Cosmos

Cosmos


Octavo

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Al fin la casa. Nadie. Las ventanas y las puertas abiertas, subo, vacío por doquier, me acuesto, reposo, cuando bajo las escaleras, Bolita, en el vestíbulo.

—¿Dónde están los demás?

—Salieron a dar un paseo. ¿Quiere un poco de vino fresco?

Me sirvió y nació entre nosotros el silencio —triste, cansado, resignado—, no escondíamos el no tener deseos de hablar, o, mejor dicho, el no poder hacerlo.

Bebí el vino frío a pequeños sorbos, ella se apoyó contra el marco de la ventana, miraba hacia afuera, parecía estar a punto de reventar después de una larga marcha.

—Mire, señor Witold —dijo sin pronunciar la d final, lo que le ocurría cuando estaba muy nerviosa—, ¿se ha dado cuenta de lo que hace esa puta? Ni siquiera respeta la presencia de un hombre de la iglesia la muy desvergonzada. ¿Qué se imaginan? ¿Que soy la madrota de un burdel? —gritó encolerizada—. ¡Eso sí que no lo acepto! ¡Les voy a enseñar cómo se comporta uno cuando está en visita! Y ese payaso en pantalones de golf es todavía peor, qué horror, señor Witold, si fuera ella sola la que hiciera los avances, pero él hace lo mismo, ¿se ha visto jamás que un marido coquetee junto con su mujer para conquistar a otro hombre? Es inconcebible, él la arroja a los brazos del otro, ¡y en plena luna de miel!, jamás se me habría ocurrido que mi hija pudiese tener semejantes amistades, desprovistas totalmente de moral y educación, todo en contra de la pobre Jadeczka, se encarnizan contra ella para arruinarle la luna de miel, señor Witold, he visto muchas cosas en la vida, pero algo como esto jamás me había tocado presenciar, no toleraré esas puterías bajo mi techo.

Luego preguntó:

—¿Ha visto a León?

—Sí, lo encontré hace un rato; estaba sentado en un tronco.

Terminé mi vino frío, quería decir todavía algo, pero ni ella ni yo teníamos deseos de hablar, ¿qué objeto tenía hablar? Estábamos demasiado lejos… estábamos tras las montañas y los bosques, estábamos… estábamos más allá…

Y de nuevo en la pradera, esta vez, sin embargo, me movía en dirección opuesta.

Buscaba a los demás. Las manos en los bolsillos, la cabeza gacha, meditaba profundamente, carente todavía de ideas, como si alguien me las hubiera extraído. La garganta del valle con sus penachos de árboles, con sus cumbres boscosas, las jorobas de las montañas, me llegaba pero desde atrás, como un ruido, como el rumor de una cascada lejana, como un acontecimiento del Viejo Testamento o la luz de una estrella.

Frente a mí la hierba inconmensurable. Levanté la mirada… las carcajadas burlescas llegaron a mis oídos… vislumbré al grupo a través de los árboles, Lulo eres formidable, Lula, déjame, no puedo más, camisetas, pañuelos, pantalones de golf, caminaban en desorden, cuando me vieron comenzaron a hacerme señas y yo se las contesté.

—¿Dónde se había metido usted? ¿Dónde estabas? Nosotros llegamos hasta allá, hasta aquella colina…

Me uní a ellos y caminé a su lado, en dirección al sol, el cual, por otra parte, no era ya visible… había quedado tan solo una gran nada solar, una especie de vacío solar que manifestaba la tensión que emanaba de atrás de las montañas, como de una fuente secreta… inflamando el cielo violeta, intensamente radiante, pero lejano de la tierra.

Miré en mi derredor, todo se transformaba, había aún claridad, pero era ya el anuncio de la apatía, de la abulia y la desgana, una especie de vuelta de llave en la cerradura, las montañas, las colinas, las piedras, los árboles, todo aquello existía ya únicamente por sí mismo, sin ningún otro fin. La alegría de nuestro grupito tenía algo de cacofónico… sonidos semejantes a vidrios rotos, nadie caminaba al lado de nadie, cada quien iba por cuenta propia, los Lulos a un lado, ella delante, él a su espalda, con rostros voluptuosos, pero la malevolencia emanaba de esos rostros… En el centro Lena con Ludwik y Fuks, un poco más atrás Tolek y Jadeczka, y, a sus espaldas, el sacerdote. Desparramados. Me parecieron demasiados. «¿Qué hacer con tanta gente?», pensé atemorizado.

Fuks saltaba feliz, me saludaba; gritaba:

—Defiéndame, por favor, Lena.

—No lo ayudes, Lena —era Lula—, él no está en luna de miel.

Y Fuks exclamaba:

—Yo siempre estoy en luna de miel, para mí la luna de miel dura eternamente.

Y Lulo:

—¿Qué le pasa?, ¿de qué miel habla?

