Cosmos

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Cuarto

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CUARTO

El siguiente día fue un día distraído, seco y reluciente; en su luminosidad no se podía concentrar la atención; por el azul del cielo rodaban unas nubes redondas, blandas e inmaculadas. Me sumergí en mis cuadernos, pues después de los excesos del día anterior me sentía lleno de severidad y repulsión hacia las cosas raras, pleno de ascetismo. ¿Ir a ver el palito? ¿Comprobar si había algo nuevo, sobre todo después de la discreta alusión que había hecho Fuks el día anterior durante la cena, dando a entender que habíamos descubierto el hilo y el palito…? Me contenía cierta aversión hacia esta historia, que era monstruosa como un feto abortado. Hundí la cabeza entre las manos y me puse a estudiar; sabía que Fuks se encargaría de ir a ver el palito, aunque ni siquiera hacía la prueba de hablar conmigo del asunto pues ya habíamos agotado el tema, pero sabía que iría allá, al muro, que iría por mera pereza. Me concentré en mis cuadernos y él comenzó a caminar por el cuarto hasta que por fin saltó. Cuando volvió tomamos como siempre en nuestro cuarto el almuerzo (nos lo había llevado Katasia), pero se abstuvo de hacer cualquier comentario… Por fin, cerca ya de las cuatro, después de la siesta, me dijo desde su cama:

—Ven, te voy a enseñar algo.

No le respondí, sentía deseos de humillarlo; la falta de respuesta era la más hiriente respuesta. Calló humillado, no se atrevía a insistir, pero los minutos pasaban; empecé a afeitarme y por fin le pregunté:

—¿Hay algo nuevo?

—Sí y no —respondió. Después, cuando terminé de afeitarme, añadió—: Ven, quiero enseñarte lo que vi.

Salimos, después de tomar las acostumbradas precauciones respecto a la casa, que nos observaba por los vidrios de sus ventanas. Llegamos hasta el palito. En el aire se sentía un olor a muro recalentado y a orina o a manzanas; a un lado estaba un arroyuelo de aguas sucias y había también unas hojas de hierba reseca… era lo distante, lo lejano, una vida aparte en el silencio caluroso, un rumor. El palito seguía colgado del hilo, tal como lo habíamos dejado.

—Mira eso —dijo, señalándome un montón de cachivaches que había junto a la puerta abierta del cuarto de instrumentos—. ¿Ves algo?

—Nada.

—¿Nada?

—Nada.

—¿Absolutamente nada?

—Nada.

Estaba frente a mí, aburriéndome y aburriéndose.

—Fíjate en esa vara.

—¿Qué tiene?

—¿La viste ayer?

—No me acuerdo.

—¿Estaba exactamente igual? ¿No ha cambiado de posición?

Me aburría, y él mismo no se hacía ilusiones al respecto. Tenía el fatalismo de un hombre que aburre a todo el mundo, se hallaba junto al muro y todo era absolutamente estéril, vacuo. Volvió a insistir:

—Trata de acordarte…

Pero yo sabía que insistía por aburrimiento y eso me aburría todavía más. Una hormiga amarilla caminaba por esa vara rota. En la parte superior del muro los tallos de unas hierbas se dibujaban limpiamente contra el cielo, pero yo no lograba acordarme, ¡cómo iba a acordarme!, aquella vara podía o no podía haber cambiado de posición… Una florecilla amarilla.

Pero él no se daba por vencido. No me dejaba en paz. Lo molesto era que en aquel alejado sitio el vacío de nuestro tedio se unía al vacío de aquellos falsos signos, de aquellas huellas que no eran huellas, se unía a toda esa estupidez; dos vacíos y en medio de ellos nosotros. Bostecé. Fuks dijo:

—Mira lo que señala esa vara.

—¿Qué?

—El cuarto de Katasia.

Sí, la vara señalaba directamente hacia su cuarto, que estaba junto a la cocina, en una casucha construida al lado de la casa.

—Ajá.

—Precisamente. Si la vara no ha cambiado de posición, entonces, de cualquier manera, no importa, el asunto carece de trascendencia. Pero si alguien la movió, lo hizo para señalarnos el cuarto de Katasia… Alguien, ¿te das cuenta?, alguien que debido a lo que dije anoche a la hora de la cena sobre el palito y el hilo advirtió que ya estábamos sobre la pista; esa misma persona vino aquí por la noche y colocó la vara de tal manera que apuntase hacia el cuarto de Katasia. Es una especie de nueva flecha. Sabía que vendríamos otra vez para comprobar si había una nueva señal.

—¿Pero cómo sabes que alguien movió la vara?

—No estoy seguro. Pero tengo mis sospechas. Sobre el serrín hay algunas huellas… Y fíjate en esas tres piedras… y en esas tres ruedas… y en esas tres hojas de hierba… y en esos tres botones que parecen ser de una silla de montar… ¿Te das cuenta?

—¿De qué?

—Forman una serie de triángulos que apuntan todos hacia la vara, como si alguien hubiera querido llamar nuestra atención hacia ella… ¿No adviertes cómo crean una especie de ritmo que se dirige a la vara? Por lo menos a mí así me lo parece… ¿Qué opinas tú?

