Cosmos

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XIII. ¿Quién habla en nombre de la Tierra?

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Capítulo XIII
¿QUIÉN HABLA
EN NOMBRE DE LA TIERRA?

¿Por qué motivo tendría que ocuparme en buscar los secretos de las estrellas si tengo continuamente, ante mis ojos a la muerte y a la esclavitud?

Pregunta planteada a Pitágoras por Anaxímenes (hacia 600 a. de C.), según MONTAIGNE

Qué vastedad la de estos orbes y qué poco considerable es comparada con ellos la tierra, el teatro sobre el cual se juegan todos nuestros poderosos designios, todas nuestras navegaciones, y todas nuestras guerras. Una consideración muy pertinente, y materia de reflexión para los reyes y príncipes que sacrifican las vidas de tantas personas sólo para halagar su ambición y convertirse en dueños de algún lamentable rincón de este pequeño lugar.

CHRISTIAAN HUYGENS, Nuevas conjeturas referentes

a los mundos planetarios, sus habitantes

y sus producciones, hacia 1690

Al mundo entero agregó nuestro Padre el Sol, doy mi luz y mi resplandor, doy calor a los hombres cuando tienen frío; hago que sus campos fructifiquen y que su ganado se multiplique; cada día que paso doy la vuelta al mundo para estar más enterado de las necesidades del hombre y para satisfacer estas necesidades. Seguid mi ejemplo.

Mito inca incluido en los Comentarios reales

de GARCILASO DE LA VEGA, 1556

Miramos hacia el pasado a través de millones incontables de años, y vemos la gran voluntad de vivir que lucha por salir del fango situado entre las mareas, que lucha de forma en forma y de poder en poder, que se arrastra por el suelo y luego camina con confianza sobre él, que lucha de generación en generación por dominar el aire, que se insinúa en las tinieblas de lo profundo; la vemos levantarse contra sí misma con rabia y hambre y cambiar su forma por otra nueva, contemplamos cómo se nos acerca y se hace más parecida a nosotros, cómo se expande, se elabora a sí misma, persigue su objetivo inexorable e inconcebible, hasta alcanzarnos al final y latir su ser a través de nuestros cerebros y nuestras arterias… Es posible creer que todo el pasado no es más que el principio de un principio, y que todo lo que es y ha sido es sólo el crepúsculo del alba. Es posible creer que todo lo conseguido por la mente humana no es sino el sueño antes del despertar… Surgirán… de nuestro linaje mentes que volverán su atención a nosotros en nuestra pequeñez y nos conocerán mejor de lo que nos conocemos nosotros. Llegará un día, un día en la sucesión infinita de días, en que seres, seres que están ahora latentes en nuestros pensamientos y escondidos en nuestros lomos, se erguirán sobre esta tierra como uno se yergue sobre un escabel y reirán y con sus manos alcanzarán las estrellas.

H. G. WELLS, "El descubrimiento del futuro".

Nature, 65, 326 (1902)

EL COSMOS NO FUE DESCUBIERTO HASTA AYER. Durante un millón de años era evidente para todos que aparte de la Tierra no había ningún otro lugar. Luego, en la última décima parte de un uno por ciento de la vida de nuestra especie, en el instante entre Aristarco y nosotros, nos dimos cuenta de mala gana de que no éramos el centro ni el objetivo del universo, sino que vivíamos sobre un mundo diminuto y frágil perdido en la inmensidad y en la eternidad, a la deriva por un gran océano cósmico punteado aquí y allí por centenares de miles de millones de galaxias y por mil millones de billones de estrellas. Sondeamos valientemente en las aguas y descubrimos que el océano nos gustaba, que resonaba con nuestra naturaleza. Algo en nosotros reconoce el Cosmos como su hogar. Estamos hechos de ceniza de estrellas. Nuestro origen y evolución estuvieron ligados a distantes acontecimientos cósmicos. La exploración del Cosmos es un viaje para autodescubrirnos.

Como ya sabían los antiguos creadores de mitos, somos hijos tanto del cielo como de la Tierra. En nuestra existencia sobre este planeta hemos acumulado un peligroso equipaje evolutivo, propensiones hereditarias a la agresión y al ritual, sumisión a los líderes y hostilidad hacia los forasteros, un equipaje que plantea algunas dudas sobre nuestra supervivencia. Pero también hemos adquirido compasión para con los demás, amor hacia nuestros hijos y hacia los hijos de nuestros hijos, el deseo de aprender de la historia, y una inteligencia apasionada y de altos vuelos: herramientas evidentes para que continuemos sobreviviendo y prosperando. No sabemos qué aspectos de nuestra naturaleza predominarán, especialmente cuando nuestra visión y nuestra comprensión de las perspectivas están limitadas exclusivamente a la Tierra, o lo que es peor a una pequeña parte de ella. Pero allí arriba, en la inmensidad del Cosmos, nos espera una perspectiva inescapable. Por ahora no hay signos obvios de inteligencias extraterrestres, y esto nos hace preguntarnos si las civilizaciones como la nuestra se precipitan siempre de modo implacable y directo hacia la autodestrucción. Las fronteras nacionales no se distinguen cuando miramos la Tierra desde el espacio. Los chauvinismos étnicos o religiosos o nacionales son algo difíciles de mantener cuando vemos nuestro planeta como un creciente azul y frágil que se desvanece hasta convertirse en un punto de luz sobre el bastión y la ciudadela de las estrellas. Viajar ensancha nuestras perspectivas.

Hay mundos en los que nunca nació la vida. Hay mundos que quedaron abrasados y arruinados por catástrofes cósmicas. Nosotros hemos sido afortunados: estamos vivos, somos poderosos, el bienestar de nuestra civilización y de nuestra especie está en nuestras manos. Si no hablamos nosotros en nombre de la Tierra, ¿quién lo hará? Si no nos preocupamos nosotros de nuestra supervivencia, ¿quién lo hará?

