Cosmos

Cosmos


Segundo

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SEGUNDO

No sé cómo contar esto… esta historia… pues tengo que contar todo a posteriori. La flecha, por ejemplo… Aquella flecha, sí, por ejemplo… Esa flecha entonces, a la hora de la cena, no era de ninguna manera más importante que el ajedrez de León, el periódico o el té; todo tenía la misma importancia, todo formaba parte de ese momento, como en una especie de orquestación o como el zumbido de un enjambre. Pero ahora, a posteriori, sé que la flecha era lo más importante y por eso al narrar esta historia la sitúo en primer plano, extrayendo así la configuración del futuro de entre una informe masa de acontecimientos diversos. ¿Pero cómo relatar algo sino a posteriori? ¿Es que realmente no se puede expresar nada en el momento de su nacimiento, cuando se trata aún de algo anónimo? ¿Es que nunca nadie será capaz de transmitir el balbuceo del momento que nace? ¿Por qué razón si hemos salido del caos no podemos nunca entrar en contacto con él? Apenas fijamos en algo nuestros ojos y ya, bajo nuestra mirada, surge el orden… las formas… No importa. Que sea como quiera. Katasia me despertaba todas las mañanas con el desayuno y, con ojos recién salidos del sueño, veía yo directamente sobre mí la impropiedad de su boca, esa viscosa desviación sobre sus mejillas campesinas de expresión bondadosa y dulce. ¿Acaso no hubiera podido apartarse de mi cama una fracción de segundo antes? ¿Acaso no prolongaba una fracción de segundo el momento en que se hallaba sobre mí…? Quizá sí… quizá no… la inseguridad… una posibilidad que se filtraba al recuerdo de mis correrías nocturnas en busca de ella. Por otra parte… ¿acaso se inclinaba sobre mí por pura bondad? Me resultaba difícil advertir algo. Observar a las personas presenta siempre obstáculos. No sucede lo mismo con los objetos inanimados. Solo los objetos pueden ser verdaderamente observados. El momento en que yacía bajo su boca todas las mañanas se me quedaba grabado durante el día entero, manteniendo en mí esa combinación bucal en la que me había enredado con tanta obstinación. El calor no nos ayudaba en nuestras labores ni a mí ni a Fuks; estábamos fatigados, él se aburría, se hastiaba, se sentía un miserable y era como un perro aullante, aunque en vez de aullar solo se aburriese. El techo. Cierta tarde yacíamos boca arriba sobre nuestras camas, las ventanas estaban cerradas, la tarde estaba llena de zumbidos de moscas… y entonces oí su voz.

—No sé; es posible que Majziewicz me diese trabajo, pero no puedo dejar este; perdería el año y medio que se me cuenta como práctica; ni pensarlo, no puedo… Mira allá, en el techo…

—¿Qué cosa?

—En el techo, arriba de la estufa.

—¿Qué?

—¿Qué ves?

—Nada.

—Si por lo menos pudiera golpearlo, pero no puedo. ¿Y por qué había de hacerlo? Él no se porta así por mala voluntad; de verdad yo le resulto insoportable; cuando me mira hasta se pone a temblar… Pero mejor fíjate en el techo. ¿De verdad no ves nada?

—¿Qué debo ver?

—Se parece a la flecha que vimos en el comedor, pero esta es mucho más clara.

No le respondí. Pasamos en silencio un minuto o dos, luego él volvió a hablar.

—Y es muy extraño porque ayer no estaba —volvió a hacerse el silencio; hacía calor; la cabeza me pesaba sobre la almohada; me sentía débil; pero Fuks volvió a hablar como para aferrarse a sus propias palabras, que flotaban en la atmósfera de esa tarde—. Ayer no estaba esa flecha, ayer estuve observando en ese mismo lugar una araña; si hubiese estado me habría dado cuenta, ayer no estaba. Mira, la línea principal, la que forma el cuerpo de la flecha, eso no estaba; el resto, la punta, las rayas de la cola, de acuerdo, son viejas raspaduras, pero el cuerpo, lo que se dice el cuerpo… no estaba… —suspiró, se semiincorporó, se apoyó en un codo. El polvo bailaba en un rayo de luz que caía por un agujero de la cortina—. El cuerpo no estaba —lo oí levantarse de la cama y luego lo vi en calzoncillos, con el rostro hacia arriba, examinando el techo. Me extrañó su diligencia. Su convexidad. Fijó su rostro convexo en el techo y agregó—: Fifty-fifty. Puede ser y puede no ser. Solo Dios sabe. —Y volvió a su cama. Pero yo sabía que desde ahí seguiría observando y eso me molestaba.