Aparté los ojos de la hormiga amarilla que aparecía una y otra vez entre unas correas dirigiéndose ya a la derecha ya a la izquierda, ya hacia atrás, ya hacia adelante; yo casi no escuchaba a Fuks, apenas si oía una que otra palabra, algo idiota, nada, nada más nada, solo humillación, toda nuestra locura, nuestra estupidez, nuestra tontería se hallaba allí, junto a ese muro, sobre ese montón de escombros y desperdicios. Además estaba aquella cara pelirroja, despreciada, de ojos saltones. Volví a argumentar que nadie hubiese tenido ganas de hacer eso, ¿quién hubiera querido fabricar señales tan nimias, casi invisibles?, ¿quién hubiese podido prever que nosotros íbamos a advertir que la vara había sido movida…? Nadie que estuviera en sus cinco sentidos…

Fuks me interrumpió:

—¿Pero quién te ha dicho que esa persona tiene que estar en sus cinco sentidos? Por otra parte, ¿cómo sabes cuántos signos nos deja? Es muy posible que nosotros solo hayamos descubierto uno entre muchos… —señaló con la mano la casa y el jardín—. Es posible que aquí todo esté lleno de señales…

Seguimos en ese sitio —terrones, telarañas—, pero ya con la conciencia de que no dejaríamos aquel asunto por la paz. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Tomé en la mano un pedazo de ladrillo, lo observé de cerca, lo dejé a un lado y exclamé: —Bueno, ¿y entonces qué? ¿Pretendes que vayamos adonde nos señala esta vara?

Sonrió tímidamente.

—No podemos hacer otra cosa. Tú mismo lo sabes. Para tranquilizarnos. Mañana es domingo. Es su día libre. Tenemos que revisar su cuarto, a lo mejor encontramos algo allí… Si no, por lo menos, quedaremos tranquilos.

Clavé los ojos en los escombros y él hizo lo mismo. Yo quería leer en ellos algo así como un mínimo y perverso salto de labios. Y efectivamente, me pareció que los escombros, las refacciones de automóvil, las correas, la basura, empezaban a vibrar en aquella atmósfera de un latente escurrimiento, de una incipiente perversión… lo mismo que el cenicero, la red metálica de la cama, la boca entreabierta y entrecerrada… Todo bullía, se agitaba, aludiendo a Lena, y esto me asustaba, pues pensaba cómo íbamos otra vez a actuar y a realizar nuestras acciones… haciendo participar a esa vara, y yo me acercaría ahora a esa boca a través de los escombros, cosa que me fascinaba, pues pensaba, ah, empezaremos a actuar, a través de nuestros actos llegaremos al misterio, bah, bah, entraremos en el cuarto de Katasia, lo revisaremos, veremos, comprobaremos.

¡Comprobar! ¡Oh, acción esclarecedora! ¡Oh acción que todo lo oscurece, que conduce hacia la noche, hacia la quimera!

Sí, pese a todo me sentí mejor. Nuestra marcha por la vereda cubierta de grava fue como el regreso de dos detectives. La elaboración detallada de nuestros planes me permitió sobrevivir con honor hasta el día siguiente. La cena transcurrió tranquilamente, mi radio de visión se limitaba cada vez más al mantel, sobre el que reposaba la mano de Lena… ese día mucho más tranquila, sin temblores visibles (pero eso podía ser precisamente una prueba de que había sido ella quien había movido la vara)… y otras manos, por ejemplo la de León, perezosa, o la de Ludwik, erótico-noerótica, y la de Bolita, como una patata sobre una remolacha, un puño que salía de un brazo de mujer regordeta, brazo grasoso, lo que creaba una sensación desagradable que aumentaba silenciosamente y se volvía aún más desagradable cerca del codo, donde la piel roja y descascarada se convertía en pequeñas bahías moradas y grises que eran el vestíbulo de otros recovecos. Combinaciones complicadas, fatigosas, combinaciones de manos parecidas a las combinaciones del techo, de las paredes… de todas partes… La mano de León cesó de tamborilear, con los dedos de la mano derecha tomó un dedo de la mano izquierda y lo sostuvo, observándolo con una atención que se manifestaba a través de una sonrisa soñadora. Y por supuesto, allá arriba, sobre las manos, la conversación continuaba, pero apenas si me llegaba una que otra frase; abordaban diferentes temas y en cierto momento Ludwik le dijo a su suegro:

—Imagínese usted diez soldados en fila india, uno tras otro, según usted, ¿cuánto tiempo sería necesario para agotar todas las combinaciones posibles en la formación de esos soldados, poniendo, por ejemplo, al tercero en el lugar del primero y así por el estilo, siempre y cuando se efectuara solo un cambio por día?

León meditó un rato:

—¿Tres mesezuelos?

Ludwik respondió:

—Diez mil años. Ya ha sido calculado.

—¡Muchacho! —dijo León—, ¡muchacho, muchacho!

Guardó silencio. Estaba en guardia. Parecía que la palabra «combinación» utilizada por Ludwik estaba en relación con las «combinaciones» que a mí me ocupaban; podía parecer una casualidad bastante singular el que Ludwik hubiese mencionado las combinaciones de soldados precisamente en el momento en que yo me sumergía en otras combinaciones. ¿Acaso no parecía aquello casi formular en voz alta lo que a mí me preocupaba? Oh, ese casi «casi». ¡Cuántas veces se me había presentado ese «casi»!

