Cosmos

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Séptimo

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SÉPTIMO

Todo pasaba a la distancia, en la lejanía. No era la casa de allá la que se alejaba de nosotros, sino éramos nosotros los que nos alejábamos de ella… y además esta nueva casa, la de acá, inmersa en un silencio tan aterrorizador y solitario que nuestros gritos ni siquiera lo rompían, no tenía existencia propia; existía únicamente en razón de no ser la otra casa… Tan pronto como bajé, de un salto, de la calesa, me golpeó esa revelación.

—Nadie en el interior, ni un alma; la cabaña es enteramente nuestra, uno aquí lo puede pasar muy bien, ¿qué os había dicharichodo? Un paisajales casi digno de un rey de las montañas, lo veréis más tarde, primero hay que echarle algo a la boca, boca, boca, fuerza, fuerza, allons enfants de la patrie…!

—León, pásame las cucharitas que están en esa bolsa; Lena, las servilletas; sentaos, cada quien donde quiera; monseñor, usted aquí, se lo ruego —todos respondían a sus órdenes con rapidez, ya están sentados—. Faltan dos sillas. ¡Un almuerzo de Lúculo!

Usted, por favor aquí, señora… ¡Las servilletas!

Nos acomodamos en una gran mesa del salón. Varias puertas conducían a los otros cuartos y una escalera al piso superior. Las puertas estaban abiertas y permitían ver los cuartos desnudos, con solo catres y sillas en el interior, una gran cantidad de sillas. La mesa estaba servida; yo estaba comiendo; la atmósfera era alegrísima.

—¿Quién quiere más vino?

Se trataba, no obstante, de ese género de alegría que se crea en las fiestas, en que cada uno trata de estar alegre para no arruinar la diversión de los demás; y en realidad todos estaban un poco ausentes como en las estaciones cuando se está a la espera del tren… La ausencia se unía a la miseria de esta casa de paso, desnuda, carente de cortinas, de armarios, de sábanas, de cuadros en las paredes, de alfombras, provista solo de ventanas, lechos y sillas. Y en ese vacío no solo las palabras sino también las personas parecían más ruidosas, más contundentes. Bolita y León especialmente parecían hinchados y estrepitosos en desmesura, y los acompañaba el alboroto de los huéspedes ocupados en comer, las carcajadas enloquecidas de los Lulos y las porquerías que contaba Fuks, ya bastante borracho; bebía (me lo podía imaginar) para ahogar en alcohol a Drozdowski y las tribulaciones de su oficina, el sentimiento de exclusión, semejante al que yo sentía ante mis padres… él, un hombre desgraciado, un empleado irritante, alguien que lo obligaba a uno a cerrar los ojos o mirar a otra parte con tal de no verlo. Bolita se prodigaba en distribuir ensaladas y embutidos, era admirable, hospitalaria, cálida, «háganme el favor, debe probarlas, hay tanto que comer, sin cumplidos, hambre no vamos a pasar, eso se lo garantizo», etcétera, etcétera, preocupada de que todo saliera a la perfección, con elegancia, se trataba de una excursión original, un juego de sociedad, nadie podría quejarse de no haber comido hasta la saciedad y de no haber calmado la sed. Igual era León, se desdoblaba, se triplicaba, estaba en todas partes, vida, vida mía, ¡qué tiempos!, ¡adelante, adelante!

Pero ni sus exclamaciones, su desenfreno, el ruido del almuerzo, nada de aquello creaba suficientemente un presente y en cierto modo se reducía a una parcialidad raquítica, pálida e infeliz, que debilitaba… me parecía estarme viendo junto a los demás a través de un binóculo. Parecía hallarme en la luna. Esta excursión-fuga no había logrado su propósito, aquello «otro» existía más intensamente cuanto más tratábamos de evadirnos… vaya, como gustéis, basta, a pesar de todo algo estaba ocurriendo, comenzaba ya a distinguir ciertas cosillas, noté una extraña excitación que se había apoderado de los Lulos tan pronto como vieron a la pareja número tres, la que había hecho el viaje con los Wojtys.

Al esposo le llamaban Tolek, o bien, señor capitán, o nuestro capitancito. Tenía el aspecto inconfundible de un caballero, alto, fuerte, sonrosado y casi pueril, un bigotito rubio, ¡caballero hasta la médula! León canturreaba una canción sobre los fieros ulanos, pero calló de golpe pues la canción se refería a una joven fresca como una frambuesa.