Lena reía discretamente…

La miel, la miel pegajosa de la luna de miel de las tres parejitas… de parte de Jadeczka aquello se transformaba en una miel «para sí», «toda suya», como algunos aromas, porque «uno es como es», y, además, no se baña, para qué, o si lo hiciera, lo haría con entera seriedad, para sí, por higiene, no para agradarle a alguien. Los Lulos atacaban a Fuks, pero su objetivo real era Jadeczka, Fuks no era sino una banda de billar… él lo sabía, pero, extasiado ante el hecho de que por fin alguien lo utilizara como blanco, casi bailaba, en un éxtasis color de rosa, él, la víctima de Drozdowski, hacía ahora, en medio de su alegría mediocre gracejos increíbles. Cuando Fuks bailaba al lado de Tolek y de Jadeczka ellos se mantenían en un silencio condenado a sí mismo, ligeramente repelente. A mis pies la hierba… nada más que hierba… compuesta de tallos y hojas cuyas situaciones propias… —inclinaciones, heridas, soledades, magulladuras, resequedades— se me aparecían furtivamente, como si bailaran, huidizas, absorbidas por el conjunto de la hierba que se extendía sin tregua hasta las faldas de las montañas…

Caminábamos lentamente. La risa de Fuks era aún más estúpida que las travesuras de los Lulos. Me asombraba su imbecilidad, el inesperado crescendo de su imbecilidad, me asombraba aún más la miel. La miel crecía. Aquello había comenzado por la «luna de miel». Ahora esa miel se había convertido, por obra de Jadeczka, en algo más específico… siempre más repugnante… a lo que también había contribuido el sacerdote con el movimiento incesante de sus dedos…

Esa miel, amorosa pero un poco repulsiva, que se ligaba un poco conmigo. ¡Ah, las ligas! ¡Basta con aquel afán de unir…! ¡Con las asociaciones!

Nuestros pasos, lentos y errabundos, nos llevaron a la orilla de un idílico torrente. Fuks corrió hacia él, buscó el lugar más apropiado para cruzarlo y gritó:

—Por aquí…

La ausencia de luz destacaba cada vez más la luz existente en los bosques sobre las laderas de las montañas. Lula gritaba:

—Lulo, apiádate de mis zapatos, llévame en brazos hasta el otro lado.

A lo que Lulo respondió con desvergüenza:

—Tolek, por favor, llévela en brazos.

Tolek respondió con un acceso de tos; Lulo movió las caderas y añadió con la más inocente seriedad que podía mostrar una colegiala:

—Por favor, hágame ese servicio; vengo sin fuerzas, estoy casi rendido.

Después de eso las cosas se desarrollaron de la siguiente manera: Lula le gritó a Lulo:

—¡Canalla! —después corrió hacia Tolek, bailoteó delante de él—. ¡Qué le parece!, pobre de mí, infeliz mujer abandonada por su marido; por lo menos usted tendrá piedad de mis zapatitos.

Y mostró su diminuto pie.

Lulo exclamó:

—De verdad, Tolek, ¡vamos!, ¡uno, dos, tres, y que ya no se hable más del asunto!

Y Lula:

—¡Uno, dos, tres! —y se lanzó en brazos de Tolek.

Lulo:

—¡Valor! ¡Ni una palabra más, uno, dos, tres!

Yo no les prestaba demasiada atención, ocupado en examinar lo que me rodeaba y arropaba, por ejemplo la presencia de las montañas que nos abrazaban desde lejos y nos circundaban con una especie de severidad, ensombrecidas por los bosques que se precipitaban sobre nosotros, bajo el resplandor opaco que aún se veía en las cimas. Me daba cuenta, no obstante, de que los Lulos bailaban una danza de guerra, el capitán nada, Fuks en el séptimo cielo, Ludwik nada, el sacerdote parado, abúlico, luego Lena…

¿Por qué la había yo contaminado aquella primera noche, en el corredor, con el labio de Katasia? ¿Y por qué al día siguiente en vez de olvidar aquello lo había reafirmado, y grabado en la memoria? Sentía curiosidad por saber algo, una sola cosa me inquietaba, si tal asociación era solo un capricho mío o si en cambio existía algún vínculo real entre su boca y el labio escurridizo, un vínculo que yo subconscientemente intuía, ¿pero qué vínculo? ¿Cuál?

¿Capricho soberano? ¿Pura fantasía? No, no me reconocía culpable. La cosa me había ocurrido a mí, pero no había sido yo… por qué razón la había convertido en algo expresamente desagradable, cuando sin ella mi vida habría podido ser más musical, fresca, viva, y no, por el contrario, muerta, podrida, inauténtica, odiosa… Durante ese paseo emanaba tal seducción que prefería no mirarla. Prefería contemplar mejor la hierba, tener el valle en la mente. No, no es que no pudiera amarla a causa de aquella estúpida asociación con Katasia, pero ahí estaba el cogollito del problema, lo peor era que no quería amarla, no tenía deseos de amarla, no la hubiese amado, aunque mi cuerpo fuera un saco de deseos y me hallara ante la más hermosa Venus. Me abstenía hasta de mirarla. Me sentía mal, por consiguiente no tenía ganas… Un momento… un momento… ¿Tal vez fuera yo el detestable y no ella? Tal vez era yo quien provocaba repulsión. ¿Era mi culpa? Nunca lograré entender nada. Jamás lograré adivinar… ¡atención, atención! «¡Levántela ya!», los tobillos de Lulo cubiertos con mallas de colores:

—¡Levántela, Tolek, como amigos, también ustedes están pasando la luna de miel…!

Y la voz de Jadeczka, profunda, intensa, confiada, noble:

—Tolo, por favor, pasa a la señora al otro lado.

