Cosmos

Cosmos


I. En la orilla del oceano cósmico

Página 4 de 34

Capítulo I
EN LA ORILLA
DEL OCÉANO CÓSMICO

Los primeros hombres creados y formados se llamaron el Brujo de la Risa Fatal, el Brujo de la Noche, el Descuidado y el Brujo Negro… Estaban dotados de inteligencia y consiguieron saber todo lo que hay en el mundo. Cuando miraban, veían al instante todo lo que estaba a su alrededor, y contemplaban sucesivamente el arco del cielo y el rostro redondo de la tierra… Entonces el Creador dijo: Lo saben ya todo… ¿qué vamos a hacer con ellos? Que su vista alcance sólo a lo que está cerca de ellos, que sólo puedan ver una pequeña parte del rostro de la tierra… ¿No son por su naturaleza simples criaturas producto de nuestras manos? ¿Tienen que ser también dioses?

El Popol Vuh de los mayas quiché

¿Has abrazado el conjunto de la tierra?

¿Por dónde se va a la morada de la luz,

y dónde residen las tinieblas…?

Libro de Job

No debo buscar mi dignidad en el espacio, si no en el gobierno de mi pensamiento. No tendré más aunque posea mundos. Si fuera por el espacio, el universo me rodearía y se me tragaría como un átomo; pero por el pensamiento yo abrazo el mundo.

BLAISE PASCAL, Pensées

Lo conocido es finito, lo desconocido infinito; desde el punto de vista intelectual estamos en una pequeña isla en medio de un océano ilimitado de inexplicabilidad. Nuestra tarea en cada generación es recuperar algo más de tierra.

T. H. HUXLEY, 1887

EL COSMOS ES TODO LO QUE ES O LO QUE FUE O LO QUE SERÁ ALGUNA VEZ. Nuestras contemplaciones más tibias del Cosmos nos conmueven: un escalofrío recorre nuestro espinazo, la voz se nos quiebra, hay una sensación débil, como la de un recuerdo lejano, o la de caer desde lo alto. Sabemos que nos estamos acercando al mayor de los misterios.

El tamaño y la edad del Cosmos superan la comprensión normal del hombre. Nuestro diminuto hogar planetario está perdido en algún punto entre la inmensidad y la eternidad. En una perspectiva cósmica la mayoría de las preocupaciones humanas parecen insignificantes, incluso frívolas. Sin embargo nuestra especie es joven, curiosa y valiente, y promete mucho. En los últimos milenios hemos hecho los descubrimientos más asombrosos e inesperados sobre el Cosmos y el lugar que ocupamos en él; seguir el hilo de estas exploraciones es realmente estimulante. Nos recuerdan que los hombres han evolucionado para admirarse de las cosas, que comprender es una alegría, que el conocimiento es requisito esencial para la supervivencia. Creo que nuestro futuro depende del grado de comprensión que tengamos del Cosmos en el cual flotamos como una mota de polvo en el cielo de la mañana.

Estas exploraciones exigieron a la vez escepticismo e imaginación. La imaginación nos llevará a menudo a mundos que no existieron nunca. Pero sin ella no podemos llegar a ninguna parte. El escepticismo nos permite distinguir la fantasía de la realidad, poner a prueba nuestras especulaciones. La riqueza del Cosmos lo supera todo: riqueza en hechos elegantes, en exquisitas interrelaciones, en la maquinaria sutil del asombro.

Una galaxia anular rara, una de cuyas estrellas brilla con color azul por una explosión de supernova. (Pintura de Adolfo Schaller).

La superficie de la Tierra es la orilla del océano cósmico. Desde ella hemos aprendido la mayor parte de lo que sabemos. Recientemente nos hemos adentrado un poco en el mar, vadeando lo suficiente para mojarnos los dedos de los pies, o como máximo para que el agua nos llegara al tobillo. El agua parece que nos invita a continuar. El océano nos llama. Hay una parte de nuestro ser conocedora de que nosotros venimos de allí. Deseamos retornar. No creo que estas aspiraciones sean irreverentes, aunque puedan disgustar a los dioses, sean cuales fueren los dioses posibles.

Las dimensiones del Cosmos son tan grandes que el recurrir a unidades familiares de distancia, como metros o kilómetros, que se escogieron por su utilidad en la Tierra, no serviría de nada. En lugar de ellas medimos la distancia con la velocidad de la luz. En un segundo un rayo de luz recorre casi 300.000 kilómetros, es decir que da diez veces la vuelta a la Tierra. Podemos decir que el Sol está a ocho minutos luz de distancia. La luz en un año atraviesa casi diez billones de kilómetros por el espacio. Esta unidad de longitud, la distancia que la luz recorre en un año, se llama año luz. No mide tiempo sino distancias, distancias enormes.

