Cosmos

Cosmos


Sexto

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SEXTO

Fue sepultado junto a la cerca de madera, a un lado de la carretera. Ludwik lo enterró al regresar de la oficina, después de enterarse de todo lo sucedido. La historia le molestó.

Murmuró que se trataba de un acto de salvajismo, abrazó a Lena y enterró al gato en una zanja. Yo vagaba de un lado a otro… Por supuesto ni siquiera pensaba en estudiar; salí a la carretera, regresé, anduve por el jardín. De lejos, cautelosamente para que nadie me descubriera, observé el abeto y el tronco golpeado por doña Mariquita, así como la puerta de la habitación de Katasia y la esquina de la casa, sitio en que estaba cuando escuché los golpes que llegaban del piso superior… En esas cosas y lugares se ocultaba el camino, en la combinación de esas cosas y lugares se ocultaba el camino que me había conducido al crimen, si hubiera podido interpretar correctamente aquel conjunto de cosas y lugares me habría enterado quizá de los verdaderos motivos de mi crimen.

Valiéndome de cualquier pretexto fui a la cocina para mirar una vez más los labios de Katasia. Pero desgraciadamente todo era demasiado, el laberinto crecía, un sinfín de objetos, de lugares, de acontecimientos. ¿Acaso no es cierto que cada vibración de nuestras vidas se compone de billones de pequeños destellos? ¿Qué hacer? ¿Así que no sabía qué hacer? Carecía totalmente de cualquier ocupación. Me hallaba desocupado.

Fui también al desierto cuarto de huéspedes donde por primera vez había visto a Lena y su pierna sobre el metal de la cama; al regresar me detuve en el corredor para recordar los rechinamientos del suelo que había oído la primera noche, cuando salí a buscar a Fuks. Identifiqué la flecha en el techo, observé el cenicero y busqué con la mirada el pedazo de corcho en el cuello de la botella; mas, no obstante, yo escudriñaba aquellas cosas irreflexivamente, las observaba y nada más, me sentía a disgusto entre esos detalles, como se siente el convaleciente después de una enfermedad grave, para quien el mundo se reduce a la observación de un pequeño escarabajo o de una mancha de sol en el piso… al mismo tiempo me comportaba como alguien que después de mucho tiempo tratara de recrear su propia historia, oscura e incomprensible (sonreía al acordarme de León y sus minutos, segundos, etcétera)… ¿Qué buscaba yo?, ¿qué cosa?

¿Un tono básico? ¿Una melodía conductora, un eje enrededor del cual pudiera yo reconstruir y ordenar las cosas que había vivido en ese sitio? Pero la distracción —no solo la mía, interior, sino también la que me llegaba de afuera, de la multiplicidad y la abundancia de la trama— me impedía concentrarme en cualquier cosa; un detalle me apartaba de otro, todo era igualmente nimio e importante, me acercaba a las cosas y me alejaba de ellas… El gato. ¿Por qué había yo ahorcado al gato de Lena? Observando unos terrones del jardín, unos de los que Fuks y yo habíamos analizado durante nuestra búsqueda a lo largo de la línea que nos señalaba la flecha (cuando yo marcaba la dirección con un rastrillo), pensé que sería mucho más fácil responder a esta pregunta si mis sentimientos hacia ella fueran para mí menos enigmáticos. ¿De qué se trataba en todo esto? Amor; no, no era amor. ¿Pasión?, sí, pero… ¿qué clase de pasión? Por principio de cuentas no lograba saber quién era ella, o cómo era, complicada, oscura, ilegible (pensaba escudriñando los continentes, archipiélagos y nebulosas del cielo raso), era inaprensible, fatigosa, me la podía imaginar así y asá, en cien mil situaciones, podía quitarle algo de un lado y añadírselo a otro, perderla y volverla a encontrar, retorcerla de todas formas, pero (seguía mis reflexiones, observando cuidadosamente el terreno que había entre la casa y la cocina, observando los blancos arbustos atados a las varas que los sostenían con fuertes cuerdas), no cabía duda de que su vacío me arrojaba a un torbellino que me engullía, ella, nadie más que ella, ¿pero qué deseaba de ella…?

Me hacía esta pregunta mientras mi mirada se extraviaba en el canalón, deforme y casi inservible. ¿Acariciarla? ¿Torturarla? ¿Humillarla? ¿Adorarla? ¿Qué deseaba de ella?, ¿porquerías o deleites celestiales? ¿Qué me parecía más importante: revolearme con ella o pasarle fraternalmente un brazo por encima de sus hombros y atraerla hacia mí? ¿Lo sabía yo acaso? Tal vez, quizá, ahí estaba el nudo del dilema; no sabía… Habría podido tomarla bajo el mentón y contemplarla en los ojos, tal vez, quizá… También habría podido lanzarle un escupitajo en la boca. Ella pesaba sobre mi conciencia, aparecía como una sonámbula arrastrando su desesperación como si fuera una larga cabellera…

Entonces el gato se convertía en algo todavía más terrible…

Vagando así llegué hasta el gorrión, no obstante la furia que me producía la idea de que el gorrión asumiera una importancia cada vez mayor, y que a pesar de no poder combinarlo con nada se imponía siempre, constantemente, inmóvil en su marginalidad.

A pesar de todo (meditaba caminando lentamente por aquel camino ardiente y penetrando en medio de la maleza reseca) no se podía negar que existieran ciertas conexiones, por ejemplo, el hecho de que el gato y el gorrión fueran animales relacionados entre sí; a los gatos les gusta comer gorriones, ja, ja, ja, cómo es viscosa la telaraña de las combinaciones. ¿Por qué en ella acaba uno siempre por estar a merced de las propias combinaciones personales?