La Gran Cadena del Ser. Entre átomos y copos de nieve a la escala de lo muy pequeño, y soles y galaxias a la escala de lo muy grande, los hombres estamos tomando conciencia de nuestro lugar en el Cosmos. (Pintura de Jon Lomberg).

La especie humana está emprendiendo ahora una gran aventura que si tiene éxito será tan importante como la colonización de la tierra o el descenso de los árboles. Estamos rompiendo de modo vacilante y en vía de prueba las trabas de la Tierra: metafóricamente al enfrentarnos con las admoniciones de los cerebros más primitivos de nuestro interior y domarlos, físicamente al viajar a los planetas y escuchar los mensajes de las estrellas. Estas dos empresas están ligadas indisolublemente. Creo que cada una de ellas es condición necesaria para la otra. Pero nuestras energías se dirigen mucho más hacia la guerra. Las naciones, hipnotizadas por la desconfianza mutua, sin casi nunca preocuparse por la especie o por el planeta, se preparan para la muerte. Y lo que hacemos es tan horroroso que tendemos a no pensar mucho en ello. Pero es imposible que resolvamos algo que no tomamos en consideración.

Toda persona capaz de pensar teme la guerra nuclear, y todo estado tecnológico la está planeando. Cada cual sabe que es una locura, y cada nación tiene una excusa. Hay una siniestra cadena de causalidad: los alemanes estaban trabajando en la bomba al principio de la segunda guerra mundial, y los americanos tuvieron que hacer una antes que ellos. Si los americanos tienen la bomba, los soviéticos deben tenerla también, y luego los británicos, los franceses, los chinos, los indios, los pakistaníes… Hacia finales del siglo veinte muchas naciones habían reunido armas nucleares. Eran fáciles de idear. El material fisionable podía robarse de los reactores nucleares. Las armas nucleares se convirtieron casi en una industria de artesanía nacional.

Precipitación radiactiva en una guerra nuclear. Estos puntos de lanzamiento de misiles balísticos intercontinentales Titán y Minuteman en el Medio oeste norteamericano son, de entre 15.000 objetivos de un intercambio nuclear completo, objetivos probables para un ataque de superficie con un par de armas termonucleares de un megatón. La energía liberada por estas dos únicas explosiones sería igual a toda la destrucción causada en todo el mundo por toda la aviación de la segunda guerra mundial. La nube de escombros radiactivos sería empujada por los vientos dominantes hacia la costa oriental de los Estados Unidos, siguiendo el mismo camino de los escombros volcánicos del monte Santa Helena después de su erupción de 1980. El contorno exterior de la curva incluye el área donde los fallecimientos debidos únicamente a la precipitación radiactiva superarían el 50 por ciento. Horrores comparables sufriría la Unión Soviética por la explosión de dos bombas de un megatón, por ejemplo en Ucrania occidental. (Cedido por Scientific American. De Limited Nuclear War por Sidney D. Drell y Frank Von Hippel. © de Scientific American. Todos los derechos reservados).

Las bombas convencionales de la segunda guerra mundial recibieron el calificativo de revientamanzanas. Se llenaban con veinte toneladas de TNT y podían destruir una manzana de casas de una ciudad. Todas las bombas lanzadas sobre todas las ciudades en la segunda guerra mundial sumaron unos dos millones de toneladas, dos megatones, de TNT: Coventry y Rotterdam, Dresde y Tokio, toda la muerte que llovió de los cielos entre 1939 y 1945, un centenar de miles de revientamanzanas, dos megatones. A fines del siglo veinte, dos megatones era la energía que se liberaba en la explosión de una sola bomba termonuclear más o menos del montón: una bomba con la fuerza destructiva de la segunda guerra mundial. Pero hay cientos de miles de armas nucleares. Hacia la novena década del siglo veinte los misiles estratégicos y las fuerzas de bombarderos de la Unión Soviética y de los Estados Unidos apuntaban sus cabezas de guerra a más de 15.000 objetivos designados. No había lugar seguro en todo el planeta. La energía contenida en estas armas, en estos genios de la muerte que esperaban pacientemente que alguien restregara las lámparas, era superior a 10.000 megatones: pero con toda su destrucción concentrada de modo eficiente, no a lo largo de seis años sino en unas pocas horas, un revientamanzanas para cada familia del planeta, una segunda guerra mundial nuclear cada segundo durante toda una tarde de ocio.

Las causas inmediatas de muerte por un ataque nuclear son la onda explosiva, que pueden aplanar edificios fuertemente reforzados a muchos kilómetros de distancia, la tempestad de fuego, los rayos gamma y los neutrones que fríen de modo efectivo las entrañas de un transeúnte. Una alumna de escuela que sobrevivió al ataque nuclear norteamericano contra Hiroshima, el acontecimiento que puso final a la segunda guerra mundial, escribió este relato de primera mano:

A través de una oscuridad como el fondo del infierno podía oír las voces de las demás estudiantes que llamaban a sus madres. Y en la base del puente, dentro de una gran cisterna que habían excavado, estaba una madre llorando, aguantando por encima de su cabeza un bebé desnudo quemado por todo el cuerpo, de color rojo brillante. Y otra madre estaba llorando y sollozando mientras daba su pecho quemado a su bebé. En la cisterna las estudiantes estaban de pie asomando sólo las cabezas encima del agua, con las dos manos apretadas mientras gritaban y chillaban implorando y llamando a sus padres. Pero todas las personas que pasaban sin excepción, estaban heridas y no había nadie, no había nadie a quien pedir ayuda. Y el pelo chamuscado en las cabezas de las personas estaba rizado y blancuzco y cubierto de polvo. No parecía que fueran personas, que fueran seres de este mundo.

