Cosmos

Cosmos


XIII. ¿Quién habla en nombre de la Tierra?

Página 28 de 34

El último científico que trabajó en la Biblioteca fue una matemática, astrónoma, física y jefe de la escuela neoplatónica de filosofía: un extraordinario conjunto de logros para cualquier individuo de cualquier época. Su nombre era Hipatia. Nació en el año 370 en Alejandría. Hipatia, en una época en la que las mujeres disponían de pocas opciones y eran tratadas como objetos en propiedad, se movió libremente y sin afectación por los dominios tradicionalmente masculinos. Todas las historias dicen que era una gran belleza. Tuvo muchos pretendientes pero rechazó todas las proposiciones matrimoniales. La Alejandría de la época de Hipatia —bajo dominio romano desde hacía ya tiempo— era una ciudad que sufría graves tensiones. La esclavitud había agotado la vitalidad de la civilización clásica. La creciente Iglesia cristiana estaba consolidando su poder e intentando extirpar la influencia y la cultura paganas. Hipatia estaba sobre el epicentro de estas poderosas fuerzas sociales. Cirilo, el arzobispo de Alejandría, la despreciaba por la estrecha amistad que ella mantenía con el gobernador romano y porque era un símbolo de cultura y de ciencia, que la primitiva Iglesia identificaba en gran parte con el paganismo. A pesar del grave riesgo personal que ello suponía, continuó enseñando y publicando, hasta que en el año 415, cuando iba a trabajar, cayó en manos de una turba fanática de feligreses de Cirilo. La arrancaron del carruaje, rompieron sus vestidos y, armados con conchas marinas, la desollaron arrancándole la carne de los huesos. Sus restos fueron quemados, sus obras destruidas, su nombre olvidado. Cirilo fue proclamado santo.

La gloria de la Biblioteca de Alejandría es un recuerdo lejano. Sus últimos restos fueron destruidos poco después de la muerte de Hipatia. Era como si toda la civilización hubiese sufrido una operación cerebral infligida por propia mano, de modo que quedaron extinguidos irrevocablemente la mayoría de sus memorias, descubrimientos, ideas y pasiones. La pérdida fue incalculable. En algunos casos sólo conocemos los atormentadores títulos de las obras que quedaron destruidas. En la mayoría de los casos no conocemos ni los títulos ni los autores. Sabemos que de las 123 obras teatrales de Sófocles existentes en la Biblioteca sólo sobrevivieron siete. Una de las siete es Edipo rey. Cifras similares son válidas para las obras de Esquilo y de Eurípides. Es un poco como si las únicas obras supervivientes de un hombre llamado William Shakespeare fueran Coriolano y Un cuento de invierno, pero supiéramos que había escrito algunas obras más, desconocidas por nosotros pero al parecer apreciadas en su época, obras tituladas Hamlet, Macbeth, Julio César, El rey Lear, Romeo y Julieta.

No queda ni un solo rollo procedente del contenido físico de aquella gloriosa Biblioteca. En la moderna Alejandría pocas personas poseen una apreciación aguda, y mucho menos un conocimiento detallado de la Biblioteca alejandrina o de la gran civilización egipcia que la precedió durante miles de años. Acontecimientos más recientes y otros imperativos culturales han tomado la primacía. Lo propio es cierto en todo el mundo. El contacto que tenemos con nuestro pasado es muy tenue. Y sin embargo, a cuatro pasos de los restos del Serapeo hay recuerdos de muchas civilizaciones: esfinges enigmáticas del Egipto faraónico, una gran columna erigida al emperador romano Diocleciano por un lacayo provincial porque impidió que los ciudadanos de Alejandría murieran totalmente de hambre; una iglesia cristiana, muchos minaretes, y el sello de la civilización industrial moderna: bloques de apartamentos, automóviles, autobuses, suburbios urbanos, una torre de enlace de microondas. Hay un millón de hilos del pasado entretejidos formando las cuerdas y cables del mundo moderno.

