Cosmos

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Sexto

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En nuestra calesa comenzaba lentamente a organizarse una nueva vida, como sobre un nuevo planeta lejano, y hasta Lena y Ludwik sucumbieron al lululear de los Lulos.

—¿Qué estás tramando, Ludwik? —gritó Lena.

—¡Ya lo sabrás, pequeña! —respondió él.

Yo los observaba discretamente… era increíble. ¿Así que también podían ser así? ¿Eran, pues, así?

¡Qué viaje extraño! Inesperadamente comenzamos el descenso, las distancias comenzaron a estrecharse, las ondulaciones de la tierra se redujeron a ambos lados.

Lena lo amenazaba con el dedito, le cerraba los ojos… una alegría inesperada, superficial, pero de cualquier modo no eran capaces de… extraño… en realidad aquel alejamiento tenía también sus propios derechos y yo mismo llegué a decir algo gracioso, pues, ¡vaya!, ¿estábamos o no de viaje?

Las montañas que desde hacía tiempo nos aproximaban, cayeron improvisadamente sobre nosotros por todas partes, comenzamos a penetrar por la garganta de un valle, ahí, por lo menos la bendita sombra llegaba de los acantilados, coronados en lo alto por un verde absoluto… silencio, a saber de dónde procedía aquel silencio, quizá de todas partes, y la frescura que fluía como un arroyo, ¡una delicia! Una vuelta, los acantilados y las cumbres se encresparon, precipicios terribles, caminos poco transitables, cumbres de un sereno verdor, tajos verticales, sobre los cuales, quién sabe cómo, había trepado la maleza, después, encima, a mayor altura, grandes masas, rocas ascendentes en aquel silencio que se extendía por todas partes, universal, inconcebible, inmóvil, ensordecedor y tan potente que el estruendo de nuestro carromato y su minúsculo rodar parecían transcurrir en otro mundo. El panorama permaneció inmutable durante largo rato, después apareció algo nuevo, a veces importante, a veces épico, antros profundos, endurecimientos, capas de roca, peñascos suspendidos, en medio del aire, después, con ritmo ascendente o descendente, aparecían escenas idílicas, tiernas, cristalinas, formadas por matorrales, árboles, grietas, destrucciones y fracturas. Las cosas más diversas —cosas todas diversas—, extrañas distancias, curvas impresionantes, un espacio prisionero o tenso, que oprimía o aflojaba, que se agazapaba, atacaba o cedía, que golpeaba arriba y abajo. Un enorme movimiento inerte.

—¡Cáspita, Lula!

—Lulo, tengo miedo, me asusta la oscuridad.

Acumulación, torbellino, caos… demasiado, demasiado, demasiado, la presión, el movimiento, el estruendo general, gigantescos mastodontes que todo lo cubrían y que en un batir de ojos se descomponían en un millar de detalles, de conjuntos, de masas, de quién sabe qué, en un caos que pugnaba por reunirse de nuevo, por englobar todos aquellos detalles en una forma suprema. Igual que aquella otra vez en medio de las matas, que frente al muro, en relación con el cielo raso, como ante aquel montón de basura donde estaba la vara, como en el cuarto de Katasia, igual que en relación a las paredes, armarios, mesas, cortinas, también allí nacían formas —únicamente que allá eran pequeñeces, y aquí se trataba de un verdadero apoteosis de la materia—. Me había vuelto tan hábil para interpretar la naturaleza que a mi pesar indagaba, buscaba, escudriñaba, como si realmente hubiera algo que interpretar, me lanzaba a buscar combinaciones siempre nuevas que nuestra diminuta calesa extraía del seno de las montañas, despertadas por nuestro bullicio. Pero de todo aquello no resultaba nada.

