Cosmos

Cosmos


Noveno

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Me resulta difícil contar el resto de esta historia. Ni siquiera sé si se le puede llamar historia a esto. ¿Es posible definir como historia esta constante acumulación y disociación… de elementos…?

Cuando salí y vi al sacerdote haciendo muecas raras con la boca me quedé petrificado.

¿Qué era aquello? ¿Qué hacía? Si la superficie terrestre se hubiera resquebrajado y hubieran comenzado a surgir larvas subterráneas mi estupor no hubiera sido mayor. No bromeo. Era yo el único que conocía el secreto de las bocas. Nadie sino yo había sido introducido en la aventura secreta de la boca de Lena. ¡El sacerdote no tenía derecho a estar informado! ¡Aquello me pertenecía! ¿Con qué derecho entrometía su propia boca?

Pero entonces comprendí: estaba vomitando. Vomitaba. Así pues su justificación era aquel vómito miserable y desafortunado. Por lo visto se había emborrachado.

Menos mal. No se trataba de nada grave.

Me vio y sonrió abochornado. Quería decirle que se acostara y durmiera un poco, pero entonces salió de la casa otra persona.

Jadeczka. Pasó a mi lado, se alejó unos cuantos pasos rumbo a la pradera, se detuvo, se llevó la mano a la boca y vi bajo la luz de la luna su vomitante boca. Vomitaba.

¡Vomitaba! Su boca vista por mí tenía una justificación al vomitar —he ahí por qué la observaba—, ¿si vomitaba el sacerdote por qué no iba también a vomitar ella? ¿De acuerdo? ¡Claro que sí! Bueno, pero… Pero, pero, pero, si el sacerdote vomitaba, entonces ella no tenía por qué vomitar. Su boca era el eco de la boca del sacerdote… como el colgamiento del palito había dado paso al colgamiento del gorrión —como el colgamiento del gato había dado importancia al colgamiento del palito— igual que el martilleo dio importancia a los golpes, igual que mi berg había acentuado el otro berg.

¿Por qué me agredían sus bocas vomitantes? ¿Qué sabían esas bocas de la boca que yo llevaba oculta? ¿De dónde provenía aquel monstruoso molusco bucal? Tal vez lo único que me quedaba por hacer… sería retirarme. Me retiré. Pero no regresé a la casa, me dirigí a la pradera, estaba harto de esa historia, la noche estaba contaminada por la luna que la atravesaba al navegar, inanimada, muerta, por sobre las copas de los árboles, una gloria, y, en torno a ellos, grupos innumerables, cortejos, murmullos, juegos… una noche verdaderamente embriagadora. No volver, no volver, no volver, hubiera querido no volver más, saltar sobre el vehículo, un latigazo a los caballos, marcharme para siempre… Sí, pero… Una noche estupenda. A pesar de todo me divertía bastante. Sí, pero era ya imposible prolongar ese estado de cosas, en realidad me sentía enfermo. Una noche estupenda. Enfermo, sí, enfermo, pero no demasiado. La casa desapareció tras la colina, caminaba sobre el prado que aquí, cerca del riachuelo era suave y mullido, pero ¿qué había en aquel árbol?, ¿qué clase de árbol era?, ¿qué sucedía con aquel árbol…?

Me detuve, veía un grupo de árboles y uno de ellos era distinto a los otros, o más bien, era como los otros, pero debía tener algo que me llamó la atención, qué, qué podía ser: su densidad o el peso, lo pesaba con la impresión de pesar un árbol «demasiado pesado», terriblemente «pesado»… Me detuve, me dirigí hacia allá.

Al acercarme tuve la seguridad de que iba a encontrar algo. Al principio no había sino abedules dispersos, después, inmediatamente después, los pinos, más densos, más oscuros. No me abandonaba la impresión de acercarme a un «peso».

Miré en derredor mío.

Un zapato.