Nuestros logros se basan en los logros de 40.000 generaciones de predecesores humanos nuestros, de los cuales, excepto una diminuta fracción, ignoramos el nombre y los olvidamos. De vez en cuando damos por azar con una civilización importante, como la antigua cultura de Ebla, que floreció hace sólo unos miles de años y sobre la cual lo ignorábamos todo. ¡Qué ignorantes somos de nuestro pasado! Inscripciones, papiros, libros, enlazan a la especie humana a través del tiempo y nos permiten oír las voces dispersas y los gritos lejanos de nuestros hermanos y hermanas, de nuestros antepasados. ¡Y qué placer reconocer que se parecen tanto a nosotros!

Hemos dedicado la atención de este libro a algunos de nuestros antepasados cuyos nombres se han perdido: Eratóstenes, Demócrito, Aristarco, Hipatia, Leonardo, Kepler, Newton, Huygens, Champollion, Humason, Goddard, Einstein, todos pertenecientes a la cultura occidental, porque la civilización científica que está emergiendo en nuestro planeta es principalmente una civilización occidental; pero todas las culturas —China, India, África occidental, América central— han hecho contribuciones importantes a nuestra sociedad global y tuvieron sus pensadores seminales. Gracias a los avances tecnológicos en comunicaciones, nuestro planeta está en las fases finales del proceso que lo convertirá al galope en una sociedad global única y entrelazada. Si podemos conseguir la integración de la Tierra sin borrar las diferencias culturales ni destruirnos, habremos logrado una gran cosa.

Cerca del lugar que ocupó la Biblioteca alejandrina hay actualmente una esfinge sin cabeza esculpida en la época del faraón Horemheb, en la dinastía dieciocho, un milenio antes de Alejandro. Desde este cuerpo leonino se ve fácilmente una moderna torre de enlace por microondas. Entre ellos corre el hilo ininterrumpido de la historia de la especie humana. De la esfinge a la torre hay un instante de tiempo cósmico: un momento dentro de los quince mil millones de años, más o menos, que han transcurrido desde el big bang. Los vientos del tiempo se han llevado casi todo rastro del paso del universo de entonces al de ahora. Las pruebas de la evolución cósmica han quedado asoladas de modo más absoluto que los rollos de papiro de la Biblioteca alejandrina. Y sin embargo, gracias al valor y a la inteligencia, hemos llegado a vislumbrar algo de este camino serpenteante por el cual han avanzado nuestros antepasados y nosotros mismos.

El Cosmos careció de forma, durante un número desconocido de eras que siguieron a la efusión explosiva de materia y energía del big bang. No había galaxias, ni planetas, ni vida. En todas partes había una oscuridad profunda e impenetrable, átomos de hidrógeno en el vacío. Aquí y allí estaban creciendo imperceptiblemente acumulaciones más densas de gas, se estaban condensando globos de materia: gotas de hidrógeno de masa superior a soles. Dentro de estos globos de gas se encendió por primera vez el fuego nuclear latente en la materia. Nació una primera generación de estrellas que inundó el Cosmos de luz. No había todavía en aquellos tiempos planetas que pudieran recibir la luz, ni seres vivientes que admiraran el resplandor de los cielos. En el profundo interior de los hornos estelares la alquimia de la fusión nuclear creó elementos pesados, las cenizas de la combustión del hidrógeno, los materiales atómicos para construir futuros planetas y formas vivas. Las estrellas de gran masa agotaron pronto sus reservas de combustible nuclear. Sacudidas por explosiones colosales, retornaron la mayor parte de su sustancia al tenue gas de donde se habían condensado. Allí, en las nubes oscuras y exuberantes entre las estrellas, se estaban formando nuevas gotas constituidas por muchos elementos, generaciones posteriores de estrellas que estaban naciendo. Cerca de ellas crecieron gotas más pequeñas, cuerpos demasiado pequeños para encender el fuego nuclear, pequeñas gotas en la niebla estelar que seguían su camino para formar los planetas. Y entre ellos había un mundo pequeño de piedra y de hierro, la Tierra primitiva.