La esposa, Jadeczka, Jadziucha, pertenecía a esa especie de mujeres que no desean ser admiradas, porque consideran que eso no les corresponde. Solo Dios sabe por qué. No era fea, aunque su cuerpo era ligeramente tedioso o, qué sé yo, monótono, a pesar de tener «todo en su sitio» como murmuró Fuks, dándome un codazo; sin embargo se le enchinaba a uno la piel ante el solo pensamiento de acariciarle la nuca, tan poco dotada estaba para esos menesteres. ¿Un egoísmo carnal? ¿Un egocentrismo físico? Se podía intuir que sus manos, sus piernas, su nariz, las orejas únicamente le servían, eran órganos y nada más, carecía totalmente de esa generosidad que da a la mujer la certidumbre de que su manita es un don excitante y fascinante. ¿Una severidad moral, acaso…? No, no, más bien una extraña soledad carnal… la cual hizo que Lula se retorciera a efectos de las carcajadas apenas reprimidas cuando le susurró a Lulo:

—Dichosa ella que cuando se huele, puede tolerarlo.

Muy bien, en eso consistía su aspecto repelente, era un poco repugnante como los olores del cuerpo que solo resultan tolerables a la persona que los emana. Es más, tanto Lula como Lulo no se hubieran ahogado y retorcido debido a sus carcajadas contenidas, ja, ja, ja, si el maridito capitán no hubiera sido todo un hombre, hecho a propósito para los besos con aquellos labios rojos bajo el bigote fino; todos se planteaban la misma pregunta, ¿por qué se habría casado con esa mujer…? La pregunta adquiría un carácter maligno cuando se enteraba uno (Lula me informó en un murmullo) que Jadeczka era hija de un rico comerciante, ji, ji, ji, pero, el escándalo no terminaba ahí, por el contrario, ahí apenas comenzaba, ya que ambos (y eso se podía ver a simple vista) no tenían la menor duda de la impresión que producían, anteponiendo a la malevolencia humana la pureza de sus intenciones y la justicia de sus derechos.

¿Es que acaso no tengo derecho? —parecía querer decir ella—. ¡Claro que lo tengo! Lo sé, lo sé, sé que él es hermoso y yo no… ¿pero es que acaso no tengo derecho al amor?

¡Sí que lo tengo! No me lo podéis negar. ¡Todos tenemos derecho al amor! ¡Y yo amo!

Amo, y mi amor es limpio y bello, miradlo bien; por eso tengo derecho a no avergonzarme… ¡Y, por supuesto, no me avergüenzo!

Sin participar en la diversión general, aislada, acariciaba aquel sentimiento como si fuera un tesoro, tácitamente intensa, con los ojos fijos en el marido o tal vez vagando placenteramente por entre la belleza verde de la pradera, aunque de vez en cuando se escapaba de su pecho una especie de suspiro suplicante. Y como consideraba que tenía derecho pronunciaba dulcemente el nombre de su marido, con una boca que no era sino un órgano. ¡Ja, ja, ja!

—Lula, ya no puedo más, voy a estallar…

León, con un muslo de pavo clavado en el tenedor y el pince-nez sobre la nariz, grita que los pavitos patatí y que los pavitos patatá, el sacerdote sentado en un rincón, Fuks busca algo, Bolita entra con las cerezas.

—Vamos, servíos, la fruta endulza la boca.

Nuestro estrépito no lograba aún vencer aquel silencio completo, aislado, desértico, remoto. Yo bebía vino tinto.

También Tolek, el capitán, bebía. Con la frente en alto. Pero todo lo que hacía lo hacía con la frente en alto, dando a entender de ese modo que nadie tenía derecho a poner en duda su amor, ¡qué diablos!, ¡como si no tuviera derecho a enamorarse de esa y no de otra mujer…!, ¡como si su amor no fuera tan bueno como el de los demás…! Y rodeaba a Jadziucha de atenciones cariñosas, ¿cómo te sientes?, ¿estás cansada…? Se esforzaba por estar a la altura del embeleso de ella, respondiendo a su amor con amor. No obstante, había en todo eso un elemento de martirio y…

—Lulo, por favor, ya no puedo más —los Lulos con el aire más inocente del mundo, observaban cada signo de afecto de la otra pareja como un par de tigres ávidos de sangre; si ya antes, en la calesa, el curita les había proporcionado la ocasión de una felicidad inesperada, imaginaos ahora con esta pareja de recién casados como ellos; ¡algo que parecía hecho ex profeso para que lululearan a su antojo!

Bolita llegó con el pastel, servíos, probadlo, veréis que es una delicia, os lo suplico, pero aquí estaba el gato, el gato, ja, ja, ja, el gato enterrado al pie de un árbol, primero colgado, ja, ja, todo este festín no era sino consecuencia del gato, se hacía para cancelar su recuerdo, de ahí el que todos se comportaran extrañamente, ella y también León.