Nada y nada. Apareció un pájaro en los cielos… altísimo e inmóvil… ¿Habrá sido un buitre, un halcón o un águila? No, un gorrión seguro que no era, pero por el solo hecho de no ser un gorrión se convertía en un no-gorrión y por ser un no-gorrión era también un poco un gorrión…

¡Dios mío! ¡Qué alegría ver de pronto aquel pájaro solitario planeando por encima de todo! ¡Poderoso, dominador! ¿Realmente? Estaba tan fatigado por el desorden, allá, en la casa, por esa mezcla, ese caos de bocas, de colgamientos, el gato, la tetera, Ludwik, el palito, el canalón, León, golpear, tocar, la mano, clavar, Lena, la vara, los ojos pisciformes de Fuks, y así, por ese camino, etcétera, etcétera, como en la niebla, como en un cuerno de la abundancia, caos… Aquí en cambio en medio del azul del cielo y un pájaro que reina —¡Hosanna!—. ¿Cómo había hecho aquel punto tan lejano para dominar, como el disparo de un cañón, mientras el abismo y la confusión se extendían a sus pies? Junto a mí, Lena. Tenía la mirada fija en el pájaro.

Este, sin embargo, se inclinó sobre un ala, dio la vuelta, desapareció, dejándonos de nuevo en medio de la furiosa confusión de las montañas, tras las cuales había otras montañas, cada una compuesta de los lugares más diversos, ricos en guijarros —¿cuántos guijarros?— y de golpe todo lo que está «atrás» presiona a las primeras filas del ejército atacante, en un silencio extraño que en cierto modo se explica por la inmovilidad del movimiento universal, ¡Lulo, por Dios, mira esa piedra! ¡Mira, Lula, parece una nariz! ¡Lulusio, mira aquel viejecito con la pipa en la boca! A la izquierda, más a la izquierda, parece que está dando una patada con la bota. ¿Una patada?, ¿a quién? ¿A quién patea? ¡Una chimenea! Otra vuelta, un balcón que avanza como una ola, ahora ya no, un triángulo… y aquel árbol que atrae de golpe la mirada, un árbol que apareció quién sabe cómo, en la altura… uno de tantos… atrae la mirada, pero súbitamente se disuelve en el aire, desaparece. Un sacerdote.

En sotana. Sentado en una piedra, al lado del camino. ¿Un sacerdote en sotana sentado en una piedra en medio de las montañas? Me acordé de la tetera, porque aquel sacerdote era el equivalente a la tetera de allá. También su sotana era un exceso.

Nos detuvimos.

—¿Quiere subir, padre?

Macizo, fuerte, joven, la nariz de pato, un rostro campesino, redondo, emergiendo del cuello eclesiástico… bajó la mirada.

—¡Alabado sea Dios! —dijo.

Pero no se movía. Los cabellos sudorosos, pegados a la frente. Ludwik preguntó adonde podíamos llevarlo, pero él parecía no oír, saltó sobre la calesa murmurando frases de agradecimiento. Trotar de caballos, traqueteo, nos ponemos nuevamente en marcha.

—Paseaba por las montañas… Me desvié del camino y cuando me di cuenta estaba perdido.

—¿Está cansado, padre?

—Sí… Vivo en Zakopane.

El borde de la sotana estaba sucio, tenía los zapatos maltratados, los ojos extrañamente enrojecidos… ¿Habría pasado la noche en las montañas? Explicaba parsimoniosamente que había decidido hacer un paseo, se había perdido… ¿Pero cómo… un paseo en sotana? ¿Cómo era posible perder el camino en una región cortada en dos por aquella garganta? ¿Cuándo había salido? Ah, sí, ayer por la tarde. ¿Un paseo emprendido por la tarde? Sin preguntar demasiado le ofrecemos nuestras provisiones, come tímidamente, después permanece sentado mientras la calesa lo sacude, el sol quemaba, la sombra había desaparecido, teníamos sed pero no se nos ocurría sacar las botellas, adelante, adelante. Las sombras de los picos y de las altas rocas caían perpendicularmente hacia abajo, abajo, a los lados, se oyó el ruido de una cascada. Continuamos avanzando. En aquel momento no me interesaba el hecho, por cierto muy interesante, de que desde hacía siglos un porcentaje de hombres se separa del resto por medio de la sotana, convirtiéndose en siervos al servicio de Dios… expertos en Dios, funcionarios celestes, empleados del espíritu. Aquí, sin embargo, entre las montañas, aquel huésped negro, inmerso en nuestro trotar no se compaginaba con el caos de las montañas porque era algo extra… estaba de más, hacía colmar… ¿casi como la tetera?