La explosión de Hiroshima, al contrario de la subsiguiente explosión de Nagasaki, fue una explosión en el aire muy por encima de la superficie, de modo que la lluvia radiactiva fue insignificante. Pero el 1 de marzo de 1954 una prueba con armas termonucleares en Bikini, en las islas Marshall, detonó a un rendimiento superior al esperado. Se depositó una gran nube radiactiva sobre el pequeño atolón de Rongalap, a 150 kilómetros de distancia, donde los habitantes compararon la explosión a un Sol levantándose por el Oeste. Unas horas más tarde la ceniza radiactiva cayó sobre Rongalap como nieve. La dosis media recibida fue de sólo 175 rads, algo inferior a la mitad de la dosis necesaria para matar a una persona normal. El atolón estaba lejos de la explosión y no murieron muchas personas. Como es lógico, el estroncio radiactivo que comieron se concentró en sus huesos y el yodo radiactivo se concentró en sus tiroides. Dos tercios de los niños y un tercio de los adultos desarrollaron más tarde anormalidades tiroideas, retraso en el crecimiento y tumores malignos. Los habitantes de las islas Marshali recibieron a cambio cuidados médicos especializados.

El rendimiento de la bomba de Hiroshima fue de sólo trece kilotones, el equivalente a trece millares de toneladas de TNT. El rendimiento de la prueba de Bikini fue de quince megatones. En un intercambio nuclear completo, en el paroxismo de la guerra termonuclear, caerían en todo el mundo el equivalente a un millón de bombas de Hiroshima. Si se aplica el porcentaje de mortalidad de Hiroshima de unas cien mil personas muertas por cada arma de trece kilotones, sería suficiente para matar a cien mil millones de personas. Pero a fines del siglo veinte había menos de cinco mil millones de personas en el planeta. Desde luego que en un intercambio de este tipo no todo el mundo morirá por la explosión y la tormenta de fuego, la radiación y la precipitación radiactiva, aunque esta precipitación dura algo más de tiempo: el 90 por ciento del estroncio 90 se habrá desintegrado en 96 años, el 90 por ciento del cesio 137 en 100 años, el 90 por ciento del yodo 131 en sólo un mes.

Los supervivientes vivirán consecuencias más sutiles de la guerra. Un intercambio nuclear completo quemará el nitrógeno de la parte superior del aire, convirtiéndolo en óxidos de nitrógeno, que a su vez destruirán una porción significativa del ozono en la alta atmósfera, con lo que esta admitirá una dosis intensa de radiación solar ultravioleta.[81] Este aumento en el flujo ultravioleta se mantendrá durante años. Producirá cáncer de la piel, preferentemente en personas de piel clara. Y algo más importante: afectará la ecología de nuestro planeta de un modo desconocido. La luz ultravioleta destruye las cosechas. Muchos microorganismos morirán, no sabemos cuáles ni cuántos, o cuáles podrán ser las consecuencias. No sabemos si los organismos muertos estarán precisamente en la base de una vasta pirámide ecológica sobre cuya cima nos balanceamos nosotros.

La siniestra forma de la guerra nuclear: dos explosiones nucleares. Arriba: Fotografía a gran velocidad de la onda explosiva en expansión de un arma nuclear de fisión. Obsérvense los árboles en silueta. (Cedida por Harold Edgerton, Instituto de Tecnología de Massachusetts). Abajo: La nube en forma de hongo de una explosión termonuclear envía las futuras precipitaciones radiactivas a la estratosfera, donde permanecen años. (Cedida por el Departamento de Energía de EE. UU.).

El polvo introducido en el aire en un intercambio nuclear completo reflejará la luz solar y enfriará un poco la Tierra. Basta un pequeño enfriamiento para que las consecuencias en la agricultura sean desastrosas. Los pájaros mueren más fácilmente por la radiación que los insectos. Las plagas de insectos y los desórdenes agrícolas adicionales que les seguirán serán una consecuencia probable de una guerra nuclear. Hay otro tipo de plaga preocupante: la plaga de los bacilos es endémica en toda la Tierra. A fines del siglo veinte los hombres no fallecían mucho a consecuencia de la plaga, y no porque esta faltara, sino porque la resistencia era elevada. Sin embargo, la radiación producida en una guerra nuclear debilita el sistema inmunológico del cuerpo, entre sus muchos otros efectos, provocando una disminución de nuestra capacidad para resistir a la enfermedad. A plazo más largo hay mutaciones, nuevas variedades de microbios y de insectos que podrían causar todavía más problemas a cualquier superviviente humano de un holocausto nuclear; y quizás al cabo de un tiempo cuando ya ha pasado el tiempo suficiente para que se recombinen y se expresen las mutaciones recesivas, haya nuevas y horrorizantes variedades de personas. La mayoría de estas mutaciones al expresarse serán letales. Unas cuantas no. Y luego habrá otras agonías: la pérdida de los seres queridos, las legiones de quemados, ciegos y mutilados; enfermedades, plagas, venenos radiactivos de larga vida en el aire y en el agua, la amenaza de los tumores y de los niños nacidos muertos y malformados; la ausencia de cuidados médicos, la desesperada sensación de una civilización destruida por nada, el conocimiento de que podíamos haberlo impedido y no lo hicimos.

L. F. Richardson era un meteorólogo británico interesado en la guerra. Quería comprender sus causas. Hay paralelos intelectuales entre la guerra y el tiempo atmosférico. Los dos son complejos. Los dos presentan regularidades, implicando con ello que no son fuerzas implacables sino sistemas naturales que pueden comprenderse y controlarse. Para comprender la meteorología global hay que reunir primero un gran conjunto de datos meteorológicos; hay que descubrir cómo se comporta realmente el tiempo. Richardson decidió que el sistema para llegar a comprender la guerra tenía que ser el mismo. Por consiguiente reunió datos sobre centenares de guerras acaecidas en nuestro pobre planeta entre 1820 y 1945.