Una pierna colgaba de un pino. Pensé «un pie», pero no estaba seguro… Otro pie. Era un hombre… colgado… lo observé, un hombre… los pies, los zapatos, más arriba se suponía la existencia de la cabeza, inclinada, el resto estaba oculto por el tronco del árbol, por la oscuridad del follaje…

Miré a todos lados. Nada, silencio, paz, volví a observar. Un hombre colgado. Conocía aquel zapato amarillo, era igual a uno de Ludwik. Moví una rama y vi la chaqueta de Ludwik y su rostro. Era Ludwik.

Ludwik.

Ludwik colgado con su propio cinturón.

¿Ludwik? Ludwik. Colgado. Por unos momentos traté de acostumbrarme a esa idea…

Colgado. Si estaba colgado es que debía de haber razones para ello y traté de encontrarlas, comencé a hacer suposiciones, colgado, ¿quién podría haberlo colgado?, ¿se habría colgado por su propia voluntad?, cuando lo vi poco antes de cenar me había pedido una navaja de afeitar, estaba tranquilo, durante el paseo se había comportado como siempre… y, sin embargo, se había colgado… la cosa debía de haber sucedido una o dos horas atrás… estaba colgado… de algún modo debió haber ocurrido, seguramente había causas, solo que no podía encontrarlas, nada, nada, sin embargo el río en que fluyen todas las cosas debió de haber formado un remolino que yo no conocía, algo tenía que haber ocurrido, relaciones, implicaciones… ¡Ludwik! ¿Por qué Ludwik? Más bien León, el sacerdote, tal vez Jadeczka, hasta Lena… ¿pero Ludwik?, ¡no! No obstante era un hecho… que colgaba, un hecho ludwikiano colgado, que pendía ciegamente de la cabeza, una especie de toro degollado, un hecho gigantesco bajo el pino, con sus zapatos amarillos…

En cierta ocasión me ocurrió que un dentista no lograba aferrar la muela que debía sacarme, quién sabe por qué sus pinzas resbalaban… me pasaba lo mismo con este hecho que colgaba pesadamente, no lograba aferrarlo, se me resbalaba, no encontraba la manera, me sentía impotente, lo cierto es que de alguna manera aquello debió de haber ocurrido, puesto que había ocurrido… Miré con profunda atención hacia todas partes.

Me tranquilicé. Posiblemente porque algo había comprendido…

Ludwik.

El gorrión.

Estaba claro, en ese momento observaba a aquel colgado igual que en otra ocasión había contemplado al gorrión.

Y ¡pam, pam, pam, pam! ¡Uno, dos, tres, cuatro! El gorrión colgado, el palito colgado, el gato estrangulado-colgado, Ludwik colgado. Todo se volvía coherente. Todo encajaba a la perfección. Un cadáver absurdo que de pronto se convertía en un cadáver lógico. Solo que aquella lógica era densa… demasiado mía… personal-especial… privada…

No me quedaba otra opción sino la de pensar. Pensaba. Me esforzaba en fabricar, pese a todo, una historia comprensible. Pensaba: ¿Y si hubiera sido él quien colgó el gorrión?, ¿si hubiera sido él quien dibujó las flechas, colgó el palito y se divirtió con ese género de bromas…?, una manía extraña, la manía de colgar que lo había al final conducido a colgarse… ¡un maníaco! Recordé las palabras de León cuando estábamos sentados en el tronco, y que me parecieron más bien sinceras: que él, León, no tenía nada en común con esas cosas. ¿Así que Ludwik? Una manía, una obsesión, una locura…

O tal vez cabía otra posibilidad que seguía la línea de la lógica normal: Ludwik había sido víctima de una celada, de una venganza, alguien lo perseguía, lo cercaba con aquellas señales, le sugería la idea de la horca… ¿Pero quién podría ser? ¿Alguien de la familia? ¿Bolita?, ¿León?, ¿Lena?, ¿Katasia?

