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—¡Perfectamente!

—Observe si la nave ha sufrido algún daño...

—¡Ninguno!

Owen miraba obsesionado por las ventanillas de la «Liberty».

Con gestos rápidos, se colocó la escafandra.

—¿Qué hace, Owen?

—¡Voy a salir!

—Espere...

Steve soltó un juramento y se aferró al sillón de mando. La nave iba provista de cámaras de televisión y radio, por lo que todos sus movimientos eran vistos y estudiados en Cabo Kennedy.

Ardía en deseos de abrir la compuerta y salir..., ¡pisar lo que nadie había hollado anteriormente!

Miró el arma de que le habían provisto: una especie de pistola—fusil con descargas de luz, tan potentes que reducen a cenizas cualquier cuerpo de la Tierra.

Un arma que no se usaba para fines bélicos en la Tierra por considerársela demasiado terrorífica.

Owen la tomó. Tenía una empuñadura que se amoldaba perfectamente a la mano. Había efectuado algunas pruebas con ella en los Estados Unidos, pero preferiría cualquier cosa antes que disparar, con ella, contra alguna persona.

—Aquí «Caimán» —dijo—, en espera de órdenes.

—Ya puede salir... Manténganos al corriente de todo lo que vea.

—Así lo haré.

Steve abrió la compuerta.

Inmediatamente, notó que su cuerpo se había vuelto pesado, aunque mucho menos que lo normal.

—Es como si pesara diez kilos y tuviera la fuerza de un gigante —comunicó.

—¿Cómo funciona el sistema de respiración?

—¡Perfecto!

Allá, en aquella esfera redonda situada a 400.000 kilómetros de distancia, sus compañeros debían estar muy contentos. Coulter, el Presidente, estaría pensando que tenía ganadas las próximas elecciones. Steve Owen ignoraba que a unos cuantos kilómetros, sobre la superficie lunar, un hombre y una mujer tomaban fotografías y las enviaban a Novosibirsk, Siberia.

—¡La Luna es nuestra! —gritaban los tres a la vez.

Pero ¿qué ocurriría cuando uno de los dos observase la bandera del contrario sobre un pico montañoso?

¿Y qué había en la Luna?

¿Qué sucedería cuando los Presidentes de ambas naciones viesen sus deseos frustrados?

También era posible que no llegasen a verse durante días, semanas o meses. Que los dos a la vez notificasen al mundo su posesión de la Luna.

Aquello sólo serviría para empeorar más aún las cosas...

¿Guerra total?

Posiblemente sí..., o quizá no.

El astronauta estadounidense salió de la nave «Liberty» y pisó «luna firme». Bastaba una leve presión con uno de sus pies para que se levantase un par de metros.

El arma que tenía en la mano derecha le pareció un verdadero fastidio.

Todo estaba desierto. Una fina capa de polvo se elevaba bajo sus pies y descendía lentamente, como si fuese un «film» a cámara lenta.

Steve Owen se sintió el hombre más dichoso del mundo.

¿Les sucedía lo mismo a Valya Grigorieva y Alexiev Glinka?

 

* * *

 

El comandante Alexiev descendió por la escalerilla adosada al navío espacial y se acercó a su compañera de viaje.

—Valya, ¿has escuchado las palabras del jefe del gobierno?

La aludida, una joven rubia, natural de Ucrania, el país del trigo, sonrió. Sí, las había escuchado perfectamente.

Su compañero había ascendido a coronel y ella, al ser científico, a personaje distinguido de la U.R.S.S. Los dos estaban extremadamente contentos, pues el éxito había sido rotundo.

—Me siento muy feliz, Alexiev...

—Yo también... Esto es realmente maravilloso.

—¿Qué tal te parecerían unas vacaciones en la Luna?

Los dos rieron dentro de sus escafandras. De pronto, la muchacha flexionó las rodillas y su cuerpo se elevó sobre la cabeza de Alexiev con una tranquilidad pasmosa y cayó al otro lado de éste.

Sólo el polvo cósmico revoloteó a los pies de Valya.

Al igual que Steve Owen, los astronautas soviéticos soñaban y soñaban. Ahora, con absoluta realidad, sus mentes podían volar hacia puntos que de pensarlos días antes ellos mismos se hubieran llamado locos.

—¿Cuánto durará la fase experimental, Alexiev?

—Un par de días.

Valya volvió a saltar regocijada.

Podían caminar libremente durante dos días, al término de los cuales llegarían otras naves y vehículos espaciales para viajar por aquella quebrada superficie.

—¿Piensas que haya alguna clase de vida? —preguntó él, quedándose un poco serio repentinamente.

—No, no lo creo.