Aquel era un problema secundario. Tenía en cambio la impresión de que algo estuviera ascendiendo al primer plano, algo que se hacía cada vez más significativo, insistente… algo que se deducía del hecho de no solo haber estrangulado al gato, sino también de haberlo colgado. De acuerdo, lo había colgado, no sabía qué hacer con su cadáver, el hecho de colgarlo se produjo de manera absolutamente mecánica, después de nuestro descubrimiento del gorrión y del palito… lo había colgado por rabia, es más, enfurecido por haberme dejado arrastrar por una aventura tan estúpida, por venganza acaso, para burlarme y reírme y desviar las sospechas hacia ese lado, de acuerdo, cómo no, de acuerdo, de cualquier modo lo había colgado y aquel acto (por más que fuera personal y proviniera de mí) se había unido a la horca gorrionesca-palitesca; tres ahorcados no son ya dos, eso es un hecho. Un hecho puro. Tres colgados. He ahí por qué la acción de colgar comenzaba a ascender en medio de aquel bochorno —no había una sola nube en el cielo—, y por ello no era tan absurdo ir al sitio del gorrión en medio de la maleza y ver cómo colgaba; la cosa me parecía natural mientras vagaba en espera de un hecho que finalmente se impusiera sobre todos y se convirtiera en el predominante. ¿Ver cómo pendía…? Me detuve exactamente frente a la maleza, con un pie en el aire, en medio de la hierba, tal vez lo mejor sería abandonarlo todo, dejarlo por la paz, al ir yo ahí hacía que aumentara la intensidad de los ahorcamientos, era necesario comportarse con prudencia… tal vez, bueno, seguramente si no hubiéramos nunca ido al sitio donde pendía el gorrión no hubiera ocurrido nada… ¡Era necesario ir lentamente! Permanecía inmóvil, sabiendo bien que todas esas dudas lo único que lograban era aumentar la importancia de mi marcha hacia delante, al interior de la maleza… Lo que de hecho ocurrió. Entré. Sombra, una frescura grata. Una mariposa revoloteando. Heme ahí. Una cúpula de follaje y en el interior oscuridad; allí, bajo el alambre, colgado, allí estaba.

Concentrado siempre en lo mismo, concentrado, como entonces, cuando lo habíamos visto Fuks y yo, concentrado en colgar y listo, colgado. Observaba aquel trocito de madera seca, cada vez menos parecido a un gorrión, divertido, sería posible reírse, no, lo mejor era dejar todo por la paz, pero ¿entonces qué hacer?, me hallaba perplejo, pues el hecho de que me encontrara allí significaba que había ido no solo a mirar, necesitaba un gesto adecuado, saludar con la mano, decir algo… No, mejor no, era necesario no exagerar. ¡Cómo se extendían sobre la tierra negra las manchas de la luz del sol! Un gusano. Un tronco, el abeto redondo. Era evidente que si había ido hasta aquel lugar era para llevar hasta ahí, al gorrión, el ahorcamiento del gato. No se trataba de algo sin importancia, sino de una acción que había realizado consciente y voluntariamente, amén. Amén. Amén. Los bordes de las hojas se encrespan debido al calor. ¿Qué podría contener aquella lata abandonada? ¿Quién la habrá tirado? Hormigas, no había reparado en ellas. Basta. Vámonos. Hiciste bien en asociar el colgamiento del gorrión con el del gato (¡ahora la cosa es distinta!). ¿Por qué distinta? No preguntes. ¡Vámonos! ¿Qué hace aquí ese trapo? Abría ya la reja del jardincillo y el sol me asaba bajo aquel cielo derretido. La cena. León, como siempre, bromeabivaba, pedía a Bolitóliba una sopóliba calientóliba con patatólibas. Pero la tensión producida por el gato y una atmósfera poco natural lo contaminaban todo. Aunque cada uno hacía todo lo posible por comportarse con desenvoltura, era precisamente aquella aparente naturalidad lo que resultaba teatral.

No es que sospecharan entre sí, de ninguna manera, sino que se encontraban sumergidos en la red de indicios, metidos en indagaciones, les oprimía la incertidumbre, creando una atmósfera de certidumbre… No, no, nadie sospechaba de nadie, ninguno, sin embargo, estaba en capacidad de afirmar que los otros no sospecharan de él, por consiguiente se trataban cortésmente, con afabilidad… un poco intimidados de que a pesar de todo no eran ellos mismos, como hubiesen querido, y aquella actitud aparentemente facilísima se les había convertido en difícil y forzada. De hecho su comportamiento sufría una deformación, comenzaron a referirse, lo quisieran o no, al gato y a las extrañas revelaciones asociadas con el gato. Bolita, por ejemplo, comenzó a reprocharle a León y a Lena que no le hubiesen recordado algo, y aquello en cierta forma se refería al gato, como si se comportara de esa manera debido al gato… También el vocabuláribus de León sufría una deformación ligeramente patológica, escurridiza en ruta hacia esa dirección… Yo sabía de qué se trataba, seguían mi rastro, la mirada se volvía forzada, evitaban los encuentros directos con las otras caras, la mirada se refugiaba en los rincones, se aventuraba en las profundidades, buscaba, verificaba algo en el armario, detrás del armario… y así aquel cuadro perfectamente conocido, el retrato de familia se transformaba en un bosque o alcanzaba las inmensas distancias de los archipiélagos y de los continentes sobre el cielo raso. Y si así fuera… si por acaso… Pero por ahora se trataba de manías inocentes, de un amaneramiento inofensivo, estaban aún lejos de aquel estado en el cual, como producidos por la fiebre, se hacen cálculos absurdos, se establece la confrontación entre los cuadros del suelo y los del mantel escocés, porque si por acaso, si debieran… Naturalmente, no evitaban el tema del gato, es más, lo discutían; hablaban del gato porque no hablar de él hubiera sido peor que hacerlo, y así por el estilo, etcétera, etcétera.

