modo abstracto acerca del tiempo y el precio. Tratando de ignorar sus voces y el bullicio del tránsito que pasaba debajo del supermercado, observé los aviones que despegaban volando sobre la cerca occidental, constelaciones de luces verdes y rojas que parecían desplazar vastos fragmentos de cielo.

Las dos mujeres espiaron dentro del coche y me estudiaron con una breve mirada. La más alta de las dos, que Vaughan ya me había asignado, era una rubia pasiva de ojos bovinos clavados en algún punto por encima de mi cabeza. Me señaló con el bolso de plástico.

—¿Puede conducir?

—Naturalmente… un coche anda siempre mejor con unos tragos encima.

Vaughan hizo tintinear las botellas como campanillas, para que las mujeres se metieran en el coche. Cuando la segunda muchacha, de pelo negro y caderas angostas y masculinas, abrió la puerta de atrás, Vaughan le alcanzó una botella. Le alzó la barbilla y le metió los dedos en la boca. Sacó una goma de mascar y la tiró a la oscuridad.

—Fuera con eso… no quiero que me lo soples dentro de la uretra. Tratando de adaptarme a esta máquina desconocida, encendí el motor y salí al camino de acceso.

Encima de nosotros, a lo largo de la Western Avenue, la corriente de tránsito se movía hacia el aeropuerto de Londres. Vaughan abrió una botella de vino y se la pasó a la rubia que iba delante junto a mí. Encendió el primero de los cuatro cigarrillos que había preparado. Ya había metido un codo entre los muslos de vello oscuro de la muchacha, alzándole la falda para dejar al descubierto el pubis negro. Descorchó la segunda botella y apretó el pico húmedo contra los dientes blancos de la joven. Vi en el espejo retrovisor cómo ella evitaba la boca de Vaughan; inhalaba el humo del cigarrillo y le apoyaba una mano en las ingles. Vaughan se recostó y le examinó las facciones menudas con una mirada distante, estudiándole el cuerpo de arriba abajo como un acróbata que calcula los movimientos e impactos de una hazaña gimnástica en un aparato grande y complicado. Con la mano derecha se abrió el cierre de los pantalones, y luego se arqueó hacia adelante para sacar el pene. La muchacha se lo aferró con una mano, y con la otra sostuvo la botella de vino mientras yo aceleraba dejando atrás las luces. Vaughan le desabotonó la blusa con los dedos cruzados de cicatrices y descubrió un pecho pequeño. Lo examinó y tomó el pezón entre el pulgar y el índice, tironeándolo de un modo peculiar, como si ajustara una pieza en un insólito equipo de laboratorio.

Unas luces de frenos destellaron de pronto a unos veinte metros frente a mí. Los coches que venían detrás tocaron las bocinas y guiñaron los faros. Pasé a cuarta y apreté el pedal, acelerando bruscamente. Vaughan y la muchacha cayeron tumbados en el asiento. La única luz de la cabina venía del tablero de mandos, y de los faros y luces rojas de los vehículos que atestaban la autopista. Vaughan había descubierto los dos pechos de la joven y se los acariciaba con la palma de la mano. Los labios marcados de cicatrices succionaban el humo espeso de la colilla mojada que se le deshacía entre los dedos. Tomó la botella de vino y se la llevó a la boca. Mientras bebía, alzó las piernas de la muchacha apoyándole los talones en el asiento, y movió el pene contra la piel de los muslos, deslizándolo al principio sobre el vinilo negro y luego apretando el glande contra el talón y la pantorrilla, como probando la posible continuidad de los materiales antes de iniciar un acto sexual que implicaba tanto a la mujer como al coche. Recostado en el asiento trasero, pasando el brazo izquierdo sobre la cabeza de la muchacha, Vaughan abrazaba la tirante superficie vinílica. La mano izquierda, en ángulo recto con el antebrazo, parecía medir la geometría del borde cromado del techo, mientras la mano derecha se escurría entre los muslos de la joven y le apretaba las nalgas. En cuclillas y con los talones bajo las nalgas, la muchacha entreabrió los muslos exponiendo un pubis pequeño, de labios abiertos y prominentes. Entre el humo que se elevaba del cenicero, Vaughan estudió con buen humor el cuerpo de la joven.

Ella se quedó en esa posición, la cara seria y menuda iluminada por los faros de los coches que se arrastraban en la corriente de tránsito. Mi cabeza parecía flotar en el humo pegajoso de la resina quemada. Adelante, más allá de las largas hileras de vehículos casi detenidos, se extendía la meseta iluminada del aeropuerto, pero yo apenas podía hacer otra cosa que conducir el coche por el carril central. La rubia que me acompañaba me ofreció un trago de vino. Le dije que no y ella apoyó la cabeza en mi hombro, acariciando provocativamente el volante. Sentí la mano de ella en el muslo y le pasé el brazo por los hombros.

En la parada siguiente, ajusté el espejo retrovisor para ver lo que ocurría en el asiento de atrás. Vaughan había introducido el pulgar en la vagina de la muchacha, y el índice en el recto, mientras ella apretaba las rodillas contra el pecho y chupaba mecánicamente un segundo cigarrillo.

La mano izquierda de Vaughan tomó el pecho de la muchacha, y el anular y el índice tironearon y plegaron el pezón, como una vulva en miniatura. Manteniendo estos elementos corporales en la misma estilizada postura, Vaughan movió las caderas hacia adelante y atrás y deslizó el pene en la mano de la joven. Cuando ella trató de sacarle los dedos de la vulva, Vaughan le apartó la mano de un codazo. Estiró las piernas, acomodándose hasta tocar con las caderas el borde del asiento. Apoyándose en el brazo izquierdo, continuó moviéndose contra la mano de la muchacha, como participando de una danza rigurosamente estilizada que celebraba el diseño, la electrónica, la velocidad y la dirección de una evolucionada especie de automóvil.