La Tierra, después de coagularse y de calentarse, liberó los gases de metano, amoníaco, agua e hidrógeno que habían quedado encerrados en su interior, y formó la atmósfera primitiva y los primeros océanos. Luz estelar procedente del Sol bañó y calentó la Tierra primigenia, provocó tempestades, generó relámpagos y truenos. Los volcanes se desbordaron de lava. Estos procesos fragmentaron las moléculas de la atmósfera primitiva; los fragmentos se juntaron de nuevo dando formas cada vez más complejas, que se disolvieron en los primitivos océanos. Al cabo de un tiempo los mares alcanzaron la consistencia de una sopa caliente y diluida. Se organizaron moléculas, y se dio impulso a complejas reacciones químicas, sobre la superficie de arcillas. Y un día surgió una molécula que por puro accidente fue capaz de fabricar copias bastas de sí misma a partir de las demás moléculas del caldo. A medida que pasaba el tiempo surgían moléculas autorreproductoras más complicadas y precisas. El cedazo de la selección natural favoreció las combinaciones más aptas para ser reproducidas de nuevo. Las que copiaban mejor producían más copias. Y el primitivo caldo oceánico se fue diluyendo a medida que se consumía y se transformaba en condensaciones complejas de moléculas orgánicas autorreproductoras. La vida había empezado de modo paulatino e imperceptible.

Evolucionaron plantas unicelulares, y la vida empezó a generar su propio alimento. La fotosíntesis transformó la atmósfera. Se inventó el sexo. Formas que antes vivían libres se agruparon para constituir una célula compleja con funciones especializadas. Evolucionaron los receptores químicos, y el Cosmos pudo catar y oler. Organismos unicelulares evolucionaron dando colonias multicelulares, que elaboraban sus diversas partes transformándolas en sistemas de órganos especializados. Evolucionaron ojos y oídos, y ahora el Cosmos podía ver y oír. Las plantas y los animales descubrieron que la tierra podía sostener la vida. Los organismos zumbaban, se arrastraban, barrenaban, rodaban, se deslizaban, se agitaban, temblaban, escalaban y flotaban. Bestias colosales hacían resonar las junglas humeantes. Emergieron pequeñas criaturas, nacidas vivas y no en recipientes de cáscara dura, con un fluido parecido a los primeros océanos que les recorrían las venas. Sobrevivieron gracias a su rapidez y a su astucia. Y luego, hace sólo un momento, unos determinados animales arbóreos se bajaron de los árboles y se dispersaron. Su postura se hizo erecta y se enseñaron a sí mismos el uso de herramientas, domesticaron otros animales, plantas y el fuego, e idearon el lenguaje. La ceniza de la alquimia estelar estaba emergiendo ahora en forma de consciencia. A un ritmo cada vez más acelerado inventó la escritura, las ciudades, el arte y la ciencia y envió naves espaciales a los planetas y a las estrellas. Estas son algunas de las cosas que los átomos de hidrógeno hacen si se les da quince mil millones de años de evolución cósmica.

Suena como un mito épico, y con razón. Pero es simplemente una descripción de la evolución cósmica tal como la ciencia de nuestro tiempo nos la revela. Somos difíciles de conseguir y un peligro para nosotros mismos. Pero cualquier historia de la evolución cósmica demuestra con claridad que todas las criaturas de la Tierra, lo último que ha manufacturado la industria del hidrógeno galáctico, son seres dignos de aprecio. En otras partes pueden haber otras transmutaciones de la materia, igualmente asombrosas, y por esto intentamos captar, esperanzados, un zumbido en el cielo.

Hemos sostenido la idea peculiar de que una persona o una sociedad algo diferente de nosotros, seamos quienes seamos, es algo extraño o raro, de lo cual hay que desconfiar o que ha de repugnarnos. Pensemos en las connotaciones negativas de palabras como forastero o extranjero. Y sin embargo los monumentos y culturas de cada una de nuestras civilizaciones representan simplemente maneras diferentes del ser humano. Un visitante extraterrestre que estudiara las diferencias entre los seres humanos y sus sociedades, encontraría estas diferencias triviales en comparación con las semejanzas. Es posible que el Cosmos esté poblado por seres inteligentes. Pero la lección darwiniana es clara: no habrá humanos en otros lugares. Solamente aquí. Sólo en este pequeño planeta. Somos no sólo una especie en peligro sino una especie rara. En la perspectiva cósmica cada uno de nosotros es precioso. Si alguien está en desacuerdo contigo, déjalo vivir. No encontrarás a nadie parecido en cien mil millones de galaxias.

