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Roy Rowan

 

Espacio el Mundo Futuro/399

 

 

 

 

ADVERTENCIA

 

Los hechos y acontecimientos que, a continuación, se relatan son pura e hipotéticamente imaginarios.

Las diversas nacionalidades de los protagonistas han sido tomadas de esta forma para dar una mayor idea de un hecho, salido de mi imaginación; pero que puede llegar a ser una trágica realidad.

 

Roy Rowan

 

 

 

 

«Voz fue oída en Ramá,

Grande lamentación, lloro y

gemido:

Rachél que llora sus hijos;

Y no quiso ser consolada,

porque perecieron.»

 

(del profeta Jeremías.)

 

 

 

PRÓLOGO

 

El cielo tenía un color grisáceo, triste, de trágicos presagios... Unos jirones de niebla blanquinosa se esparcían por el horizonte como brazos sin cuerpos, como almas de antiguos cuerpos pecadores que vagasen eterna y misteriosamente por un mundo desolado, desierto..., donde todo germen, toda molécula viviente hubiese dejado de existir.

¿Por qué?

¿Por qué el sargento Brian Fullerton se apartó del visor telescópico M—111 y dejó de mirar aquella niebla que parecía penetrar hasta la médula de sus huesos?

Brian Fullerton tenía veintiocho años; era fuerte..., físicamente.

Por dentro, en alma y pensamiento, ya era un cadáver.

Entró en la estancia aislante, donde no podían penetrar los gérmenes nocivos que hubiesen deshidratado su cuerpo, y se quitó la escafandra de vigilancia.

Sus ojos estaban quietos, sin brillo.

¡Ah, si sus tres compañeros de puesto estuviesen allí con él! Hablarían de cosas pasadas, de San Francisco, Denver o Nueva York.

¿Qué más daba una ciudad que otra?

Jimmy era del barrio ex negro de Nueva York, donde unos años atrás se hacinaban unos cientos de miles de personas. Buen muchacho, el tal Jimmy.

¿Y Roberts?

También de Nueva York. ¡Ah, Roberts, el «rubio», siempre tan alegre y animado!

Fullerton los echó de menos. El recuerdo de sus amigos hacía que se le oprimiese el corazón.

¿Por qué tenían que haber muerto?

El sargento meneó la cabeza en un gesto de inquietud y se apoyó en la pared de hormigón armado.

Luz eléctrica...

¡Torrentes de iluminación artificial!

¿Cuándo se iba a acabar aquello?... ¿Por qué duraba tantos años una guerra inútil como aquélla? ¿Acaso los políticos de la Casa Blanca no sabían dar con una solución final?

Todo empezó muchos años atrás, antes de que Fullerton hubiese nacido. Y ¿cuántos hombres habían muerto? Millones, aunque la cifra de bajas en la guerra del Vietnam era cada vez inferior.

Ya no era Vietnam. Aquello era otra cosa que Fullerton no supo definir a sí mismo, pero que lo sobrecogía cada vez que pensaba en ello.

Su país había cambiado muchas veces de Presidente, tantas como soluciones fallidas habían presentado los que antes ocuparon aquel cargo.

Y ¿de qué había servido?

¡De nada!

Cada vez que miraba por el visor telescópico y veía el desolado paisaje formulaba la misma pregunta: ¿De qué había servido?

Primero guerrilleros, luego tropas regulares de Vietnam del Norte y Estados Unidos. Más tarde, evacuación de las gentes civiles, entrada en el conflicto de soldados de la U.R.S.S., y, lo que a simple vista parecía una lucha de pequeños grupos, se convirtió en el desfogue de la «guerra fría» que las dos Potencias más grandes de la Tierra y en el punto de ensayo de las armas más terroríficas y escalofriantes.

Los gérmenes bacteriológicos arrasaron a los combatientes y los convirtieron en piltrafas humanas.

Ya nadie se atrevía a salir de los puestos de observación. Sólo parejas de exploradores hacían pequeños reconocimientos y, la mayoría de las veces, no regresaban jamás, como les había ocurrido a Jimmy y Roberts el día anterior.

Lo único que había claro en todo aquello era que ni Rusia ni Estados Unidos seguirían con tanto derroche de dinero y vidas humanas.

Corría el año 1974.

Fullerton recordaba la última alocución del Presidente americano hacia su nación: Prometía un rápido fin de la guerra «fría y caliente», un algo portentoso iba a acabar con aquellos problemas de tantos años.

¿Qué era?

El sargento no pensaba en ello, su mente evocaba a sus dos compañeros que ahora yacerían sin vida, descomponiéndose, por lo que años atrás fue una selva y que ahora era un páramo lleno de muerte y de trágicas sorpresas.