Otra probabilidad también «normal»: quizá él no se había ahorcado. Tal vez lo habían asesinado, ¿estrangulado primero y después colgado? Aquel sujeto que se divertía en colgar pequeñeces, aquel maníaco, aquel demente tal vez había deseado finalmente colgar algo más pesado que un palito… Pero ¿quién, quién? ¿León? ¿Katasia? No era posible, Katasia se había quedado allá… ¿Y eso qué importaba? Podía llegar hasta ahí clandestinamente, por mil demonios, ¡cómo no!, muy bien había podido ocurrir así, las posibilidades y las combinaciones eran infinitas… ¿Y Fuks? Fuks podía haberse contagiado de la manía de colgar, la había asimilado y… podía, podía. Pero no, durante todo el tiempo había estado con ellos. ¿Entonces? Si resultaba que había sido él encontrarían una laguna en el tiempo, todo puede encontrarse en el caldero sin fondo de los acontecimientos. ¿Y el sacerdote? Millones y millones de hilos podían relacionar sus enormes dedos con este ahorcado…

Podían… ¿Y los montañeses? ¿Dónde estaban los montañeses que habían conducido los carros hasta aquel sitio? Sonreí a la luz lunar ante la plácida idea de que la mente es impotente frente a la realidad que la supera, la anula, la burla… No existe una posibilidad irrealizable… Toda trama es posible…

Sí… pero los hilos eran frágiles… frágiles… y ahí había un colgado, un brutal colgamiento. Y su brutalidad colgada se unía perfectamente con pam, pam, pam, pam, con el gorrión-palito-palo, era como decir a, b, c, d, como contar uno, dos, tres, cuatro.

¡Qué perfección! ¡Qué meticulosa lógica!, una lógica subterránea, sin embargo. Una evidencia que nos sacude, pero, que, no obstante, se mantiene siempre subterránea.

Esa lógica subterránea que pam, pam, pam, pam, saltaba a los ojos, se disolvía en la insignificancia de los detalles como en la niebla (pensaba yo) tan pronto como se pretende constreñirla al orden normal y lógico de las cosas. ¡Cuántas veces no había discutido eso con Fuks! Es posible hablar de una relación lógica entre el gorrión y el palito, reunidos por aquella flecha apenas visible en el techo de nuestra habitación —tan poco visible que solo por una casualidad la habíamos descubierto—, ¿tan poco visible que nos habíamos visto obligados a completar su trazo con nuestra imaginación?

Descubrir la flecha, llegar al palito… ¡Había sido como buscar una aguja en un pajar!

¿Quién —Ludwik o quién otro— había podido crear signos tan sutiles?

¿Cuáles eran las ligas que podían unir al gorrión y el palito con el gato, si yo mismo había ahorcado al gato? Pam, pam, pam, pam, el gorrión, el palito y el gato, ¿tres colgamientos? Claro que sí, tres, aunque el tercero fuera obra mía, y hubiera sido yo quien estableciera esa tercera rima.

¿Quimeras?, ¿alucinaciones?, bueno, sí, pero el colgado pendía a mi lado, ¡pam, pam, pam, pam… a, b, c, d… uno, dos, tres, cuatro! Quería acercarme, tocarlo tal vez, pero retrocedí un poco. Ese pequeño movimiento mío me espantó, como si cualquier movimiento en presencia de un cadáver fuera algo poco delicado, algo incorrecto. El horror de la situación en que me hallaba —se trataba desde luego de una situación horrible— estribaba en el hecho de que frente a él estaba yo, como había estado frente al gorrión. Maleza allá, maleza aquí. Un colgado allá, un colgado aquí. Miré a mi derredor… ¡Qué espectáculo! Las montañas se elevaban hasta el cielo cubiertas en gran parte por centauros, cisnes, navíos, leones con melenas luminosas, abajo una Scheherezada de las praderas y de los macizos de flores, de blancura temblorosa, ah, aquel globo muerto, luminoso, con su luz prestada… aquella luminosidad postiza, debilitada, nocturna, contaminaba y lo envenenaba todo, como si se tratara de una enfermedad. Y las constelaciones de estrellas, inverosímiles, artificiales, inventadas, la obsesión de un cielo luminoso.