La mano de Lena. Apoyada en el mantel, como siempre, junto al plato e inmediatamente al lado del tenedor, iluminada por la luz de la lámpara… la veía de la misma manera como había visto poco antes el gorrión, yacía sobre la mesa así como aquel pendía de una rama… ella aquí, el otro allá…, buscaba, con gran esfuerzo, como si de ello dependiera tal vez, trataba de entender que mientras ella estaba aquí y el gorrión allá… así como el palito y el gato… estaba allí en su marrullería, en medio de la noche, del otro lado de la carretera, entre la maleza, mientras ella, la mano, en cambio, estaba aquí, sobre el mantel, bajo la luz… es posible que lo hiciera yo a título de experimento o también por curiosidad, pero en verdad trabajaba con todas mis fuerzas, arduamente, ningún resultado, sin embargo, él allá, ella aquí y todos mis esfuerzos, toda mi tensión no podía superar esa mísera cosa que no, no quería unirse… y la mano yacía tranquilamente sobre el mantel. No servía para nada. Para nada. Ja, ja, la mano toma el tenedor, lo toma, no lo toma, acerca los dedos, cubre el tenedor con los dedos… Mi mano al lado de mi tenedor se acerca, lo toma… no lo toma… más bien lo cubre con los dedos. Vivía silenciosamente el éxtasis de aquella espera, a pesar de su falsedad, de su unilateralidad, de que hubiese sido yo quien la había preparado por completo… Al lado, muy cerca, estaba la cuchara, a medio centímetro de mi mano, y exactamente del mismo modo, a medio centímetro de su mano estaba su cuchara… ¿Debía yo apoyar la mano sobre la cuchara? Habría podido hacerlo sin atraer la atención de nadie, la distancia era verdaderamente mínima. Lo hago… mi mano ha descendido ya y toca la cuchara… veo que también ella ha bajado la mano y toca su cuchara.

En un espacio de tiempo que resuena como el eco de un gong, colmado hasta los bordes, cascada, remolino, nubes, la vía láctea, polvo, sonidos, hechos, esto y aquello, etcétera, etcétera… Un detalle como ese en los límites mismos de la casualidad, no sabía yo nada, podía ser que sí y podía ser que no, su mano había bajado, intencionalmente o semiintencionalmente, o tal vez estúpidamente, fifty-fifty. Bolita toma el cubierto, Fuks se quita uno de los puños de la camisa.

Pocos días después emprendimos, muy temprano, una excursión por las montañas.

Había sido una idea de León largamente acariciada, repetida con monotonía, prometía ofrecernos algo verdaderamente nuevo, en la montaña saborearían una dulzura extraña, os fabricaré una dulzuritina. No quiero oír hablar de Turnie, ni de la Koscieliska, no me salgan con el Morskie Oko. Todo eso, con el debido respeto, no es sino un conjunto de antiguallas, paisajes de tarjeta postal, ja, ja, montañas prefabricadas, completamente arruinadas por un turismo de medio pelo, estiércol, yo voy a extraer para vosotros del panorama montañoso un paisaje sin igual, una secuencia de paisajes first class, os lo aseguro, prima, que el alma zzzzzz durante toda la vida, un sueño, un milagrisingo jamás vistisingo, una visión en su milagro-sinsínales unícales. ¿Preguntaréis cómo…? Es fácil responder; por un verdadero azar me aventuré, ¿cuánto hace de eso…? Veintisiete… en julio, me acuerdo como si fuera el día de hoy, me perdí en el valle de Koscieliska y voy y veo, ¡qué panorama!; un valle en las alturas, de unos cuatro kilómetros de extensión, se llega en calesa, hay también un refugio aunque abandonado, lo ha comprado un Banco, cómo no, estoy bien informado, van a iniciar trabajos de restauración, digo, un ensueño… Una fantasmagoría unida a guirnaldas naturales, lo fenomenatural unido a las hierbecituras, el arbolitura, los florecituras y demás poemas breves que nuestras montañas tanto en las cumbres como en el abismo, verdeoscuros, donde se yerguen soberbios, únicos, ja, ja, Dios mío, cosas de locura, jamás antes vistas, ¡felicidades, tuttifruti, comed y bebed! Podríamos ir por uno o dos días, alquilar una calesa, llevar de dormir y comer, palabra de honor honorosíturo, toda la vida podría pasarla allá, quien ha agasajado alguna vez los ojos en aquellos panoramas, ja, ja. Hasta ahora vivo con aquel recuerdo y me prometí que antes de morir iría por lo menos una vez, Dios mío, los años vuelan, mantengo mi promesa…

Pero fue solo después de lo ocurrido con el gato cuando la perspectiva de aquel cambio, divagación, aire nuevo, se volvió más atractivo, ya que en la casa la atmósfera era poco agradable… Bolita, después de muchos: «¡Vaya, León, las cosas que se te ocurren!» y «¡Cállate, León, es mejor que te calles!», empezó a considerar la idea con mayor atención, especialmente después de que León observó que así podían agasajar a dos amigas de Lena que habían llegado en esos días a Zakopane. Ante la insistencia de León, Bolita reaccionó y comenzó a trabajar en la cocina y a hacer los preparativos, con el fin de que aquel acontecimiento resultara lo más lucido que fuera posible.