—Podíamos crearnos enemigos... ¿Y si las piedras fueran seres vivos que nos estén espiando?

Los ojos de Valya chispearon.

—¿De qué te ríes?

—De ti...

—¿Ah, sí?... ¿Por qué?

—Perdona, camarada Alexiev; pero tus palabras han soltado mi hilaridad.

—¿Piensas que no puede ser posible?

—No, estoy de acuerdo en que cualquier cosa puede ser real, pero he reído al tomar como ejemplo a una roca.

—Ya... ¿Qué te parece si diésemos un paseo?

—Estupendo, Alexiev.

—Te apuesto algo a que jamás te han hecho una invitación como éste, Valya.

—No hace falta, perdería.

La muchacha se diferenciaba del hombre por sus pasos más frágiles y cortos, aunque en aquellas circunstancias no era problema puesto que ella podía dar un salto y alcanzarlo rápidamente.

—Me gustaría encontrar alguno de nuestros satélites no tripulados, de los muchos que se han estrellado en esta parte de la Luna.

Caminaron lentamente, estudiando todo a su alrededor e inclinándose a menudo para tomar una piedra y mirarla con arrobo. Por el lado este tenían una cordillera montañosa, de unos seis mil metros de altura. Las laderas eran escarpadas.

Un silencio absoluto lo envolvía todo.

Ellos caminaban contentos, pero no sabían que el peligro, de una forma casi irreal, acechaba sus pasos.

—Debemos tomar muestras, Valya.

—Sí, pero eso puede esperar. ¿No te parece?

Alexiev dudó:

—Bueno, no creo que piensen así en Novosibirsk.

—Nos estarán escuchando y sabrán hacerse cargo de la emoción que sentimos.

Alexiev fue a decir algo, pero, al recordar que sus palabras serían oídas, calló. Mentalmente, se dijo que no le gustaría que lo degradasen con la misma celeridad que lo habían ascendido.

Él era militar, no científico como Valya.

En aquel preciso momento, una voz ronca y lejana llegó a los oídos de ambos:

—Regresen a la nave y tomen los registradores de radiactividad. Es una orden.

—Sí, señor —replicó Alexiev. Y añadió—: ¿Vamos, Valya?

—Sí, espera...

Dieron media vuelta y se acercaron al ingenio que les había traído. Éste era un poco más alto que el americano debido a la diferencia de combustible. El ruso ocupaba más lugar.

—Aguarda aquí —indicó Alexiev, aferrándose a la escalerilla.

Valya se detuvo en espera de que su compañero le entregase los aparatos electrónicos. En la nave habían unos compartimentos especiales en los que deberían colocar muestras de toda clase de mineral o vida que encontrasen.

La joven escuchó cómo desde Siberia ordenaban a Alexiev que tomase las armas de a bordo.

Tenían unas metralletas especiales, de balas explosivas y que salían a una velocidad triple de lo normal, para contrarrestar la falta de gravedad de la Luna.

El cosmonauta apareció en la escotilla cargado de instrumentos, que Valya le ayudó a llevar.

¿Qué pretendían los altos dirigentes concentrados en Novosibirsk?

—¿Crees que debamos tomar las armas?

—Así lo han ordenado, Valya.

La muchacha hizo un gesto de contrariedad y se cargó al hombro una de las metralletas. Con las manos tomó uno de los registradores de radiactividad.

—¿Por dónde empezamos, Alexiev?

—De momento, daremos una vuelta a la nave.

—¿Quieres asegurarte el billete de regreso?

El hombre soltó una risita.

—Desde luego.

Dieron una vuelta completa a la nave y los registradores permanecieron silenciosos, señalando que la radiactividad era nula, por lo menos en aquel punto.

—¿Caminamos hacia aquellas montañas? —indicó Valva.

—No, será más conveniente que lo hagamos por el llano. De momento, aunque todo vaya bien, no podemos confiarnos demasiado.

—Me gustaría encontrar otros seres, Alexiev.

—¿Y conversar con ellos?

—Sí.

De no ser por los trajes espaciales los dos cosmonautas se hubieran puesto a bailar de contentos.

Bruscamente, Valya se puso lívida y levantó un brazo, señalando hacia el horizonte, a través de la inmensa llanura que tenían ante ellos. De momento, la muchacha no pudo balbucir una sola palabra; luego, exclamó:

—¡Mira, Alexiev!

—¿Qué?

—Allí, delante de nosotros...

—¡Diablos!

¡Una polvareda se elevaba lentamente hacia el cosmos!

—¿Qué piensas que pueda ser? —indagó Valya.

—No se puede precisar.