Contemplé la escena. Tolek dejó a Lula al otro lado del arroyo, la comedia había terminado, de nuevo caminábamos lentamente por la hierba, la miel, no sé por qué la miel, la miel con los dedos del sacerdote, caminaba como si fuera de noche, en el bosque, cuando ruidos, sombras, formas huidizas, desconocidas, fatigosamente confusas se presentan, os rodean, o se agazapan dispuestas a dar el salto y a agrediros… Y León, ¿qué estaría haciendo León con su bemberg en el berg? ¿Cuánto tiempo faltaría aún para la ceremonia? ¿De qué lado saltaría la fiera? La pradera estaba rodeada por montañas que con su silencio inducían al abandono y a la renuncia, oprimían con grandes capas de invisibilidad, estratos de inexistencia, rocas de ceguera y de mutismo; en la pradera, mientras tanto, detrás de los árboles apareció la casa que no era la casa y que existía solo por no serlo… por no ser la otra casa… la de allá, con todo el sistema que aquella encerraba: el gorrión colgado, el palito colgado, el gato estrangulado, colgado, enterrado, todo bajo el control y los cuidados del hocico «amanerado» de Katasia, hocico que en ese momento debía deambular por la cocina, en el jardincito, es posible que en el porche.

El hecho de que la casa de allá se filtrara a través de la casa de aquí era algo inoportuno… y también algo enfermizo, total y morbosamente enfermizo… no solo enfermizo, también contagioso… meditaba en que no había nada que hacer, ni modo, aquella constelación, esas figuras, ese sistema ya no eran superables, no podía uno escapar, no podíamos liberarnos, tan fuerte era su existencia. Existían. Yo, mientras tanto, caminaba por la pradera y Ludwik me preguntaba si le podría prestar una hoja de afeitar… ¡Por supuesto, con gusto…!, y (pensaba yo) aquello no era superable debido a que cualquier defensa y, sobre todo, una fuga no hacían sino complicar más las cosas, embrollarlas, como cuando se cae en una trampa y cualquier movimiento no hace sino reforzar las ataduras… quién sabe, pudiera ser que aquello me había sucedido precisamente por intentar defenderme, tal vez me asusté demasiado cuando por primera vez el labio de Katasia se escurrió junto al de Lena y provocó la vibración, aquella primera vibración, aprehensible, de la que derivó luego todo lo demás. ¿Habían mis defensas prevenido entonces el ataque…? No estaba seguro… De cualquier manera ahora era demasiado tarde, un pólipo se había formado en mi periferia y entre él y yo se había creado ese tipo de contradicción por la que mientras más lo destruía yo, más existía él.

Frente a nosotros la casa parecía muy concentrada por el crepúsculo, concentrada en su materia misma, debilitada… el valle parecía un falso cáliz, un ramo de flores venenosas, henchido de impotencia, el cielo desaparecía, en todas partes telones de bruma, crecía la resistencia, las cosas se negaban a entregarse, se ocultaban, desaparecían, se diluían, el fin… aunque era posible ver aún cierta claridad… se experimentaba una maligna disolución del mismo acto de ver… Sonreía al pensar en que la oscuridad podía ser cómoda, el no-ver le permite a uno aproximarse, tocar, abrazar, amar hasta la locura, pero qué queréis, no tenía deseos, sufría de eczema, estaba enfermo, nada, nada, solo escupir, escupir en la boca y basta.

No tenía deseos de nada.

—Mira —oí que le decía aquella boca a su Adorado y Único, con voz suave pero apasionada (aunque no la miraba tenía la certidumbre de que se estaba refiriendo a los colores violáceos del firmamento)—. Mira —dijo sinceramente y con énfasis, adoptando su instrumento bucal y repentinamente oí un «sí, ya vi», pronunciado con timbre de barítono, también sinceramente. ¿Y el sacerdote? ¿Qué hacía el sacerdote con sus dos grandes manotas? ¿Qué pasaba por aquel lado?

Precisamente a unos cuantos pasos de la casa, Fuks y Lulo se echaron a correr para ver quién llegaba primero a la puerta de la cocina.

Entramos en la casa. Bolita se ocupaba de preparar la cena. León salió de un cuarto con una toalla sobre los hombros.

—Preparándibus la comiditibus, ilustrísibus, limpísibus, elegantísibus, ¡tiru-liru-lá y olé! Lo cierto es que a mi barriguitaña, hermanos de la montaña hay que darle ya su alimentaña, y también un poco de musiqueta, ¡pa-ram-pararam pararam!

Ludwik me volvió a pedir una hoja de afeitar… Poco después León me dio un codazo y me pidió que le prestara mi reloj porque desconfiaba del suyo. Le di el reloj, le pregunté si le importaba tanto la exactitud. Volvió Ludwik a pedirme un poco de cordel, cosa que yo no tenía. Pensé, la hoja de afeitar, el reloj, un poco de cordel, piden esto, piden aquello, ¿qué será?, ¿qué trata de surgir por ese lado…? ¿Cuántos filones podían formarse semejantes a ese…? ¿Apenas perceptibles, larvados todavía, deformes o enmascarados…? ¿Qué pasaba, por ejemplo, con el sacerdote?

La mesa estaba ya servida, las tinieblas que reinaban en la casa eran infinitamente más densas, la noche dominaba ahora la escalera, pero en nuestra habitación del piso superior, en la que Fuks se peinaba frente a un espejito de bolsillo apoyado sobre el parapeto de la ventana, había aún vestigios de luz; la negrura de los bosques en las laderas, a una distancia de unos dos kilómetros, penetraba a través de las ventanas con actitud hostil, desafiante. Los árboles junto a la casa murmuraban, sopló un vientecillo ligero.