Pero hay que tomar en consideración que la historia de los soldados me impresionaba porque se relacionaba con mis preocupaciones. Por eso la separé y la rescaté de las muchas otras cosas de las que allí se hablaba. Así esa coincidencia era en parte (oh, en parte) provocada por mí. Y precisamente eso era lo difícil, terrible y confuso, pues yo nunca podía saber en qué grado era yo mismo el autor de las combinaciones que se combinaban a mi alrededor. Ah, el asesino vuelve siempre al lugar del crimen. Si se piensa en la enorme cantidad de sonidos y formas que se nos presentan a cada instante de nuestra existencia… un enjambre, una multitud, un torrente… entonces no hay nada más sencillo que combinar. ¡Combinar! Esta palabra me sorprendió por un instante, como si hubiese encontrado un animal salvaje en medio de un bosque, pero poco después se perdió en el tumulto de esas siete personas que hablaban y comían sentadas a la mesa; la cena seguía su curso normal; Katasia le pasó el cenicero a Lena…

«Tendremos que aclarar todo esto, investigarlo, llegar al fondo de las cosas…». Pero no creía que la inspección del cuarto de Katasia aclarara nada, solo que ese proyecto nuestro para el día siguiente permitiría soportar un poco mejor esa extraña dependencia interbucal, esa dependencia de ciudades, de estrellas… A fin de cuentas qué hay de extraño en que una boca me llevase a la otra. Continuamente, sin interrupción, cada cosa me llevaba a otra cosa, tras cada objeto se ocultaba otro objeto, tras la mano de Lena estaba la mano de Ludwik, tras una taza había un vaso, tras una raya en el techo se veía una isla; el mundo era en realidad una especie de biombo y no se presentaba de otra manera sino enviándome cada vez más lejos. Los objetos jugaban conmigo como si yo fuera una pelota.

De pronto se oyó un golpe.

Fue como el sonido de dos trozos de madera, un sonido corto y seco, débil; aunque había sido un golpe singular, tan singular que se había destacado entre todas las voces.

¿Quién había golpeado? ¿Qué cosa había sido golpeada? Quedé inmóvil. Algo así como «Ya empezó» me pasó por la cabeza; no sabía qué hacer, ¡pronto, fantasma, sal de una vez…! Pero el sonido se perdió en el tiempo y tras él no sucedió nada. Quizá había sido el ruido de una silla… algo sin importancia…

Algo sin importancia. El día siguiente fue domingo, día que traía consigo una novedad para nuestra vida habitual; es verdad que como todos los días me despertó Katasia y se quedó un momento inclinada sobre mí, por pura simpatía, pero de la limpieza de la habitación se ocupó la misma doña María, o sea Bolita, quien rodando de un lado a otro con el paño de limpiar en las manos nos contó que en Drohobycz había rentado «la planta baja de una villa muy bonita con todas las comodidades» donde alquilaba cuartos con comidas o sin ellas, después vivió en Pultusk seis años «en un apartamiento muy cómodo en un tercer piso», pero en ocasiones además de los inquilinos permanentes les daba de comer hasta a seis abonados de «la localidad», la mayor parte de las veces gente entrada en años, con distintas enfermedades, y así a uno había que darle puré, a otro sopa, cuidar que alguien no comiera nada que pudiera producirle acidez, hasta que me dije a mí misma, no, así no puedo seguir, basta, no puedo, y se lo dije a aquellos viejos, y había que ver su desesperación, querida señora, quién irá a cuidarnos ahora, y yo les dije ¿se dan cuenta?, yo me preocupo demasiado, me mato por ustedes, y para qué, por qué matarme, sobre todo que siempre he tenido que atender a León, no tienen ustedes idea, hacerle esto, lo otro, siempre algo, de verdad no sé qué haría este hombre sin mí, durante toda la vida le he llevado el café a la cama, toda la vida, por suerte yo soy así por naturaleza, no soporto la pereza, desde que amanece hasta que anochece, desde que anochece hasta que amanece, aunque cuando hay que divertirse también sé hacerlo, o ir de visita, o recibir invitados, sabe usted, una tía de León está casada con el conde Koziebrodzki, sí, y cuando me casé con León su familia no estuvo de acuerdo, y el mismo León le tenía pánico a su tía la condesa y durante dos años no me quiso presentar con ella, yo le decía: León no tengas miedo, ya me encargaré de poner en orden a tu tía, y en una ocasión leí en el periódico que iba a celebrarse un baile de caridad y que en la comisión organizadora se hallaba la condesa Koziebrodzka, no le dije nada a León, solo le informé de que iríamos a un baile y puedo decirle a usted que durante dos semanas me preparé en secreto, dos costureras, una peluquera, masajes, incluso me hice la pedicura para darme valor, le pedí a Tela que me prestara sus joyas y cuando León me vio por poco se desmaya, yo me quedé impertérrita, entramos en el salón, la orquesta tocaba, yo tomé a León del brazo y le conduje directamente al sitio donde estaba la condesa, y entonces, ¿sabe usted lo que me hizo ella? Se volvió de espaldas. Me humilló. Por eso le dije a León: León tu tía es una déspota, y le lancé un escupitajo, y él, sabe usted, no dijo ni siquiera esta boca es mía, él es así, habla y habla, pero cuando se necesita que diga algo se queda callado y empieza a sacarle la vuelta al asunto; pero después, cuando vivíamos en Kielce y yo hacía confituras, más de una persona importante iba a visitarnos, me encargaban las confituras con meses de anticipación…

Guardó silencio, limpió el polvo; seguía tan callada como si no hubiese abierto la boca para nada. Por fin Fuks le preguntó:

—¿Y qué ocurrió después?

Entonces contó que uno de los inquilinos que había tenido pulmonía en Pultusk era tuberculoso y había que darle crema tres veces al día, lo que era una asquerosidad… Y se marchó.

¿Qué significaba todo eso? ¿Tenía algún sentido? ¿Qué se ocultaba en el fondo? ¿Y aquel vaso? ¿Por qué me había fijado el día anterior en un vaso del salón, cerca de la ventana, sobre una mesa, junto con carretes de hilo que había al lado? ¿Por qué advertí aquello al pasar? ¿Es que aquello merecía la atención? ¿No sería mejor volver a la planta baja y mirar otra vez para comprobar? Seguramente Fuks también en secreto comprobaba algo, investigaba, observaba y meditaba; él también se veía totalmente hecho trizas. Fuks, sí… pero él no tenía ni la centésima parte de mis motivos…

Lena era el cuerpo y alma de toda esta estupidez.