Hasta ellos llegaron las voces de los científicos de Siberia. Las voces eran nerviosas, enervantes:

—¿Qué ven?... ¡Pronto, comuniquen!

—Algo parecido a una tempestad de nieve o de arena se levanta frente a nosotros —se apresuró a responder el hombre.

—¿Muy lejos?

—Unos siete kilómetros... Es muy difícil precisar las distancias desde el punto en que nos encontramos... Esperamos órdenes.

—Regresen a la nave inmediatamente.

Alexiev fue a dar unos pasos atrás, pero la voz de Valya le contuvo:

—Espera... ¡Parece que se disuelve!

—¡Es cierto! —corroboró Glinka.

—Si entramos en la nave no lo podremos ver con tanta claridad —adujo la joven ucraniana—. Solicito permanecer en este punto.

—¿Estás loca? —increpó él.

La voz de la base de Novosibirsk obligó a Valya a dejar sin respuesta las palabras de su compañero:

—Permiso concedido, pero tengan cuidado.

—Mira, Alexiev; se disuelve progresivamente. ¿Piensas que pueda ser una tormenta de polvo?

—¡Imposible!... Aquí no hay atmósfera, ni nubes.

Los dos callaron.

La pregunta era obvia: ¿Qué podía ser, entonces? Poco a poco, el polvo fue desapareciendo hasta esfumarse por completo. Valya y Glinka quedaron allí como petrificados. El militar se encargaba de comunicar a la base todo cuanto sus ojos veían.

—¡Debíamos subir a la nave e intentar acercarnos a aquel punto!

—Gastaríamos el combustible de regreso..., y puede ser muy peligroso. Recuerda que para hacerlo habría que orbitar de nuevo. Nos llevaría mucho tiempo.

Después de la sorpresa que les había producido la extraña tormenta que tan repentinamente se había desintegrado, les quedó la incertidumbre, lo peor que puede suceder a una persona que se siente sola...

Y mucho más siendo los primeros humanos que habían pisado la Luna.

¿O llegó primero Steve Owen?

Los astronautas soviéticos se miraron a través de las mascarillas de las escafandras.

«¿Qué hacer?», se preguntaban ambos.

 

 

IV

 

Steve Owen depositó el arma sobre un saliente rocoso y se agachó para ir recogiendo pedazos de roca, posibles meteoritos, y meterlos en una bolsa plástica.

Cuando tuvo ésta llena regresó a la nave y tomó otra y varias banderas de su nacionalidad. Su andar le recordaba a los simios de la selva y no se equivocaba porque había bastante similitud.

Empezó a buscar rendijas en las rocas y fue colocando las banderas. Recordaba la voz del Presidente al felicitarle. Seguro que las cámaras de televisión de la nave estaban siguiendo sus pasos.

Se sintió más orgulloso que los más afamados artistas del cine mundial.

El reportaje en el que él se veía colocando la bandera estadounidense en la Luna sería visto por millones de seres.

—¡Deténgase, Owen! —sonó la voz en los auriculares.

—¿Por qué?

—Está saliendo de nuestra vista.

—Ah, yo... Me gustaría seguir adelante. Todo está desierto y no hay peligro alguno.

—Espere.

Steve se imaginó al operador comunicando con los jefazos de la nación y pidiendo permiso en su nombre para salir fuera del alcance de las cámaras.

A los pocos segundos, añadió:

—Bien, puede seguir.

—Gracias...

Owen siguió adelante. Las montañas que había a su derecha estaban demasiado lejos, pero a unos quinientos metros existía algo similar a una meseta de la Tierra.

Un buen lugar para poner una flamante bandera.

Sin decir palabra, se encaminó hacia allí. Sabía que su obligación era obedecer las órdenes, pero... ¿Quién sería capaz de resistir tan subyugante llamada?

Además, una vez fuera de la visión de los hombres de la Tierra podía alejarse todo cuanto quisiese, pues diciendo por la radio que estaba cerca nadie podría dudarlo.

«¡Al cuerno con las órdenes!».—se dijo—. «¡Por primera vez en mi vida soy libre de mis actos!».

Al igual que Valya, comenzó a dar saltos y su marcha hacia la meseta fue rápida. Parecía un saltamontes.

En una de las veces que subía sus ojos distinguieron algo que le llamó la atención. Eran como dos puntos que se moviesen en la lejanía, en dirección también a la meseta.

Venían hacia él.

Owen se dejó caer en el suelo lentamente.

Ahora sintió miedo. Debía comunicar a Cabo Cañaveral, pero...

¡De hacerlo le ordenarían regresar rápidamente a la nave y tener los motores en marcha para cualquier eventualidad!