Mientras el sistema palito-gorrión-gato-boca-mano, etcétera, etcétera (con todas sus ramificaciones, brazos, tentáculos) permanecía en vigor, una corriente de aire nuevo, más sano, entró en escena, y todos estuvieron inmediatamente de acuerdo. Bolita, de repentino buen humor, nos auguraba a mí y a Fuks que aquella excursión sería muy «dulce» ya que las dos amigas de Lena estaban recién casadas; así, pues, participarían tres parejas en «luna de miel», sería agradable, mucho más agradable que las habituales excursiones por lugares «estropeados» y «banalizados» por los turistas. Evidentemente si aquello ocurría era también en relación con el gato… el gato constituía el spiritus movens… en los últimos días habíamos estado dominados por la pasividad y nada tenía intenciones de acontecer, las cenas se sucedían una tras otra como la luna noche tras noche, inalterablemente, mientras las constelaciones, las figuras, los conjuntos sufrían cierto proceso de deterioramiento, palidecían… comenzaba a temer que las cosas siguieran así para siempre, como una enfermedad crónica… Era mejor que algo ocurriera, aunque fuera tan solo una excursión. A la vez me asombraba el fervor de León, quien continuaba sumido en recuerdos de aquel día de hacía veintisiete años cuando perdió el camino y descubrió aquel panorama tan maravilloso (asesinadme, disparad, torturadme, no logro recordarlo, tenía, señoritingos míos una camisola color crema, la misma de esa foto, pero ¿qué pantalones…? ¡Uff! Virgen Santísima, ¿lo sabes tú? Porque yo no, olvidarolo, perdirolo, hay algo en alguna parte que me dice no sé qué, los pies, dónde, en qué, Virgensaza, algo viene a mí, no, se retira, Jesusazo, Mariaza, mi pobre cerebro, pienso, pienso, y vuelvo a pensar…). Me sorprendía y me parecía cada vez más significativa la coincidencia que tanto él como yo buceáramos, cada quien en lo suyo, de modo personal, él en el pasado, yo en los enigmas del presente.

Sin olvidar que aumentaban nuevamente mis sospechas de que fuera él quien estuviera tras el asunto del gorrión y el palito… ¡Cuántas veces me había dicho que era absurdo!

Sin embargo, había en él algo, su rostro calvo y acantarado con el pince-nez se crispaba en una mueca dolorosa, pero también ávida y la suya, sin duda alguna, era una avidez astuta… Se levantó de su sitio a la mesa y volvió con una vara larga.

—Muy bien, se ha conservado hasta el día de hoy. La traje de allá, de aquel paseo maravillosísisisisimo, solo que, maldición, no recuerdo dónde la recogí… ¿en la pradera…? ¿Por el camino? —y ahí estaba, en pie, con la vara en la mano, calvo como rodilla, y yo pensaba confusamente: «vara, vara… palito…».

En fin, nada.

Pasaron así dos o tres días. Cuando por fin a las siete de la mañana nos instalamos en las calesas, podía aún parecer que realmente deseábamos terminar con todo aquello: frente a nosotros la casa parecía ya abandonada, marcada con las huellas de la soledad que pronto llegaría, al cuidado de Katasia, a quien se le dieron numerosas instrucciones referentes a diversas medidas de seguridad que debía adoptar, vigilarlo todo, no dejar abiertas las puertas, en caso necesario correr y pedir auxilio a los vecinos, se trataba de disposiciones concernientes a algo que ya entonces quedaba a nuestras espaldas. Y así fue. Los coches se movieron ante un alba plena de indiferencia por sobre el camino polvoso, la casa desapareció, trotaron los dos caballos, la espalda de un montañés sentado frente a nosotros, la calesa se sacudía y chirriaba, en los asientos Ludwik, Lena y yo (León, su esposa y Fuks iban en el otro carruaje) los ojos todavía somnolientos… una vez desaparecida la casa quedó solo el movimiento, los saltos sobre los baches del camino, los ruidos somnolientos del viaje y el desplazamiento de las cosas… Sin embargo, la verdadera excursión no había comenzado aún, debíamos detenernos antes en una pensión para recoger a una de las parejas de recién casados. Fuerte sacudida. Nos presentamos en la pensión, la joven pareja se embarca con numerosos paquetes y paquetitos, grandes risas, un gran beso, aún somnoliento, a Lena, conversamos, pero en un nivel insignificante, todo era exiguo…

Desembocamos en la carretera principal y nos internamos en el panorama que se abría frente a nosotros; rodamos. Lento trotar de los caballos. Un árbol. Se acerca, pasa, desaparece. Una parcela, una casa. Un campito miserablemente cultivado, praderas, colinas ondulantes, un automóvil. El rótulo colgado de un hotel campestre. Un automóvil nos pasa a gran velocidad. El viaje estaba colmado de traqueteo, chirridos, movimiento, trote, el trasero de los caballos, las colas, la presencia del montañés con la fusta… y sobre todo ello un cielo de madrugada, pero ya irritante, un sol que hacía escocer la nuca. Lena saltaba y oscilaba al ritmo de la calesa, pero aquello carecía de importancia, nada a fin de cuentas tenía importancia en aquel lento desaparecer que es un viaje en calesa, yo estaba absorbido por algo más, un algo incorpóreo, formado por la relación entre la velocidad con la que desaparecían los objetos más próximos y la más lenta de los objetos más distantes, así como por la inmóvil presencia de aquellos situados a gran distancia… eso dominaba mi atención. Pensaba que cuando se viaja las cosas carecen de importancia, aun el paisaje no tiene importancia, lo único que cuenta es ese aparecer y desaparecer. Un árbol, un campo, otro árbol. Todo pasa.