—¡Amigo, qué historia! —decía Fuks—. Se han encarnizado contra esa pareja, tú mismo lo has visto, qué se le va a hacer, mientras paseábamos, una comedia para estallar a carcajadas, no te puedes imaginar, cuando eligen una víctima, que se salve quien pueda, pero, por otra parte es necesario admitir, ni siquiera puede uno extrañarse… el único problema es que las cosas se hayan puesto así… inspirados… sostén por un instante el espejito, por favor… no me asombra que Lula… ya el comprar un muchacho como ese con el dinero de papá es algo irritante, pero correr también tras el otro… Para Lena todo esto debe ser muy deprimente, a fin de cuentas son invitados suyos, ambas son sus amigas, y ella no sabe resolver estas situaciones, es demasiado débil, y Ludwik, ¡vamos!, una nulidad, extraño tipo, el clásico funcionario, bien vestido, atildado, meticuloso, cómo ha podido conseguir que Lena, también eso es extraño, pero qué quieres, las gentes se unen por azar, caramba, tres parejas en luna de miel, cómo no iba a haber un poco de desorden, pero debemos admitir que aquí ha habido demasiado, demasiado, no me extraña que Lula haya querido vengarse… Sabes que sorprendió a Jadeczka con Lulo…

—¿Qué dices…?

—Yo mismo los vi, con mis propios ojos. Durante la comida. Me agaché para recoger la cajetilla de cerillas y los vi. Él tenía la mano bajo la mesa sobre una rodilla, la de Jadeczka estaba justamente al lado, a un centímetro apenas, puesta en posición poco natural. Ya te podrás imaginar el resto.

—¡No sabes lo que dices!

—Te digo que sí. Yo entiendo de estas cosas. Ella debe de haberse dado cuenta… Lo puedo adivinar por su cara… Y ahora ella y Lulo se vengan de Jadeczka.

No me interesaba discutir, me sentía aplastado. ¿Sería posible? ¿Y por qué no? ¿Podría Jadeczka ser realmente así? ¿Por qué no podría serlo? Oh, en ese caso se podrían encontrar millares de motivos para justificar su conducta… ¿pero por qué Fuks no podía equivocarse? Podía haber sufrido una alucinación… tal vez intentaba por razones que se me escapaban… me sentía enfermo, enfermo, enfermo. Además, el miedo de que las manos se me volvieran algo vivo, que volvieran a oprimir, y ese miedo me hizo cerrar los puños. ¡Cuántos riesgos! Mientras tanto él charlaba, se cambiaba de camisa, el cuello abierto mostraba su maciza nuca rojiza, hablaba rojizamente, el cielo se sumergía en la nada, de abajo nos llegaba la voz de León:

—Mujeralia, la comidalia para papadalio, tiru-liru-lá.

Pregunté con violencia:

—¿Y Drozdowski?

Se enfadó:

—¡Caramba! ¡Eres un canalla por recordármelo! Cuando pienso que dentro de unos días estaré frente al bendito Drozdowski, durante siete horas seguidas, siete horas al día con ese estúpido, me vienen ganas de vomitar… si vieras cómo cruza la pierna… ¡de vomitar! Pero qué le voy a hacer, carpe diem, disfrutemóribus mientras esto dúrebus, como diría León, ahora me es esencial divertirme, ¿me entiendes?

Desde abajo la voz de Bolita:

—A la mesa, por favor. Un bocadillo, tan solo un bocadillo —era una voz seca, casi pétrea. La pared junto a la ventana que se hallaba frente a mí, era, como todas las paredes, rica en motivos… algunas venas, un puntito rojo, dos grietas, una desconchadura, hilos que desaparecían, pocas cosas, pero de cualquier manera existentes, productos de los años precedentes, meditando en esa nueva red atrapé a Katasia, ¡a saber qué estaría haciendo ahora Katasia!

—¿Crees que haya sucedido algo nuevo?

Por un momento escuché mi propia voz:

—¿Qué quieres que pueda haber sucedido? ¿Te gustaría saber mi opinión? Estoy seguro de que si no nos hubiéramos aburrido tanto en casa de los Wojtys no hubiera pasado nada. El tedio tiene poderes aún más terribles que el miedo. ¡Cuando uno se aburre solo Dios sabe las cosas que es capaz de imaginar! ¡Vámonos…!