La historia humana puede entenderse como un lento despertar a la consciencia de que somos miembros de un grupo más amplio. Al principio nos debimos lealtad a nosotros mismos y a nuestra familia inmediata, luego a bandas de cazadores-recolectores nómadas, luego a tribus, pequeños asentamientos, estados-ciudad, naciones. Hemos ampliado el círculo de las personas a las cuales amamos. Hemos organizado ahora lo que calificamos modestamente de superpotencias, que incluyen grupos de personas de orígenes étnicos y culturas divergentes que en cierto sentido trabajan unidas; lo cual es desde luego una experiencia humanizadora y formadora del carácter. Para poder sobrevivir tenemos que ampliar todavía más el ámbito de nuestra lealtad para incluir a la comunidad humana entera, a todo el planeta Tierra. Muchos de los que gobiernan las naciones encuentran desagradable una idea así. Temerán perder poder. Tendremos ocasión de oír muchos discursos sobre traición y deslealtad. Las naciones Estado ricas tendrán que compartir su riqueza con las pobres. Pero nuestra alternativa, como dijo H. G. Wells en un contexto diferente, es claramente o el universo o nada.

Hace unos pocos millones de años no había hombres. ¿Quién estará aquí dentro de unos cuantos millones de años? En los 4600 millones de años de la historia de nuestro planeta puede decirse que nunca salió nada de él. Pero ahora diminutas naves espaciales exploradoras sin tripulación procedentes de la Tierra se están desplazando, relucientes y elegantes, a través del sistema solar. Hemos llevado a cabo un reconocimiento preliminar de veinte mundos, entre ellos todos los planetas visibles a simple vista, todas estas luminarias nocturnas y errantes que provocaron en nuestros antepasados el deseo de comprender y el éxtasis. Si sobrevivimos, nuestra época será famosa por dos motivos: porque en este momento peligroso de la adolescencia técnica conseguimos evitar la autodestrucción, y porque es esta la época en que iniciamos nuestro camino hacia las estrellas.

La elección es dura e irónica. Los mismos cohetes impulsores utilizados para lanzar sondas a los planetas están instalados y a punto para enviar cabezas de guerra nucleares a las naciones. Las fuentes radiactivas de energía en los Viking y Voyager derivan de la misma tecnología que fabrica armas nucleares. Las técnicas de radio y de radar utilizadas para seguir y guiar misiles balísticos y para defenderse contra ataques se utilizan también para controlar y dirigir las naves espaciales hacia los planetas y para escuchar señales de civilizaciones cercanas a otras estrellas. Si utilizamos estas tecnologías para destruirnos, es seguro que no nos aventuraremos más hacia los planetas y las estrellas. Pero la inversa es también cierta. Si continuamos hacia los planetas y las estrellas, nuestro chauvinismo recibirá un golpe más. Ganaremos una perspectiva cósmica. Reconoceremos que nuestras exploraciones sólo pueden llevarse a cabo en beneficio de toda la gente que habita el planeta Tierra. Invertiremos nuestras energías en una empresa dedicada no a la muerte sino a la vida: la expansión de nuestra comprensión de la Tierra y de sus habitantes y la búsqueda de vida en otros lugares. La exploración espacial con tripulación y sin ella utiliza muchas de las mismas capacidades tecnológicas y organizativas, y exige las mismas cualidades de valor y de osadía que la empresa de la guerra. Si llegara una época de auténtico desarme antes de la guerra nuclear, estas exploraciones permitirán que los grupos de presión militar e industrial de las grandes potencias se comprometan al final en una empresa intachable. Los intereses comprometidos en la preparación de la guerra podrían reinvertirse fácilmente en la exploración del Cosmos.