Me sentía como ausente, extremadamente distraído. Por otra parte casi siempre (pensaba) uno está ausente, o mejor dicho no del todo presente, debido a nuestras relaciones fragmentarias, caóticas, huidizas, pérfidas y malvadas con lo que nos rodea; quien participa en un juego de sociedad, en un paseo por ejemplo (¡vaya descubrimiento!), no está presente ni siquiera en un diez por ciento. En nuestro caso, además, el flujo poderoso de cosas y cosas, de panoramas y panoramas, tanto espacio después de haber permanecido hasta hacía poco tiempo, hasta apenas ayer, en un ambiente de terrones, de polvo, de grietas, etcétera, de copas, de vasos, de botellas, de hilos, de corchos, etcétera, etcétera, y de figuras que nacían de golpe, etcétera, etcétera, todo esto era un enorme disolvente, como un río, un lago, un diluvio, aguas infinitas. Yo desaparecía y conmigo también desaparecía Lena. Traqueteo. Trotar. Conversación somnolienta con la nueva pareja. Nada especial, sencillamente me alejaba con Lena de la casa en que permanecía Katasia, quien cada instante se alejaba más, dentro de un instante estaríamos aún más lejos, mientras que allá quedaba la casa, la puerta del jardín, los árboles encalados y atados a una estaca, allá quedaba la casa, mientras nosotros rodábamos cada vez más lejos.

Lentamente, sin embargo, fue animándose nuestro vehículo, la nueva pareja: él, Lulo; ella, Lula, se volvió más viva, y después de los preliminares, (—Lulo, ¡qué horror!, espero no haber olvidado el termo. O bien: —Lula, por favor, quita de ahí ese saco, me está estorbando), comenzaron a lululear a todo pulmón.

Lula era más joven que Lena, robusta y sonrosada con mejillitas y deditos planos, tenía una bolsita, una sombrillita, un pañuelito, un lápiz labial, una polvera; alborotaba en medio de todo esto y charlaba, ¡ji, ji, ji!, así que esta es la carretera para el valle de Koscieliska, cómo se sacude, me gusta, hacía tiempo que no me sacudía, y tú, Lulo, desde hace cuánto tiempo no te sacudías así, qué bella fachada, mira, Lena, ahí haría yo un salón, y donde está el gran ventanal haría el estudio de Lulo, pero quitaría esos enanitos, ¿a ti, Lena, te gustan los enanos? ¿Te acordaste de ponerle rollo a la cámara?

¿Y los binoculares? ¡Ay, Lulo, esta tabla me lastima las nalgas!, ¡ay, ay! ¿Qué haces?

¿Qué montaña es esa…? Lulo era exactamente igual a Lula, tal vez más sólido, con piernas robustas, pero gordinflón y blandengue, con las caderas redondeadas, una naricita respingada, sombrerito tirolés en la cabeza, cámara fotográfica, ojillos azules, una pequeña maleta, manitas regordetas, pantalones de golf. En plena ebriedad de ser una pareja de Lulos —Lulo él, Lula ella—, lululeaban a más no poder y cada uno incitaba al otro en el lululeo. Cuando Lula después de ver una hermosa casa de campo, declaró que su mamá estaba acostumbrada al lujo, Lulo hizo saber que su mamá visitaba todos los años las estaciones termales del extranjero y añadió que poseía una colección de pantallas chinas, entonces Lula observó inmediatamente que su mamá poseía siete elefantes de marfil.

Era imposible no sonreír ante aquella charla y la sonrisa aumentaba su embriaguez, comenzaban una vez más desde el principio, su conversación se unía con la ilusoria desaparición de las cosas a medida que corrían los caballos, al acto de alejamiento, el que descomponía el paisaje en círculos concéntricos que giraban con mayor o menor velocidad. Ludwik sacó su reloj.

—Las nueve y media.

Sol. Calor. Pero el aire era fresco.

—Detengámonos para comer algo.

¡Así que en verdad me alejaba con Lena! —cosa importante, extraña, considerable, cómo pude no haber advertido sino hasta entonces esa importancia—, de hecho todo había quedado allá en la casa o frente a la casa, tantas, tantas cosas, del lecho al árbol, y hasta en la manera de apoyar la mano sobre la cuchara… y henos aquí, sin domicilio… por otra parte… la casa se alejaba con sus constelaciones y sus figuras, con toda aquella historia, y ahora está «allá» y «allá» quedó también el gorrión, «allá», entre las matas, en medio de las manchas de sol jugueteando sobre la tierra negra, todo eso también «allá»… Se trataba, pues, de algo importante, solo que mi pensamiento concerniente a tal importancia se alejaba también incesantemente, y al alejarse se debilitaba… bajo el influjo de nuevos paisajes. (Al mismo tiempo, sin embargo, un hecho digno de mencionarse: el gorrión se alejaba, pero su existencia no se debilitaba, se convertía sencillamente en una existencia que se alejaba, eso era todo).

—Aquí están los emparedados, ¿dónde pusiste el termo?, pásame el papel, Lulo, déjame en paz, ¿dónde dejaste los vasitos que nos dio mamá?, ¡ten cuidado!, ¡tonto, tonto!, ¡ja, ja, ja!

Aquel allá no era ya actual; sí, pero precisamente por no ser actual seguía siendo actual.