La Tierra es un lugar, pero no es en absoluto el único lugar. No llega a ser ni un lugar normal. Ningún planeta o estrella o galaxia puede ser normal, porque la mayor parte del Cosmos está vacía. El único lugar normal es el vacío vasto, frío y universal, la noche perpetua del espacio intergaláctico, un lugar tan extraño y desolado que en comparación suya los planetas, y las estrellas y las galaxias se nos antojan algo dolorosamente raro y precioso. Si nos soltaran al azar dentro del Cosmos la probabilidad de que nos encontráramos sobre un planeta o cerca de él sería inferior a una parte entre mil millones de billones de billones[1] (1033, un uno seguido de 33 ceros). En la vida diaria una probabilidad así se considera nula. Los mundos son algo precioso.

Si adoptamos una perspectiva intergaláctica veremos esparcidos como la espuma marina sobre las ondas del espacio innumerables zarcillos de luz, débiles y tenues. Son las galaxias. Algunas son viajeras solitarias; la mayoría habitan en cúmulos comunales, apretadas las unas contra las otras errando eternamente en la gran oscuridad cósmica. Tenemos ante nosotros el Cosmos a la escala mayor que conocemos. Estamos en el reino de las nebulosas, a ocho mil millones de años luz de la Tierra, a medio camino del borde del universo conocido.

Una galaxia se compone de gas y de polvo y de estrellas, de miles y miles de millones de estrellas. Cada estrella puede ser un sol para alguien. Dentro de una galaxia hay estrellas y mundos y quizás también una proliferación de seres vivientes y de seres inteligentes y de civilizaciones que navegan por el espacio. Pero desde lejos una galaxia me recuerda más una colección de objetos cariñosamente recogidos: quizás de conchas marinas, o de corales, producciones de la naturaleza en su incesante labor durante eones en el océano cósmico.

Hay unos cientos de miles de millones de galaxias (1011) cada una con un promedio de un centenar de miles de millones de estrellas. Es posible que en todas las galaxias haya tantos planetas como estrellas, 1011 x 1011 = 1022, diez mil millones de billones. Ante estas cifras tan sobrecogedoras, ¿cuál es la probabilidad de que una estrella ordinaria, el Sol, vaya acompañada por un planeta habitado? ¿Por qué seríamos nosotros los afortunados, medio escondidos en un rincón olvidado del Cosmos? A mí se me antoja mucho más probable que el universo rebose de vida. Pero nosotros, los hombres, todavía lo ignoramos. Apenas estamos empezando nuestras exploraciones. Desde estos ocho mil millones de años luz de distancia tenemos grandes dificultades en distinguir el cúmulo dentro del cual está incrustada nuestra galaxia Vía Láctea, y mucho mayores son para distinguir el Sol o la Tierra. El único planeta que sabemos seguro que está habitado es un diminuto grano de roca y de metal, que brilla débilmente gracias a la luz que refleja del Sol, y que a esta distancia se ha esfumado totalmente.

M31 Galaxia de Andrómeda (NASA).

Pero ahora nuestro viaje nos lleva a lo que los astrónomos de la Tierra llaman con gusto el Grupo Local de galaxias. Tiene una envergadura de varios millones de años luz y se compone de una veintena de galaxias. Es un cúmulo disperso, oscuro y sin pretensiones. Una de estas galaxias es M31, que vista desde la Tierra está en la constelación de Andrómeda. Es, como las demás galaxias espirales, una gran rueda de estrellas, gas y polvo. M31 tiene dos satélites pequeños, galaxias elípticas enanas unidas a ella por la gravedad, por las mismas leyes de la física que tienden a mantenerme sentado en mi butaca. Las leyes de la naturaleza son las mismas en todo el Cosmos. Estamos ahora a dos millones de años luz de casa.

Más allá de M31 hay otra galaxia muy semejante, la nuestra, con sus brazos en espiral que van girando lentamente, una vez cada 250 millones de años. Ahora, a cuarenta mil años luz de casa, nos encontramos cayendo hacia la gran masa del centro de la Vía Láctea. Pero si queremos encontrar la Tierra, tenemos que redirigir nuestro curso hacia las afueras lejanas de la galaxia, hacia un punto oscuro cerca del borde de un distante brazo espiral.

La Vía Láctea desde un punto situado ligeramente por encima del plano de sus brazos espirales, que están iluminados por miles de millones de estrellas azules, calientes y jóvenes. En la distancia se ve el núcleo galáctico, iluminado por estrellas más viejas y rojas. (Pintura de Jon Lomberg).