Pero ¿y el Gobierno oponente?

Sí, también los soviéticos se deshacían con promesas de paz hacia su maltrecho pueblo.

La amenaza de guerra atómica era inminente, la más leve chispa o fricción podía hacerla estallar.

¿Qué ocurriría entonces?

Fullerton abatió la cabeza apesadumbrado y dejó libre su imaginación: Todos morirían, absolutamente todos. Las defensas que ahora les cobijaban contra las bacterias infecciosas del enemigo, y las suyas propias, no les servirían de nada.

¡Las bombas atómicas caerían del cielo y arrasarían los cinco continentes del planeta! ¡Miles de millones de seres sucumbirían y la Humanidad dejaría de existir!

Quizá unas decenas, a lo sumo unos centenares, lograrían salvarse. Pero ¿y qué harían después en un mundo desolado, condenado por la radioactividad y lleno de cadáveres?

La Luna...

¡Sí, la Luna...!

 

 

I

 

Cabo Kennedy, en la orilla atlántica de la península de Florida.

La superficie de la Base Experimental estaba desierta, como si gigantescas excavadoras hubiesen allanado miles de kilómetros cuadrados, dejándolo liso como la palma de la mano.

Sin embargo, abajo, protegidos por doscientos metros de hormigón armado, trabajaban y vivían unos cuatro mil hombres entregados a la ciencia y al saber.

Los trabajos en la superficie se habían abandonado por el consabido peligro de guerra nuclear.

Donde no parecía haber vida, unos miles de hombres sudaban copiosamente y se afanaban en terminar algo que parecía haberles absorbido el seso. Se trataba de la promesa del Presidente para su nación:

¡La Luna!

Faltaban minutos escasos para que el cosmonauta elegido penetrase en el cohete y diese comienzo la cuenta atrás de las computadoras.

Muy pocas personas sabían de aquel lanzamiento.

Las más interesadas en el proyecto estaban reunidas en una habitación especial de aquella colmena subterránea.

En primer lugar se hallaban Steve Owen, el principal protagonista de la aventura que había de cambiar el curso de la Historia; Jack Coulter, Presidente de la nación; un contraalmirante en nombre de la Armada y un famoso miembro del Senado de los Estados Unidos.

Todos estaban nerviosos, pero el que menos el cosmonauta.

—Owen... —quiso decir el Presidente.

—¿Señor?

Coulter tragó saliva y se llevó una mano a la garganta como si así pudiera aclarar su voz. Por fin, dijo;

—Owen, he querido ver su salida personalmente.

—Gracias, señor...

—No me las dé. Es a usted a quien debemos estar agradecidos. Sabe tan bien como nosotros que este lanzamiento ha sido anticipado y, por lo tanto, sus límites de seguridad se han visto considerablemente mermados.

—Estoy seguro de que todo saldrá bien.

Steve Owen era joven, ni rubio ni moreno; un color de pelo indefinido y una estatura elevada. Conocía toda clase de luchas personales, campeón de tiro a pistola y poseía un cerebro muy brillante.

—No sabe cuánto nos desagradaría un..., un fallo, Owen.

—Dentro de unos días estaré aquí de vuelta, señor.

—Sí...

Owen pareció crecer ante la dudosa expresión del propio Presidente de la nación. Sin embargo, si Steve supiese cuánto se jugaba en aquella baza de seguro que estaría tanto o más intranquilo que Coulter.

—Será un orgullo indescifrable el colocar la bandera de «Barras y Estrellas» por los picos más altos de la Luna.

—Me gustaría ir con usted, Owen.

—Gracias, señor Presidente.

—Sí, lo digo en serio...

—Cuando las leyes de seguridad lo permitan, iremos en una de las Bases Espaciales —intervino el jefe de toda la Flota estadounidense.

—Ya he visto que las tienen preparadas.

—En efecto, Steve; en cuanto se confirme su buen estado de salud, enviaremos las naves.

El cosmonauta frunció el ceño.

¿Por qué tanta prisa? Había observado las desmanteladas piezas de una gran base lunar que los científicos pensaban transportar a la Luna, después de su llegada.

Y unos objetos alargados y redondos, como enormes lápices.

¿Para qué era todo aquello?

Por un instante, Owen se preguntó si no habría en todo aquel asunto algo que él desconocía por completo.

Mentalmente, apartó sus dudas. Aquél era el segundo intento, pues en el primero se estrelló la nave y pereció el cosmonauta. Fue un hecho desagradable, que retrasó dos años el lanzamiento del que él era protagonista en aquellos instantes.