Estas nupcias entre el sexo y la tecnología culminaron cuando el tránsito se dividió en el paso elevado del aeropuerto y entramos en el carril norte. Mientras el coche se movía por primera vez a cincuenta kilómetros por hora, Vaughan retiró los dedos de la vulva y el ano de la muchacha volvió las caderas, e insertó el pene en la vagina Las luces de los faros brillaron por encima de nosotros mientras los coches subían la pendiente del paso elevado. Yo aún podía ver en el espejo retrovisor a Vaughan y la muchacha, los cuerpos alumbrados por el coche que venía detrás y reflejados en el baúl negro del Lincoln y en los metales cromados de la cabina. El cenicero mostró el pecho izquierdo de la muchacha, con el pezón erecto. En el vinilo bajo la ventanilla vi partes distorsionadas de los muslos de Vaughan y del abdomen de ella, en una extravagante conjunción anatómica. Vaughan alzó a la muchacha de costado y volvió a penetrarla. El coito entre Vaughan y ella ocurría en el interior de unas grutas luminiscentes, regulado por la vacilante manecilla del velocímetro, en un tríptico de imágenes que centelleaban en el velocímetro, el reloj y el cuenta kilómetros. El lomo protuberante del tablero de instrumentos y la estilizada escultura que cubría la columna de dirección reflejaban las nalgas de la muchacha en una docena de imágenes que subían y bajaban. Cuando lancé el coche a ochenta por el paso elevado, Vaughan arqueó la espalda y expuso a la muchacha al pleno resplandor de los faros que nos seguían. Los pechos puntiagudos relumbraron en la cabina de cromo y vidrio del coche acelerado. Las vigorosas sacudidas de Vaughan coincidían con el súbito destello de las lámparas instaladas a los lados de la pista cada cien metros. Cuando nos acercábamos a esas luces, Vaughan alzaba bruscamente las caderas, introduciendo el pene en la vagina, y abriendo con las manos las nalgas de la muchacha, exponía el ano a la luz amarilla que inundaba el coche. Llegamos a la salida del paso elevado. El fulgor rojo de las luces de advertencia inflamó el aire nocturno, tocando con una luz rosada las imágenes de ella y Vaughan.

Conduje con cuidado y bajé por la rampa hacia la intersección. Los movimientos pélvicos de Vaughan cambiaron de ritmo. Tendió a la joven encima de él y le estiró las piernas acostándola en diagonal sobre el asiento. Le tomó con la boca el pezón izquierdo, luego el derecho, moviendo el dedo metido en el recto cada vez que pasaba un coche, acomodando el vaivén de las caderas al juego de las luces que barrían el techo del Lincoln. Aparté a la rubia que se apoyaba en mi hombro. Advertí que casi podía controlar el acto sexual que se desarrollaba detrás y que cambiaba de acuerdo con mi modo de conducir. Vaughan jugaba respondiendo a los diferentes tipos de paisaje urbano que bordeaban la autopista. Cuando dejamos el aeropuerto y entramos en los carriles de circulación rápida que llevaban a la ciudad, los movimientos de Vaughan se aceleraron. Apretando con las manos las nalgas de la muchacha, la obligaba a subir y bajar como si los edificios de oficinas estimularan cada vez más un aparato de radar que tenía en el cerebro. Cuando llegó al orgasmo, estaba casi erguido a mis espaldas, las piernas estiradas, la cabeza contra el asiento trasero, sosteniéndose las propias nalgas con las manos, la muchacha montada a horcajadas sobre él.

Media hora más tarde estábamos de vuelta en el aeropuerto, y nos habíamos detenido a la sombra del garaje frente a la Oceanic Terminal. La muchacha consiguió al fin desprenderse de Vaughan, que yacía exhausto en el asiento trasero. Se arregló con torpeza, protestándole a Vaughan y a la rubia somnolienta que estaba sentada a mi lado. El esperma de Vaughan se escurría por el muslo izquierdo de la muchacha hasta el tapizado de vinilo negro. Los glóbulos de marfil parecían buscar las superficies más inclinadas deslizándose hacia el surco central del asiento doble.

Salí del coche y pagué a las dos mujeres. Cuando se fueron, llevando de vuelta las grupas endurecidas a las luces de neón, me quedé esperando junto al coche. Vaughan contemplaba el acantilado del edificio, siguiendo con los ojos el declive de los suelos como si tratara de reconocer todo lo que había ocurrido entre él y la muchacha morena.

Como entendí más tarde, Vaughan exploraba las posibilidades del accidente automovilístico con la misma calma y afecto con que había explorado los límites corporales de la joven prostituta. A menudo yo lo veía absorto frente a las fotografías de las víctimas, mirando con terrible solicitud las caras quemadas, imaginando los parámetros más elegantes para distintas lesiones, la conjunción de los cuerpos contusos, el parabrisas fracturado y los adminículos del coche. Imitaba esas lesiones moviendo el cuerpo mientras conducía, y miraba a las mujeres que recogía cerca del aeropuerto con los mismos ojos desapasionados. Estudiando esos cuerpos, recapitulaba las anatomías deformes de las víctimas de algún choque de vehículos, les acomodaba los brazos contra los hombros, les apretaba las rodillas contra los pechos, curioso siempre, observando cómo ellas reaccionaban.

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