La impresión dominante, incluso entre los brazos en espiral, es la de un río de estrellas pasando por nuestro lado: un gran conjunto de estrellas que generan exquisitamente su propia luz, algunas tan delicadas como una pompa de jabón y tan grandes que podrían contener en su interior a diez mil soles o a un billón de tierras; otras tienen el tamaño de una pequeña ciudad y son cien billones de veces más densas que el plomo. Algunas estrellas son solitarias, como el Sol, la mayoría tienen compañeras. Los sistemas suelen ser dobles, con dos estrellas orbitando una alrededor de la otra. Pero hay una gradación continua desde los sistemas triples pasando por cúmulos sueltos de unas docenas de estrellas hasta los grandes cúmulos globulares que resplandecen con un millón de soles. Algunas estrellas dobles están tan próximas que se tocan y entre ellas fluye sustancia estelar. La mayoría están separadas a la misma distancia que Júpiter del Sol. Algunas estrellas, las supernovas, son tan brillantes como la entera galaxia que las contiene; otras, los agujeros negros, son invisibles a unos pocos kilómetros de distancia. Algunas resplandecen con un brillo constante; otras parpadean de modo incierto o se encienden y se oscurecen con un ritmo inalterable. Algunas giran con una elegancia señorial; otras dan vueltas de modo tan frenético que se deforman y quedan oblongas. La mayoría brillan principalmente con luz visible e infrarrojo; otras son también fuentes brillantes de rayos X o de ondas de radio. Las estrellas azules son calientes y jóvenes; las estrellas amarillas, convencionales y de media edad; las estrellas rojas son a menudo ancianas o moribundas; y las estrellas blancas pequeñas o las negras están en los estertores finales de la muerte. La Vía Láctea contiene unos 400 mil millones de estrellas de todo tipo que se mueven con una gracia compleja y ordenada. Hasta ahora los habitantes de la Tierra conocen de cerca, de entre todas las estrellas, sólo una.

Una estrella roja gigante (en primer término) y un brazo espiral en la distancia visto de canto. (Pintura de John Allison y de Adolf Schaller).

Cada sistema estelar es una isla en el espacio, mantenida en cuarentena perpetua de sus vecinos por los años luz. Puedo imaginar a seres en mundos innumerables que en su evolución van captando nuevos vislumbres de conocimiento en cada mundo, estos seres suponen al principio que su planeta baladí y sus pocos e insignificantes soles son todo lo que existe. Crecemos en aislamiento. Sólo de modo lento nos vamos enseñando el Cosmos.

Algunas estrellas pueden estar rodeadas por millones de pequeños mundos rocosos y sin vida, sistemas planetarios congelados en alguna fase primitiva de su evolución. Quizás haya muchas estrellas que tengan sistemas planetarios bastante parecidos al nuestro: en la periferia grandes planetas gaseosos con anillos y lunas heladas, y más cerca del centro, mundos pequeños, calientes, azules y blancos, cubiertos de nubes. En algunos de ellos puede haber evolucionado vida inteligente que ha remodelado la superficie planetaria con algún enorme proyecto de ingeniería. Son nuestros hermanos y hermanas del Cosmos. ¿Son muy distintos de nosotros? ¿Cuál es su forma, su bioquímica, su neurobiología, su historia, su política, su ciencia, su tecnología, su arte, su música, su religión, su filosofía? Quizás algún día trabemos conocimiento con ellos.

La nebulosa, o nube de gas iluminado que rodea a una explosión de supernova. (Pintura de John Allison).

Hemos llegado ya al patio de casa, a un año luz de distancia de la Tierra. Hay un enjambre esférico de gigantescas bolas de nieve compuestas por hielo, roca y moléculas orgánicas que rodea al Sol: son los núcleos de los cometas. De vez en cuando el paso de una estrella provoca una pequeña sacudida gravitatoria, y alguno de ellos se precipita amablemente hacia el sistema solar interior. Allí el Sol lo calienta, el hielo se vaporiza y se desarrolla una hermosa cola cometaria.

Nos acercamos a los planetas de nuestro sistema: son mundos pesados, cautivos del Sol, obligados gravitatoriamente a seguirlo en órbitas casi circulares, y calentados principalmente por la luz solar. Plutón, cubierto por hielo de metano y acompañado por su solitaria luna gigante, Caronte, está iluminado por un Sol distante, que apenas destaca como un punto de luz brillante en un cielo profundamente negro. Los mundos gaseosos gigantes, Neptuno, Urano, Saturno la joya del sistema solar y Júpiter están todos rodeados por un séquito de lunas heladas. En el interior de la región de los planetas gaseosos y de los icebergs en órbita están los dominios cálidos y rocosos del sistema solar interior. Está por ejemplo Marte, el planeta rojo, con encumbrados volcanes, grandes valles de dislocación, enormes tormentas de arena que abarcan todo el planeta y con una pequeña probabilidad de que existan algunas formas simples de vida. Todos los planetas están en órbita alrededor del Sol, la estrella más próxima, un infierno de gas de hidrógeno y de helio ocupado en reacciones termonucleares y que inunda de luz el sistema solar.