—Si la nave aluniza según lo previsto, el regreso será seguro —añadió Owen.

—¡Los mejores científicos del mundo han repasado el más insignificante detalle en cientos de ocasiones! —exclamó el Presidente.

—En veintidós horas me comunicaré con ustedes desde nuestro satélite.

Owen dijo «nuestro» con una seguridad total.

—Los rusos comprobarán su fracaso, señores —dijo el miembro del Senado.

—Dejarán de importunarnos de una vez para siempre... ¡En una semana la primera base lunar estará dispuesta para lanzar cohetes con cabeza atómica!

Owen se rascó el mentón. Él no entendía de política, ni le interesaba; pero comprendía los deseos de los hombres que tenía ante él. ¡La primera Potencia que dispusiese de armas nucleares en la Luna sería la todopoderosa de la Tierra!

¿Era justo?

Y de no serlo, ¿qué pensarían los rusos mientras tanto?

Eso no importaba... El que antes dispusiese de armas atómicas en el satélite llevaría la voz cantante.

Ya no habría peligro de guerra nuclear porque uno de los dos bandos llevaría la ventaja considerable de poseer una colonia sin peligro a la radioactividad.

Una luz se encendió en una de las paredes a pequeños intervalos, al mismo tiempo que un timbre hacía llegar su sonido hasta los reunidos.

Era el aviso de que Owen debía de estar listo.

Los cuatro se pusieron en pie. En aquel instante, lo mismo que en otras ocasiones a lo largo de la Historia, un grupo muy reducido de personas iba a decidir el destino de miles de millones de seres.

—Suerte, Owen; el mundo confía en usted...

—Soy consciente de ello, señor Presidente.

Un apretón de manos y la despedida de los demás personajes.

Luego Steve Owen abrió la puerta, casi invisible en la pared, y salió. Al otro lado le esperaban dos individuos más, ataviados con blancas e impecables batas, que se le situaron a ambos lados y caminaron en silencio por un pasillo que parecía interminable.

Descendieron por unas escaleras y anduvieron por otros pasillos, hasta llegar a las entrañas del refugio subterráneo.

Una quietud absoluta rodeaba el ambiente y, sin embargo, miles de submarinos atómicos y aviones de bombardeo «B—123»[1], capaces de estar volando sin tiempo indefinido gracias a un combustible sintético de reciente invención, estarían en completa alerta...

Una señal y el mundo volaría en pedazos.

 

* * *

 

Steve Owen penetró en la nave espacial, instalada en la proa de un cohete de más de doscientos metros de altura, y los técnicos se encargaron de cerrar las escotillas.

Luego, todo el mundo se apartó de allí y corrió a los refugios.

¡La cuenta atrás había dado comienzo y las toberas de la nave pronto soltarían torrentes de gases y llamas!

Los segundos pasaron lentamente.

De pronto, un rugido terrorífico sacudió el moderno Cabo Kennedy y el cohete con destino a la Luna empezó a remontarse, hasta que, de repente, tomó una inusitada rapidez y se perdió de vista.

Tras él quedó una estela de fuego.

A partir de entonces, era un hombre, uno sólo, el que habría de decidir muchas cosas.

Cabía la posibilidad de que Owen llegase a ser el único superviviente de la raza humana. Todo entraba en lo posible.

¿Qué pensarían los soviéticos cuando sus radares detectasen la salida del artefacto? ¿Pensarían que se trataba de un ataque y pondrían en juego toda su fuerza demoledora?

No...

¡Se limitarían a mirar intrigados el objeto que se alejaba de la atracción de la Tierra!

 

 

II

 

Novosibirsk, en la estepa norte de Siberia, era uno de los complejos industriales y de investigación científica más importante de la U.R.S.S. Los sabios más afamados del dominio comunista estaban allí, derrochando su inteligencia y saber.

Unas horas antes, habían sido testigos de lo que ellos consideraban una de sus mayores proezas. ¡Acababan de mandar a dos humanos a la Luna y estaban seguros del éxito!

El Soviet Supremo se había reunido en Consejo extraordinario y observaba, a través de unas modernísimas cámaras de televisión, todo cuanto hacían y hablaban los dos astronautas rusos.

La emoción era indescriptible.

Según ellos los americanos estaban muy distantes aún de hacer lo que estaban viendo.

Dominarían la Luna y, desde ella, la Tierra.

¿Cómo iba a atreverse Estados Unidos a desencadenar un imprevisto ataque nuclear si ellos mantendrían en órbita centenares de naves con armas nucleares y con una base inexpugnable, situada en el satélite natural?