El pequeño rostro de Lena era mínimo, exiguo, pero también el de Ludwik era como si no estuviera vivo, anulado por el espacio que se extendía hasta el obstáculo constituido por una cadena de montañas, la que, a su vez, terminaba en la distancia final, en una montaña de nombre desconocido. Ignoraba la mayor parte de los nombres, la mitad por lo menos de las cosas que veía eran para mí anónimas, las montañas, los árboles, la hierba, los vegetales, los utensilios, las aldeas.

Nos encontrábamos ya en las alturas.

¿Y Katasia? ¿Estaría en la cocina? Con el labio… con aquello escurridizo en la boca de Lena, alejada de cualquier insinuación, estaba como separada de… No, no era verdad, era sencillamente una boca que salía de excursión en una calesa, comí un pedazo de pavo, Bolita nos había preparado una opípara cesta.

En nuestra calesa comenzaba lentamente a organizarse una nueva vida, como sobre un nuevo planeta lejano, y hasta Lena y Ludwik sucumbieron al lululear de los Lulos.

—¿Qué estás tramando, Ludwik? —gritó Lena.

—¡Ya lo sabrás, pequeña! —respondió él.

Yo los observaba discretamente… era increíble. ¿Así que también podían ser así? ¿Eran, pues, así?

¡Qué viaje extraño! Inesperadamente comenzamos el descenso, las distancias comenzaron a estrecharse, las ondulaciones de la tierra se redujeron a ambos lados.

Lena lo amenazaba con el dedito, le cerraba los ojos… una alegría inesperada, superficial, pero de cualquier modo no eran capaces de… extraño… en realidad aquel alejamiento tenía también sus propios derechos y yo mismo llegué a decir algo gracioso, pues, ¡vaya!, ¿estábamos o no de viaje?

Las montañas que desde hacía tiempo nos aproximaban, cayeron improvisadamente sobre nosotros por todas partes, comenzamos a penetrar por la garganta de un valle, ahí, por lo menos la bendita sombra llegaba de los acantilados, coronados en lo alto por un verde absoluto… silencio, a saber de dónde procedía aquel silencio, quizá de todas partes, y la frescura que fluía como un arroyo, ¡una delicia! Una vuelta, los acantilados y las cumbres se encresparon, precipicios terribles, caminos poco transitables, cumbres de un sereno verdor, tajos verticales, sobre los cuales, quién sabe cómo, había trepado la maleza, después, encima, a mayor altura, grandes masas, rocas ascendentes en aquel silencio que se extendía por todas partes, universal, inconcebible, inmóvil, ensordecedor y tan potente que el estruendo de nuestro carromato y su minúsculo rodar parecían transcurrir en otro mundo. El panorama permaneció inmutable durante largo rato, después apareció algo nuevo, a veces importante, a veces épico, antros profundos, endurecimientos, capas de roca, peñascos suspendidos, en medio del aire, después, con ritmo ascendente o descendente, aparecían escenas idílicas, tiernas, cristalinas, formadas por matorrales, árboles, grietas, destrucciones y fracturas. Las cosas más diversas —cosas todas diversas—, extrañas distancias, curvas impresionantes, un espacio prisionero o tenso, que oprimía o aflojaba, que se agazapaba, atacaba o cedía, que golpeaba arriba y abajo. Un enorme movimiento inerte.

—¡Cáspita, Lula!

—Lulo, tengo miedo, me asusta la oscuridad.

Acumulación, torbellino, caos… demasiado, demasiado, demasiado, la presión, el movimiento, el estruendo general, gigantescos mastodontes que todo lo cubrían y que en un batir de ojos se descomponían en un millar de detalles, de conjuntos, de masas, de quién sabe qué, en un caos que pugnaba por reunirse de nuevo, por englobar todos aquellos detalles en una forma suprema. Igual que aquella otra vez en medio de las matas, que frente al muro, en relación con el cielo raso, como ante aquel montón de basura donde estaba la vara, como en el cuarto de Katasia, igual que en relación a las paredes, armarios, mesas, cortinas, también allí nacían formas —únicamente que allá eran pequeñeces, y aquí se trataba de un verdadero apoteosis de la materia—. Me había vuelto tan hábil para interpretar la naturaleza que a mi pesar indagaba, buscaba, escudriñaba, como si realmente hubiera algo que interpretar, me lanzaba a buscar combinaciones siempre nuevas que nuestra diminuta calesa extraía del seno de las montañas, despertadas por nuestro bullicio. Pero de todo aquello no resultaba nada.

Nada y nada. Apareció un pájaro en los cielos… altísimo e inmóvil… ¿Habrá sido un buitre, un halcón o un águila? No, un gorrión seguro que no era, pero por el solo hecho de no ser un gorrión se convertía en un no-gorrión y por ser un no-gorrión era también un poco un gorrión…

¡Dios mío! ¡Qué alegría ver de pronto aquel pájaro solitario planeando por encima de todo! ¡Poderoso, dominador! ¿Realmente? Estaba tan fatigado por el desorden, allá, en la casa, por esa mezcla, ese caos de bocas, de colgamientos, el gato, la tetera, Ludwik, el palito, el canalón, León, golpear, tocar, la mano, clavar, Lena, la vara, los ojos pisciformes de Fuks, y así, por ese camino, etcétera, etcétera, como en la niebla, como en un cuerno de la abundancia, caos… Aquí en cambio en medio del azul del cielo y un pájaro que reina —¡Hosanna!—. ¿Cómo había hecho aquel punto tan lejano para dominar, como el disparo de un cañón, mientras el abismo y la confusión se extendían a sus pies? Junto a mí, Lena. Tenía la mirada fija en el pájaro.