Sabía que sus compatriotas tenían ya una base preparada. La mandarían con otras naves y otros hombres y existiría la primera ciudad de la Luna, aunque él no estaba al corriente de que sería una base nuclear, no un centro científico.

Y ahora aquello...

El contacto del arma le reconfortó enormemente.

Fuera lo que fuese, no resistiría una descarga fulminante. Incluso las piedras se derretían bajo los efectos de aquella arma.

Le invadió una sensación de ahogo. ¿Sería él el primero en observar seres extraterrestres? ¿Cómo serían física y mentalmente?

Se dispuso a esperar.

Aquello podía acarrearle la muerte, pero estaba allí y no podía marcharse como un conejo asustado ante algo que muy factiblemente podía ser una visión.

Los minutos fueron tensos y extremadamente largos.

Luego, aclaró las formas de los dos puntos hasta...

Parecían seres humanos.

La sorpresa lo dejó anonado, pasmado como un colegial. La respiración volvió a alterársele.

¡Serían selenitas de la misma constitución corporal que los terráqueos?

Podían poseer armas desconocidas para él, alguna cosa que le causase la muerte sin que él pudiese defenderse. La curiosidad volvió a mandar en él. Lo que hacía podía costarle muy caro, pero estaba decidido a llegar hasta el fin de aquella incógnita.

Sus ojos, como bolas brillantes, no se apartaban de las figuras.

Gateó hacia atrás, procurando no pisar demasiado fuerte por no verse impulsado hacia el vacío y se ocultó en la vertiente de la meseta.

Los otros venían en línea recta, por lo que a él le bastaba dar un rodeo para tomarlos por la espalda y encañonarlos con la pistola desintegradora.

¿Y si regresase con dos rehenes?

El triunfo sería completo.

Owen obedeció sus propios impulsos y continuó ocultándose y dando el rodeo.

Habría pasado una media hora, cuando sintió ruidos. Le parecieron cañonazos dentro de su cerebro, acostumbrado éste al completo silencio del cosmos.

Tragó saliva y, de pronto, se impulsó hacia arriba.

La sorpresa fue general, ¡indescriptible!

Owen creyó que la sangre se le helaba en las venas al ver bajo él a dos personajes con trajes espaciales muy parecidos al suyo y con las insignias de la U.R.S.S. en las escafandras.

Y no menos boquiabiertos estaban Valya Grigorieva y Alexiev Glinka, al ver aparecer sobre ellos a un ser humano con la bandera de los Estados Unidos en el pecho.

¡Aquello era lo más sorprendente que ninguno de ellos pudo imaginar!

Claro que, como es de suponer, tanto el americano como los dos rusos pensaron que sus adversarios llevaban ya tiempo allí. De lo contrario, era incomprensible.

—¡Ohhh...!

La exclamación provino de la linda boca de Valva.

Alexiev se vio bajo la amenaza de la pistola de Steve. No había guerra oficial entre los dos países y, particularmente, ni uno ni otro tenían algo en contra, pero no podían olvidar muchas cosas.

El joven ruso estaba boquiabierto. Quiso decir algo y las cuerdas vocales, agarrotadas, no le respondieron.

Mientras, Steve había alunizado.

¿Qué podía hacer él?

La escena, dentro de su patetismo y estupor, tenía un punto de cómica.

Habían llegado y explorado creyendo ser los únicos y de repente se encontraban allí con las personas que menos hubiesen deseado ver.

El cerebro de Owen trabajaba a marchas forzadas. No sabía qué hacer, los rusos podían estar instalando bases en la Luna, cabía la posibilidad de que hubiesen llegado mucho antes.

En la Tierra le darían órdenes.

La segunda sorpresa de Steve fue comprobar que uno de los rusos era una mujer y, a juzgar por su rostro, un verdadero monumento.

—«Pez—espada»...

—Aquí «Pez—espada»...

La voz de Owen tenía matices de demencia.

—He encontrado a dos rusos.

—¿Cómo dice?

—¡Dos rusos!

 

* * *

 

Coulter, el Presidente; y los tres personajes que habían junto a él se dejaron caer sobre los respaldos de los sillones completamente desconcertados.

Hasta entonces, habían estado viendo el «paseo» del astronauta y su conversación con los científicos.

La máxima autoridad de los Estados Unidos, Coulter, palideció de tal manera que en pocos segundos su rostro adquirió la tonalidad de un cadáver.

—Es... es imposible... —balbuceó Cooley, el jefe de la Armada.

El Presidente se llevó una mano a la frente y apoyó el codo en una de las abrazaderas del asiento.

La escena era inenarrable.