No podía dejar de pensar en que detrás de todo se hallaba oculta Lena, que tendía hacia mí, tensa en un deseo íntimo, secreto… Casi podía verla vagar por la casa, dibujar en los techos, mover la vara, colgar el palito, conformar figuras con los objetos, deslizarse a lo largo de las paredes, clandestinamente… Lena… Lena… avanzando hacia mí… implorando tal vez mi ayuda. ¡Tonterías! Sí, tonterías, pero por otra parte ¿era posible que aquellas dos anomalías —la relación de las bocas y aquellos signos— no tuviesen nada en común? Sería absurdo. Sí, absurdo. Pero también podía ser totalmente un producto de mi imaginación, algo que me absorbía tanto como esa relación entre los labios de Lena y los de Katasia. Cenamos solamente con Bolita, pues Lena y su esposo habían ido a visitar a unos amigos, León había ido a jugar al bridge y Katasia, que tenía libres los domingos, había salido de la casa tan pronto como terminó el almuerzo.

La cena fue condimentada por la ininterrumpida voz de Bolita. Por lo visto la verborrea la acometía solo cuando no estaba León. Nos habló de que si los inquilinos, con los inquilinos, toda la vida, ustedes no tienen idea, había que darle de comer a uno, al otro entregarle la ropa limpia y a otro más ponerle una lavativa y todavía encender la estufa, la estufa. Yo apenas la oía…

—Unas mujeres de mala nota… una botella detrás de la cama, se estaba muriendo pero seguía con las botellas… le dije y él comenzó a hacer muecas y muecas hasta que al fin se puso la bufanda… cuántas dificultades, cuánto trabajo, y una no es de piedra… tanta maldad que mejor es no contarlo… tanta porquería, debe haber sido una maldición de Dios… —durante la cena sus ojillos seguían nuestros movimientos, su busto se apoyaba sobre la mesa y en los codos su piel descascarada se volvía de un morado naranja, así como en el techo los desconchamientos de la bahía mayor se convertían en un pálido eczema amarillento—… Si no fuera por eso se habrían muerto… a veces cuando se quejaba en la noche… pero entonces trasladaron a León y alquilamos otra casa —se parecía al techo; tras la oreja tenía algo parecido a un grano endurecido, después comenzaba el bosque, la cabellera, al principio dos o tres pelos, después el bosque es eso, los cabellos negricanos, rizados, hirsutos, enredados, a veces ondulados, a veces unos mechones, después otra vez un lote de pelo hirsuto, una caída, de pronto la piel del cuello muy delicada, blanca, e, inmediatamente después, una grieta hecha como por una uña y un sitio rojizo, como una mancha sobre el brazo, al borde de la blusa empezaba la vejez, lo gastado, lo que se pudría bajo la blusa y que ahí, bajo esa blusa, se alargaba en busca de otros granos, de otras aventuras… Se parecía al techo…— Cuando vivíamos en Drohobycz… primero las anginas, después el reumatismo, una enfermedad del hígado…

Era como el techo, inabarcable, inagotable, inconmensurable en sus islas, archipiélagos, territorios… Después de terminada la cena esperamos a que se fuese a dormir y a eso de las diez comenzamos a actuar.

¿Y qué fue lo que provocó nuestra acción?

Forzar la puerta del cuarto de Katasia no nos produjo mayor dificultad; sabíamos que dejaba siempre la llave sobre una ventana cubierta de hiedra. La dificultad residía en que no teníamos ninguna garantía de que la persona que nos había señalado aquel cuarto —si es que alguien nos lo había señalado— no se hubiera escondido para observarnos… incluso no sabíamos si saldría de su escondite para denunciarnos y armar un escándalo.

¿Cómo saberlo? Durante un largo rato paseamos cerca de la cocina para ver si nadie nos espiaba; pero la casa, las ventanas, el jardín, yacían tranquilamente en la noche llena de nubes espesas y extendidas que paseaban por el cielo y entre las cuales se asomaba la hoz de la luna, que también parecía estar en movimiento. Los perros se correteaban entre unos arbustos. Teníamos miedo al ridículo. Fuks me enseñó una cajita que tenía en la mano.

—¿Qué traes?

—Una rana. Una rana viva. La atrapé hoy mismo.

—¿Para qué la quieres?

—Si alguien nos sorprende diremos que entramos en el cuarto de Katasia con el fin de ponerle esta rana en la cama… que solo tratábamos de hacerle una broma.

Su rostro pálido-pelirrojo-pisciforme, despreciado por Drozdowski. A decir verdad el subterfugio de la rana era una idea muy buena. Y además hay que confesar que no estaba fuera de lugar su escurridiza piel cerca de lo escurridizo de Katasia… Esto incluso me extrañó, me tranquilizó… sobre todo que la rana tampoco era muy ajena al gorrión… el gorrión y la rana… la rana y el gorrión… ¿es que tras eso también se ocultaba algo? ¿Es que eso no significaba nada? Fuks me dijo:

—Vamos a ver cómo está el gorrión. De cualquier manera tenemos que esperar.