Este, sin embargo, se inclinó sobre un ala, dio la vuelta, desapareció, dejándonos de nuevo en medio de la furiosa confusión de las montañas, tras las cuales había otras montañas, cada una compuesta de los lugares más diversos, ricos en guijarros —¿cuántos guijarros?— y de golpe todo lo que está «atrás» presiona a las primeras filas del ejército atacante, en un silencio extraño que en cierto modo se explica por la inmovilidad del movimiento universal, ¡Lulo, por Dios, mira esa piedra! ¡Mira, Lula, parece una nariz! ¡Lulusio, mira aquel viejecito con la pipa en la boca! A la izquierda, más a la izquierda, parece que está dando una patada con la bota. ¿Una patada?, ¿a quién? ¿A quién patea? ¡Una chimenea! Otra vuelta, un balcón que avanza como una ola, ahora ya no, un triángulo… y aquel árbol que atrae de golpe la mirada, un árbol que apareció quién sabe cómo, en la altura… uno de tantos… atrae la mirada, pero súbitamente se disuelve en el aire, desaparece. Un sacerdote.

En sotana. Sentado en una piedra, al lado del camino. ¿Un sacerdote en sotana sentado en una piedra en medio de las montañas? Me acordé de la tetera, porque aquel sacerdote era el equivalente a la tetera de allá. También su sotana era un exceso.

Nos detuvimos.

—¿Quiere subir, padre?

Macizo, fuerte, joven, la nariz de pato, un rostro campesino, redondo, emergiendo del cuello eclesiástico… bajó la mirada.

—¡Alabado sea Dios! —dijo.

Pero no se movía. Los cabellos sudorosos, pegados a la frente. Ludwik preguntó adonde podíamos llevarlo, pero él parecía no oír, saltó sobre la calesa murmurando frases de agradecimiento. Trotar de caballos, traqueteo, nos ponemos nuevamente en marcha.

—Paseaba por las montañas… Me desvié del camino y cuando me di cuenta estaba perdido.

—¿Está cansado, padre?

—Sí… Vivo en Zakopane.

El borde de la sotana estaba sucio, tenía los zapatos maltratados, los ojos extrañamente enrojecidos… ¿Habría pasado la noche en las montañas? Explicaba parsimoniosamente que había decidido hacer un paseo, se había perdido… ¿Pero cómo… un paseo en sotana? ¿Cómo era posible perder el camino en una región cortada en dos por aquella garganta? ¿Cuándo había salido? Ah, sí, ayer por la tarde. ¿Un paseo emprendido por la tarde? Sin preguntar demasiado le ofrecemos nuestras provisiones, come tímidamente, después permanece sentado mientras la calesa lo sacude, el sol quemaba, la sombra había desaparecido, teníamos sed pero no se nos ocurría sacar las botellas, adelante, adelante. Las sombras de los picos y de las altas rocas caían perpendicularmente hacia abajo, abajo, a los lados, se oyó el ruido de una cascada. Continuamos avanzando. En aquel momento no me interesaba el hecho, por cierto muy interesante, de que desde hacía siglos un porcentaje de hombres se separa del resto por medio de la sotana, convirtiéndose en siervos al servicio de Dios… expertos en Dios, funcionarios celestes, empleados del espíritu. Aquí, sin embargo, entre las montañas, aquel huésped negro, inmerso en nuestro trotar no se compaginaba con el caos de las montañas porque era algo extra… estaba de más, hacía colmar… ¿casi como la tetera?

Aquello me desagradó. Me había animado cuando el águila, o el halcón, había planeado por encima de lo imaginable… y era por eso que (pensaba) al ser un pájaro se relacionaba con el gorrión… pero fundamentalmente, sobre todo, porque reunía en sí la idea del gorrión con el colgamiento y permitía unir en la idea del colgamiento al gato colgado con el gorrión colgado, sí, no cabía la menor duda (lo veía cada vez más nítidamente) imprimía a la idea del colgamiento el carácter dominante, un pájaro suspendido por encima de todo, imperial… y si hubiese logrado (pensaba) descifrar la idea, penetrar en el núcleo principal, comprender, o por lo menos imaginar, a qué conducía todo aquello, al menos en el sector del gorrión, del palito y del gato, entonces me sería mucho más fácil resolver el asunto de las bocas y todo lo que giraba en torno a ellas. No cabía duda (trataba de resolver la charada y sabía que se trataba de una charada bastante dolorosa) que el secreto de la relación entre las bocas era yo mismo, esa relación se realizaba en mí solo yo, y nadie más, la había creado… pero (¡atención!) al colgar al gato me había inmerso (¿no les parece? ¿Por lo menos hasta cierto punto?) en el otro grupo, el del gorrión y el palito; pertenecía yo, pues, a ambos grupos… ¿no resultaba tal vez de esto que la unión de Lena y Katasia con el gorrión y el palito podía ocurrir únicamente por mi mediación?… y aun así, ¿no era también cierto que al colgar al gato había tendido un puente que lo unía todo…? ¿Pero en qué sentido? Cierto, cierto, aunque no del todo claro; sin embargo, algo comenzaba a cristalizarse, nacía el embrión de un nuevo conjunto y he ahí un pájaro gigante que pende sobre mi cabeza… suspendido. Bien. Pero, ¡caramba!, ¿qué hacía entre nosotros aquel sacerdote, proveniente del exterior, inesperado, superfluo, absurdo?