En la planta baja todo era oscuridad, y, más que nada, estrechez, la entrada era incómoda y además la mesa tuvo que ser colocada en la esquina debido a las dos bancas pegadas a la pared, en estas, una parte del grupo se acomodaba ya… naturalmente bromeaban en torno a que con esa oscuridad y en un sitio estrecho la atmósfera era ideal para los recién casados, cuando apareció Bolita con dos lámparas de petróleo, las que crearon algo así como dos puntos de luminosidad brumosa. Colocó una sobre la mesa y otra en el parapeto de una ventana, y la luz oblicua agigantó nuestra presencia física en torno a la mesa, la volvió más fantasmal, nubes de sombras gigantescas danzaban en las paredes, la luz extraía con violencia fragmentos de caras, de bustos, mientras el resto se perdía, la proximidad aumentó y el ya estrecho espacio fue disminuyendo poco a poco, una densidad cada vez más densa en el agrandamiento y en el desvanecimiento de las manos, las mangas, los cuellos, todos se sirvieron carne, se sirvieron vodka y no era del todo imposible pensar en una fantasmagoría con hipopótamos. Con mastodontes. Bajo el efecto de las lámparas, la oscuridad de afuera, del campo abierto, se volvió más densa y agresiva. Me senté junto a Lulo, Lena estaba sentada entre Fuks y Jadezcka, bastante distante de mí, del otro lado de la mesa, en el ámbito de lo fantástico las cabezas se unían, en las paredes se unían y fundían las manchas sombrías de las manos al moverse para tomar la carne. No faltaba el apetito, todos se sirvieron abundantes raciones de jamón, de lomo, de roast-beef, la mostaza circulaba de mano en mano. También yo tenía apetito, pero hubiera preferido escupirla en la boca, el escupitajo penetraba todo lo que comía. Y la miel. Me sentía envenenado, no obstante el apetito. Jadeczka permitía, embelesada, que Tolek le sirviera ensalada, y yo me preguntaba cómo era posible que pudiera ser tan distinta a lo que había imaginado, que pudiese ser como la describía Fuks, la cosa, de hecho, no era imposible, también ella podía ser así a pesar de su órgano bucal y sus éxtasis, ya que todo es posible siempre y la justificación de una combinación se podría encontrar siempre en millares de motivos ocasionales, pero aquel sacerdote, el sacerdote que callaba, que deglutía algo, parecía que masticaba pastas o una sopa, comía torpemente y aquel modo de alimentarse campesino, desgarbado y chato como un gusano (pero yo no sabía nada, realmente no sabía nada bien, observaba el techo), ¿qué hacía aquel sacerdote? Yo comía abundantemente, pero también con cierto desagrado, el desagrado estaba en mí, no en la carne. Lástima que mi amargura lo amargara todo, me había hecho amargarlo todo… sin embargo no me preocupaba excesivamente, ¿qué podía preocuparme a esa distancia? También León comía a la distancia. Estaba sentado en el extremo de la mesa, ahí donde se unían las dos bancas, sus pince-nez parecían hincharse en la luz como dos gotas, bajo la cúpula del cráneo acantarado su rostro colgaba sobre el plato, cortaba el pan con jamón en mínimos bocaditos e iniciaba entonces el proceso habitual: pincharlos con el tenedor, elevarlos a la altura de la boca, introducirlos en la boca, degustarlos, masticarlos, tragarlos, duraba bastante antes de que su boca se librara de aquellos bocaditos. Callaba, lo que en él era insólito, y tal vez por eso al principio nadie hablaba, se reconcentraban. Él mostraba una satisfacción plena en el comer. Se masturbaba al comer, cosa demasiado laboriosa, semejante, si no idéntica, a la manera en que Jadeczka se saciaba junto al capitán (cada quien en lo suyo), junto al comer de ella estaba también el comer del sacerdote, campesino y rumiante, indecente aunque quién sabe de qué mañera. El «comer» se relacionaba con la «boca», escupir en la boca, escupir en la boca… Comía, es más, con bastante apetito, y ese apetito mío me confirmaba de manera preocupante lo mucho que me había yo habituado a la idea de escupir, pero mi temor no me atemorizaba, estaba a la distancia…

Comía las carnes frías y la ensalada. Bebía vodka.

—Las once.

—Las once del martes.

—… la parte inferior de metal plateado, pero podía pasar…

—… me dijeron en la Cruz Roja…

Trozos de conversación. Palabras informes aquí y allá.

—… o tal vez las avellanas, aquellas saladas…

—Cómo no, tómelo, no faltaba más…

—Tiene derecho, se adelanta, el otro lo sigue…

—¿De quién?

—Ayer por la noche…

La densidad aumentaba y pensaba que esa densidad no terminaría nunca, avanzaba incesantemente, me encontraba en un remolino que avanzaba y en el que a cada instante alguna cosa nueva se encontraba sobre uno, que nunca sería capaz de recordar, de aprehender en la memoria, tantas y tantas cosas a partir del comienzo, la cama de hierro, pero aquella cama sobre la que estaba tirada con la pierna extendida desapareció extrañamente, como si se hubiera perdido a mitad del camino, y, después, por ejemplo, el corcho en el comedor, también el corcho desapareció y después los golpes o tal vez la condesa, el pollo mencionado por Ludwik, el cenicero con la red metálica, o la escalera solamente, ah, sí, la escalera con su ventanilla o la chimenea y el canalón, Dios mío, la vara y luego el tenedor, el cuchillo en la mano, con las manos, la mano de ella, mi mano y aquel tiru-liru-lá, buen Dios, Fuks, todo debido al tal Fuks, por ejemplo, el sol a través de la persiana, y, otro ejemplo, nuestro caminar en la dirección señalada por la vara, o nuestra marcha por el camino con aquel calor, Dios mío, olores, cansancio, el té que… y Bolita que decía: «hija mía», aquellas hendiduras bajo la raíz, qué sé yo, el jabón en el cuarto de Katasia, el pedacito de jabón o la tetera, y la mirada de ella semejante en su pudibundez a la mimosa, la portezuela en el jardín, sus detalles, la chapa, las cadenas, Dios omnipotente, todas aquellas cosas bajo la ventana, en medio de la hiedra, o tal vez la luz que se apaga en la habitación de ella, las ramas del abeto, mi fatigoso descenso, o, es más, otro ejemplo, el sacerdote en medio del camino y aquellas señales imaginarias, aquellos prolongamientos, Dios, Dios, y el pájaro colgado, Fuks que se quita los zapatos y su manera de interrogarnos en el comedor, estúpido, estúpido, después la marcha y la casa en que permanecía Katasia, el porche, por ejemplo, y la puerta por primera vez, el calor y el hecho de que Ludwik fuera a la oficina, o tal vez la disposición de la cocina en relación al resto de la casa, la piedra amarillenta y la llave del cuarto pequeño, y después la rana, a saber qué cosa hubiera ocurrido, un trozo de techo manchado y las hormigas, allá, junto al segundo árbol en la carretera y el rincón donde habíamos permanecido, Dios, Dios, Dios, Kyrie Eleison, Christie Eleison, el árbol, allá en el monte y aquel sitio detrás del armario y mis problemas con él, con mi padre, los alambres calentados al sol, Kyrie Eleison…