Fuimos. Bajo los árboles, en la maleza, estaba la conocida oscuridad, y además un aroma conocido, nos acercamos a ese sitio familiar, pero la mirada inútilmente chocaba contra la negrura, más bien contra una pluralidad de negruras distintas que todo lo oscurecían. Había allí cuevas negras que se hundían junto a otros huecos; esferas, capas, todo envenenado por una existencia a medias. Todo eso se mezclaba y confundía en una especie de mixtura que frenaba y oponía resistencias. Yo tenía una linterna, pero no quería utilizarla. El gorrión debía estar frente a nosotros, a dos pasos, veíamos el sitio, pero no podíamos aislarlo con la mirada que se hallaba devorada por la oscuridad, tan reacia a la entrega. Por fin… se dibujó como el centro de una forma, como un núcleo oscuro no mayor que una perseguía colgado…

—Ahí está.

En la silenciosa oscuridad pudimos oír la rana que llevábamos… pero no porque lanzase ningún ruido, sino porque su existencia se hacía sentir, provocada por la existencia del gorrión. Estábamos con la rana… ella estaba allí, junto a nosotros, ante el gorrión, emparentada con él en un círculo gorrión-ránico, y a mí aquello me conducía al escurrimiento labial… y el terceto gorrión-rana-Katasia me atraía hacia la bóveda de su boca y esa cueva de negra maleza formó la cueva de su cavidad bucal, con el amanerado gesto de sus labios que parecían ir de huida. El deseo. La obscenidad. Estaba sin movimiento; Fuks se alejaba ya de la maleza…

—Nada nuevo —murmuró.

Y cuando volvimos a salir al camino, la noche con el cielo, con la luna, con un montón de nubes de bordes plateados, se volvió más clara. ¡Entrar en acción! Ardía en mí un loco deseo de actuar, de respirar ese aire purificador. Me hallaba dispuesto a todo.

Pero nuestra acción era bastante pobre, Dios mío.

Dos conspiradores y una rana seguían la dirección marcada por una vara. Una vez más abarcamos con la mirada la escena: la casa y los débilmente trazados troncos de arbustos encalados, y la espesura de los árboles más altos al fondo y el enorme espacio del jardín. Busqué a tientas la llave sobre la ventana, entre la hiedra, y después de meterla en la cerradura levanté un poco la puerta para evitar que rechinaran los goznes. La rana en la caja perdió importancia, pasó a un plano distante. Cuando se abrió la puerta la oscuridad de ese cuarto, pequeño, bajo, lleno de amargo y bochornoso aroma que no era de lavadero, ni de pan, ni de hierba, esa oscuridad Katásica me excitó; su boca deforme había entrado en mí, absorbentemente, y debía tener cuidado para que Fuks no advirtiera la irregularidad de mi respiración.

Fuks tomó la linterna y la rana y entró y yo me quedé ante la puerta entreabierta, haciendo guardia.

La apagada luz de la lámpara, envuelta en un pañuelo, avanzaba por la cama, el armario, la mesa de noche, el cesto, el anaquel, destacando uno tras otro distintos lugares, rincones, fragmentos, ropas de cama, paños, un peine roto, un espejito, un plato con unas monedas, un jabón grisáceo, objetos y objetos que se sucedían continuamente, como en un filme, y afuera del cuarto unas nubes seguían a otras y yo junto a esa puerta me hallaba entre los dos desfiles: el de los objetos y el de las nubes. Y pese a que cada una de las cosas que había en el cuarto era de ella, de Katasia, solo en conjunto lograban dar una imagen de ella, formando un sucedáneo de su presencia, de su presencia secundaria que yo violaba a través de Fuks, sirviéndome de su linterna, aunque yo mismo estuviese aparte, en actitud de vigilante. Pero yo violaba aquello lentamente. La mancha de luz —que se desplazaba, que saltaba— se detenía a veces sobre algo, como meditabunda, para en seguida volver a buscar, a curiosear, a husmear, a moverse con torpeza buscando algo sucio. Eso era lo que buscábamos, habíamos ido decididamente a eso. ¡Algo sucio! ¡Sucio!

Y la rana seguía metida en la caja que Fuks había dejado sobre la mesa.

Pobreza de sirvienta, pobreza de un peine sucio y desdentado, de un espejillo roto, de una pequeña toalla todavía húmeda; objetos de criada comprados en la ciudad pero sin embargo campesinos, sencillos, objetos que tocábamos nosotros con el fin de llegar a cierta maldad escurridizamente retorcida que en ese sitio, en esa bóveda que era casi la de su boca, se ocultaba borrando tras sí toda huella… Casi tocábamos esa maldad, esa corrupción, esa perversión. Debía anidarse ahí mismo, estar cerca. De pronto la linterna descubrió en un rincón tras el armario una gran fotografía y de su marco surgió el rostro de Katasia… con la boca aún sin ningún defecto. ¡Qué extraño!

¡Una boca sencilla y pura, limpiamente campesina!

Sobre un rostro mucho más joven, más redondo. Katasia vestida con ropas de fiesta, con un escote dominguero, sentada en una banca, bajo una palmera tras de la cual se veía la proa de una lancha, Katasia tomada de la mano por un hombre grueso, de espeso bigote, de cuello de pajarita… Katasia sonreía amablemente…

Si nos hubiésemos despertado en la noche habríamos podido jurar que la ventana estaba a nuestro lado derecho y la puerta tras nuestras cabezas; basta una sola señal de orientación, la claridad de la ventana, el tictac del reloj, para que inmediatamente, de manera definitiva, todo se nos amueble en la cabeza tal como debe ser. ¿Pero qué más?