Pero el cadáver principal no era la luna sino Ludwik… el cadáver bajo el árbol igual que el cuerpo del gato había pendido del muro, pam, pam, pam, pam…

Hice un movimiento con el objeto de retirarme, ¡ojalá hubiera podido! Por lo visto no llegaba el momento preciso…

¿Qué hacer? Lo más sabio sería simular no haber visto nada, dejar que las cosas siguieran su propio curso… ¿por qué inmiscuirme? En eso pensaba cuando me asaltaron una vez más las bocas. Eran bocas un tanto confusas, la boca masticadora de León, las bocas vomitantes, las de Katasia y Lena, todas esas bocas… un poco aunque no demasiado… me rodearon, también yo movía la boca.

Movía la boca como para rechazar algo. Pensé con rabia en una cosa indefinida, como si dijera: «no mover la boca, precisamente aquí»… Y en efecto, ¿qué sentido tenía mover la boca junto al cadáver? Mover la boca junto a un cadáver no es igual a moverla en otra parte. Espantado, comencé a caminar.

Mientras tanto me obsesionó aquello de lo que un momento atrás había tenido miedo: pensé en mirar la boca del cadáver. Tal vez no era ese pensamiento el que me causaba espanto, pero imaginaba algo por ese estilo… que mi deseo de abandonar el cadáver tenía por fuerza la intención de atacar, de provocar al cadáver.

Me espanté, pero entonces el impulso se volvió más fuerte… y era natural…

Sí, pero la cosa no era nada fácil… era necesario separar las ramas, hacerle volver la cara hacia la parte iluminada por la luna, mirarle la boca. Llegué a preguntarme si sería posible mirarle la boca sin tener que trepar por el árbol. Eran demasiadas complicaciones. Lo mejor sería no tocarlo.

Lo toqué, le hice girar la cabeza, lo miré.

Los labios se habían ennegrecido, el labio superior estaba levantado, se le veían los dientes: una cavidad, un antro. Desde hacía tiempo jugueteaba con un pensamiento semejante… que tarde o temprano me vería obligado a colgarme o a colgarla. La horca me acechaba por distintas partes y surgían muchas posibilidades nuevas… a menudo tontas… ¿Había o no colgado al gato? Sí, pero un gato es un gato. Mientras que por primera vez me asomaba en la boca de una muerte humana. En la cavidad bucal humana, colgada. Uhmmm…

Irme. Abandonarlo todo.

Irme. Abandonar todo tal como lo había encontrado. No era asunto mío, yo nada tenía en común con esto: ni siquiera era mi obligación saber cómo había ocurrido, se toma un poco de arena en la mano y ya está uno perdido en una masa inconcebible, inmensa, inconmensurable, incalculable… ¡cómo iba a ser capaz de descubrir todas las posibles implicaciones! Tal vez se había colgado porque, un ejemplo, Lena se acostaba con León… ¡cómo saberlo!, nunca podemos saber nada… irme, dejar todo por la paz. Pero no me movía, era más, se me ocurrió algo así como: «¡Lástima que lo he mirado en la boca, ahora ya nunca podré irme!».

Me asombró ese pensamiento, en aquella hermosa y luminosa noche… pero se trataba de un pensamiento más que fundado, si me hubiera comportado normalmente en relación al cadáver, hubiera podido marcharme; ahora, en cambio, después de lo que había hecho con mi boca y su boca… ahora me resultaría difícil. Es decir, podría irme, pero no podía ya alegar no estar personalmente comprometido…

Meditaba y pensaba profundamente, sin tregua, pero sin el más mínimo pensamiento, y comencé a tener miedo, mucho miedo, yo y este cadáver, el cadáver y yo, yo y el cadáver, no podía ya separarme después de haber contemplado su boca.

