Cosmos

Cosmos


Octavo

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La corteza de un árbol, nudos, ¿así que lo sabía?, de cualquier modo se imaginaba… ¿así que mi secreto no era un secreto…? ¿Pero qué sabía? ¿Cómo debía hablarle? ¿Normal o… íntimamente?

—¡Berg! —dije.

Me miró con aprobación. Una nube redonda de mariposas blancas voló sobre la pradera, desapareció detrás de las matas al margen del arroyo (porque allí había un arroyo).

—¿Ha bembergado? Muy bien. ¡Usted no tiene nada de imbécil! También yo bembergo. ¡Ahora bembergaremos juntos!, y le aseguro, señoritín de mi corazón, que debe mantener cerrado el hocico, con un triple candado, ni una palabra a nadie, porque si le viniera en mente palabrear de esto con, por ejemplo, mi adorable esposucona, mi exótica orquídea, entonces me vería obligado de inmediato a hacerlo salir de mi casa.

¡Fuera! ¡Fuera! ¡Atentar contra el lecho de mi hija predilecta! ¿Nos comprendemos? Por eso mismo y después de comprobar que es usted una persona digna de confianza, de acuerdo con el decreto b… b… inciso 12,137 queda usted admitido a mi diaria ceremonia bembergante, estrictamente confidencial, a mi bergceremonia con flores y perfume. En otras palabras, ¿cree que los he arrastrado hasta este sitio solo para ver un panorama?

—Entonces… ¿para qué?

—Para un festejo.

—¿Qué festejo?

—Un aniversario.

—¿Qué aniversario?

Me miró por un rato y después, piadosamente, extrañamente solícito, me confió:

—El aniversario del placer más intenso de mi vida. Hace ya de eso veintisiete años.

Me miró de nuevo con expresión mística, de santo o de mártir. Y añadió:

—Fue con la sirvienta.

—¿Qué sirvienta?

—Con una que teníamos en aquella época. Querido. Solo una vez lo he logrado, en toda mi vida, sin embargo aquello se efectuó de acuerdo con todas las reglas. Llevo este placer conmigo como si fuera el santísimo sacramento. ¡Una sola vez en la vida!

Calló, mientras yo contemplaba las montañas circundantes, montañas, tantas montañas, bosques, tantos bosques, rocas, tantas rocas, árboles, tantos árboles. Se llevó un dedo a la boca, se untó saliva en una mano, la examinó con atención. Después comenzó a hablar, simplemente, lentamente, fatigosamente.

—Debe saber, señoritín, que mi juventud fue solo así, así. Vivíamos en una pequeña ciudad llamada Sokolow, mi padre dirigía una cooperativa, usted sabe cómo son esos pueblos, es necesario hacer todo con prudencia, la gente se entera rápidamente de todo, en una pequeña ciudad se vive como en una casa de cristal, todo paso, cualquier movimiento, una mirada, son ya del dominio público, ¡Dios mío, yo me crie ahí! Y a pesar de que nunca me distinguía por mi osadía… es más, era tímido, retraído… ¡qué se yo…!, bah, por supuesto también me tocó paladear algún bocadillo cuando la ocasión se presentó, cada uno se las arregla como puede, ya lo creo. Pero poca cosa. Demasiado vigilado. Después, ve, apenas entré en el Banco me casé y un poco… a fin de cuentas… poca cosa también entonces, así, así, vivíamos comúnmente en poblaciones pequeñas, por consiguiente tras paredes de vidrio, se ve todo, además, vivía aún más vigilado, porque en un matrimonio uno observa al otro de la mañana a la noche, de la noche a la mañana, usted podrá imaginarse cómo me sentiría bajo la mirada penetrante de mi mujer primero, y después de mi hija, no solo eso, en el Banco uno siempre es observado y yo inventé para las horas de oficina este entretenimiento: trazar una línea en el escritorio y luego, poco a poco ir excavándola con la uña, pero ¿qué quiere?, viene el jefe de sección, ¿qué diablos está usted haciendo con la uña?, paciencia, de cualquier modo y en consecuencia de todo esto debí recurrir a pequeñas satisfacciones, clandestinas, casi invisibles; en una ocasión, imagínese usted, en Drohobycz, llegó una actriz de gran lujo, ¡toda una fiera! Un día en el autobús por casualidad le acaricié la mano, oh, señoritín mío, qué delirio, qué frenesí, una excitación indescriptible, un deseo loco de volver a repetir aquel acto, ¿pero cómo?, ni hablar, imposible, hasta que finalmente, en mi amargura, se me ocurrió una idea astuta: ¿por qué has de buscar otra mano cuando tú mismo tienes dos?, no me lo va a creer, pero con cierto adiestramiento se llega a tal perfección que una mano puede excitar a la otra, por ejemplo, bajo la mesa, cuando nadie ve, y también si vieran, qué importa, las propias manos pueden tocarse y también tocar las caderas, uno puede tocarse una oreja con el dedo, el placer de hecho es cuestión de voluntad, de intención, si usted se las ingenia encontrará un mundo ilimitado de diversiones en el propio cuerpo, no pretendo que demasiadas, pero siempre es mejor algo que nada, claro que preferiría una odalisca…, pero como no la tengo…