Aquello me desagradó. Me había animado cuando el águila, o el halcón, había planeado por encima de lo imaginable… y era por eso que (pensaba) al ser un pájaro se relacionaba con el gorrión… pero fundamentalmente, sobre todo, porque reunía en sí la idea del gorrión con el colgamiento y permitía unir en la idea del colgamiento al gato colgado con el gorrión colgado, sí, no cabía la menor duda (lo veía cada vez más nítidamente) imprimía a la idea del colgamiento el carácter dominante, un pájaro suspendido por encima de todo, imperial… y si hubiese logrado (pensaba) descifrar la idea, penetrar en el núcleo principal, comprender, o por lo menos imaginar, a qué conducía todo aquello, al menos en el sector del gorrión, del palito y del gato, entonces me sería mucho más fácil resolver el asunto de las bocas y todo lo que giraba en torno a ellas. No cabía duda (trataba de resolver la charada y sabía que se trataba de una charada bastante dolorosa) que el secreto de la relación entre las bocas era yo mismo, esa relación se realizaba en mí solo yo, y nadie más, la había creado… pero (¡atención!) al colgar al gato me había inmerso (¿no les parece? ¿Por lo menos hasta cierto punto?) en el otro grupo, el del gorrión y el palito; pertenecía yo, pues, a ambos grupos… ¿no resultaba tal vez de esto que la unión de Lena y Katasia con el gorrión y el palito podía ocurrir únicamente por mi mediación?… y aun así, ¿no era también cierto que al colgar al gato había tendido un puente que lo unía todo…? ¿Pero en qué sentido? Cierto, cierto, aunque no del todo claro; sin embargo, algo comenzaba a cristalizarse, nacía el embrión de un nuevo conjunto y he ahí un pájaro gigante que pende sobre mi cabeza… suspendido. Bien. Pero, ¡caramba!, ¿qué hacía entre nosotros aquel sacerdote, proveniente del exterior, inesperado, superfluo, absurdo?

¡Como allá, la otra vez, la tetera! Mi irritación en realidad, era tan violenta como en aquella ocasión… cuando me había arrojado sobre el gato… (Sí, no era capaz de excluir que en aquella ocasión me había lanzado sobre el gato debido a la tetera, por no soportar esa gota que hacía derramar el vaso… y era posible que al realizar aquel acto quisiera constreñir a la realidad a manifestarse, así como al lanzar un guijarro a los matorrales, queremos saber qué es lo que se mueve tras ellos). Sí, sí, el estrangulamiento del gato había sido mi respuesta furiosa a la provocación que constituía la absurda presencia de la tetera… Pero, entonces, ¡ten cuidado, señor cura! ¿Quién te asegura que no voy a lanzarme contra ti, que no te haga algo también a ti… también a ti…?

Él permanecía sentado, sin imaginar siquiera mi rabia; continuábamos avanzando, montañas, siempre montañas, trotar de los caballos, calor… Observé un pequeño detalle… se frotaba los dedos…

Abría y cerraba inconscientemente las manos y entrecruzaba los dedos gordos de las dos manos, sobre las rodillas, con una obstinación desagradable.

Conversábamos.

—¿Es esta la primera vez que vienen al valle de Koscieliska?

Lula respondió con tono de colegiala púdica:

—Sí, padre, estamos en viaje de bodas, nos casamos apenas hace un mes.

Lulo se apresuró a añadir, con expresión deliciosamente soñadora:

—Hace poco que somos una pareja.

El padre se aclaró la voz, embarazado. Lula con la misma actitud de colegiala, como si estuviera denunciando al director las travesuras de una compañera:

—También ellos, padre, también ellos —y señaló con su dedito a Lena y a Ludwik.

—Hace poco obtuvieron permiso para… —gritó Lulo.