Diagrama de Richardson. El eje horizontal muestra la magnitud de una guerra (M=5 significa 105 personas muertas; M=10 significa 1010, es decir, toda la población del planeta). El eje vertical indica el tiempo que hay que esperar para que estalle una guerra de magnitud M. La curva se basa en los datos de Richardson referentes a guerras entre 1820 y 1945. Una extrapolación sencilla sugiere que se necesitarán unos mil años para llegar a M=10 (1820 + 1000 = 2820). Pero la proliferación de armas nucleares ha desplazado probablemente la curva hacia la zona sombreada, y el tiempo de espera para el Juicio Final puede ser angustiosamente corto. La forma de la curva de Richardson es controlable por nosotros, pero sólo si los hombres están dispuestos a asumir el desarme nuclear y a reestructurar profundamente la comunidad planetaria.

Los resultados de Richardson se publicaron póstumamente en una obra llamada Las estadísticas de las disputas mortales. Richardson estaba interesado en saber el tiempo que hay que esperar para que una guerra se lleve un número determinado de víctimas y para ello definió un índice, M, la magnitud de una guerra, la medición del número de muertes inmediatas que causa. Una guerra de magnitud M = 3 podría ser una simple escaramuza, que mataría sólo a mil personas (103). M = 5 o M = 6 denotan guerras más serias, en las que mueren cien mil (105) personas o un millón (106). Las guerras mundiales primera y segunda tuvieron magnitudes superiores. Richardson descubrió que cuantas más personas morían en una guerra menos probable era que ocurriera, y más tiempo pasaría antes de presenciarla, del mismo modo que las tormentas violentas son menos frecuentes que un chaparrón. A partir de sus datos podemos construir un gráfico (pág. 326) que muestra el tiempo promedio que habría que haber esperado durante el siglo y medio pasado para presenciar una guerra de magnitud M.

Richardson propuso que si se prolonga la curva hasta valores muy pequeños de M, llegando a M=0, esta predice de modo aproximado la incidencia mundial de los asesinatos; en algún lugar del mundo alguien es asesinado cada cinco minutos. Según él los asesinatos individuales y las guerras en gran escala son los dos extremos de un continuo, una curva ininterrumpida. Se deduce no sólo en un sentido trivial sino también según creo en un sentido psicológico muy profundo que la guerra es un asesinato escrito en mayúscula. Cuando nuestro bienestar se ve amenazado, cuando se ven desafiadas nuestras ilusiones sobre nosotros mismos, tendemos —por lo menos algunos— a estallar en rabias asesinas. Y cuando las mismas provocaciones se aplican a estados nacionales, también ellos estallan a veces en rabias asesinas, que fomentan con demasiada frecuencia los que buscan el poder o el provecho personales. Pero a medida que la tecnología del asesinato mejora y que aumenta el castigo de la guerra, hay que hacer que muchas personas sientan simultáneamente rabias asesinas para poder pasar revista a una guerra importante. Pero esto puede generalmente arreglarse, porque los órganos de comunicación de masas están a menudo en manos del Estado. (La guerra nuclear es la excepción. Puede ponerla en marcha un número muy reducido de personas).

Tenemos aquí un conflicto entre nuestras pasiones y lo que a veces se llama nuestra mejor naturaleza; entre la parte antigua reptiliana y profunda de nuestro cerebro, el complejo R, encargado de las rabias asesinas, y las partes del cerebro mamíferas y humanas evolucionadas más recientemente, el sistema límbico y la corteza cerebral. Cuando los hombres vivían en pequeños grupos, cuando nuestras armas eran relativamente modestas, un guerrero por rabioso que estuviera sólo podía matar a unas cuantas personas. A medida que nuestra tecnología mejoró, mejoraron también los medios de guerra. En el mismo breve intervalo también nosotros hemos mejorado. Hemos atemperado con la razón nuestras iras, frustraciones y desesperaciones. Hemos mejorado a una escala planetaria injusticias que hasta hace poco eran globales y endémicas. Pero nuestras armas pueden matar ahora miles de millones de personas. ¿Hemos mejorado lo bastante rápido? ¿Estamos enseñando la razón del modo más eficaz posible? ¿Hemos estudiado valientemente las causas de la guerra?

Lo que se llama a menudo la estrategia de la disuasión nuclear se caracteriza por basarse en el comportamiento de nuestros antepasados no humanos. Henry Kissinger, un político contemporáneo, escribió: «La disuasión depende sobre todo de criterios psicológicos. Para lograr la disuasión un bluff tomado en serio es más útil que una amenaza seria interpretada como un bluff». Sin embargo, un efectivo bluff nuclear incluye posturas ocasionales de irracionalidad, un distanciamiento de los horrores de la guerra nuclear. De este modo el enemigo potencial se ve tentado a someterse en los puntos en disputa en lugar de desencadenar una confrontación real, que el aura de irracionalidad ha hecho plausible. El riesgo principal al adoptar una pose creíble de irracionalidad es que para tener éxito en el engaño hay que ser muy bueno. Al cabo de un rato uno se acostumbra. Y deja de ser un engaño.

El equilibrio global de terror, promovido por los Estados Unidos y la Unión Soviética, tiene como rehenes a los ciudadanos de la Tierra. Cada parte traza unos límites a la conducta permisible de la otra. El enemigo potencial recibe la seguridad de que transgredir el límite supone una guerra nuclear. Sin embargo, la definición del límite va cambiando con el tiempo. Cada parte ha de tener confianza en que la otra entiende los nuevos límites. Cada parte está tentada de aumentar su ventaja militar, pero no de forma tan pronunciada que alarme seriamente al otro. Cada parte explora continuamente los límites de la tolerancia de la otra, como los vuelos de bombarderos nucleares sobre los desiertos árticos, la crisis de los misiles en Cuba, las pruebas de armas antisatélite, las guerras de Vietnam y Afganistán: unas cuantas partidas de una lista larga y dolorosa. El equilibrio global de terror es un equilibrio muy delicado. Depende de que las cosas no se estropeen, de que no se cometan errores, de que las pasiones reptilianas no se exciten seriamente.

Volvemos pues a Richardson. En el diagrama la línea continua es el tiempo que hay que esperar para una guerra de magnitud M, es decir el tiempo medio que tendríamos que esperar para presenciar una guerra que mate a 1OM personas (donde M representa el número de ceros después del uno en nuestra aritmética exponencial usual).