Se levantó, hizo una reverencia y canturreó:

 

¡Cuando no tienes lo que amas, entonces ama lo que tienes!

 

Otra reverencia. Se sentó.

—Por consiguiente, no me puedo quejar. Algo me ha dado la vida. Otros han obtenido más, ¡qué se le va a hacer!, pero, veamos, ¿quién me garantiza que hayan tenido más? Cada uno cuenta historias, presume que si con esta, si con aquella, en realidad es algo que uno nunca sabe, de vuelta en la casa te quitas los zapatos, te acuestas contigo mismo, ¿entonces?, ¿a qué viene toda esa palabrería?, en vez de eso, yo me dedico a proporcionarme mis pequeños placercitos, no solo los eróticos, me divierto como un príncipe también con las bolitas de miga, o limpiando los

pince-nez; por lo menos durante dos años he practicado esta diversión, los otros me llenan la cabeza con asuntos familiares, de trabajo, con la política, y yo, como si nada, limpio mis

pince-nez… ¿qué decía?, ah, sí, no puede imaginarse cómo uno se agiganta gracias a esas pequeñeces, es increíble, el hombre se convierte en cíclope, se siente el país entero bajo la planta del pie y es como si estuviera a centenares de kilómetros de distancia, en las fronteras sudorientales, además el talón del pie puede proporcionar también algunas satisfacciones, todo depende de la intención, del punto de vista, ¿me entiende?, ¿si un callo puede producir dolor por qué entonces no ha de proporcionar también placer? ¿Y el deslizar la lengua por entre las ranuras de los dientes? Así, pues, decía… el epicureísmo, es decir, el placer, puede ser de dos tipos, primum: jabalí, toro, león, secundum: pulga, mosquito, ergo puede ser en grande y en pequeña escala; si se trata de este último tipo, entonces se requiere una capacidad especial para microscopiar, para disgregar, es necesaria una justa división, si come un caramelo las etapas pueden ser las siguientes: primum tomarlo, secundum desenvolverlo, tertium llevárselo a la boca, quartum jugar con la lengua, con la saliva, quintum tomarlo con la mano, observarlo, sextum triturarlo con los dientes… para quedarnos solo en el ámbito de esas cuantas etapas, como ve, uno puede pasarlo sin

dancings, ni

champagne, cenas íntimas, caviar, escotes, frufrús, medias de seda, pantaletas, senos, sin arquear el cuerpo, sin ayuntarse, ja, ja, ja, ay, ay, ¡cómo se permite usted!, ja, ja, ja, ay, ay, ay, jo, jo, jo, ju, ju, ju, acariciar una nuca. Me quedo en cambio en la casa, con la familia, cenamos, converso con los huéspedes, y no obstante disfruto en secreto de deleites dignos de un café cantante parisino, calladito, calladito. ¡Veremos si logran descubrirme! No, jamás me descubrirán, ja, ja, ja. Todo consiste en saber conformarse internamente con placercititos, con deseititos, que son como abanicos de plumas dignos de la corte de Solimán el Magnífico. Los golpes de cañón son importantes, pero también lo es el tañido de las campanas.