León levantó con el dedo un granito de sal, lo depositó en la lengua, metió la lengua…

—… nos sentíamos obligados con ellos…

—Aquel valle de Bystrzyca…

—En el segundo piso, yo pregunté…

Una condensación de palabras como sobre un tapiz manchado, como en el cielo raso…

Había terminado de comer y estaba sentado con el rostro soldado a aquel cráneo en forma de cántaro… parecía que el rostro pendía del cráneo… Hablaban ahora mucho, posiblemente porque él callaba. Su silencio creaba una laguna.

Recogió con el dedo húmedo otro granito de sal, levantó el dedo, lo observó, sacó la lengua, tocó con la lengua el dedo, cerró la boca. Degustó.

Jadeczka pinchaba con el tenedor unas rebanadas de pepino. No hablaba.

El sacerdote, inclinado, las manos bajo la mesa. La sotana.

Lena. Sentada tranquilamente, de repente la acometió un vértigo de pequeñas actividades, dobló la servilleta, cambió un vaso de sitio, tiró algo, le pasó un vaso a Fuks, sonrió.

Lulo exclamó:

—¡Cáspita!

Bolita entró, contempló un poco la mesa y a la concurrencia, volvió a meterse en la cocina.

Yo anotaba esos hechos. Esos y no otros. ¿Por qué precisamente esos? Observaba las paredes. Puntitos y grietas. Apareció algo como una figura. No, la figura desapareció, era el caos y la estúpida superabundancia, ¿qué hacía aquí el sacerdote? ¿Y Fuks y la miel y Jadeczka? ¿Dónde se había metido Ludwik? (porque no estaba, no había bajado a cenar, pensaba que se estaría afeitando, quise preguntárselo a Lena, pero no lo hice). ¿Y los montañeses que nos habían llevado?, ¿dónde estaban? Todo era confuso. ¿Qué se podía saber? De pronto ¡Bummm!, me golpeó algo que ocurría allá afuera, la tierra con todas sus variantes hasta las montañas, y aún más allá de las montañas el camino que serpenteaba en medio de la noche dolorosa, aplastante, ¿por qué había estrangulado al gato?

León levantó los ojos, me observó pensativamente, con atención, es más, con cierto esfuerzo de concentración… extendió la mano para tomar un vaso de vino, se lo llevó a la boca.

Su esfuerzo, su atención se apoderaron también de mí. Levanté el vaso, bebí.

Cerré los ojos.

Le temblaron las cejas.

—¡A la salud de los solteros!

—¡Monstruo!, ¿cómo te atreves en plena luna de miel?

—Bueno, ¡abajo los solteros!

—¿Qué te pasa, Lulo?

—¿Cómo te sientes, Lula?

Los pince-nez brillaban bajo el cráneo de León. Volvió a extender un dedo, a tomar un grano de sal, a llevárselo a la boca. Lo retuvo en la boca.

Jadeczka se llevó el vaso a la boca.

El sacerdote emitió un sonido extraño, un regüeldo. Se movió.

La pequeña ventana… el gancho.

Bebí.

Se movieron sus cejas.

Cerré los ojos.

—¿Por qué tan pensativo hoy, señor León?

—¿En qué piensa, señor León?

Eran los Lulos. Bolita no pudo contenerse:

—¿En qué piensas, León?

Preguntó desde la puerta de la cocina, con expresión aterrorizada y los brazos caídos, no intentaba esconder su pavor, hizo la pregunta como si nos aplicara una inyección de terror; mientras tanto yo pensaba, pensaba muy profunda y arduamente, sin alcanzar el menor pensamiento.

León preguntó, como si se dirigiera a otro grupo:

—¿Pregunta ella en qué pienso?

La miel.

Apareció la punta de su lengua en una comisura de sus labios delgados, una punta color de rosa que permaneció ahí, entre los labios, la lengua de un viejo señor con pince-nez; la lengua, escupir en la boca, en el torbellino volvieron a aparecer, a salir a la superficie, la boca de Lena y la de Katasia, fue solo durante un instante, las vi en la cumbre, como se ven esos trocitos de papel en medio del estruendo retumbante de una cascada… después todo desapareció.

Me aferré a la silla con todas mis fuerzas para evitar que la violencia de las cosas me derribara. Un gesto tardío. Más que eso, retórico. Una bufonada.

El sacerdote.

Bolita nada. León. Lula pregunta con voz un tanto plañidera, ¿qué pasa con nuestra excursión, señor León? ¿Qué hacemos aquí? ¿De noche, en esta oscuridad? ¿Qué panorama vamos a poder ver de noche?

—Son pocas las cosas que pueden verse en la oscuridad —intervino Fuks impaciente y groseramente.