Aparece también como una barra vertical a la derecha del diagrama la población mundial en años recientes, que alcanzó mil millones de personas (M = 9) hacia 1835 y que es ahora de unos 4500 millones de personas (M = 9,7). Cuando la curva de Richardson intersecta a la barra vertical tenemos especificado el tiempo que hay que esperar para el día del Juicio final, los años que transcurrirán hasta que la población de la Tierra sea destruida en una gran guerra. De acuerdo con la curva de Richardson y la extrapolación más simple sobre el crecimiento futuro de la población humana, las dos curvas no se cortan hasta el siglo treinta, más o menos y el Juicio final queda aplazado.

Pero la segunda guerra mundial fue de magnitud 7,7 y murieron en ella unos cincuenta millones de personas, personal militar y no combatientes. La tecnología de la muerte avanzó de modo siniestro. Se usaron por primera vez armas nucleares. Hay pocos indicios de que las motivaciones y las propensiones hacia la guerra hayan disminuido desde entonces, y tanto las armas convencionales como las nucleares se han hecho mucho más mortíferas. Por lo tanto la parte superior de la curva de Richardson se está desplazando hacia abajo en una cantidad desconocida. Si su nueva posición ha quedado en algún punto de la región sombreada de la figura, disponemos solamente de unas cuantas décadas más hasta el día del Juicio final. Una comparación más detallada de la incidencia de las guerras antes y después de 1945 podría esclarecer esta cuestión. El tema no es en absoluto trivial.

Es esta otra manera sencilla de decir lo que ya sabemos desde hace décadas: el desarrollo de las armas nucleares y sus sistemas de entrega provocarán más tarde o más temprano un desastre global. Muchos de los científicos norteamericanos y europeos emigrados que desarrollaron las primeras armas nucleares quedaron anonadados por el demonio que habían dejado suelto en el mundo. Apelaron en favor de la abolición global de las armas nucleares. Pero nadie les hizo caso: la perspectiva de una ventaja estratégica nacional galvanizó tanto a la URSS como a los Estados Unidos y empezó la carrera de armas nucleares.

Durante el mismo período hubo un floreciente tráfico internacional de las devastadoras armas no nucleares que se califican tímidamente de convencionales. En los últimos veinticinco años, el comercio internacional de armas ha subido desde 300 millones de dólares a mucho más de 20.000 millones, cifra esta corregida de inflación. En los años entre 1950 y 1968, para los cuales parece que se dispone de buenas estadísticas, hubo, en promedio y en todo el mundo, varios accidentes por año con participación de armas nucleares, aunque quizás no más de una o dos explosiones nucleares accidentales. Los grupos de presión armamentista de la Unión Soviética, de los Estados Unidos y de otras naciones son grandes y poderosos. En los Estados Unidos incluyen a empresas importantes, famosas por sus productos casi hogareños. Según una estimación, los beneficios de las empresas que fabrican armas militares son de un 30% a un 50% superiores a los de empresas en un mercado civil igualmente tecnológico pero competitivo. Aumentos de coste en los sistemas de armas militares son aceptados en una escala que sería inaceptable en la esfera civil. En la Unión Soviética los recursos, calidad, atención y cuidados prodigados a la producción militar contrastan fuertemente con lo poco que queda para los bienes de consumo. Según algunas estimaciones casi la mitad de los científicos y altos tecnólogos de la Tierra están empleados de modo total o parcial en cuestiones militares. Quienes participan en el desarrollo y fabricación de armas de destrucción masiva reciben salarios, participación en el poder e incluso si es posible honores públicos en los niveles más altos existentes en sus sociedades respectivas. El secreto que envuelve el desarrollo de armas, llevado a extremos extravagantes en la Unión Soviética, implica que las personas con estos empleos casi nunca tienen que aceptar la responsabilidad de sus acciones. Están protegidos y son anónimos. El secreto militar hace que lo militar sea en cualquier sociedad el sector más difícil de controlar por los ciudadanos. Si ignoramos lo que hacen, es muy difícil detenerlos. Los premios son tan sustanciosos, y los grupos de presión militares de países hostiles mantienen un abrazo mutuo tan siniestro, que al final el mundo descubre que se está deslizando hacia la destrucción definitiva de la empresa humana.

Cada gran potencia tiene alguna justificación ampliamente difundida para conseguir y almacenar armas de destrucción masiva, a menudo incluyendo un recordatorio reptiliano del supuesto carácter y de los defectos culturales de enemigos potenciales (al contrario de nosotros, gente sana), o de las intenciones de los demás, y nunca de las nuestras, de conquistar el mundo. Cada nación parece tener su conjunto de posibilidades prohibidas, en las que hay que prohibir a toda costa que sus ciudadanos y partidarios piensen seriamente. En la Unión Soviética están el capitalismo, Dios, y la renuncia a la soberanía nacional; en los Estados Unidos, el socialismo, el ateísmo y la renuncia a la soberanía nacional. Sucede lo mismo en todo el mundo.

La atmósfera superior del planeta Tierra, vista al anochecer. Una guerra nuclear total destruiría parcialmente la capa protectora de ozono y la estratosfera se llenaría de escombros radiactivos. Un visitante de otro mundo preferiría quizás pasar de largo. (NASA/ISS).

¿Cómo explicaríamos la carrera global de armas a un observador extraterrestre desapasionado? ¿Cómo justificaríamos los desarrollos desestabilizadores más recientes de los satélites matadores, las armas con rayos de partículas, láser, bombas de neutrones, misiles de crucero, y la propuesta de convertir áreas equivalentes a pequeños países en zonas donde esconder misiles balísticos intercontinentales entre centenares de señuelos? ¿Afirmaremos que diez mil cabezas nucleares con sus correspondientes objetivos pueden aumentar nuestras perspectivas de supervivencia? ¿Qué informe presentaríamos sobre nuestra administración del planeta Tierra? Hemos oído las racionalizaciones que aducen las superpotencias nucleares. Sabemos quién habla en nombre de las naciones. Pero ¿quién habla en nombre de la especie humana? ¿Quién habla en nombre de la Tierra?