Después de un momento oí que volvía a levantarse para examinar nuevamente el techo.

Habría podido olvidarse del asunto… pero no pensaba hacerlo.

—Esa línea del centro, el cuerpo mismo, ¿te das cuenta…? Me hace dudar, parece como si la hubieran hecho recientemente con una aguja. Parece un poco distinta. Y ayer no estaba… lo hubiera advertido… y está precisamente en la misma dirección que la flecha del techo del comedor.

Yo seguía acostado.

—Si es una flecha, entonces señala algo.

—Y si no es una flecha, entonces no señala nada —respondí.

El día anterior, a la hora de la cena, observando con mi obstinada curiosidad la mano de Ludwik —¡otra vez!—, había pasado mi mirada a la mano de Lena, que también estaba sobre la mesa, y entonces esa mano había parecido temblar, o bien se había encogido levemente, no estaba seguro, solo fifty-fifty… Fuks me desagradaba, incluso me ponía furioso, pues todo lo que hacía y decía provenía de Drozdowski, de la antipatía de aquel, del hecho de que no lo soportara, no lo tolerase, no lo… Bueno, quizá si yo mismo no hubiese tenido tantos problemas con mis padres en Varsovia, quizá entonces, pero una cosa junto a la otra, una cosa se nutría de la otra… Fuks volvió a hablar.

Estaba en calzoncillos en el centro del cuarto y hablaba. Propuso que investigáramos si la flecha señalaba algo; dijo que no perderíamos nada con averiguarlo; si nos convencíamos de que no señalaba nada, por lo menos estaríamos tranquilos, sabríamos que no era una flecha especialmente trazada por alguien, sino solo una ilusión; no había otra manera de convencernos si era o no una flecha. Lo escuché en silencio, pensando en la manera de rehusarme; él insistía débilmente, pero yo también me sentía débil y en general la debilidad lo abarca todo.

Le aconsejé que investigara solo, ya que eso le interesaba tanto; él empezó a decir que yo le era necesario para poder fijar la dirección exacta, pues había que salir, marcar la dirección en el corredor, en el jardín. Finalmente dijo que cuatro ojos veían más que dos. De pronto accedí e incluso me levanté inmediatamente de la cama, pues la idea de avanzar por una línea determinada, la idea de un movimiento penetrante, decidido, me pareció mucho más agradable que un vaso de agua helada.

Nos pusimos los pantalones.

La habitación se llenó inmediatamente de acciones decididas y precisas que, no obstante, por nacer del aburrimiento, de la haraganería, del capricho, tenían en sí cierta dosis de imbecilidad.

El problema no era sencillo.

La flecha no apuntaba a ningún objeto de nuestro cuarto, esto se advertía de inmediato.

Debíamos, pues, prolongarla a través de la pared, comprobar si no señalaba nada del corredor y, después, de la manera más exacta, trasladar esa línea al jardín. Esto exigía ciertas complicadas operaciones que en realidad Fuks no hubiese podido emprender sin mi ayuda. Salí al jardín y tomé un rastrillo de la bodega para señalar con su mango, sobre el césped, la línea que respondiera a la que Fuks me señalaba desde la ventana de la escalera con el palo de una escoba. Eran ya cerca de las cinco. La grava del jardín estaba calentísima; la hierba se había secado cerca de unos arbustos que no daban sombra alguna; esto en la parte inferior; arriba se veían los blancos cúmulos de unas nubes grandes, redondas, contra un azul despiadado. La casa nos observaba con sus dos hileras de ventanas, una en la planta baja, la otra en el piso superior, sus cristales brillaban…

¿Sería posible que alguno de aquellos cristales me mirase con ojos humanos? Todos dormían aún la siesta vespertina a juzgar por el silencio, pero no era imposible que tras el vidrio de alguna ventana nos estuvieran observando: ¿León?, ¿Bolita?, ¿Katasia?