Porque en medio de todo estaba el gato. Ahora comprendía, que la idea de la excursión había sido nefasta, no hubieran podido elegir nada peor, las distancias no lograban cancelar nada, sino al contrario, en cierto sentido cristalizaban y consolidaban las cosas, como si hubiéramos vivido durante años enteros con el gorrión, el gato y después de esos años hubiéramos venido aquí, ja, ja, ja, comía mi porción de pastel. Lo único que era posible hacer era volver a cargar todo en las calesas y regresar, eso era lo que debiéramos hacer… En cambio permanecíamos ahí, pero en relación con las cosas de allá.

Comía el pastel. Conversaba con Ludwik y con Tolek. Estaba distraído, ¡cómo me fatigaba aquella exuberancia!, ¡qué profusión de personas nuevas y acontecimientos y cosas!; si se pudiera interrumpir de una vez por todas aquel flujo, Lena sentada en la mesa, fatigada también con seguridad, sonriendo dulcemente con los ojos y los labios a Lula (ambas esposas recientes), Lena, que reflejaba fielmente a aquella otra Lena, estaba «en relación» con la otra Lena (aquel estar en relación crecía en mi presencia como antes los colgamientos), Fuks, mientras tanto, ahogaba en alcohol a Drozdowski y estaba amarillentorrojizo, con sus ojos saltones, Ludwik sentado junto a Lena, agradable y sociable, tranquilo, el sacerdote en el rincón… La mano de Lena sobre la mesa, junto al tenedor, la misma de entonces, también yo habría podido poner la mano sobre la mesa… pero me resistí. No obstante, a pesar de todo, comenzaron a establecerse nuevas combinaciones, se imponía una nueva dinámica, independiente de los acontecimientos anteriores, una dinámica local… Esta aparecía, sin embargo, como algo raquítico, débil… la acción de tres parejas de recién casados daba peso e importancia a la presencia del sacerdote, mientras que su sotana subrayaba a posteriori el carácter nupcial de las tres parejas, lo que creaba una fuerte presión conyugal, parecía que asistiéramos al almuerzo nupcial, ah, sí, el matrimonio era el elemento dominante. Y el sacerdote. Un sacerdote que, la verdad sea dicha, no hacía sino restregarse los dedos (tenía las manos bajo la mesa de donde las sacaba solo para comer), pero de cualquier manera era un sacerdote, y debido a eso debía convertirse en el refugio natural de quien, como Tolek, era víctima de la embestida lulesco; la sotana también produjo efectos sobre Bolita, quien (después de lo del gato) mostraba una marcada tendencia hacia los buenos modales… la mirada que Bolita dirigía a los Lulos era cada vez menos benévola, se aclaraba la voz con toses cada vez más expresivas y admonitorias a medida que crecían en intensidad las carcajadas de León, secundadas por la risa ebria de Fuks (a causa de Drozdowski) y de todas las tonterías que hacíamos en el vacío, en el desierto, en los límites de la distancia, en el silencio mortal de la montaña, algo parecía querer aún tramarse, combinarse, unirse, sin embargo, ¿por dónde comenzar…? Me aferraba a esto y a aquello, seguía la línea que me parecía más indicada, dejando al margen una masa gigantesca y ávida de cosas… mientras allá, en la casa, existía siempre, inmutable, todo lo otro, lo que habíamos dejado.

De pronto surgió una situación que… a través del sacerdote… me relacionó con el gato…

Y como el primer relámpago en la oscuridad de la noche, esa situación nueva nos puso en relación, en contacto, con lo otro, con lo que habíamos abandonado. La precedieron algunas frases de Bolita, cuando henchida de amabilidad le decía a Tolek:

—Señor Tolek, hágame el favor, sacuda el azúcar que le cayó a Jadeczka en la blusa…

O se dirigía a León, pero de modo que todos la oyéramos:

—¿Te diste cuenta? El camino no está tan mal, hubiéramos podido venir tranquilamente en automóvil, te lo dije, si le hubieras pedido prestado el suyo a Tolek no te lo habría negado. ¡Cuántas veces ha dicho que está a nuestra disposición!

Y luego a Lula, acremente:

—En vez de comer el pastel, querida Lula, se ríe a carcajadas, no hace sino burlarse de los demás.

Fuks recogía las servilletas, no estaba seguro si nos irritaba (como le sucedía con Drozdowski), trataba de conquistar por lo menos nuestra simpatía, arreglando la mesa… pero en cierto momento se levantó, tropezó contrayendo su rostro pisciforme, y completamente borracho exclamó:

—De buena gana me daría un baño.