Se levantó, hizo una reverencia y canturreó:

 

¡Cuando no tienes lo que amas, entonces ama lo que tienes!

 

Otra reverencia. Se sentó.

—Con toda seguridad usted me considera un poco chiflado.

—Un poco.

—Muy bien, considéreme así, eso facilita las cosas. También yo juego un poco a estar loco, para facilitar las cosas. Si no me las facilitara todo se me volvería demasiado complicado. ¿Ama usted las satisfacciones?

—Sí.

—¿Y los placeres?

—También.

—¿Ha visto, hermoso señoritín, cómo al final hemos acabado por entendernos…? Es muy sencillo. El hombre… ama… ¿no es así? Ama. Amórulo. Amorúloberg.

—¡Berg!

—¿Qué dice?

—¡Berg!

—¿Cómo debo entenderlo?

—¡Berg!

—¡Basta! ¡Basta! No…

—¡Berg!

—¡Ja, ja, ja! ¡Cómo me ha desbembergado! ¡Qué mosca muerta! ¿Quién lo hubiera creído? Usted es un gran bembergador, un bembergador de pura sangre. ¡Fuera! ¡De prisa! ¡Prisamberg!

Yo observaba la tierra… de nuevo observaba la tierra, con los hilos de hierba… los terrones… ¡Millares y millares!

—¡Lamer!

—¿Qué?

—Digo que lamer, lamerbergberg, o tal vez escupir adentro.

—¿Pero qué dice usted?, ¿qué está diciendo? —grité.

—Escupir adentro con el bemberg en el berg.

Pradera. Árboles, el tronco. Una coincidencia. Una pura casualidad. Nada de alarmarse.

Era una mera casualidad el que hubiera hablado de «escupir adentro»… pero no en la boca… ¡Calma! ¡De cualquier manera no se trata de mí!

—Esta noche festejaremos.

—¿Qué cosa?

—Esta noche haremos una peregrinación.

—Usted es muy devoto —le dije, mientras él me miraba con la misma preocupación de poco antes. Luego añadió con fervor, pero también con modestia—: ¿Cómo podría no ser devoto?, ya que la devoción es ab-so-lu-ta-men-te, ri-gu-rosamen-te necesaria; sin ella no podría existir ni el más insignificante placer, ¿qué estoy diciendo? Yo nada sé, de vez en cuando me siento perdido, como si deambulara por un gran claustro, usted debe comprenderme, se trata de la religión y de la santa misa de mis placeres, amén, amén.

Se levantó, hizo una inclinación, murmuró:

Ite missa est!

Otra reverencia. Se sentó.

—El meollo está en el hecho —dijo en tono muy decidido— de que Leoncito Wojtys en su triste vida no ha tenido más que un solo espasmo, un espasmo que podría calificar de total… y eso ocurrió hace veintisiete años. Un aniversario. No completamente redondo, porque aún falta un mes y tres días. Ellos creen —se me acercó— que los he traído a contemplar un panorama. La verdad es que los he arrastrado hasta este lugar donde yo y aquella sirvienta… hace veintisiete años, menos un mes y tres días… En peregrinación. La mujer, la hija, el yerno, el sacerdote, los Lulos, los Tolos, todos en peregrinación a mi placer, a mi berg, bergante, deslizberg y a la medianocheberg los bembergaré hasta aquel lugar donde entonces con mi berg en el berg, bergamos berg con berg. ¡Que participen ellos también! Peregrinacionberg y placerberges, ¡ja, ja!, ¡ellos no lo saben! Solo usted.

Sonrió.