¡Imposible!... Ellos habían ganado la batalla.

Seguramente que en Indochina, Vietnam o el sudoeste asiático, como quiera llamársele, habría en aquellos instantes un sargento llamado Iván o Fedor, que al igual que el sargento Fullerton, se lamentaría de la muerte de unos compañeros sin comprender el porqué de todo aquello.

Un hombre más que abatiría la cabeza, desfallecido interiormente, y se preguntaría cómo el mundo podía estar tan loco..., ¡no ver el trágico camino que seguía la Humanidad!

Cualquiera de aquellos insignificantes seres hubiese dado su vida por demostrar que todo era una locura..., que no hacía falta la Luna para seguir viviendo.

Pero no. El mundo estaba trastornado.

¿Y si todo resultara un fracaso?

Una de las salas de conferencias del Kremlin se hallaba abarrotada de hombres y mujeres. Todos los rostros miraban hacia una pared donde, mediante un complicado proceso, se veían las agrandadas imágenes de los dos cosmonautas.

Los rostros estaban resplandecientes, las sonrisas se regalaban como el vino en una orgía medieval, los corazones henchidos de satisfacción y en las mentes unos futuros sumamente prometedores, claro está, con el pleno dominio de la Tierra.

Hasta ellos llegaban las voces de los personajes que iban a realizar sus sueños. Los cosmonautas tenían un timbre sosegado, tranquilo.

¿Para qué preocuparse cuando tenían en su mano todas las posibilidades de vencer?

¡Jamás en la Historia existiría un país tan poderoso como el de la nacionalidad de aquella nave interplanetaria!

¡El sueño de millares de años se había consumado!

El hombre, dirigido desde Moscú, sería el dueño del Universo. Descubrimientos inimaginables, adelantos prodigiosos, «homo—súper»...

Todo... ¡Aquello lo significaba todo!

Los reunidos estaban silenciosos, sólo sus mentes atendían a las palabras de los cosmonautas y a sus propios pensamientos de grandeza y poderío...

¡Poder!

¿Cuántas razas se han perdido a lo largo de Historia a causa de sus ansias de poder?... Imposible recordarlas a todas.

Las voces sonaban como clarines de triunfo…

—¿Todo bien, Valya?

—Sí, Alexiev. ¿Y tú?

—Estupendamente. Mejor aún lo estaré cuando pisemos la Luna.

—Es verdad, camarada.

—¿Ves ya el satélite?

—Sí, parece una bola de billar a la que se puede alcanzar fácilmente con una mano.

Ambos personajes eran vistos en la Tierra de espaldas.

¡Ni el descubrimiento de América por Cristóbal Colón podría igualarse a aquellos enervantes momentos!

—La tenemos en la mano, Valya.

Una risita femenina, llena de gozo y...

—A cinco horas de viaje, Alexiev.

—Cierto, camarada Valya... ¿Sabes una cosa?

—Di.

—Me gustaría ver las caras de los «yanquis» cuando se enteren de que estamos en la Luna. ¡Deberían haber puesto unas cámaras secretas para observar las expresiones de sus rostros!

—Puedes imaginártelas.

—Mi deseo es ser el primer habitante de la Luna.

—Ya lo seremos los dos...

—No —cortó rápidamente el cosmonauta —, quiero decir que resida en el satélite indefinidamente.

—A mí también me gustaría.

Estaban situados en compartimientos distintos y hablaban por medio de radio. Ciertas máquinas se encargaban de enviar a la Tierra todas sus reacciones corporales.

Los rusos, al contrario de los americanos, insistían en que el sexo masculino podía tener distintas reacciones que el femenino, y de ahí que hubiesen enviado un ser de cada género.

Ambas Potencias lo habían previsto todo menos una cosa:

¡Las dos astronaves se juntarían en la Luna, seguro cada tripulante de haber sido el primero!

¿Qué ocurriría entonces, cuando se viesen en el satélite y naciera la duda sobre la supremacía de haber llegado los primeros? Aunque cabía la posibilidad de que no se viesen en meses enteros.

El Destino, a veces, sabe jugar malas pasadas. ¡Sin embargo, en aquellos instantes toda la Humanidad estaba en juego!

Lo que ni americanos ni rusos podían prever era el que el asombro iba a ser mutuo, que sus ansias de poder y orgullo iba a quedar supeditado a las reacciones de tres personas, dos hombres y una mujer.

El hombre salía de lo que siempre había sido su mundo. ¿Acaso la ambición iba a desbordar los límites de lo posible?