Unas dos terceras partes de la masa del cerebro humano están en la corteza cerebral, dedicada a la intuición y a la razón. Los hombres hemos evolucionado de modo gregario. Nos encanta la compañía de los demás; nos preocupamos los unos de los otros. Cooperamos. El altruismo forma parte de nuestro ser. Hemos descifrado brillantemente algunas estructuras de la Naturaleza. Tenemos motivaciones suficientes para trabajar conjuntamente y somos capaces de idear el sistema adecuado. Si estamos dispuestos a incluir en nuestros cálculos una guerra nuclear y la destrucción total de nuestra sociedad global emergente, ¿no podríamos también imaginar la reestructuración total de nuestras sociedades? Desde una perspectiva extraterrestre está claro que nuestra civilización global está a punto de fracasar en la tarea más importante con que se enfrenta: la preservación de las vidas y del bienestar de los ciudadanos del planeta. ¿No deberíamos pues estar dispuestos a explorar vigorosamente en cada nación posibles cambios básicos del sistema tradicional de hacer las cosas, un rediseño fundamental de las instituciones económicas, políticas, sociales y religiosas?

Enfrentados con una alternativa tan inquietante, nos sentimos tentados continuamente a minimizar la gravedad del problema, de afirmar que quienes se inquietan por el día del Juicio son unos alarmistas; de asegurar que los cambios fundamentales en nuestras instituciones no son prácticos o están en contra de la naturaleza humana, como si la guerra nuclear fuera práctica, o como si sólo hubiera una naturaleza humana. Una guerra nuclear a toda escala no se ha dado nunca. Se supone de algún modo que según esto no se dará nunca. Pero sólo podemos pasar una vez por esta experiencia. En aquel momento será demasiado tarde para reformular la estadística.

Los Estados Unidos son uno de los pocos gobiernos que apoyan realmente una agencia destinada a invertir el curso de la carrera de armamentos. Pero los presupuestos comparados del Departamento de Defensa (153.000 millones de dólares por año en 1980) y de la Agencia para el Control de Armas y el Desarme (18 millones de dólares por año) nos recuerdan la importancia relativa que hemos asignado a las dos actividades. ¿No gastaría más dinero una sociedad racional en comprender y prevenir que en prepararse para la siguiente guerra? Es posible estudiar las causas de la guerra. Actualmente nuestra comprensión de ella es limitada, probablemente porque los presupuestos de desarme desde la época de Sargón de Akkad han sido entre inefectivos e inexistentes. Los microbiólogos y los médicos estudian las enfermedades principalmente para curar a las personas. Raramente se dedican a hacer propaganda del patógeno. Estudiamos la guerra como si fuera una enfermedad de la infancia, como la denominó Einstein de modo pertinente. Hemos alcanzado el punto en que la proliferación de las armas nucleares y la resistencia contra el desarme nuclear amenazan a todas y cada una de las personas del planeta. Ya no hay intereses especiales o casos especiales. Nuestra supervivencia depende de que comprometamos nuestra inteligencia y nuestros recursos en una escala masiva para asumir nuestro propio destino, para garantizar que la curva de Richardson no se desplace hacia la derecha.

Nosotros, los rehenes nucleares todos los pueblos de la Tierra tenemos que educarnos sobre la guerra convencional y nuclear. Luego tenemos que educar a nuestros gobiernos. Tenemos que aprender la ciencia y la tecnología que proporcionan las únicas herramientas concebibles de nuestra supervivencia. Tenemos que estar dispuestos a desafiar valientemente la sabiduría convencional social, política, económica y religiosa. Tenemos que hacer todos los esfuerzos posibles para comprender que nuestros compañeros, que los ciudadanos de todo el mundo, son humanos. No hay duda que estos pasos son difíciles. Pero como replicó Einstein muchas veces cuando alguien rechazaba sus sugerencias por no prácticas o no consistentes con la naturaleza humana: ¿Qué otra alternativa hay?

Es característico de los mamíferos que acaricien a sus hijos, con el hocico o con las manos, que los abracen, los soben, los mimen, los cuiden y los amen, un comportamiento que es esencialmente desconocido entre los reptiles. Si es realmente cierto que el complejo R y el sistema límbico viven en una tregua incómoda dentro de nuestros cráneos y que continúan compartiendo sus antiguas predilecciones, podríamos esperar que la indulgencia paterna animara nuestras naturalezas de mamífero y que la ausencia de afecto físico impulsara el comportamiento reptiliano. Algunas pruebas apuntan en este sentido. Harry y Margaret Harlow han descubierto en experiencias de laboratorio que los monos criados en jaulas y físicamente aislados aunque pudiesen ver, oír y oler a sus compañeros simios desarrollaban toda una gama de características taciturnas, retiradas, autodestructivas y en definitiva anormales. Se observa lo mismo en los hijos de personas que se han criado sin afecto físico —normalmente en instituciones— donde es evidente que sufren mucho.

Madres sustitutas para monos. Las crías de mono, si pueden escoger entre dos madres sustitutas —una estructura de alambre equipada con una botella de leche, y la misma estructura cubierta de paño y con una botella de leche— escogen sin dudar esta última. Los hombres y los demás primates tienen una necesidad, genéticamente determinada, de interacción social y de amor y calor físicos. (Cedida por Harry F. Harlow, Laboratorio de Primates de la Universidad de Wisconsin).