La realidad se nos presentaba con la velocidad del rayo; todo volvía a sus normas, como si hubiera sido llamado al orden. Katasia era una respetable señora que se había herido el labio superior en un accidente automovilístico y nosotros éramos un par de lunáticos…

Miré, confuso, a Fuks. Él, pese a todo, no interrumpía su búsqueda; su linterna había vuelto a su operación de escudriñaje, vimos unas cuentas sobre la mesa, unas medias, imágenes de santos, Cristo y la Virgen María, frente a esta un ramo de flores, pero ¿qué estábamos sacando en claro con esa búsqueda? Ya solo hacíamos aquello para no quedar en ridículo.

—Prepárate —le dije—. Vámonos de aquí.

Toda posibilidad de encontrar algo sucio se había disipado por obra y gracia de los objetos iluminados; en cambio, el mismo hecho de iluminar se había vuelto sucio; el tocar, el husmear, había tomado un carácter suicida; en aquel cuartucho nosotros éramos como dos monos lujuriosos. Con una sonrisa inconsciente Fuks respondió a mi mirada y siguió vagando por el cuarto con la linterna, era evidente que tenía la cabeza totalmente vacía: nada; nada; nada; parecía a quien se da cuenta de que ha perdido todo lo que tenía y sin embargo, pese a todo, sigue avanzando… Y su fracaso con Drozdowski se relacionaba con este fracaso, todo se había vuelto un solo único fracaso… Con sonrisa ya lujuriosa, de burdel, observaba los listones de Katasia, sus algodones, sus medias sucias, sus anaqueles, sus cortinas; desde la oscuridad yo lo miraba hacer esto… ya únicamente por venganza, para no quedar mal, vengándose a fuerza de lujuria debido a que ella había dejado de ser lujuriosa. Husmear… la mancha de luz que danza sobre el peine, sobre un tacón… ¡pero inútilmente! ¡Sin ningún resultado! Todo eso carecía de sentido y se deshacía lentamente, como un paquete al que se le hubiera desatado el cordel, los objetos se habían vuelto indiferentes, nuestra sensualidad agonizaba. Y estaba acercándose ya el terrible instante en que no sabríamos qué hacer.

Entonces advertí algo.

Era algo que bien podía ser nada, pero también podía ser más que nada. Seguramente carecía de importancia… pero no obstante… ¡quién podía saberlo…!

Fuks había iluminado una aguja que se caracterizaba solo por estar clavada en la mesa.

Lo que no hubiese tenido la menor importancia si antes no hubiera advertido algo más extraño, o sea una plumilla clavada en una cáscara de limón. Por eso, cuando Fuks comenzó a tocar la aguja que estaba ahí clavada, lo tomé de la mano y guie la linterna hacia donde estaba la plumilla para devolver a nuestra presencia en ese sitio la apariencia de que buscábamos algo.

Pero entonces la linterna empezó a moverse con rapidez y un momento después dio con otra cosa, o sea con una lima de uñas que había sobre la cómoda. Esa lima estaba clavada en una cajita de cartón. Yo antes no había advertido la lima; pero ahora la linterna me la mostraba; como diciendo: «¿qué piensas de esto?».

Lima… plumilla… aguja… la linterna era ya como un sabueso que hubiese olfateado la pista, saltaba de un objeto a otro y así descubrimos otras dos cosas más clavadas: dos alfileres en un pedazo de cartón. No era mucho, pero en nuestra miseria aquellos hallazgos daban un nuevo sentido a nuestras acciones; la linterna trabajaba saltando de un sitio a otro, buscando… y he ahí algo más… un clavo incrustado en la pared, pero curiosamente solo a unos cuantos centímetros del suelo. Pero en realidad la extrañeza de aquel clavo no era suficiente; era en cierta forma un abuso de nuestra parte haberlo iluminado así… Y nada más… nada… seguíamos buscando, pero la búsqueda se había agotado, en la bochornosa bóveda de aquel cuarto se efectuaba una descomposición… finalmente la linterna se detuvo… ¿Qué más…? Habíamos terminado…

Fuks abrió la puerta y nos apresuramos a salir. Un instante antes de abandonar el cuarto iluminó por un momento una vez más la boca de Katasia. Me apoyé en la ventana y sentí en la mano un martillo y dije en voz baja: «martillo», seguramente porque el martillo se relacionaba con el clavo incrustado en la pared. Nada importante. Vámonos.

Cerramos la puerta, dejamos la llave en su lugar; arriba en el cielo había mucho viento, soplaba bajo la cúpula de las nubes que pasaban ligeramente. Y Fuks inútil, despreciado, desagradable, ¿para qué estar con él?, yo mismo tenía la culpa, no importaba, la casa se erguía frente a nosotros, al otro lado del camino los abetos también se erguían, los arbustos del jardín se erguían; parecía un baile cuando la orquesta deja de tocar y las parejas se quedan de pie; era algo estúpido.

¿Pero qué hacer? ¿Regresar a dormir? Me sentía en un estado de total destrucción y debilidad. Incluso había dejado de tener sentimientos.

Fuks se volvió hacia mí para decirme algo, pero de pronto la tranquilidad se hizo añicos debido a unos golpes intensos y sonoros.

Me quedé inmóvil. Los golpes venían de atrás de la casa, del lado que daba al camino; de allá venían esos rabiosos golpes dados por alguien. ¡Eran como golpes de martillo!

Furiosos martillazos, pesados, metálicos, uno tras otro, bum, bum, bum, enérgicamente, con todas las fuerzas. Aquel ruido metálico en la noche silenciosa era tan sorprendente que casi parecía de otro mundo… ¿Se dirigía contra nosotros? Nos pegamos a la pared como si aquellos martillazos, reñidos con el ambiente, estuvieran forzosamente dirigidos contra nosotros.

Los golpes no cesaban. Me asomé y tomé a Fuks de una manga. Era doña Mariquita.