 

* * *

 

Mientras todo aquello sucedía y sólo unos grupos escogidos de personas eran conscientes de la importancia del momento, ¿qué haría el mundo, la gente, las personas de cualquier esfera social?

El señor Smith compraría su periódico a la salida de su oficina y se encaminaría hacia el «elevado», interesándose en las noticias de su equipo favorito de «Football».

Otro señor Smith leería con avidez las declaraciones de un inminente político y esforzaría un poco su mente antes de decidir si tenía razón o no.

Otros, muchos otros, correrían hacia sus casas, se internarían en las salas de diversión, o mil preferencias distintas.

Ninguno de ellos podría imaginar que sus vidas, sus destinos y sus futuros estaban en juego, que habían tomado parte en una danza de peligro e incertidumbres.

¡Que la reacción de un hombre podía decidir sus vidas o sus muertes con una facilidad espantosa!

La vida en la Tierra seguía, millones de seres se movían en una impresionante colmena de las más diversas ramificaciones.

Entre todos, sólo había una cosa en común:

¡Vivir!

 

 

III

 

Steve Owen manipuló en los cohetes de dirección, al tiempo que se sentía feliz, inmensamente feliz. En aquellos instantes, empezaba a orbitar alrededor de la Luna...

¡Se hallaba frente al lado invisible de ésta y el espectáculo era maravilloso!

—«Pez—espada» llamando a «Caimán».

—Adelante, «Pez—espada».

—Cuídese de mandar datos... Repito...

—No hace falta, me siento muy bien.

—¿Gravedad?

—Nula.

Owen, a no ser por lo reducido de la cabina de mando, hubiese podido saltar como una pelota.

—¿Presión sanguínea?

—Normal.

—¿Memoria?

—¿Quiere que le diga lo que cené ayer? —respondió Steve, después de haber soltado una risita.

—Es innecesario. ¿Cómo anda de combustible?

—He gastado menos de lo previsto.

—Estupendo. ¿Qué ve?

—Cráteres y una llanura rocosa que parece desierta. La luz es pobre. El sol apenas ilumina este lado, pero pronto entrará el satélite en su día lunar.

—Vaya descendiendo lentamente.

—A la orden.

La cápsula estadounidense «Liberty» y sus dos cohetes para el regreso describieron una amplia curva hacia la izquierda y la proa se enfiló hacia la superficie lunar.

Owen tenía que calcular muy bien el tiempo y la distancia, aunque las computadoras instaladas en la Tierra le iban marcando el camino y las diferentes maniobras que debía hacer.

Tal y como se acercaba al satélite, la nave iba girando sobre sí misma, de manera que cuando tocase tierra firme cayese de pie.

—Inclinación ochenta grados.

—Reducir velocidad.

Steve obedeció la orden al instante.

Una sensación de incógnita, de intranquilidad, empezó a invadirle. Los diminutos orificios que viera horas antes en la lejanía se habían convertido en bocas de impresionantes volcanes.

Unas murallas de roca, como circos antiguos, formaban desoladas llanuras y valles.

Su respiración se alteró considerablemente. ¡Era la emoción de creerse el primer humano que pisaba la Luna en plena facultad de sus sentidos mentales!

—¿Distancia? —pidieron desde la Tierra.

A Steve le bastó una mirada en las esferas luminosas del tablero de mandos para contestar:

—Mil metros.

—¿Velocidad?

—Reduciendo. Caída según lo previsto.

—Estupendo, Owen. Tranquilícese...

—Gracias.

—¿Distancia?

—Setecientos.

—¿Atracción?

—Normal.

A partir de aquel momento, Steve se limitó a comunicar su proximidad al suelo lunar. El punto de descenso había sido debidamente escogido en lo que parecía una llanura muy extensa.

Naturalmente, sólo lo parecía. Al cosmonauta le tocaba asegurarse de ello.

—¡Cincuenta metros!

Su voz fue como un rugido de ultratumba.

La emoción impidió a Owen balbucir palabras. Todos sus sentidos estaban puestos en las agujas indicadoras de altura. Automáticamente, unos pies mecánicos se habían desprendido de los costados de la nave.

—«Caimán», comunique...

Owen estaba como trastornado. En su mente sonaban las palabras del operador de la Tierra, pero no las oía.

—«Caimán»...

De pronto, Steve notó que su cuerpo se apretaba contra el sillón en que se hallaba colocado.

¡Había alunizado!

Respiró hondo. Las venas de su cuello se habían hinchado.

—¡«Caimán», diga...!

—¡Paro motores!... ¡He llegado!

Los auriculares enmudecieron durante unos segundos. Luego, una voz ronca gruñó:

—¿Todo bien?

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