Levanté la mano. Le metí un dedo en la boca.

No era fácil, las mandíbulas estaban ya rígidas —pero las separé—, sumergí el dedo, encontré la lengua, extraña, desconocida, y el paladar que me pareció aplastado como el techo de una casa demasiado baja, frío, saqué el dedo.

Me sequé el dedo con el pañuelo.

Miré a mí alrededor. ¿Nadie me habría visto? No. Coloqué al colgado en la posición original, lo recubrí lo más que era posible con las ramas, borré mis huellas en el suelo, de prisa, cada vez más de prisa, el miedo, los nervios, el miedo, escapar, abrí un sendero a través de la maleza y después de comprobar que no había nadie fuera de aquel temblor lunar, seguí alejándome de prisa, más de prisa, cada vez más de prisa. No corría, sin embargo. Caminaba hacia la casa. Disminuí el paso. ¿Qué decirles? ¿Cómo decirlo?

Ahora las voces se volvían más complicadas. No era yo quien lo había colgado, pero después de aquel dedo en la boca el ahorcamiento era también mi obra…

Y por encima de todo, la íntima satisfacción de que las bocas se hubiesen unido con los «colgamientos». ¡Era yo quien al fin había logrado esa unión! Finalmente. Sentí que había cumplido un deber.

Ahora era necesario colgar a Lena.

El estupor no me abandonaba ni por un instante, estaba sinceramente asombrado, pues hasta ahora el pensamiento de colgar existía en mí teóricamente, no vinculado a nada, y después del dedo en la boca no había cambiado su carácter, continuaba siendo un pensamiento excéntrico… puramente retórico… Sin embargo todo resultaba demolido por la fuerza con que aquel colgado gigantesco había penetrado en mí y yo en él. El gorrión estaba colgado. El gato estaba colgado (antes de ser enterrado). Ludwik estaba colgado. Colgar. Yo era el colgamiento.

Me detuve para pensar que cada quien quiere ser él mismo, y por supuesto también yo quería ser yo mismo, nadie puede amar la sífilis, nadie, por supuesto, y sin embargo hasta el sifilítico quiere seguir siendo él mismo, es decir, un sifilítico; es fácil decir «quiero sanar», no obstante eso suena extrañamente, equivale casi a decir: «no quiero ser quien soy».

El gorrión.

El palito.

El gato.

Ludwik.

Ahora se hacía necesario colgar a Lena.

La boca de Lena.

La boca de Katasia.

(Las bocas del sacerdote y de Jadeczka en el momento de vomitar). La boca de Ludwik.

Y ahora se hacía necesario colgar a Lena.

¡Qué extraño! Por una parte todo era exiguo, idiota, hasta falso, aquí, en la lejanía, a la distancia, tras las montañas, los bosques, bajo la luz lunar. Por otra parte existía la tensión de los colgamientos y de las bocas. ¿Qué hacer? No había otra posibilidad. Era necesario colgar a Lena.

Caminaba con las manos en los bolsillos.

Me encontraba en la colina que se deslizaba hasta la casa. Voces, canciones… Advertí un kilómetro más allá, en la colina de enfrente, luces de linternas de mano. Eran ellos.

Marchaban bajo la dirección de León y se daban ánimo con canciones y bromas.

Marchaban. Lena iba entre ellos.

Del sitio en que estaba, desde esa altura, el paisaje quedaba bajo mis pies y temblaba, me sentía como bajo el efecto de un anestésico. El hecho de haber localizado a Lena allá correspondía a la sensación que se tiene cuando se sale de caza con una escopeta al hombro y de pronto, inesperadamente, salta la liebre. Llegué hasta a reír. Me puse en camino, crucé el campo, hacia ellos. El gorrión estaba colgado, y yo caminaba. El palito estaba colgado, y yo caminaba. Había estrangulado al gato y yo caminaba. Ludwik estaba colgado, pero yo caminaba.