Un programa razonable —y a pesar de todo ambicioso— de exploración sin tripulaciones de los planetas es caro. La tabla de la página 342 muestra el presupuesto de las ciencias espaciales en los Estados Unidos. Los gastos comparables de la Unión Soviética son unas cuantas veces superiores. Estas sumas representan unidas el equivalente de dos o tres submarinos nucleares por década, o los costes adicionales no previstos de un único sistema de armamento en un solo año. En el último trimestre de 1979 el coste del programa de construcción del avión U.S.F./A-18 aumentó en 5100 millones de dólares, y el del F-16 en 3400 millones. Se ha gastado bastante menos en los programas planetarios no tripulados de los Estados Unidos y de la Unión Soviética, conjuntamente y desde su inicio, que en los vergonzosos derroches del bombardeo de los EE. UU. sobre Camboya entre 1970 y 1975, una decisión de política nacional que costó 7000 millones de dólares. El coste total de una misión como la del Viking a Marte o la del Voyager al sistema solar exterior es inferior a la de la invasión soviética de Afganistán en 1979-1980. El dinero gastado en la exploración espacial, gracias al empleo técnico y al estímulo que supone para la alta tecnología, tiene un efecto multiplicador sobre la economía. Un estudio sugiere que por cada dólar gastado en los planetas retornan siete dólares a la economía nacional. Y sin embargo, hay muchas misiones importantes y totalmente factibles que no se han intentado por falta de fondos: entre ellas vehículos terrestres para que exploren la superficie de Marte, una cita cometaria, sondas de aterrizaje en Titán y una búsqueda a plena escala de señales de radio procedentes de otras civilizaciones del espacio.

El coste de proyectos importantes del espacio —por ejemplo bases permanentes en la Luna o la exploración humana de Marte— es tan grande que no creo que se intenten en un futuro muy cercano si no conseguimos progresos espectaculares en el desarme nuclear y «convencional». Incluso en este caso es probable que haya necesidades más urgentes en la Tierra. Pero no dudo que si evitamos la autodestrucción, más tarde o más temprano llevaremos a cabo estas misiones. Es casi imposible mantener una sociedad estática. Hay una especie de interés sicológico compuesto: basta una pequeña tendencia a las economías, a volverle la espalda al Cosmos, para que el resultado sumado al cabo de muchas generaciones sea una decadencia señalada. Y a la inversa, basta un ligero compromiso para aventurarse más allá de la Tierra en lo que siguiendo a Colón podríamos denominar la empresa de las estrellas para que se acumule al cabo de muchas generaciones y dé una presencia humana señalada en otros mundos, el placer de participar en el Cosmos.

Hace unos 3,6 millones de años, en lo que es actualmente el norte de Tanzania, un volcán entró en erupción; la nube resultante de cenizas cubrió la sabana de los alrededores. En 1979 la paleoantropóloga Mary Leakey descubrió en estas cenizas huellas de pies, huellas de pies que según ella son de un primitivo homínido, quizás de un antepasado de todos nosotros, habitantes de la Tierra actual. Y a 380.000 kilómetros de distancia, en una llanura plana y seca que los hombres en un momento de optimismo llamaron Mar de la Tranquilidad, hay otra huella de pie dejada por el primer hombre que caminó por otro mundo. Hemos llegado lejos en 3,6 millones de años, y en 4600 millones y en 15.000 millones.

Porque nosotros somos la encarnación local de Cosmos que ha crecido hasta tener consciencia de sí. Hemos empezado a contemplar nuestros orígenes: sustancia estelar que medita sobre las estrellas; conjuntos organizados de decenas de miles de billones de billones de átomos que consideran la evolución de los átomos y rastrean el largo camino a través del cual llegó a surgir la consciencia, por lo menos aquí. Nosotros hablamos en nombre de la Tierra. Debemos nuestra obligación de sobrevivir no sólo a nosotros sino también a este Cosmos, antiguo y vasto, del cual procedemos.

Dos huellas humanas. Arriba, en Tanzania, hace 3.6 millones de años. Abajo, en el Mare Tranquilitatis, 1969. (Cedida por Mary Leakey y la National Geographic Society, y por la NASA).

El planeta madre de una civilización técnica emergente, que trata desesperadamente de evitar la autodestrucción. Este mundo está siendo observado desde un puesto avanzado provisional cerca de su solitario satélite natural. La Tierra se desplaza unos 2.5 millones de kilómetros cada día alrededor del Sol; ocho veces más rápidamente todavía alrededor del centro de la galaxia Vía Láctea, y quizás todavía el doble más de rápido al caer la Vía Láctea hacia el cúmulo de galaxias de Virgo. Hemos sido desde siempre viajeros del espacio. (Cedida por la NASA).

Ir a la siguiente página

Report Page