Finalmente, y acabando nuestro paseo, volvemos a nuestro mundo azul y blanco, diminuto y frágil, perdido en un océano cósmico cuya vastedad supera nuestras imaginaciones más audaces. Es un mundo entre una inmensidad de otros mundos. Sólo puede tener importancia para nosotros. La Tierra es nuestro hogar, nuestra madre. Nuestra forma de vida nació y evolucionó aquí. La especie humana está llegando aquí a su edad adulta. Es sobre este mundo donde desarrollamos nuestra pasión por explorar el Cosmos, y es aquí donde estamos elaborando nuestro destino, con cierto dolor y sin garantías.

Una excursión al interior de la Gran Nebulosa de Orión. El gas, estimulado por la luz de estrellas calientes, brilla con varios colores. Parte de la nebulosa está oscurecida por una nube de polvo absorbente. La Nebulosa de Orión puede verse a simple vista desde la tierra. (Pintura de John Allison).

Bienvenidos al planeta Tierra: un lugar de cielos azules de nitrógeno, océanos de agua líquida, bosques frescos y prados suaves, un mundo donde se oye de modo evidente el murmullo de la vida. Este mundo es en la perspectiva cósmica, como ya he dicho, conmovedoramente bello y raro; pero además es de momento único. En todo nuestro viaje a través del espacio y del tiempo es hasta el momento el único mundo donde sabemos con certeza que la materia del Cosmos se ha hecho viva y consciente. Ha de haber muchos más mundos de este tipo esparcidos por el espacio, pero nuestra búsqueda de ellos empieza aquí, con la sabiduría acumulada de los hombres y mujeres de nuestra especie, recogida con un gran coste durante un millón de años. Tenemos el privilegio de vivir entre personas brillantes y apasionadamente inquisitivas, y en una época en la que se premia generalmente la búsqueda del conocimiento. Los seres humanos, nacidos en definitiva de las estrellas y que de momento están habitando ahora un mundo llamado Tierra, han iniciado el largo viaje de regreso a casa.

El descubrimiento de que la Tierra es un mundo pequeño se llevó a cabo como tantos otros importantes descubrimientos humanos en el antiguo Oriente próximo, en una época que algunos humanos llaman siglo tercero a. de C., en la mayor metrópolis de aquel tiempo, la ciudad egipcia de Alejandría. Vivía allí un hombre llamado Eratóstenes. Uno de sus envidiosos contemporáneos le apodó Beta, la segunda letra del alfabeto griego, porque según decía Eratóstenes era en todo el segundo mejor del mundo. Pero parece claro que Eratóstenes era Alfa en casi todo. Fue astrónomo, historiador, geógrafo, filósofo, poeta, crítico teatral y matemático. Los títulos de las obras que escribió van desde Astronomía hasta Sobre la libertad ante el dolor. Fue también director de la gran Biblioteca de Alejandría, donde un día leyó en un libro de papiro que en un puesto avanzado de la frontera meridional, en Siena, cerca de la primera catarata del Nilo, en el mediodía del 21 de junio un palo vertical no proyectaba sombra. En el solsticio de verano, el día más largo del año, a medida que avanzaban las horas y se acercaba el mediodía las sombras de las columnas del templo iban acortándose. En el mediodía habían desaparecido. En aquel momento podía verse el Sol reflejado en el agua en el fondo de un pozo hondo. El Sol estaba directamente encima de las cabezas.

Era una observación que otros podrían haber ignorado con facilidad. Palos, sombras, reflejos en pozos, la posición del Sol: ¿qué importancia podían tener cosas tan sencillas y cotidianas? Pero Eratóstenes era un científico, y sus conjeturas sobre estos tópicos cambiaron el mundo; en cierto sentido hicieron el mundo. Eratóstenes tuvo la presencia de ánimo de hacer un experimento, de observar realmente si en Alejandría los palos verticales proyectaban sombras hacia el mediodía del 21 de junio. Y descubrió que sí lo hacían.