Ninguno había tenido la más remota sospecha de que pudiese ocurrir aquello.

¿Qué hacer?

—¿Está seguro de que son soviéticos? —preguntó la temblorosa voz del operador.

—¡Segurísimo!

—Pero...

—¿Qué hago?

—No sé... No sé... —repitió el estupefacto hombre.

Owen debía de estar muy intranquilo.

—¡Digan algo rápido!

—Espere... Esto no es asunto que pueda resolver yo... Pediré órdenes a los mandos superiores. ¿Reaccionan pacíficamente?

—¡Los tengo encañonados!... ¡Por todos los diablos, hablen..., ordénenme lo que sea!

—Tómelo con calma, Owen. Esta situación es totalmente imprevista.

El diálogo cesó.

—Presidente... Presidente, ¿qué hacemos?

¿Qué hacer?

La pregunta flotaba en la estancia en que se hallaban reunidos los altos dignatarios del país...

¿Qué hacer?

 

* * *

 

En el Kremlin, la escena era parecida.

Y el momento angustiosamente grave.

—¿Por qué este silencio? —reclamó el jefe del gobierno comunista, intranquilo por la razón de que ninguno de los dos cosmonautas hablaba con la normalidad anterior.

—Algo debe de ocurrirles...

—Procuren establecer comunicación inmediatamente.

Los rostros estaban tensos. La transpiración había hecho acto de presencia y las palpitaciones cardíacas parecían haberse detenido indefinidamente.

Y aún les esperaba una mayor sorpresa.

Los altavoces que enlazaban con la base espacial emitieron unos murmullos incoherentes, que empeoraron todavía más la situación nerviosa de las personas que estaban escuchando.

—Americanos...

Nicolai Shvernik, el jefe del gobierno, se dejó caer en el asiento dando la impresión de que la palabra «americanos» había tenido el efecto de un balazo en la sien.

—¡Repita! —bramó, la angustiada voz del enlace en Novosibirsk.

—Americanos... Están aquí...

—¡Maldición!

—Uno solo. Está armado...

Valva fue la que habló ahora. Y añadió:

—No parece belicoso...

—¡Dice que está armado y que no parece belicoso! —soltó uno de los miembros del Partido, exasperado.

Un murmullo de voces se levantó en la estancia.

Los más fogosos eran los primeros en reaccionar.

—¡Es una grave ofensa!... ¡Demasiado grave! —arguyó uno.

¿Ofensa?

¿Por qué?

—¡Es un sabotaje! ¡Espías!

—No puede permitirse...

—¡Guerra total!

—¡No podemos acobardarnos!

Los gritos se siguieron sucesivamente. Las ilusiones de un principio se habían visto desbordadas ante aquel inesperado acontecimiento. Ahora, que las cosas se ponían feas, los más inconscientes pedían una lucha total...

Antes de la humillación, el exterminio total e implacable.

¿Por qué, Dios mío?

¿Acaso aquellas personas tenían derecho a hablar de aquella manera? ¿Pensarían del mismo modo si Alexiev fuese el que empuñara el arma y Steve Owen el indefenso?

Posiblemente no.

—¡Silencio! —clamó el jefe del gobierno.

Los compungidos rostros se volvieron hacia él,

—Dejemos de protestar como comadres.

—¿Qué sugiere, camarada Shvernik? —preguntó uno de los soliviantados.

—Paciencia.

—Los segundos son decisivos.

—¡Eso! ¿Quién nos dice a nosotros que los americanos no llevan allí el suficiente tiempo como para tener una Base Nuclear lista para el disparo?

—¡Quizá los proyectiles ya vengan en camino hacia nosotros!

—¡Silencio!

Callaron. Empero, las miradas siguieron expresando sus atemorizados pensamientos.

—Nuestro Sistema de Alarma para la Defensa de la U.R.S.S. nos habría puesto en alerta de ocurrir lo que ustedes dicen.

»Todos sabemos que en una guerra de proyectiles teledirigidos son infalibles los disparos y, así mismo, también deberían serlo los caza—proyectiles.

—¡Con una base en la Luna nosotros tenemos las de perder!

—Sí, camarada Novograd; lo sé. No existen defensas contra ataques del cosmos.

»Por eso mismo, recomiendo paciencia.

»¿Acaso no vale más una retirada a tiempo que una derrota total?

»Les recomiendo pensarlo detenidamente. No olviden que toda la Humanidad depende de nuestras conclusiones.

Las caras se tornaron inexpresivas, mientras los cerebros sopesaban las palabras del jefe de gobierno.

Había que pensar..., ¡mucho!

Mientras, Valya y Alexiev comenzaron a comunicar de nuevo.

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