¡Doña Bolita! Metida en una bata de casa de amplias mangas. Entre esas mangas agitadas por el viento, resollante, golpeante, elevando un martillo, o un hacha, con la cabeza enloquecida, golpeaba el tronco de un árbol. ¿Clavaba algo? ¿Qué cosa clavaba?

¿Pero por qué esa actitud desesperada, furiosa al clavar… que… que… que nosotros habíamos dejado en el cuarto de Katasia…? ¡Ahora se enloquecía gigantescamente y el ruido del metal surgía victoriosamente!

El martillo que había tocado con el codo cuando salíamos del cuartucho se volvía ahora enorme; los alfileres, agujas, plumillas y clavos alcanzaban su punto máximo de existencia por aquella furia repentina. Al pensar en ello quise alejar de mí aquella estúpida idea, ¡fuera!, pero en ese mismo instante otros golpes, golpes estruendosos, salieron… del interior de la casa… Del piso superior; eran golpes más rápidos, más tupidos, que acompañaban a aquellos martillazos como si fueran su eco, corroborando el acto de clavar, haciéndome saltar el cerebro; la noche estaba colmada de pánico, de locura, se había vuelto como un sismo. ¿Provenían los golpes del cuarto de Lena? Dejé a Fuks y entré corriendo en la casa, subí las escaleras a saltos… ¿Sería Lena?

Pero cuando subí las escaleras todo repentinamente se sumió en el silencio. Al llegar al piso superior me detuve sofocado, pues el ruido que me hacía correr había cesado.

Silencio. Tuve incluso la idea, absolutamente tranquilo, de calmarme y dirigirme a nuestra habitación. Pero la puerta del cuarto de Lena, la tercera en el corredor, estaba frente a mí y en mi interior oía aún los golpes, el claveteo, el estruendo, el martillo, el otro martillo más pequeño, las agujas, los clavos, clavar, clavar, abrirme paso hacia Lena, llegar a ella… y como resultado me lancé contra su puerta y con los puños cerrados empecé a golpear y a golpear. Con todas mis fuerzas.

Silencio.

Se me ocurrió que si me abrían la puerta debía yo gritar «¡ladrones!», para justificarme de algún modo. Pero no ocurrió nada. Volvió la calma; no se oía nada, nada, nada, me alejé sin hacer ruido y rápidamente descendí la escalera. Pero abajo también reinaba la calma. El vacío. No había nadie. Ni Fuks ni Bolita. Era fácil de explicar el que no hubiesen abierto la puerta en el cuarto de Lena, simplemente no estaban allí, aún no habían vuelto a la casa, los golpes no habían salido de aquella habitación. ¿Pero dónde estaba Fuks? ¿Y Bolita?

Pegado a la pared para que nadie me pudiera ver desde las ventanas, di la vuelta a la casa. La furia había desaparecido sin dejar huella; los árboles, la vereda, la grava bajo la luna que se desplazaba en el cielo… y nada más. Eso era todo. ¿Dónde estaría Fuks?

Sentía que las lágrimas me afluían a los ojos; faltaba poco para que me sentara y me pusiera a llorar.

Mas en ese instante vi que en el piso superior había una ventana iluminada, la del cuarto de ellos, de Lena y de Ludwik.

¡Cáspita! ¿Así que estaban allí y que habían oído mis golpes? ¿Por qué entonces no habían abierto? ¿Qué hacer? Nuevamente me encontraba sin saber qué hacer; nada; no sabía qué actitud tomar. ¿Cuál? ¿Cuál? ¿Regresar a nuestra habitación, desvestirme y acostarme a dormir? ¿Esconderme en algún sitio? ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? ¿Llorar? Su ventana tenía las cortinas descorridas, se veía la luz… y… y… precisamente frente al cuarto, al otro lado de la cerca, había un abeto de grandes ramas y fronda muy espesa…

Si me trepara a él podría ver algo… Esta idea era bastante salvaje, pero su salvajismo se ligaba al salvajismo de lo que acababa de ocurrir… Por otra parte, ¿qué más hubiera yo podido hacer?

El estruendo, el caos de lo que había pasado, me facilitaba la realización de esa idea que tenía ante mí igual que ese árbol y que era lo único que poseía. Salí a la carretera, trepé por el tronco del abeto, empecé a ascender trabajosamente por aquel ser áspero e hiriente. ¡Abrirme paso hacia Lena…! Llegar a Lena… los ecos de aquellos golpes resonaban en mí y otra vez volvía a desear abrirme paso… Y todo aquello, el cuarto de Katasia, la fotografía, los alfileres, los golpes de Bolita, todo cedió ante ese único y primordial deseo de abrirme paso hacia Lena. Subí cuidadosamente, de una rama a otra, cada vez más arriba.

No era fácil, eso tomaba mucho tiempo y la curiosidad se volvía febril: verla, verla… junto a él… ¿qué es lo que vería…? Después de esos golpes, de ese martilleo, ¿qué cosa vería? Volvió a vibrar en mí el reciente temblor con que había estado ante su puerta, pero más intensamente, ¿qué iría yo a ver? Podía ya ver el cielo raso y la parte superior de una pared; podía ver también la lámpara.

Y por fin vi.

Quedé aniquilado.

Él le enseñaba una tetera.

Una tetera.

Ella estaba sentada en una silla, junto a la mesa, con una toalla de baño sobre los hombros a guisa de chal. Él estaba de pie, en camiseta, y le mostraba una tetera que tenía en la mano. Ella miró la tetera. Dijo algo. Él respondió.

Una tetera.