Eratóstenes se preguntó entonces a qué se debía que en el mismo instante un bastón no proyectara en Siena ninguna sombra mientras que en Alejandría, a gran distancia hacia el norte, proyectaba una sombra pronunciada. Veamos un mapa del antiguo Egipto con dos palos verticales de igual longitud, uno clavado en Alejandría y el otro en Siena. Supongamos que en un momento dado cada palo no proyectara sombra alguna. El hecho se explica de modo muy fácil: basta suponer que la tierra es plana. El Sol se encontrará entonces encima mismo de nuestras cabezas. Si los dos palos proyectan sombras de longitud igual, la cosa también se explica en una Tierra plana: los rayos del Sol tienen la misma inclinación y forman el mismo ángulo con los dos palos. Pero ¿cómo explicarse que en Siena no había sombra y al mismo tiempo en Alejandría la sombra era considerable?

(Izquierda) Mapa plano del antiguo Egipto. Cuando el Sol está directamente encima de la cabeza, los obeliscos verticales no proyectan sombras en Alejandría ni en Siena.

(Centro) Mapa plano del antiguo Egipto. Cuando el Sol está directamente encima de la cabeza, los obeliscos verticales proyectan sombras en Alejandría y en Siena.

(Derecha) Mapa curvo del antiguo Egipto. El Sol puede estar directamente encima de la cabeza en Siena y no en Alejandría, lo que explica el hecho de que el obelisco no proyecte sombra en Siena pero en Alejandría proyecte una sombra pronunciada.

Eratóstenes comprendió que la única respuesta posible es que la superficie de la Tierra está curvada. Y no sólo esto: cuanto mayor sea la curvatura, mayor será la diferencia entre las longitudes de las sombras. El Sol está tan lejos que sus rayos son paralelos cuando llegan a la Tierra. Los palos situados formando ángulos diferentes con respecto a los rayos del Sol proyectan sombras de longitudes diferentes. La diferencia observada en las longitudes de las sombras hacía necesario que la distancia entre Alejandría y Siena fuera de unos siete grados a lo largo de la superficie de la Tierra; es decir que si imaginamos los palos prolongados hasta llegar al centro de la Tierra, formarán allí un ángulo de siete grados. Siete grados es aproximadamente una cincuentava parte de los trescientos sesenta grados que contiene la circunferencia entera de la Tierra. Eratóstenes sabía que la distancia entre Alejandría y Siena era de unos 800 kilómetros, porque contrató a un hombre para que lo midiera a pasos. Ochocientos kilómetros por 50 dan 40.000 kilómetros: esta debía ser pues la circunferencia de la Tierra.

Esta es la respuesta correcta. Las únicas herramientas de Eratóstenes fueron palos, ojos, pies y cerebros, y además el gusto por la experimentación. Con estos elementos dedujo la circunferencia de la Tierra con un error de sólo unas partes por ciento, lo que constituye un logro notable hace 2200 años. Fue la primera persona que midió con precisión el tamaño de un planeta.

El ángulo A puede medirse a partir de la longitud de la sombra en Alejandría. Pero de acuerdo con la geometría elemental («si dos rectas paralelas son cortadas por una tercera recta, los ángulos interiores alternos son iguales») el ángulo B es igual al ángulo A. De este modo Eratóstenes, al medir la longitud de la sombra en Alejandría, llegó a la conclusión de que Siena estaba a A=B=7° de distancia sobre la circunferencia de la Tierra.

El mundo mediterráneo de aquella época tenía fama por sus navegaciones. Alejandría era el mayor puerto de mar del planeta. Sabiendo ya que la Tierra era una esfera de dimensiones modestas, ¿no iba a sentir nadie la tentación de emprender viajes de exploración, de buscar tierras todavía sin descubrir, quizás incluso de intentar una vuelta en barco a todo el planeta? Cuatrocientos años antes de Eratóstenes, una flota fenicia contratada por el faraón egipcio Necao había circunnavegado África. Se hicieron a la mar en la orilla del mar Rojo, probablemente en botes frágiles y abiertos, bajaron por la costa oriental de África, subieron luego por el Atlántico, y regresaron finalmente a través del Mediterráneo. Esta expedición épica les ocupó tres años, casi el mismo tiempo que tarda una moderna nave espacial Voyager en volar de la Tierra a Saturno.

Después del descubrimiento de Eratóstenes, marineros audaces y aventurados intentaron muchos grandes viajes. Sus naves eran diminutas. Disponían únicamente de instrumentos rudimentarios de navegación. Navegaban por estima y seguían siempre que podían la línea costera. En un océano desconocido podían determinar su latitud, pero no su longitud, observando noche tras noche la posición de las constelaciones con relación al horizonte. Las constelaciones familiares eran sin duda un elemento tranquilizador en medio de un océano inexplorado. Las estrellas son las amigas de los exploradores, antes cuando las naves navegaban sobre la Tierra y ahora que las naves espaciales navegan por el cielo. Después de Eratóstenes es posible que hubiera algunos intentos, pero hasta la época de Magallanes nadie consiguió circunnavegar la Tierra. ¿Qué historias de audacia y de aventura debieron llegar a contarse mientras los marineros y los navegantes, hombres prácticos del mundo, ponían en juego sus vidas dando fe a las matemáticas de un científico de Alejandría?