—¡No les debe decir nada!

Volvió a sonreír.

—¿Está bembergando? También yo bembergo. Así que podremos hacer una buena bembergada juntos.

Sonrió.

—¡Vaya, vaya! Ahora quiero permanecer solo, deseo prepararme devotamente para mi misa, quiero recordar todo con religiosa escrupulosidad, quiero rehacer la fiesta, la fiesta, la fiesta, la fiesta, la fiesta suprema, déjeme solo, para que en el recogimiento y la plegaria pueda purificarme y prepararme para la ceremonia del placer, el sagrado desliz de mi existencia en aquel día memorable… ¡Váyase, ahora, por favor! ¡Hasta luego!

La pradera… árboles… las montañas con el sol poniente.

—No crea que es un acto de senilidad… Finjo estar un poco loco solo para facilitar las cosas… En realidad soy un sacerdote y un obispo. ¿Qué hora es?

—Las seis.

Era evidente que la historia del «escupir adentro» había sido solo una coincidencia, no podía saber la presencia en mí de la boca de Lena, no, no sabía nada, a pesar de todo es extraño que las coincidencias resulten más frecuentes de lo que se pueda suponer, la viscosidad, las cosas, se buscan una a otra, los acontecimientos y fenómenos son como las bolitas magnéticas que se buscan y que cuando se encuentran cerca, ¡plaff!… se unen… el hecho de que hubiera descubierto mi deseo por Lena, bah, quería decir que se trataba de un verdadero experto, y por ello podía ser él quien había colgado el gorrión, las flechas eran obra suya, el palito, ¿acaso también la vara…?, era posible… sí, debía ser él… sin embargo, resultaba extraño, muy extraño, pues fuera o no él, el hecho no tenía la menor importancia, nada cambiaba el que fuera este o aquel, el gorrión y el palito estaban allá… con la misma intensidad, para nada debilitada, ¡Dios!, ¿no había pues salvación posible? Era muy perturbadora, demasiado perturbadora aquella coincidencia que nos unía, esos extraños engranajes, a menudo casi invisibles, como, por ejemplo, el que también él… amara lo pequeño, sus actos se encadenaban extrañamente a los míos, debía haber algo en común entre nosotros… pero ¿en qué consistía ese algo…? ¿Tal vez me acompañaba, me empujaba, me dirigía? A momentos tenía la impresión de colaborar con él, como si se tratara de un parto difícil —como si entre los dos debiésemos parir algo—, un momento, un momento, por otra parte (¿una tercera parte?, ¿cuántas partes van ya?), no podíamos olvidarnos de aquel «yoísmo», o sea el «cada quien en lo suyo», era posible que ahí se encerrara la clave del misterio, la clave de todo aquello que se mezclaba, se cocinaba, ah, aquel «cada quien en lo suyo» parecía convertirse en una marea creciente en torno a él, del cura, de Tolek, de Jadeczka, había en todo ello algo atrozmente fatigoso, aquel algo se me aproximaba como un bosque, decimos «un bosque», ¿pero qué sentido tiene ese término?, ¿de cuántos pequeños detalles se compone cada hojita de un árbol?, decimos «un bosque», pero esa palabra se apoya en el desconocimiento, en la ignorancia, en lo remoto. La tierra. Terrones. Guijarros. Se queda uno descansando en un día radiante en medio de cosas comunes, cotidianas, conocidas desde la infancia, la hierba, la maleza, el perro (o el gato), la silla, hasta descubrir que todos los objetos constituyen un ejército gigantesco, una multitud inagotable. Sentado en el tronco, como si fuera una valija, parecía estar a la espera de un tren.