El neurosicólogo James W. Prescott ha llevado a cabo un análisis estadístico transcultural sorprendente de 400 sociedades preindustriales y ha descubierto que las culturas que derrochan afecto físico en sus hijos tienden a no sentir inclinación por la violencia. Incluso las sociedades en las que no se acaricia mucho a los niños desarrollan adultos no violentos siempre que no repriman la actividad sexual de los adolescentes. Prescott cree que las culturas con predisposición a la violencia están compuestas por individuos a los que se ha privado de los placeres del cuerpo durante por lo menos una de las dos fases críticas de la vida, la infancia y la adolescencia. Allí donde se fomenta el cariño físico, son apenas visibles el robo, la religión organizada y las ostentaciones envidiosas de riqueza; donde se castiga físicamente a los niños tiende a haber esclavitud, homicidios frecuentes, torturas y mutilaciones de los enemigos, cultivo de la inferioridad de la mujer, y la creencia en uno o más seres sobrenaturales que intervienen en la vida diaria.

No comprendemos de modo suficiente la conducta humana para estar seguros de los mecanismos en que se basan estas relaciones, aunque podemos suponerlos. Pero las correlaciones son significativas. Prescott escribe: «La probabilidad de que una sociedad se vuelva físicamente violenta si es físicamente cariñosa con sus hijos y tolera el comportamiento sexual premarital es del dos por ciento. La probabilidad de que esta relación sea causal es de 125.000 contra uno. No conozco otra variable del desarrollo que tenga un grado tan elevado de validez predictiva». Los niños tienen hambre de afecto físico; los adolescentes sienten un fuerte impulso hacia la actividad sexual. Si los jóvenes pudiesen decidir quizás se desarrollarían sociedades en las que los adultos tolerarían poco la agresión, la territorialidad, el ritual y la jerarquía social (aunque en el curso de su crecimiento los niños podrían muy bien experimentar estos comportamientos reptilianos). Si Prescott está en lo cierto, en una era de armas nucleares y de contraceptivos eficientes, los abusos contra los niños y la represión sexual severa son crímenes contra la humanidad. Está claro que se necesita ahondar más en esta tesis provocativa. Mientras tanto cada uno de nosotros puede contribuir de modo personal y no polémico al futuro del mundo abrazando tiernamente a nuestros niños.

Si las inclinaciones hacia la esclavitud y el racismo, la misoginia y la violencia están relacionadas —tal como sugieren el carácter individual y la historia humana, así como los estudios transculturales—, queda margen para un poco de optimismo. Todos estamos rodeados por cambios recientes y fundamentales de la sociedad. En los dos últimos siglos se ha eliminado casi del todo, en una revolución que ha conmovido a todo el planeta, la abyecta esclavitud, con sus miles o más años de vida. Las mujeres, tratadas durante milenios con aire protector, privadas tradicionalmente de poder político y económico real, se están convirtiendo paulatinamente, incluso en las sociedades más atrasadas, en compañeras iguales de los hombres. Por primera vez en la historia moderna, se consiguió detener grandes guerras de agresión gracias en parte a la revulsión experimentada por los ciudadanos de las naciones agresoras. Las antiguas exhortaciones en bien del fervor nacionalista y del orgullo patriotero han empezado a perder su efectividad. Los niños reciben un trato mejor en todo el mundo, quizás gracias al aumento del nivel de vida. En unas pocas décadas han empezado a producirse cambios globales radicales en la dirección precisa para la supervivencia humana. Se está desarrollando una nueva consciencia que reconoce que somos una especie.

«La superstición es cobardía ante lo Divino», escribió Teofrasto, que vivió durante la fundación de la Biblioteca de Alejandría. Habitamos un universo donde los átomos se fabrican en los centros de las estrellas, donde cada segundo nacen mil soles, donde la vida nace entre estallidos gracias a la luz solar y a los relámpagos en los aires y las aguas de planetas jóvenes; donde la materia prima de la evolución biológica se fabrica a veces en la explosión de una estrella a medio camino del centro de la Vía Láctea, donde una cosa tan bella como una galaxia se forma cien mil millones de veces: un Cosmos de quásars y de quarks, de copos de nieve y de luciérnagas, donde puede haber agujeros negros y otros universos y civilizaciones extraterrestres cuyos mensajes de radio pueden estar alcanzando en este momento la Tierra. ¡Qué pálidas son en comparación con esto las pretensiones de la superstición y de la seudociencia! ¡Qué importante es que hagamos progresar y comprendamos la ciencia, esta empresa característicamente humana!

Cada aspecto de la naturaleza revela un profundo misterio y provoca en nosotros una sensación de maravilla y de reverencia. Teofrasto estaba en lo cierto. Quienes se asustan del universo tal como es, quienes proclaman un conocimiento inexistente y conciben un Cosmos centrado en los seres humanos, preferirán los consuelos pasajeros de la superstición. En vez de enfrentarse con el mundo, lo evitan. Pero quienes tienen el valor de explorar el tejido y la estructura del Cosmos, incluso cuando defiere de modo profundo de sus deseos y prejuicios, penetrarán en sus misterios más profundos.

No hay ninguna otra especie en la Tierra que haga ciencia. Hasta ahora es una invención totalmente humana, que evolucionó por selección natural en la corteza cerebral por una sola razón: porque funciona. No es perfecta. Puede abusarse de ella. Es sólo una herramienta. Pero es con mucho la mejor herramienta de que disponemos, que se autocorrige, que sigue funcionando, que se aplica a todo. Tiene dos reglas. Primera: no hay verdades sagradas; todas las suposiciones se han de examinar críticamente; los argumentos de autoridad carecen de valor. Segunda: hay que descartar o revisar todo lo que no cuadre con los hechos. Tenemos que comprender el Cosmos tal como es y no confundir lo que es con lo que queremos que sea. Lo obvio es a veces falso, lo inesperado es a veces cierto. Las personas comparten en todas partes los mismos objetivos cuando el contexto es lo suficientemente amplio. Y el estudio del Cosmos proporciona el contexto más amplio posible. La actual cultura global es una especie de arrogante advenedizo. Llega a la escena planetaria siguiendo a otros actos que han tenido lugar durante cuatro mil quinientos millones de años, y después de echar un vistazo a su alrededor, en unos pocos miles de años, se declara en posesión de verdades eternas. Pero en un mundo que está cambiando tan de prisa como el nuestro, esto constituye una receta para el desastre. No es imaginable que ninguna nación, ninguna religión, ningún sistema económico, ningún sistema de conocimientos tenga todas las respuestas para nuestra supervivencia. Ha de haber muchos sistemas sociales que funcionarían mucho mejor que los existentes hoy en día. Nuestra tarea, dentro de la tradición científica, es encontrarlos.