En la época de Eratóstenes se construyeron globos que representaban a la Tierra vista desde el espacio; eran esencialmente correctos en su descripción del Mediterráneo, una región bien explorada, pero se hacían cada vez más inexactos a medida que se alejaban de casa. Nuestro actual conocimiento del Cosmos repite este rasgo desagradable pero inevitable. En el siglo primero, el geógrafo alejandrino Estrabón escribió:

Quienes han regresado de un intento de circunnavegar la Tierra no dicen que se lo haya impedido la presencia de un continente en su camino, porque el mar se mantenía perfectamente abierto, sino más bien la falta de decisión y la escasez de provisiones… Eratóstenes dice que a no ser por el obstáculo que representa la extensión del océano Atlántico, podría llegar fácilmente por mar de Iberia a la India… Es muy posible que en la zona templada haya una o dos tierras habitables… De hecho si [esta otra parte del mundo] está habitada, no lo está por personas como las que existen en nuestras partes, y deberíamos considerarlo como otro mundo habitado.

El hombre empezaba a aventurarse, en el sentido casi exacto de la palabra, por otros mundos.

Mapas del mundo. a) En la época de Homero se pensaba que el mundo no alcanzaba más allá de la cuenca mediterránea (el mar de «en medio de la Tierra») rodeada por un océano mundial. b) y c) Eratóstenes y Tolomeo introdujeron mejoras significativas. d) En el siglo once, los antiguos conocimientos geográficos habían sido bien preservados por los árabes (y ampliados a China), pero se habían perdido casi totalmente entre los europeos, quienes imaginaban una tierra plana centrada en Jerusalén (e) f) El último mapa antes del descubrimiento de América (en esbozo) es el del astrónomo florentino Toscanelli. Es probable que Colón llevase consigo el mapa de Toscanelli en su primer viaje. El nombre de América, en recuerdo del amigo de Colón, Américo Vespucci, fue sugerido en el libro de Waldseemüller, Introducción a la Cosmografía (1507). (Reproducidos por cortesía del Scottish Geographical Magazine.)

La exploración subsiguiente de la Tierra fue una empresa mundial, incluyendo viajes de ida y vuelta a China y Polinesia. La culminación fue sin duda el descubrimiento de América por Cristóbal Colón, y los viajes de los siglos siguientes, que completaron la exploración geográfica de la Tierra. El primer viaje de Colón está relacionado del modo más directo con los cálculos de Eratóstenes. Colón estaba fascinado por lo que llamaba la Empresa de la Indias, un proyecto para llegar al Japón, China y la India, no siguiendo la costa de África y navegando hacia el Oriente, sino lanzándose audazmente dentro del desconocido océano occidental; o bien como Eratóstenes había dicho con asombrosa presciencia: pasando por mar de Iberia a la India.

Colón había sido un vendedor ambulante de mapas viejos y un lector asiduo de libros escritos por antiguos geógrafos, como Eratóstenes, Estrabón y Tolomeo, o de libros que trataran de ellos. Pero para que la Empresa de las Indias fuera posible, para que las naves y sus tripulaciones sobrevivieran al largo viaje, la Tierra tenía que ser más pequeña de lo que Eratóstenes había dicho. Por lo tanto Colón hizo trampa con sus cálculos, como indicó muy correctamente la facultad de la Universidad de Salamanca que los examinó. Utilizó la menor circunferencia posible de la Tierra y la mayor extensión hacia el este de Asia que pudo encontrar en todos los libros de que disponía, y luego exageró incluso estas cifras. De no haber estado las Américas en medio del camino, las expediciones de Colón habrían fracasado rotundamente.

Rutas de exploración de algunos de los grandes viajes de descubrimiento.