—Esta noche haremos una peregrinación al sitio de mi deleite supremo, aquel de hace veintisiete años menos un mes y tres días —me levanté. Al parecer no quería dejarme ir sin darme una información precisa, tenía prisa—. Esta noche tendrá lugar un bembergum secreto y solemne. Habéis venido aquí para festejar mi Gran Espasmo con aquella sirvienta, de la que ya he hablado, la sirvienta en el refugio…

Gritaba, yo me alejaba… árboles… montañas… sombras que parecían buitres…

Caminaba, el aroma de la hierba amarillenta, rojiza, lleno de florecitas, aromas, aroma, que se parecía y no se parecía al de allá, jardincito, muro, Fuks y yo nos acercamos, seguimos la línea, seguimos la línea trazada por aquel pedazo de madera, nos acercamos, el fin de la lejanía después de haber pasado el terreno de los árboles blanqueados con cal y el mundo del patio trasero abandonado, zarzas y basura… después el olor de orina o de otra cosa, la orina en el calor y el palito que nos esperaba en medio de aquel calor nauseabundo y enloquecedor para combinarse más tarde, no inmediatamente, sino más tarde, con la vara tendida sobre la basura, la portezuela semicerrada, la vara que nos lanzaba al cuarto de Katasia, la cocina, la llave, la ventana, la hiedra y aquel claveteo ensordecedor, el martilleo de Bolita en el tronco, los golpes sobre la mesa del cuarto de Lena y yo, que de pronto me encontré sobre un abeto, ramas, agujas, fronda y encima de todo la tetera, la tetera que me lanzó contra el gato… el gato… el gato… yo y el gato… yo con el gato, allá, aquella vez, ¡qué horror!, algo como para vomitar, me liberaré… pensaba con calma, con sueño, la pradera, caminaba lentamente, mirando bajo los pies, contemplaba las florecitas, y de pronto me encuentro cogido en una trampa cuando menos lo esperaba.

Una trampa hecha de nada, banal… Frente a mí había dos piedras, de regular tamaño, una a la derecha, la otra a la izquierda, más allá, a la izquierda, se entreveía una mancha color café, un hormiguero, y todavía más a la izquierda una raíz negra, podrida —todo alineado bajo el sol, recocido por el calor, definido por la luz— atravesaba ya entre las piedras cuando en el último instante me desvié y pasé entre la piedra y el hormiguero, se trataba de una desviación mínima, una cosa de nada, habría podido pasar por ahí… sin embargo, esa insignificante desviación no se justificaba, lo que pareció desconcertarme… entonces, mecánicamente me volví a desviar una nueva vez para pasar como me lo había propuesto originalmente, es decir, entre las dos piedras, pero encontré una dificultad, mínima, sí, de acuerdo, surgida del hecho de que después de dos desviaciones mi primera intención asumía el carácter de una decisión, mínima también, pero, de cualquier manera, una decisión. Lo que no se justificaba, pues la perfecta indiferencia de esos objetos en la hierba no ameritaba el tener que tomar una decisión…

¿Cuál era la diferencia entre pasar por aquí o por allá? Además, el valle adormecido en medio de sus bosques, de sus moscas… Paz. Calma, somnolencia, sueño. Me sumerjo, miro intensamente, soy todo oídos. Decido en esas condiciones atravesar por en medio de las dos piedras… pero los pocos segundos transcurridos han transformado mi decisión en una decisión todavía más terminante, ¿cómo decidirse si no hay diferencia alguna…? Me detengo de nuevo. Esta vez furioso, muevo un pie para pasar como intentaba hacerlo al principio, entre la piedra y el hormiguero, pero pienso que si pasara entre la piedra y el hormiguero después de haber retirado el pie ya unas tres veces, no se trataría de un simple paso sino de algo mucho más serio… elijo, pues, el camino entre la raíz y el hormiguero… pero entonces advierto que pasar por ahí equivale a tener miedo…

Decido pues, otra vez, pasar entre la piedra y el hormiguero, ¡caramba!, qué me pasa, no voy a detenerme aquí, a mitad del camino, o sea… o sea… no voy a estar aquí combatiendo, ¡Dios mío!, contra fantasmas… ¿Qué ocurre? Una dulce somnolencia cálida y soleada rodea la hierba, las flores, las montañas, no se mueve una brizna de hierba. Ni siquiera yo me muevo. Estaba inmóvil, parado. Sin embargo, mi inmovilidad parecía cada vez más irresponsable, hasta demente, no tenía derecho a quedarme así…