Podíamos tener la seguridad de que quien nos observaba era la misma persona que había entrado en nuestro cuarto, posiblemente al amanecer, para grabar la línea que formaba la flecha, ¿pero para qué lo había hecho?, ¿para jugarnos una broma?, ¿para burlarse de nosotros?, ¿para darnos a entender algo? No, eso no era lógico. Sí, claro; pero lo absurdo era un cuchillo de dos filos. Y Fuks y yo estábamos al otro lado de aquel absurdo y actuábamos y nos movíamos con una lógica absoluta, así que yo, entregado a tan laboriosas tareas, debía no obstante (si no quería que lo que hacíamos perdiera todo sentido) tomar en cuenta la posibilidad de una mirada que nos espiara tras los vidrios aquellos, tan intensa e hirientemente brillantes.

Tomaba pues eso en cuenta. Y la mirada de Fuks, que me veía desde arriba, me servía de ayuda. Me movía cuidadosamente, para no despertar sospechas. Rastrillé un poco el césped, y, como fatigado por el calor, lancé al suelo el rastrillo y como quien no quiere la cosa lo moví con el pie hasta colocarlo en la dirección deseada. Estas precauciones dieron a mi colaboración con Fuks una importancia mayor de la que me había propuesto. Actuaba como su esclavo. Por fin fijamos la dirección de la flecha, que conducía hasta el cuarto de herramientas, cerca del muro, allí donde terminaba el patio, parcialmente cubierto por ladrillos y escombros, patio que era prolongación del jardín.

Avanzábamos lentamente en esa dirección, apartándonos de la línea, como si nos dedicáramos a observar las flores, las matas, conversando, gesticulando a veces, mirando con mucho cuidado para ver si descubríamos algo significativo, de macizo en macizo, de una rama a una piedrecilla, con la mirada baja, absortos por la tierra que se nos presentaba cenicienta, amarilla, oscuramente enmohecida, monótona, complicada, soporífera, desértica y dura. Me sequé el sudor del rostro. Todo aquello no era sino pérdida de tiempo.

Llegamos hasta cerca del muro; ahí nos detuvimos sin saber qué hacer… dar los últimos diez pasos nos parecía algo molesto y demasiado difícil. Nuestra marcha por el jardín, bajo la mirada de los vidrios de las ventanas, había sido relativamente fácil —unas cuantas decenas de metros por una llanura—, pero al mismo tiempo ardua, por una oculta dificultad que la convertía en casi una ascensión alpinista, y he aquí ahora que esa dificultad despertada por una ascensión cada vez más vertical y vertiginosa aumentaba sensiblemente y era como si estuviéramos llegando a la cumbre de esa montaña. ¡Qué enorme altura! Fuks se puso en cuclillas fingiendo que observaba un gusano y así, como si siguiera al gusano, llegó hasta el muro; yo me alejé un poco y di unas vueltas cerca de ahí, para después unírmele de un modo aparentemente casual.

Estábamos en el fondo del patio, donde el muro hacía esquina con el cuarto de herramientas.

Hacía mucho calor. Algunas de las hierbas más exuberantes se mecían bajo el aire; en el suelo caminaba un escarabajo; junto al muro había excrementos de pájaros; hacía calor, pero un calor distinto, y el olor era también distinto, como a orina; soñé con una lejanía; esto se hallaba muy lejos; como si durante meses enteros hubiésemos caminado hacia un sitio que se hallase a cien mil millas de distancia, muy lejos; nos llegó un cálido olor a podredumbre; cerca de ahí había un montón de basura; en la parte baja del muro las lluvias habían formado un arroyuelo; veía unos terrones, piedrecillas, partes amarillentas… Y otra vez el calor, distinto, desconocido, sí, sí, llegar a ese rincón tan apartado era algo que se asociaba con aquella maleza oscura y fría donde había un pedazo de cartón y una lata… y además un gorrión…; debido seguramente a la distancia aquel lugar reaparecía en este patio y nuestra búsqueda en él pareció revivir.