Estaba preparado para todo. Para todo menos para ver una tetera. Hay una gota que hace derramar el vaso, algo que resulta ya «demasiado». Existe algo así como un exceso de realidad, una abundancia que ya no se puede soportar. Después de tantos objetos que no soy capaz de enumerar: agujas, ranas, gorrión, palito, vara, puntilla, cáscara, cartón, etcétera, etcétera, chimenea, corcho, ranura, canalón, mano, pelotitas de miga, etcétera, etcétera, terrones, red, alambre, cama, piedrecillas, mondadientes, pollo, eczemas, bahías, islas, agujas, y así por el estilo, sin parar, hasta el aburrimiento, hasta el hastío, y ahora esa tetera, sin venir a cuenta, sin que tuviera nada que hacer, como algo extra, gratuito, como un lujo del desorden, como un donativo, un presente del caos. Basta. Se me cerró la garganta. No podía tragar eso. No podía. Basta ya. Volver. A la casa.

Se quitó la toalla de encima. Estaba sin blusa. Me impresionó la desnudez de sus pechos y brazos. Con esa desnudez de la parte superior empezó a quitarse las medias, su esposo volvió a decir algo y ella le respondió, se quitó la otra media, él apoyó un pie en la silla y se desató el zapato. Pospuse mi retirada; pensé que ahora sabría cómo era, cómo era cuando estaba a solas con él, desnuda, ¿era degenerada, perversa, sucia, untuosa, sensual, casta, tierna, pura, fiel, fresca, graciosa o coqueta? ¿Quizá era sencillamente fácil? ¿O profunda? ¿O acaso terca, desencantada, hastiada, indiferente, cálida, astuta, mala, angelical, tímida, desvergonzada, rapaz? ¡Por fin iba a saberlo! Ya mostraba los muslos; un momento más solamente e iba a saberlo; por fin me enteraría, por fin vería yo algo…

La tetera.

Ludwik tomó la tetera, la puso sobre un anaquel y se dirigió hacia la puerta.

Apagó la luz.

Agucé la mirada, pero no vi nada; con ojos ciegos, clavados en la oscuridad de esa cueva, intentaba ver algo. ¿Qué estarían haciendo? ¿Qué hacían? ¿Y cómo lo hacían?

Ahora todo era posible allá. No había gesto o caricia imposible, la oscuridad era realmente indescifrable; se revolcaba, o no se revolcaba, o se avergonzaba, o amaba, o nada de nada, o cualquier otra cosa, actos de infamia, de horror, nunca sabré nada.

Empecé a bajar del árbol y al descender pensé largamente que si Lena fuera una niña de ojos muy azules podría ser igualmente un monstruo, solo que un monstruo infantil de ojos muy azules. Por lo tanto, ¿qué es lo que se nos permite saber?

Nunca sabré nada sobre ella.

Salté a tierra, me sacudí la ropa y me dirigí lentamente hacia la casa. En el cielo continuaban las carreras, rebaños enteros corrían enfurecidos; la blancura de sus iluminadas orillas, la negrura de sus núcleos, todo corría bajo la luna, que también corría, salía, se sumergía, oscurecía, se apagaba y volvía a salir del todo inmaculada; los cielos estaban preñados de dos movimientos contrarios, encarrerados, silenciosos. Y yo al caminar pensaba si no sería mejor mandar todo al diablo, arrojar ese lastre, decir «no juego», porque a fin de cuentas el labio de Katasia era un defecto puramente accidental, como lo demostraba la fotografía. ¿Qué sentido podía entonces tener todo aquello?

Y para colmo de males estaba la tetera…

¿Qué objeto tenía esa relación de bocas, de la boca de Lena y la boca de Katasia? No volvería a inmiscuirme en esa relación. Abandonaría todo.

Me hallaba cerca del porche. En la balaustrada estaba echado Dawidek, el gato de Lena.

Al verme se levantó y arqueó el lomo para que yo lo acariciara. Lo agarré por el cuello y empecé a ahorcarlo con todas las fuerzas de que era capaz; como un relámpago me pasó por la mente el sentido de lo que hacía, pero era ya demasiado tarde, ya no había remedio. Apreté las manos con todas mis fuerzas. Lo ahorqué, quedó muerto.

¿Pero qué hacer, qué otra cosa podía hacer? Me hallaba en el porche con un gato ahorcado. Había que hacer algo con ese gato, ponerle en algún sitio, ocultarlo. No tenía la menor idea sobre dónde sería posible esconderlo. ¿Sería mejor enterrarlo? ¡Pero quién sería capaz de ponerse a cavar a esas horas de la noche! Podía tirarlo a la carretera para que pensaran que un carro lo había atropellado. ¿O tal vez sería mejor echarlo entre la maleza, allí donde estaba el gorrión? Pensaba intensamente, el gato era un peso para mí, no podía decidirme, había un gran silencio; en ese momento vi una cuerda bastante resistente con la que estaba atado un arbusto —uno de aquellos arbustos blanqueados por la cal— al palo que le servía de apoyo; desaté la cuerda, hice un nudo corredizo y miré a mi derredor para asegurarme de que nadie me veía (la casa dormía, nadie hubiera creído que no hacía mucho había existido tal estruendo); recordé que en el muro había un gancho que servía no sé para qué, quizá para colgar ropa; llevé al gato a ese sitio y no muy lejos, a unos veinte metros del porche, lo colgué del gancho. Estaba colgado como el gorrión, como el palito. Formaba con ellos un trío. ¿Qué más? Estaba muerto de cansancio, pero temía volver a la habitación, pues Fuks podía estar despierto todavía y seguramente me haría algunas preguntas… Pero en cuanto abrí la puerta, sin hacer ruido, vi que dormía profundamente. Yo también caí dormido.

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