—Mi mujer dice (¡mientras decía esto el pájaro y el palito permanecían allá!), mi mujer añade (¡Jesús, María!), mi mujer (sentí que se me crispaban los puños)…nada de nerviecitos, por lo pronto —añadió jovialmente—. No hay ninguna razón para los nervios… Todo en ordre, bitte, os lo suplico, sentémonos aquí como Dios manda, cada quien sobre su culifimdillo, disfrutemos de los frutos de Dios y refresquémonos con el alcoholinicio y el vinicio y dentro de una horizontalia haremos un paseo bajo mi guía y dirección a aquella delicia única donde se abre el esplendor del paisaje, como ya he dicho, ante ese milagro lunar que danza tiru-liru-lá sobre las montañas, las colinas, los campos, los valles, ja, ja, ja… igual que cuando lo vi yo hace de esto veintisiete años menos un mes y tres diminutos días, mis señoritines queridos, cuando por primera vez me perdí a esa hora de la noche en aquel lugar incomparable y pude ver… y lamer —añadió palideciendo. Le faltaba la respiración.

—Está nublado —exclamó Lulo con rudeza y sin entusiasmo—, no se va a ver nada si hay nubes, la noche está muy oscura, no llegaremos a ver nada.

—¡Las nubes! —masculló—, ¡las nubes…! Perfectamente. También entonces… había algunas nubes. Me acuerdo muy bien. Las vi al regresar. Me acuerdo —gritó impaciente y apresuradamente y volvió a quedarse en silencio, meditabundo. Yo también pensaba… ininterrumpidamente, con todas mis fuerzas. Bolita (que poco antes se había retirado a la cocina) estaba de nuevo en el umbral de la puerta.

—¡Cuidado con la manga!

Al oír esas palabras sentí que me recorría un escalofrío. La manga, la manga. Pero sus palabras se dirigían a Fuks, una de cuyas mangas estaba sobre la mayonesa. Nada en especial. Silencio. ¿Por qué no estaba Ludwik con nosotros?, ¿dónde se había escondido?, ¿por qué estaba ella sin Ludwik?

El gorrión.

El palito.

El gato.

—Mi mujer no confía en mí.

Observó uno por uno tres dedos de su mano derecha. Comenzó la operación con el índice.

—Señores y señoras, mi mujer quiere saber en qué pienso.

Enarboló en el aire aquellos tres dedos, mientras yo apretaba fuertemente los puños.

—Señores, me produce cierto desagrado… ejem… que mi mujer después de treinta y siete años de inmaculada convivencia matrimonial me pregunte con tanto nerviosismo en qué pienso.

El sacerdote dejó oír su voz:

—Me quieren pasar el queso, por favor —todos lo miraron; aquel volvió a añadir—: El queso, por favor —Lulo se lo pasó, pero en vez de servirse un poco, el sacerdote dijo—: Estamos muy reducidos de espacio, sería mejor que desalojaran un poco la mesa.

—Se podría desalojar un poco la mesa, ya lo creo —dijo León—. ¿Qué estaba yo diciendo? Ah, sí, decía que no me merecía, después de tantos años de convivencia íntegra incorruptible ejemplar moral leal… ¡Tantos años, señores! Años, meses, semanas, días, horas, minutos, segundos… Sabed, señores, que he calculado con un lápiz los segundos de mi convivencia matrimonial, tomando en cuenta los años bisiestos y me han resultado ciento catorce millones, novecientos doce mil, novecientos ochenta y cuatro segundos, ni uno más ni uno menos, hasta las siete y media de esta noche. De las ocho hasta esta hora deberán añadirse otros varios millares.

Se levantó y canturreó:

 

¡Cuando no tienes lo que amas, entonces ama lo que tienes!

 

Volvió a sentarse y a sumirse en sus meditaciones.

—Si queréis desalojar la mesa… ¿De qué hablaba? ¿De qué? Ah, sí, tantos segundos bajo los ojos de la mujer y la hija, y, sin embargo, ¡quién podría creerlo quién podría creerlo quién podría creerlo, mi mujer no confía siquiera en mis pensamientos!

Calló. Comenzó nuevamente a meditar. Sus meditaciones estaban fuera de lugar, eran, sin duda alguna, un caos indescriptible, el desorden, algo por el estilo, eso se adivinaba más por su expresión que por sus palabras… o mejor dicho por el todo… por el total del todo… de nuevo… de nuevo… celebraba algo. El gorrión. El palito. El gato. No se trataba de eso. Entonces se trataba de eso. Celebraba una especie de letanía, de ceremonia religiosa, como si dijera: «¡Mirad con cuánta atención me entrego a la desatención!»…

—Mi mujer no se fía de mis pensamientos, y, hay que aclararlo, ¿me merezco esto? No, hay que reconocerlo, salvo que, para decir verdad (desalojad esta mesa, me avergüenza estar ante ella, está uno sentado incómodamente, las bancas son excesivamente duras, qué se le va a hacer), solo que es necesario decirlo, es necesario reconocer, lo cierto es que en estos casos no se sabe nada, cómo va uno a saber qué pensamientos se albergan en la mente de los demás… Voy a darles un ejemplo. Yo, marido y padre ejemplar, tomo cuidadosamente este cascarón y lo sujeto con los dedos.

Tomó un cascarón.

—Lo tengo entre los dedos… y lo hago girar… lentamente… ante los ojos… algo del todo inocente.