Era una ardua tarea, pues incluso si ahí se ocultaba algo señalado por la flecha del techo de nuestra habitación, sería muy difícil encontrarlo entre toda esa mezcolanza, entre esas hierbas, pequeños detalles, entre basura y cosas que superaban por su cantidad a todo lo que pudiera haber en las paredes o en los techos. ¡Qué abrumadora abundancia de asociaciones, relaciones…! ¿Cuántas frases pueden formarse con las veinticuatro letras del alfabeto? ¿Cuántos significados podían extraerse de esos cientos de yerbajos, terrones y pequeños detalles? Inclusive del muro y de las tablas del cuarto brotaba el exceso y la abundancia. Me sentí fatigado. Me enderecé y miré la casa y el jardín, y esas grandes formas sintéticas, esos gigantescos mastodontes del mundo de las cosas, me devolvieron el orden. Me sentí más descansado. Quise regresar a casa. Se lo iba a decir a Fuks pero me detuve al ver su rostro clavado en un sitio.

Un poco más arriba de nuestras cabezas el muro carcomido tenía un agujero que parecía componerse de tres cuevas cada vez menores. En una de ellas había colgado algo. Un palito. Un pequeño palito de dos centímetros de longitud. Colgaba de un hilo blanco del mismo tamaño enganchado en una grieta del ladrillo.

Y nada más. Escudriñamos los alrededores. Nada. Miré hacia la casa que brillaba a través de los vidrios de las ventanas. Soplaba ya un airecillo fresco que anunciaba la llegada de la noche, un aliento que despertaba de su sueño bochornoso a las hojas y a la hierba. Temblaron las hojas de unos arbustos formados en hileras, pintados de cal y apoyados en unos soportes.

Volvimos a nuestra habitación.

Fuks se arrojó sobre la cama.

—Digas lo que quieras, la flecha señalaba algo —dijo cautelosamente.

Yo con no menos precaución le pregunté:

—¿A qué te refieres?

No obstante, era difícil fingir que no sabía de qué se trataba: un gorrión colgado, un palito colgado; ese ahorcamiento de un palito en el muro reflejaba el que habíamos descubierto dentro de la maleza; era algo estrambótico y por ello aumentó de golpe la intensidad del gorrión (revelando hasta qué punto se hallaba grabado en nuestras mentes a pesar de las apariencias de olvido). El palito y el gorrión intensificado por el palito.

Era difícil no pensar que alguien por medio de esa flecha nos había dirigido hacia el palito para que lo asociáramos con el gorrión… ¿Pero, por qué? ¿Para qué? ¿Se trataba de una broma? ¿Una tomadura de pelo? Alguien se reía a nuestra costa, se burlaba, se divertía… Me sentí inseguro, y Fuks también. Eso nos hizo ser todavía más cautelosos.

—No me atrevería a negar que alguien se está burlando de nosotros.

—¿Quién?

—Alguno de ellos… Uno que estuvo presente cuando conté lo del gorrión y cuando descubrimos la flecha en el cielo raso del comedor. Esa misma persona trazó una flecha en nuestra habitación. ¿Y adónde conducía esa flecha? A un palito colgado de un hilo.

Claro que era una broma. Una burla.

Pero, pese a todo, aquello carecía de lógica, ¿quién hubiese querido llevar a cabo una broma tan complicada? ¿Para qué? ¿Quién podía suponer que descubriríamos la flecha y nos interesaríamos tanto por ella? No, todo había sido una sencilla coincidencia; es decir, ese pequeño —muy pequeño— parecido entre el palito que colgaba de un hilo y el gorrión que colgaba de un alambre. De acuerdo, no todos los días se ven palitos colgados de hilos… pero ese palito podía colgar ahí por miles de motivos ajenos al gorrión. Habíamos exagerado su significado porque había aparecido justamente al final de nuestra búsqueda, como si fuera el resultado de ella; pero en realidad no era ningún resultado sino solo un palito colgado de un hilo… ¿Se trataba, pues, de una mera casualidad? Por supuesto… Pero, sin embargo, cierta inclinación a la integración, algo que parecía unirlo todo nebulosamente, se dejaba sentir en esa serie de acontecimientos: un gorrión ahorcado, un pollo ahorcado, una flecha en el comedor, otra flecha en nuestra habitación, un palito colgado de un hilo… En todo esto se sentía una intensa búsqueda de sentido, como en las charadas cuando las letras comienzan a acomodarse para convertirse en palabras. ¿Pero en qué palabras? Sí, pese a todo, parecía que aquellos elementos deseaban ordenarse de acuerdo a una idea… ¿Pero a qué idea?