¡Imposible! ¡Debía avanzar…! Pero no me movía. Y entonces en aquella inmovilidad, mi inmovilidad se identificó con la inmovilidad del gorrión «allá» entre la maleza, con la inmovilidad del conjunto que, inmóvil se inmovilizaba allá… gorrión-palito-gato, y con aquel otro conjunto inanimado, inagotable en el que la inmovilidad se acumulaba, como aquí en esta pradera mi inmovilidad creciente, mi incapacidad para moverme…

Entonces me moví. Desvanecí de golpe toda imposibilidad de moverme, sin ulteriores dificultades me fui sin siquiera darme cuenta qué camino elegía, tan carente de importancia era todo aquel asunto, pensaba en cambio en otra cosa, en que por estar en la parte alta de las montañas, el sol se ocultaba antes. Y de hecho ya a esa hora el sol había descendido. Caminé en dirección a la casa, silbaba, encendí un cigarrillo, no me quedaba sino un recuerdo brumoso de aquella aventura, casi el residuo subconsciente de algo que no había sucedido.

Al fin la casa. Nadie. Las ventanas y las puertas abiertas, subo, vacío por doquier, me acuesto, reposo, cuando bajo las escaleras, Bolita, en el vestíbulo.

—¿Dónde están los demás?

—Salieron a dar un paseo. ¿Quiere un poco de vino fresco?

Me sirvió y nació entre nosotros el silencio —triste, cansado, resignado—, no escondíamos el no tener deseos de hablar, o, mejor dicho, el no poder hacerlo. Bebí el vino frío a pequeños sorbos, ella se apoyó contra el marco de la ventana, miraba hacia afuera, parecía estar a punto de reventar después de una larga marcha.

—Mire, señor Witold —dijo sin pronunciar la d final, lo que le ocurría cuando estaba muy nerviosa—, ¿se ha dado cuenta de lo que hace esa puta? Ni siquiera respeta la presencia de un hombre de la iglesia la muy desvergonzada. ¿Qué se imaginan? ¿Que soy la madrota de un burdel? —gritó encolerizada—. ¡Eso sí que no lo acepto! ¡Les voy a enseñar cómo se comporta uno cuando está en visita! Y ese payaso en pantalones de golf es todavía peor, qué horror, señor Witold, si fuera ella sola la que hiciera los avances, pero él hace lo mismo, ¿se ha visto jamás que un marido coquetee junto con su mujer para conquistar a otro hombre? Es inconcebible, él la arroja a los brazos del otro, ¡y en plena luna de miel!, jamás se me habría ocurrido que mi hija pudiese tener semejantes amistades, desprovistas totalmente de moral y educación, todo en contra de la pobre Jadeczka, se encarnizan contra ella para arruinarle la luna de miel, señor Witold, he visto muchas cosas en la vida, pero algo como esto jamás me había tocado presenciar, no toleraré esas puterías bajo mi techo.

Luego preguntó:

—¿Ha visto a León?

—Sí, lo encontré hace un rato; estaba sentado en un tronco.

Terminé mi vino frío, quería decir todavía algo, pero ni ella ni yo teníamos deseos de hablar, ¿qué objeto tenía hablar? Estábamos demasiado lejos… estábamos tras las montañas y los bosques, estábamos… estábamos más allá…

Y de nuevo en la pradera, esta vez, sin embargo, me movía en dirección opuesta.

Buscaba a los demás. Las manos en los bolsillos, la cabeza gacha, meditaba profundamente, carente todavía de ideas, como si alguien me las hubiera extraído. La garganta del valle con sus penachos de árboles, con sus cumbres boscosas, las jorobas de las montañas, me llegaba pero desde atrás, como un ruido, como el rumor de una cascada lejana, como un acontecimiento del Viejo Testamento o la luz de una estrella.