El baño era uno de los temas preferidos de Lulo, y más aún de Lula (casi tanto como el de la mamá); ya en la calesa nos habíamos enterado de que «sin una ducha me sería imposible vivir», «no sé cómo pueden resistir en la ciudad sin bañarse por lo menos dos veces al día», «mi madre ponía unas gotas de jugo de limón en el agua antes de bañarse», «mi madre iba todos los años a bañarse en las aguas de Karlsbad». No bien tocó Fuks el tema del baño cuando Lula comenzó inmediatamente a lululear que en el desierto sería capaz de darse un baño con el último vaso de agua, «porque es más importante el agua para lavarse que para beber», «tú, Lulo, ¿no harías lo mismo?», y así por el estilo… mientras hablaba, no obstante, todos debieron percibir, como lo advertí yo, que las palabras baño y bañarse habían comenzado a dirigirse de manera poco placentera hacia un punto determinado, hacia Jadeczka, no porque pareciera sucia, sino por aquellas características de egoísmo carnal, lo que me traía a la mente la frase de Fuks pronunciada en otra ocasión: «cada quien en lo suyo». Se comportaba con el propio cuerpo como si ella, la propietaria, fuera la única que pudiera soportarlo (como sucede con ciertas emanaciones corporales), y por ello daba la impresión de ser una persona que se interesara poco por el baño. Lula comenzó a olfatear con su naricilla respingada, como si advirtiera algún mal olor, y luego redobló la dosis, que sin el baño se sentía muy mal, etcétera, mientras Lulo añadía su parte y después, como sucede a menudo en tales casos, también León, Fuks, Ludwik y Lena contribuyeron a la conversación, por temor de ser acusados de indiferencia ante el agua. Jadeczka y Tolek, en cambio, mantuvieron un estoico silencio.

Bajo el influjo de la conversación de unos y el silencio de los otros, nació cierta posibilidad de que Jadeczka no se bañara… ¿Y por qué debía hacerlo? Cada quien en lo suyo… Algo surgió, pues, de parte suya… no un olor, claro que no, pero algo antipáticamente personal como el propio jugo… Lula parecía un perro de caza, con la expresión de ser la inocencia en persona, patatí y patatá… y Lulo la secundaba, tiru-liru-lá, tiru-liru-lá. Jadeczka permanecía silenciosa, como siempre no participaba… no obstante su manera de permanecer en esos momentos encerrada en sí misma, al margen, asumía las características de un repudio al baño. Y el silencio de Tolek era todavía peor, porque se sabía qué Tolek tenía tratos continuos con el agua, era con certeza un magnífico nadador. ¿Por qué entonces no abría la boca? ¿Quizá por no abandonarla, por no dejarla sola en su silencio?

—Oh, es como con…

Fue el sacerdote. Se movió como si hubiera estado incómodo en la silla y volvió de nuevo a su inmovilidad silenciosa, pero aquella intervención del todo inesperada produjo un efecto notable, y rompió el lululear de los Lulos, todos dirigieron la mirada hacia él. No sé si todos tuvieron la misma impresión: aquellos dedazos, la piel en la nuca tostada por el sol, la falta de refinamiento personal, sus cuitas, problemas, irritaciones, erupciones, todo, comprendido el forúnculo en la base de la nariz, lo unía con Edwiga; Edwiga y el cura, la negrura de la sotana y el manipuleo digital de él, los ojos de ella colmados de amor, la fe de él, el derecho de ella al amor, la falta de gracia de él, la humillación de ella, la mortificación de él, los derechos de ella, la desesperación de él, todo, todo se había mezclado en una comunión que era evidente y a la vez no lo era, que era y no era aprehensible, cada uno en su jugo y los dos en uno mismo, «cada quien en lo suyo».

Comía pastel, dejé de comerlo porque ya no lograba pasar un bocado, observaba con la boca llena aquel… aquel… ¿cómo explicarme?, retorno hacia lo íntimo, el horror de mí mismo, mi suciedad, los propios delitos, el cerrarse en sí, la condenación de la propia compañía, oh, aquel desprecio, aquel yoísmo. E inmediatamente, una idea fulminante: aquello debía conducir al gato, el gato debía estar aquí… y de inmediato se me apareció el gato, sentí la presencia del gato enterrado, del gato estrangulado —colgado entre el gorrión y el palito, inmóviles allá—; crecía su presencia, se intensificaba su inmovilidad en un lugar abandonado, quedaba a nuestras espaldas. ¡Qué diabólica contradicción!

¡Mientras más lejos estás más cerca te encuentras! ¡Mientras más insignificante y absurda es una cosa más invasora y poderosa resulta! ¡Qué trampa, que endemoniado fenómeno! ¡Qué golpe!

¡El gato, el gato estrangulado… y colgado!

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