Sólo en un punto de la historia pasada hubo la promesa de una civilización científica brillante. Era beneficiaria del Despertar jónico, y tenía su ciudadela en la Biblioteca de Alejandría, donde hace 2000 años las mejores mentes de la antigüedad establecieron las bases del estudio sistemático de la matemática, la física, la biología, la astronomía, la literatura, la geografía y la medicina. Todavía estamos construyendo sobre estas bases. La Biblioteca fue construida y sostenida por los Tolomeos, los reyes griegos que heredaron la porción egipcia del imperio de Alejandro Magno. Desde la época de su creación en el siglo tercero a. de C. hasta su destrucción siete siglos más tarde, fue el cerebro y el corazón del mundo antiguo.

Alejandría era la capital editorial del planeta. Como es lógico no había entonces prensas de imprimir. Los libros eran caros, cada uno se copiaba a mano. La Biblioteca era depositaria de las copias más exactas del mundo. El arte de la edición crítica se inventó allí. El Antiguo Testamento ha llegado hasta nosotros principalmente a través de las traducciones griegas hechas en la Biblioteca de Alejandría. Los Tolomeos dedicaron gran parte de su enorme riqueza a la adquisición de todos los libros griegos, y de obras de África, Persia, la India, Israel y otras partes del mundo. Tolomeo III Evergetes quiso que Atenas le dejara prestados los manuscritos originales o las copias oficiales de Estado de las grandes tragedias antiguas de Sófocles, Esquilo y Eurípides. Estos libros eran para los atenienses una especie de patrimonio cultural; algo parecido a las copias manuscritas originales y a los primeros folios de Shakespeare en Inglaterra. No estaban muy dispuestos a dejar salir de sus manos ni por un momento aquellos manuscritos. Sólo aceptaron dejar en préstamo las obras cuando Tolomeo hubo garantizado su devolución con un enorme depósito de dinero. Pero Tolomeo valoraba estos rollos más que el oro o la plata. Renunció alegremente al depósito y encerró del mejor modo que pudo los originales en la Biblioteca. Los irritados atenienses tuvieron que contentarse con las copias que Tolomeo, un poco avergonzado, no mucho, les regaló. En raras ocasiones un Estado ha apoyado con tanta avidez la búsqueda del conocimiento.

Los Tolomeos no se limitaron a recoger el conocimiento conocido, sino que animaron y financiaron la investigación científica y de este modo generaron nuevos conocimientos. Los resultados fueron asombrosos: Eratóstenes calculó con precisión el tamaño de la Tierra, la cartografió, y afirmó que se podía llegar a la India navegando hacia el oeste desde España. Hiparco anticipó que las estrellas nacen, se desplazan lentamente en el transcurso de los siglos y al final perecen; fue el primero en catalogar las posiciones y magnitudes de las estrellas y en detectar estos cambios. Euclides creó un texto de geometría del cual los hombres aprendieron durante veintitrés siglos, una obra que ayudaría a despertar el interés de la ciencia en Kepler, Newton y Einstein. Galeno escribió obras básicas sobre el arte de curar y la anatomía que dominaron la medicina hasta el Renacimiento. Hubo también, como hemos dicho, muchos más.

Reconstrucción de los armarios de la Gran Biblioteca de Alejandría. En su época de máximo esplendor contenía más de medio millón de volúmenes, casi todos los cuales se han perdido irremediablemente.

Alejandría era la mayor ciudad que el mundo occidental había visto jamás. Gente de todas las naciones llegaban allí para vivir, comerciar, aprender. En un día cualquiera sus puertos estaban atiborrados de mercaderes, estudiosos y turistas. Era una ciudad donde griegos, egipcios, árabes, sirios, hebreos, persas, nubios, fenicios, italianos, galos e íberos intercambiaban mercancías e ideas. Fue probablemente allí donde la palabra cosmopolita consiguió tener un sentido auténtico: ciudadano, no de una sola nación, sino del Cosmos.[82] Ser un ciudadano del Cosmos…

Es evidente que allí estaban las semillas del mundo moderno. ¿Qué impidió que arraigaran y florecieran? ¿A qué se debe que Occidente se adormeciera durante mil años de tinieblas hasta que Colón y Copérnico y sus contemporáneos redescubrieron la obra hecha en Alejandría? No puedo daros una respuesta sencilla. Pero lo que sí sé es que no hay noticia en toda la historia de la Biblioteca de que alguno de los ilustres científicos y estudiosos llegara nunca a desafiar seriamente los supuestos políticos, económicos y religiosos de su sociedad. Se puso en duda la permanencia de las estrellas, no la justicia de la esclavitud. La ciencia y la cultura en general estaban reservadas para unos cuantos privilegiados. La vasta población de la ciudad no tenía la menor idea de los grandes descubrimientos que tenían lugar dentro de la Biblioteca. Los nuevos descubrimientos no fueron explicados ni popularizados. La investigación les benefició poco. Los descubrimientos en mecánica y en la tecnología del vapor se aplicaron principalmente a perfeccionar las armas, a estimular la superstición, a divertir a los reyes. Los científicos nunca captaron el potencial de las máquinas para liberar a la gente.[83] Los grandes logros intelectuales de la antigüedad tuvieron pocas aplicaciones prácticas inmediatas. La ciencia no fascinó nunca la imaginación de la multitud. No hubo contrapeso al estancamiento, al pesimismo, a la entrega más abyecta al misticismo. Cuando al final de todo, la chusma se presentó para quemar la Biblioteca no había nadie capaz de detenerla.

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