—¡Ejemmm! —exclamó Ludwik con voz profunda de bajo. Sonrisa de Lena, silencio del sacerdote, ¡pero hay que ver lo que son esos Lulos!, han sabido hallar el tono más extrañamente adecuado para dirigirse al sacerdote… quien, mientras tanto, continúa jugueteando con sus gordos dedazos, un modo de actuar torpe, pobre, campesino, me parecía como si tuviera algún peso en la conciencia, ¿qué cosas habría hecho con aquellos dedazos? Y… y… ¡ja, ja, ja!… aquellos dedos que se mueven allá abajo… y mis dedos… y los de Lena… sobre el mantel. El tenedor. La cuchara.

—¡Lulo, compórtate, qué va a pensar de nosotros Su Señoría!

—¡Lula, si supieras el color que tienen tus mejillas!

De pronto… cambiamos de dirección. A través de un sendero poco practicable y poco visible comenzamos a circundar una montaña. Estábamos en una garganta que se cerraba cada vez más, pero dentro de ella, se abría otra, lateral, secundaria, y trotamos en medio de cimas y pendientes nuevas, a veces completamente al borde de la montaña… la cosa era lateral… árboles nuevos, hierba, rocas idénticas más completamente distintas, nuevas y continuamente marcadas por aquella perpendicularidad, a partir del momento en que nos desviamos de la carretera principal. Sí, sí, pensaba, debe de haber realizado algún pecadillo, algo tiene en la conciencia.

¿Qué cosa? Un pecado. ¿Qué pecado? El estrangulamiento del gato. Tonterías, ¿qué pecado podía haber en estrangular a un gato…?, pero aquel hombre en sotana salido del confesionario, de la iglesia, de la oración, surgió en la carretera, se subió en la calesa y de inmediato el pecado, la conciencia, el delito, la expiación, tiru-liru-lá, tiru-liru-lá, qué bello tiru-liru-lá… Se subió en la calesa. Y aquí está. El pecado.

El pecado, es decir que aquel colega, el colega sacerdote mueve sus dedazos mientras algo le pesa en la conciencia. ¡Igual que yo! Somos compañeros y hermanos, ¡cómo mueve y remueve sus grandes dedos!, los mueve sin darse tregua. ¿Habrán estrangulado algo esos dedos? Un paisaje del todo nuevo, invasión de rocas, de nuevo una cúpula estupendamente verde, un verde sereno, oscuro como la sombra, los pinos, una sombra celestialmente azul, Lena frente a mí y sus manos y toda esta trama de manos —mis manos, las manos de Lena, las manos de Ludwik— había tenido una revitalización debido a las manos del sacerdote con sus gordos dedazos, pero no me era posible dedicarle suficiente atención, por el viaje, las montañas, la perpendicularidad de esta garganta. ¡Dios mío, Dios misericordioso!, ¿por qué no es posible concentrar la atención en nada? El mundo es cien millones de veces demasiado opulento, ¿qué haré con mi distracción?, adelante, está bien, hombre, baila la danza de las montañas…

—Lula, déjame en paz.

—Lulo, retírate.

—No puedo, Lula, se me durmió la pierna.

Avanzamos, adelante, avanzamos, seguimos, adelante, está bien, algo resulta claro, aquel pájaro había aparecido demasiado arriba y está bien que el colega sacerdote masculle algo aquí abajo, avanzamos, avanzamos, movimiento monótono, nos llega un flujo enorme, nos sobrepasa, traqueteo, trote, calor, sudor; hemos llegado.

Eran las dos de la tarde. Un lugar amplio, una especie de pradera, una colina, pinos y abetos, muchas piedras en la pradera. Una casa. De madera, con un porche. Detrás de la casa, en la sombra, la calesa en la que viajan los Wojtys y Fuks con la otra pareja de recién casados. Aparecieron junto a la puerta, ruido de voces, saludos, cómo viajaron, cuánto hace que llegaron, un momento, esta bolsa, aquella, perfectamente, León, ocúpate de las botellas…

Pero parecían llegados de otro planeta. Y nosotros también. Nuestra presencia aquí era una presencia «de otro lugar»… y esta casa era simplemente otra casa… y no aquella, la que habíamos dejado «allá».

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