La Tierra está en la actualidad explorada completamente. Ya no puede prometer nuevos continentes o tierras perdidas. Pero la tecnología que nos permitió explorar y habitar las regiones más remotas de la Tierra nos permite ahora abandonar nuestro planeta, aventurarnos en el espacio y explorar otros mundos. Al abandonar la Tierra estamos en disposición de observarla desde lo alto, de ver su forma esférica sólida, de dimensiones eratosténicas, y los perfiles de sus continentes, confirmando que muchos de los antiguos cartógrafos eran de una notable competencia. ¡Qué satisfacción habrían dado estas imágenes a Eratóstenes y a los demás geógrafos alejandrinos! Fue en Alejandría, durante los seiscientos años que se iniciaron hacia el 300 a. de C., cuando los seres humanos emprendieron, en un sentido básico, la aventura intelectual que nos ha llevado a las orillas del espacio. Pero no queda nada del paisaje y de las sensaciones de aquella gloriosa ciudad de mármol. La opresión y el miedo al saber han arrasado casi todos los recuerdos de la antigua Alejandría. Su población tenía una maravillosa diversidad. Soldados macedonios y más tarde romanos, sacerdotes egipcios, aristócratas griegos, marineros fenicios, mercaderes judíos, visitantes de la India y del África subsahariana todos ellos, excepto la vasta población de esclavos vivían juntos en armonía y respeto mutuo durante la mayor parte del período que marca la grandeza de Alejandría.

Alejandro Magno, con gancho y mayal y tocado faraónico, tal como pudo estar representado en la Biblioteca de Alejandría.

La ciudad fue fundada por Alejandro Magno y construida por su antigua guardia personal. Alejandro estimuló el respeto por las culturas extrañas y una búsqueda sin prejuicios del conocimiento. Según la tradición y no nos importa mucho que esto fuera o no cierto se sumergió debajo del mar Rojo en la primera campana de inmersión del mundo. Animó a sus generales y soldados a que se casaran con mujeres persas e indias. Respetaba los dioses de las demás naciones. Coleccionó formas de vida exóticas, entre ellas un elefante destinado a su maestro Aristóteles. Su ciudad estaba construida a una escala suntuosa, porque tenía que ser el centro mundial del comercio, de la cultura y del saber. Estaba adornada con amplias avenidas de treinta metros de ancho, con una arquitectura y una estatuaria elegante, con la tumba monumental de Alejandro y con un enorme faro, el Faros, una de las siete maravillas del mundo antiguo.

Pero la maravilla mayor de Alejandría era su biblioteca y su correspondiente museo (en sentido literal, una institución dedicada a las especialidades de las Nueve Musas). De esta biblioteca legendaria lo máximo que sobrevive hoy en día es un sótano húmedo y olvidado del Serapeo, el anexo de la biblioteca, primitivamente un templo que fue reconsagrado al conocimiento. Unos pocos estantes enmohecidos pueden ser sus únicos restos físicos. Sin embargo, este lugar fue en su época el cerebro y la gloria de la mayor ciudad del planeta, el primer auténtico instituto de investigación de la historia del mundo. Los eruditos de la biblioteca estudiaban el Cosmos entero. Cosmos es una palabra griega que significa el orden del universo. Es en cierto modo lo opuesto a Caos. Presupone el carácter profundamente interrelacionado de todas las cosas. Inspira admiración ante la intrincada y sutil construcción del universo. Había en la biblioteca una comunidad de eruditos que exploraban la física, la literatura, la medicina, la astronomía, la geografía, la filosofía, las matemáticas, la biología y la ingeniería. La ciencia y la erudición habían llegado a su edad adulta. El genio florecía en aquellas salas: La Biblioteca de Alejandría es el lugar donde los hombres reunieron por primera vez de modo serio y sistemático el conocimiento del mundo.

Además de Eratóstenes, hubo el astrónomo Hiparco, que ordenó el mapa de las constelaciones y estimó el brillo de las estrellas; Euclides, que sistematizó de modo brillante la geometría y que en cierta ocasión dijo a su rey, que luchaba con un difícil problema matemático: no hay un camino real hacia la geometría; Dionisio de Tracia, el hombre que definió las partes del discurso y que hizo en el estudio del lenguaje lo que Euclides hizo en la geometría; Herófilo, el fisiólogo que estableció, de modo seguro, que es el cerebro y no el corazón la sede de la inteligencia; Herón de Alejandría, inventor de cajas de engranajes y de aparatos de vapor, y autor de Autómata, la primera obra sobre robots; Apolonio de Pérgamo, el matemático que demostró las formas de las secciones cónicas[2] elipse, parábola e hipérbola, las curvas que como sabemos actualmente siguen en sus órbitas los planetas, los cometas y las estrellas; Arquímedes, el mayor genio mecánico hasta Leonardo de Vinci; y el astrónomo y geógrafo Tolomeo, que compiló gran parte de lo que es hoy la seudociencia de la astrología: su universo centrado en la Tierra estuvo en boga durante 1500 años, lo que nos recuerda que la capacidad intelectual no constituye una garantía contra los yerros descomunales. Y entre estos grandes hombres hubo una gran mujer, Hipatia, matemática y astrónomo, la última lumbrera de la biblioteca, cuyo martirio estuvo ligado a la destrucción de la biblioteca siete siglos después de su fundación, historia a la cual volveremos.