¡Como allá, la otra vez, la tetera! Mi irritación en realidad, era tan violenta como en aquella ocasión… cuando me había arrojado sobre el gato… (Sí, no era capaz de excluir que en aquella ocasión me había lanzado sobre el gato debido a la tetera, por no soportar esa gota que hacía derramar el vaso… y era posible que al realizar aquel acto quisiera constreñir a la realidad a manifestarse, así como al lanzar un guijarro a los matorrales, queremos saber qué es lo que se mueve tras ellos). Sí, sí, el estrangulamiento del gato había sido mi respuesta furiosa a la provocación que constituía la absurda presencia de la tetera… Pero, entonces, ¡ten cuidado, señor cura! ¿Quién te asegura que no voy a lanzarme contra ti, que no te haga algo también a ti… también a ti…?

Él permanecía sentado, sin imaginar siquiera mi rabia; continuábamos avanzando, montañas, siempre montañas, trotar de los caballos, calor… Observé un pequeño detalle… se frotaba los dedos…

Abría y cerraba inconscientemente las manos y entrecruzaba los dedos gordos de las dos manos, sobre las rodillas, con una obstinación desagradable.

Conversábamos.

—¿Es esta la primera vez que vienen al valle de Koscieliska?

Lula respondió con tono de colegiala púdica:

—Sí, padre, estamos en viaje de bodas, nos casamos apenas hace un mes.

Lulo se apresuró a añadir, con expresión deliciosamente soñadora:

—Hace poco que somos una pareja.

El padre se aclaró la voz, embarazado. Lula con la misma actitud de colegiala, como si estuviera denunciando al director las travesuras de una compañera:

—También ellos, padre, también ellos —y señaló con su dedito a Lena y a Ludwik.

—Hace poco obtuvieron permiso para… —gritó Lulo.

—¡Ejemmm! —exclamó Ludwik con voz profunda de bajo. Sonrisa de Lena, silencio del sacerdote, ¡pero hay que ver lo que son esos Lulos!, han sabido hallar el tono más extrañamente adecuado para dirigirse al sacerdote… quien, mientras tanto, continúa jugueteando con sus gordos dedazos, un modo de actuar torpe, pobre, campesino, me parecía como si tuviera algún peso en la conciencia, ¿qué cosas habría hecho con aquellos dedazos? Y… y… ¡ja, ja, ja!… aquellos dedos que se mueven allá abajo… y mis dedos… y los de Lena… sobre el mantel. El tenedor. La cuchara.

—¡Lulo, compórtate, qué va a pensar de nosotros Su Señoría!

—¡Lula, si supieras el color que tienen tus mejillas!

De pronto… cambiamos de dirección. A través de un sendero poco practicable y poco visible comenzamos a circundar una montaña. Estábamos en una garganta que se cerraba cada vez más, pero dentro de ella, se abría otra, lateral, secundaria, y trotamos en medio de cimas y pendientes nuevas, a veces completamente al borde de la montaña… la cosa era lateral… árboles nuevos, hierba, rocas idénticas más completamente distintas, nuevas y continuamente marcadas por aquella perpendicularidad, a partir del momento en que nos desviamos de la carretera principal. Sí, sí, pensaba, debe de haber realizado algún pecadillo, algo tiene en la conciencia.

¿Qué cosa? Un pecado. ¿Qué pecado? El estrangulamiento del gato. Tonterías, ¿qué pecado podía haber en estrangular a un gato…?, pero aquel hombre en sotana salido del confesionario, de la iglesia, de la oración, surgió en la carretera, se subió en la calesa y de inmediato el pecado, la conciencia, el delito, la expiación, tiru-liru-lá, tiru-liru-lá, qué bello tiru-liru-lá… Se subió en la calesa. Y aquí está. El pecado.

El pecado, es decir que aquel colega, el colega sacerdote mueve sus dedazos mientras algo le pesa en la conciencia. ¡Igual que yo! Somos compañeros y hermanos, ¡cómo mueve y remueve sus grandes dedos!, los mueve sin darse tregua. ¿Habrán estrangulado algo esos dedos? Un paisaje del todo nuevo, invasión de rocas, de nuevo una cúpula estupendamente verde, un verde sereno, oscuro como la sombra, los pinos, una sombra celestialmente azul, Lena frente a mí y sus manos y toda esta trama de manos —mis manos, las manos de Lena, las manos de Ludwik— había tenido una revitalización debido a las manos del sacerdote con sus gordos dedazos, pero no me era posible dedicarle suficiente atención, por el viaje, las montañas, la perpendicularidad de esta garganta. ¡Dios mío, Dios misericordioso!, ¿por qué no es posible concentrar la atención en nada? El mundo es cien millones de veces demasiado opulento, ¿qué haré con mi distracción?, adelante, está bien, hombre, baila la danza de las montañas…

—Lula, déjame en paz.

—Lulo, retírate.

—No puedo, Lula, se me durmió la pierna.

Avanzamos, adelante, avanzamos, seguimos, adelante, está bien, algo resulta claro, aquel pájaro había aparecido demasiado arriba y está bien que el colega sacerdote masculle algo aquí abajo, avanzamos, avanzamos, movimiento monótono, nos llega un flujo enorme, nos sobrepasa, traqueteo, trote, calor, sudor; hemos llegado.

Eran las dos de la tarde. Un lugar amplio, una especie de pradera, una colina, pinos y abetos, muchas piedras en la pradera. Una casa. De madera, con un porche. Detrás de la casa, en la sombra, la calesa en la que viajan los Wojtys y Fuks con la otra pareja de recién casados. Aparecieron junto a la puerta, ruido de voces, saludos, cómo viajaron, cuánto hace que llegaron, un momento, esta bolsa, aquella, perfectamente, León, ocúpate de las botellas…

Pero parecían llegados de otro planeta. Y nosotros también. Nuestra presencia aquí era una presencia «de otro lugar»… y esta casa era simplemente otra casa… y no aquella, la que habíamos dejado «allá».

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