¿Qué idea? ¿Idea de quién? Si se trataba de una idea, entonces, alguien, por fuerza, debía hallarse tras ella, ¿pero quién? ¿Quién hubiese querido? ¿Y si así fuera…? ¿O si Fuks se hubiera hecho una broma, digamos por aburrimiento…? Pero no… Fuks no lo hubiera hecho… ¡Poner tanto esfuerzo en una broma…! No, tampoco eso tenía sentido.

¿Entonces sería una simple coincidencia? Finalmente habría aceptado que todo había sido una simple coincidencia a no ser por otra anomalía que en cierto sentido tendía también a asociarse con esta anomalía… a no ser porque la rareza del palito se apoyaba también en otra cosa igualmente rara de la que prefería no hablar con Fuks.

Katasia.

Por lo visto también él había descubierto por lo menos uno de los rostros de la Esfinge.

Se hallaba sentado en la cama, con la cabeza inclinada, meciendo lentamente las piernas que le colgaban.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Cuando se tiene una boca tan amanerada —dijo pensativamente, y luego añadió con astucia—. Cada quién en lo suyo y con lo suyo —la frase le gustó, pues la repitió con convicción—. Te lo digo una vez más y debes creerme: cada quien en lo suyo y con lo suyo.

Y efectivamente… Su boca y el palito parecían emparentarse, así como la boca y el gorrión, aunque solo fuera por ser la boca tan extraña… ¿Pero qué conclusión podía obtenerse? ¿Debíamos pensar que Katasia se divertía en intrigas tan sofisticadas? Sería absurdo. Pero no obstante el parentesco existía… Y esos parentescos, esas asociaciones, se abrían ante mí como una cueva oscura, oscura pero atractiva, absorbente, pues tras la boca de Katasia se asomaba la boca entreabierta de Lena e incluso sufrí un fuerte impacto, pues, a pesar de todo, aquel palito —relacionado con el gorrión en medio de la maleza— era en cierto sentido el primer (¡pero qué pálido e impreciso!) signo objetivo que de alguna manera corroboraba mis pensamientos respecto a la boca de Lena y a su relación con la boca de Katasia. Era una analogía, débil, fantástica, pero hay que recordar que estaba en juego esa misma «relación» que tendía a conformar un orden determinado. ¿Acaso Fuks sabía algo de esa relación o asociación bucal entre Lena y Katasia? (¿presentía algo por el estilo?), ¿o era esto algo única y exclusivamente mío…?

No se lo hubiera preguntado por nada del mundo… Y no solo por vergüenza. No hubiese dado esto por nada del mundo a esa voz y a esos ojos saltones que tanto irritaban a Drozdowski. A mí me debilitaba, me ahogaba, me torturaba que él con Drozdowski y yo con mis padres. No quería que fuera ni mi amigo ni mi camarada. No quería. Y además la palabra «no» era en nuestras relaciones la palabra clave. No y no. Pero sin embargo, me excitó cuando dijo «Katasia». Casi me alegré de que otra persona y no yo exclusivamente, hubiera advertido también cierta posibilidad de unión entre la boca de Katasia, el palito y el pájaro.

—Katasia —dijo lentamente, con artera intención—. Katasia…

Pero era evidente que después de una breve euforia volvía la blancuzca palidez de su mirada. Drozdowski apareció en el horizonte y, ya solo para matar el tiempo, continuó con su torpe disertación:

—A mí en seguida su… lo que tiene en la boca me pareció… pero… de todos modos… mitad y mitad… ¿qué piensas?

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