Los alcancé en el momento en que abandonaban el sendero apenas visible para internarse en la pradera. Estaba llena de maleza y de piedras puntiagudas. Avanzaban con cautela, León al frente. Gritaban, bromeaban:

—Estamos contigo, jefe.

—¿Descendemos en vez de subir?

—¿Es aquel el panorama?

—Yo me siento, no sigo, no puedo más.

—Calmadales, por favor, pazpacienciales, qué sucede, ajá, al fin, hemos llegado… Por aquiles, ya vereles, un momento, les ruego me disculpen.

Yo los seguía sin ser observado. Ella marchaba un poco aparte y no me hubiera sido difícil acercármele. Podía aproximarme, naturalmente con el carácter de estrangulador y verdugo. No sería difícil llevarla aparte (porque ya éramos dos enamorados, también ella me amaba, ¡quién podría dudarlo!, si deseaba matarla es que ella me amaba), en cuyo caso podría estrangularla y después colgarla. Comencé a comprender el ser del asesino. Se mata cuando el asesinato se vuelve fácil, cuando no se tiene otra cosa que hacer. Sencillamente las otras posibilidades se agotan. El gorrión estaba colgado, el palito colgado, Ludwik colgado, y yo la colgaría como había colgado al gato.

Naturalmente podría no colgarla, pero… ¿cómo se puede desilusionar a alguien de esa manera? ¿Arruinarlo todo ahora? ¿Después de tantos esfuerzos, tantas combinaciones, los colgamientos a plena luz y yo los había unido con las bocas… para finalmente abandonar, renunciar a todo?

De ninguna manera.

Los seguía. Jugaban con las linternas. Al cine; los veía jugar a películas cómicas: un cazador que avanza con cautela y con las armas empuñadas, dispuesto a disparar, mientras paso a paso lo sigue una enorme bestia, un oso gigantesco, un inmenso gorila.

El sacerdote. Estaba a unos cuantos pasos de mí, seguía al grupo sin saber por qué ni cómo, tal vez había tenido miedo de quedarse en la casa a solas consigo mismo —no lo había visto antes, había salido sabe Dios de dónde— con sus dedazos campesinos, trituradores. Con la sotana. El paraíso y el infierno. El pecado. La Santa Iglesia Romana, nuestra madre. El frío del confesional. El pecado.

In saecula saeculorum. La iglesia. El frío del confesional. La iglesia y el Papa. El pecado. La condenación. La sotana. El paraíso y el infierno.

Ite missa est. El pecado. La virtud. El frío del confesional.

Sequentia sancti… La iglesia. El infierno. La sotana. El pecado… El frío del confesional.

Le di un fuerte empellón que lo hizo trastabillar. En el mismo instante me espanté: ¿qué pretendía yo? ¿Qué se me había metido en la cabeza? ¿Qué locura era esa? Parecía que el cura iba a gritar. Pero no lo hizo. Mi mano encontró una pasividad tal que pronto me tranquilicé. Se detuvo, pero no me miraba. Estábamos detenidos.

Podía ver claramente su rostro. Y su boca. Alcé la mano, me dieron ganas de meterle un dedo en la boca, pero tenía los dientes cerrados. Con la izquierda le agarré el mentón, le abrí la boca y metí en ella un dedo.

Saqué el dedo, me lo limpié con el pañuelo.

Ahora era necesario acelerar el paso para reunirme con la caravana. Ese incidente del dedo en la boca del sacerdote me había hecho bien, era distinto, sin embargo (pensaba), meter el dedo en la boca de un cadáver que en la de un hombre vivo, tenía la sensación de que mis alucinaciones se hubieran introducido en el mundo real. Me sentí mejor.