Los reyes griegos de Egipto que sucedieron a Alejandro tenían ideas muy serias sobre el saber. Apoyaron durante siglos la investigación y mantuvieron la biblioteca para que ofreciera un ambiente adecuado de trabajo a las mejores mentes de la época. La biblioteca constaba de diez grandes salas de investigación, cada una dedicada a un tema distinto; había fuentes y columnatas, jardines botánicos, un zoo, salas de disección, un observatorio, y una gran sala comedor donde se llevaban a cabo con toda libertad las discusiones críticas de las ideas.

Los libros perdidos de Aristarco, tal como podían estar guardados en los estantes de la Biblioteca de Alejandría.

El núcleo de la biblioteca era su colección de libros. Los organizadores escudriñaron todas las culturas y lenguajes del mundo. Enviaban agentes al exterior para comprar bibliotecas. Los buques de comercio que arribaban a Alejandría eran registrados por la policía, y no en busca de contrabando, sino de libros. Los rollos eran confiscados, copiados y devueltos luego a sus propietarios. Es difícil de estimar el número preciso de libros, pero parece probable que la biblioteca contuviera medio millón de volúmenes, cada uno de ellos un rollo de papiro escrito a mano. ¿Qué destino tuvieron todos estos libros? La civilización clásica que los creó acabó desintegrándose y la biblioteca fue destruida deliberadamente. Sólo sobrevivió una pequeña fracción de sus obras, junto con unos pocos y patéticos fragmentos dispersos. Y qué tentadores son estos restos y fragmentos. Sabemos por ejemplo que en los estantes de la biblioteca había una obra del astrónomo Aristarco de Samos quien sostenía que la Tierra es uno de los planetas, que órbita el Sol como ellos, y que las estrellas están a una enorme distancia de nosotros. Cada una de estas conclusiones es totalmente correcta, pero tuvimos que esperar casi dos mil años para redescubrirlas. Si multiplicamos por cien mil nuestra sensación de privación por la pérdida de esta obra de Aristarco empezaremos a apreciar la grandeza de los logros de la civilización clásica y la tragedia de su destrucción.

Hemos superado en mucho la ciencia que el mundo antiguo conocía, pero hay lagunas irreparables en nuestros conocimientos históricos. Imaginemos los misterios que podríamos resolver sobre nuestro pasado si dispusiéramos de una tarjeta de lector para la Biblioteca de Alejandría. Sabemos que había una historia del mundo en tres volúmenes, perdida actualmente, de un sacerdote babilonio llamado Beroso. El primer volumen se ocupaba del intervalo desde la Creación hasta el Diluvio, un período al cual atribuyó una duración de 432.000 años, es decir cien veces más que la cronología del Antiguo Testamento. Me pregunto cuál era su contenido.

Los antiguos sabían que el mundo es muy viejo. Intentaron investigar este remoto pasado. Sabemos ahora que el Cosmos es mucho más viejo de lo que ellos llegaron a imaginar. Hemos examinado el universo en el espacio y descubierto que vivimos en una mota de polvo que da vueltas a una vulgar estrella situada en el rincón más remoto de una oscura galaxia. Y si somos una mancha en la inmensidad del espacio, ocupamos también un instante en el cúmulo de las edades. Sabemos ahora que nuestro universo o por lo menos su encarnación más reciente tiene una edad de unos quince o veinte mil millones de años. Este es el tiempo transcurrido desde un notable acontecimiento explosivo llamado habitualmente Big Bang (capítulo 10). En el inicio de este universo no había galaxias, estrellas ni planetas, no había vida ni civilización, sino una única bola de fuego uniforme y radiante que llenaba todo el espacio. El paso del Caos del Big Bang al Cosmos que estamos empezando a conocer es la transformación más asombrosa de materia y de energía que hemos tenido el privilegio de vislumbrar. Y hasta que no encontremos en otras partes a seres inteligentes, nosotros somos la más espectacular de todas las transformaciones: los descendientes remotos del Big Bang, dedicados a la comprensión y subsiguiente transformación del Cosmos del cual procedemos.

La Gran Sala de la antigua Biblioteca de Alejandría en Egipto. Reconstrucción basada en datos documentales.

La vida en la Tierra. Microfotografía electrónica de barrido de un ácaro, con polen de hibisco. (Cedida por Jean-Paul Revel, Instituto de Tecnología de California).

Ir a la siguiente página

Report Page