Frente a mí la hierba inconmensurable. Levanté la mirada… las carcajadas burlescas llegaron a mis oídos… vislumbré al grupo a través de los árboles, Lulo eres formidable, Lula, déjame, no puedo más, camisetas, pañuelos, pantalones de golf, caminaban en desorden, cuando me vieron comenzaron a hacerme señas y yo se las contesté.

—¿Dónde se había metido usted? ¿Dónde estabas? Nosotros llegamos hasta allá, hasta aquella colina…

Me uní a ellos y caminé a su lado, en dirección al sol, el cual, por otra parte, no era ya visible… había quedado tan solo una gran nada solar, una especie de vacío solar que manifestaba la tensión que emanaba de atrás de las montañas, como de una fuente secreta… inflamando el cielo violeta, intensamente radiante, pero lejano de la tierra.

Miré en mi derredor, todo se transformaba, había aún claridad, pero era ya el anuncio de la apatía, de la abulia y la desgana, una especie de vuelta de llave en la cerradura, las montañas, las colinas, las piedras, los árboles, todo aquello existía ya únicamente por sí mismo, sin ningún otro fin. La alegría de nuestro grupito tenía algo de cacofónico… sonidos semejantes a vidrios rotos, nadie caminaba al lado de nadie, cada quien iba por cuenta propia, los Lulos a un lado, ella delante, él a su espalda, con rostros voluptuosos, pero la malevolencia emanaba de esos rostros… En el centro Lena con Ludwik y Fuks, un poco más atrás Tolek y Jadeczka, y, a sus espaldas, el sacerdote. Desparramados. Me parecieron demasiados. «¿Qué hacer con tanta gente?», pensé atemorizado.

Fuks saltaba feliz, me saludaba; gritaba:

—Defiéndame, por favor, Lena.

—No lo ayudes, Lena —era Lula—, él no está en luna de miel.

Y Fuks exclamaba:

—Yo siempre estoy en luna de miel, para mí la luna de miel dura eternamente.

Y Lulo:

—¿Qué le pasa?, ¿de qué miel habla?

Lena reía discretamente…

La miel, la miel pegajosa de la luna de miel de las tres parejitas… de parte de Jadeczka aquello se transformaba en una miel «para sí», «toda suya», como algunos aromas, porque «uno es como es», y, además, no se baña, para qué, o si lo hiciera, lo haría con entera seriedad, para sí, por higiene, no para agradarle a alguien. Los Lulos atacaban a Fuks, pero su objetivo real era Jadeczka, Fuks no era sino una banda de billar… él lo sabía, pero, extasiado ante el hecho de que por fin alguien lo utilizara como blanco, casi bailaba, en un éxtasis color de rosa, él, la víctima de Drozdowski, hacía ahora, en medio de su alegría mediocre gracejos increíbles. Cuando Fuks bailaba al lado de Tolek y de Jadeczka ellos se mantenían en un silencio condenado a sí mismo, ligeramente repelente. A mis pies la hierba… nada más que hierba… compuesta de tallos y hojas cuyas situaciones propias… —inclinaciones, heridas, soledades, magulladuras, resequedades— se me aparecían furtivamente, como si bailaran, huidizas, absorbidas por el conjunto de la hierba que se extendía sin tregua hasta las faldas de las montañas…

Caminábamos lentamente. La risa de Fuks era aún más estúpida que las travesuras de los Lulos. Me asombraba su imbecilidad, el inesperado

crescendo de su imbecilidad, me asombraba aún más la miel. La miel crecía. Aquello había comenzado por la «luna de miel». Ahora esa miel se había convertido, por obra de Jadeczka, en algo más específico… siempre más repugnante… a lo que también había contribuido el sacerdote con el movimiento incesante de sus dedos…

Esa miel, amorosa pero un poco repulsiva, que se ligaba un poco conmigo. ¡Ah, las ligas! ¡Basta con aquel afán de unir…! ¡Con las asociaciones!

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