Recordé que en medio de todos aquellos incidentes me había olvidado del gorrión, etcétera, y por ello tomé de nuevo conciencia de cómo allá, a unos treinta kilómetros de distancia estaban el gorrión… y el palito… y el gato. Y también Katasia.

—Ilustrísibus compañeros, ¡descanso!, un breve descancansingo mis señorines, un momentáneo respiringo.

Estaba parado bajo una enorme roca que parecía presidir aquel valle cubierto de espesa vegetación. Frente a nosotros se extendía un pequeño prado, debía de haber alguien en aquel sitio, me parecía distinguir las calesas… un poco de fresco, la hierba.

—Lulo, quiero irme, mira nada más qué lugar ha elegido.

—Señor coronel, aquí ni siquiera hay donde sentarse.

—Señor presidente, ¿pretende usted acaso que nos sentemos en el suelo?

—De acuerdo, de acuerdo —la voz de León era un plañido—, solo que papacítibus ha perdido un gemelo. Lo tenía en la camisa. Mi gemelo. ¡Caramba!, venga alguien con una linterna.

El gorrión.

El palito.

El gato.

Ludwik.

El sacerdote.

León a cuatro patas buscaba el gemelo, Lulo iluminaba la tierra con la linterna, me acordé del cuarto de Katasia y de mis operaciones con Fuks y una linterna. ¡Cuánto tiempo había pasado! El cuartito allá. Y Katasia en él. Continuaba buscando el gemelo, finalmente tomó la linterna en sus manos y después de un instante advertí que en vez de buscar por el suelo, examinaba el macizo de rocas, exactamente como habíamos hecho Fuks y yo, cuando con la linterna examinábamos las paredes del cuartito… ¿Buscaba en verdad el gemelo? Tal vez no buscaba el gemelo, tal vez aquel era el lugar al que nos conducía, el lugar de hacía veintisiete años… Parecía no estar seguro, no lograba reconocer el sitio. En todo aquel tiempo habían crecido otros árboles, el terreno se había elevado, las rocas habían podido cambiar de posición, buscaba, con el auxilio de la linterna y con creciente frenesí, exactamente igual que nosotros en aquella ocasión; al verlo inseguro, perdido, casi asfixiado, con el agua al cuello, pensé en nosotros, en Fuks, en mí, cómo nos habíamos perdido en los cielos rasos, en la paredes, en el jardín.

¡Otros tiempos! Todos esperaban. Nadie hablaba, supongo que por curiosidad, por saber finalmente qué diablos estaba ocurriendo. Veía a Lena. Delicada, su chal, su boca, el palito, el gorrión, el gato, Katasia, Ludwik y el sacerdote.

León no podía más. Se había perdido. Examinaba ahora un hueco entre las rocas.

Silencio.

Se enderezó.

—¡Aquí es!

Lula murmuró:

—¿Qué lugar es este, señor León, qué lugar? —con voz servicial.

Él se había puesto de pie, modesto, tranquilo.

—Qué coincidencia, mis queridos amigos… una casualidad única en su género… yo trataba de encontrar un gemelo y en cambio hallo estas piedras… Aquí, en este lugar, estuve hace veintisiete años… ¡Aquí!

Se quedó silencioso, pensativo, como si hubiera recibido una orden. El asunto se prolongaba. La linterna se apagó. La situación se hacía cada vez más larga, interminable. Nadie lo interrumpía y solo después de unos minutos Lula habló con una vocecita dulce y preocupada:

—¿Qué le pasa, señor León?

—Nada —respondió él.

Advertí que Bolita no estaba. ¿Se había quedado en casa? ¿Y si hubiera sido ella quien colgara a Ludwik? ¡Absurdo! Él mismo se había ahorcado. ¿Por qué? Aún nadie lo sabía. ¿Qué sucedería cuando todos se enteraran de la verdad?

El gorrión.

El palito.

El gato.

Ludwik.

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