No le hace mal a nadie, no molesta a nadie.

A fin de cuentas se trata solo de un pequeño pasatiempo. Sí, pero aquí surge la cuestión sobre el modo de hacerlo girar entre los dedos… Porque, todo sumado, comprendéis, lo puedo hacer girar casta e inocentemente… pero si me viniera en gana también podría…

¡Ah…!, si tuviera ganas también lo podría hacer girar un poco más… ejem… ¿qué decía?

Un poco… evidentemente pongo este ejemplo para demostrar que aun el marido más digno podría haber hecho girar este cascarón bajo los ojos de la consorte de una manera…

Se sonrojó. Era inaudito, tomó un color escarlata. ¡Increíble! Era consciente de ello, cerró los ojos, pero no disimulaba su vergüenza, por el contrario la exhibía abiertamente ante todos. La ostentaba.

Esperaba que le pasara el rubor. Daba vuelta aún al cascarón. Al fin abrió los ojos y suspiró. Dijo:

—¿Habéis visto?, no es del todo… en fin…

Una pausa… el grupo en nuestro rincón permanecía sentado… pero comenzaba a impacientarse… Lo observaban, seguramente pensaban que estaba un poco loco… Sin embargo, ninguno se atrevió a romper el silencio que siguió.

Afuera, cerca de la casa se oyó un ruido seco, como si algo o alguien hubiera caído, ¿quién?, ¿qué? Fue un ruido imprevisto que me mantuvo absorto, me hizo pensar larga, profundamente… solo que no sabía ni en qué ni cómo pensar.

—Berg.

Lo dijo con calma, con mucha cortesía y prosopopeya.

Yo respondí con igual cortesía y claridad:

—Berg.

Me miró por un instante, bajó los párpados. Ambos permanecimos en silencio, en contemplación de la palabra «berg», como si se tratara de un reptil subterráneo, de aquellos que jamás salen a la luz del sol… y que en ese momento se encontrara ahí, ante todos… Observaban, según me parecía… Intuí de golpe que todo se había movido hacia delante, como un alud, una inundación, un ejército en marcha, que el golpe decisivo había sido asestado. ¡Adelante! ¡En marcha! ¡Movimiento, acción! Si únicamente él hubiera exclamado «berg», no habría ocurrido nada fuera de lo común, pero yo también había dicho «berg». Mi berg al unirse al suyo —confidencial, privado— extraía su berg de la intimidad. No se trataba ya de la palabrita confidencial de un personaje excéntrico.

Ahora era algo verdadero… ¡Algo que existía! Aquí, frente a nosotros, y de golpe se colocó por encima de nosotros, nos dominó vigorosamente, nos doblegó.

Durante un instante vi el gorrión, el palito, el gato, junto a las bocas… parecían desechos del torbellino estruendoso de una cascada, desaparecieron. Esperaba que todo se moviera hacia delante, que progresara en el sentido indicado por el berg. Era yo un oficial de Estado Mayor. Un monaguillo que auxiliaba en la misa. Un ejecutor obediente y disciplinado. ¡Adelante! ¡En marcha! ¡Uno, dos!

Pero Lula gritó:

—¡Bravo, señor León!

Estaba convencido de que ella lanzó esa exclamación por la sola razón de que tenía miedo. Y de golpe todo se derrumbó, se hizo trizas, se hinchó, nacieron risitas, se volvió a hablar, León soltó una gran carcajada, ja, ja, ja, pásenme la botella, beber, beberecuo, mamicua la vodkicua, bebamos, bebamos, colmemos los cálices, glu, glu, cada uno su gotita, gogotitita, gogogoterón. ¡Qué ira! ¡Qué decepción!, después de aquel momento tan solemne en que nos preparábamos ya a dar el salto no ocurre sino la decadencia, la disolución, vuelve el torbellino, pásame el vodka también a mí, la señora no bebe, gracias, una gota de coñac, el sacerdote, Jadeczka, Tolek, Lulo, Lula, Fuks y Lena con su boquita deliciosamente húmeda, un alegre grupo bohemio. Todo se había derrumbado. No quedaba nada. Todo volvía a parecerse a una pared sucia. El caos.

El gorrión.

El palito.

El gato.

Los recordé, porque estaba por olvidarme. Volvieron a mí, porque estaban alejándose.

Desaparecieron. Sí, debía buscar en mí el gorrión, el palito y el gato que estaban desapareciendo, debía buscarlos y sostenerlos en mí. Y debía esforzarme por volver con el pensamiento allá, hacia aquel lugar, más allá de la carretera, junto al muro.

El sacerdote se volvió a mover en la banca, demostrando su incomodidad. Pronunció palabras de excusas, abandonó la mesa, la sotana giró por la habitación. Abrió la puerta y salió.

Sin el berg me sentía mal. No sabía comportarme…

Pensé también en salir. Respirar un poco de aire fresco.

Me levanté. Me dirigí a la puerta.

Salí.

Bajo el dintel de la puerta… frescura. La luna. Una nube que se aborregaba, brillaba luminosa, densamente, abajo, mucho más oscura, una cadena de montañas petrificadas en nuestro derredor. Y más cerca el deleite de la pradera, alfombras de flores, tapices de árboles, variedad, desfiles, parecía un parque en el que se dispusieran festejos y diversiones, todo definido por la luz de la luna.

Apoyado en la balaustrada, el sacerdote.

Estaba de pie y hacía muecas extrañas con la boca.

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