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Si en la Tierra la situación era embarazosa, no lo era menos en la Luna, donde tres personas, con idénticos méritos personales, se encontraban entre sí sin saber qué hacer.

Mejor sería que decidieran en la Tierra.

 

* * *

 

Valya Grigorieva era la más tranquila de los tres astronautas, pasados los primeros instantes de sorpresa, claro está.

Toda su perspicacia femenina estaba en acción. Estudiaba el rostro de Steve con detenimiento tratando de adivinar lo que decía por los gestos de sus labios.

Ella, como Alexiev, hablaban inglés; pero las ondas de la radio eran diferentes.

Tras unos minutos de estudio, la muchacha llegó a la conclusión de que el americano estaba en la misma situación que ellos, sin contar el arma con que les encañonaba.

Y así lo comunicó a su compañero:

—Alexiev, estoy segura de que acaba de llegar.

—¿Cómo puedes pensar eso?

—Él está tan asustado o más que nosotros. ¿No ves la bolsa y las banderas?

—Sí, es cierto...

Aquellas palabras sirvieron de alivio a los dirigentes del Kremlin, pues las estaban escuchando detenidamente.

El hombre o la ciencia, a la que también había que contar como elemento, podían tener un error de cálculo o de mente y las consecuencias serían apocalípticas.

—No parece mala persona —comentó Valva.

—¿No?... ¿Y la pistola?... —respondió Alexiev, sarcásticamente y con más dureza.

—No intentes atacarle, Alexiev... Por la fuerza no se consigue nada y nosotros estamos en peores condiciones.

—¡Maldita sea!

Ambos callaron.

Steve Owen se había dado cuenta de que los rusos hablaban entre sí y por su mente pasó la idea de que en Europa estarían escuchando la conversación, lo mismo que sus palabras en Cabo Kennedy.

Les hizo un gesto con el arma indicándoles que callasen y éstos obedecieron.

Steve estaba hecho un verdadero lío.

¿Qué debía hacer con el hombre y la mujer? No podía estar apuntándoles indefinidamente. Y en los Estados Unidos se habían quedado mudos del impacto que les produjo la noticia.

—«Caimán» llamando a la base...

—Le oímos, «Caimán».

—Necesito órdenes de inmediato.

—Espere, «Caimán».

Owen se salió de sus casillas.

—¿No comprenden que es una situación muy embarazosa?

—Manténgalos vigilados hasta que el Presidente nos diga lo que debemos comunicarle.

—¡Escuche, «Pez—espada»; llevo dos días sin dormir!

—Sí, comprendemos...

Steve no les dejó seguir.

—Dentro de un momento se me cerrarán los párpados.

—Lo sabemos, «Caimán»; pero ¿no pretenderá que destruyamos la Unión Soviética para que usted pueda dormir?

—¿...?

—¿Me oye?

—¡Váyase al diablo!

Steve estaba furioso. Las emociones habían sido muchas y su resistencia física estaba llegando al límite.

«¿Por qué siempre ha de haber rencillas, odio, ansias de poder y de mandar?», se preguntó.

Miró a los rusos.

La mujer parecía indicarle algo. Las armas de éstos habían quedado en el suelo lunar. Owen fue hacia ellas y las apartó con el pie a una distancia prudencial.

Luego, enfundó la suya.

El ruso le miró sin comprender.

¡Si por lo menos pudiesen hablar entre ellos!... De aquella forma, se entenderían mucho mejor.

Valya continuaba moviendo los brazos.

—¿Estás loca, camarada?

—No, Alexiev.

—Entonces, ¿qué pretendes?

—Hablar con él.

Alexiev ahogó un suspiro. Valya y él eran amigos, pero como hombre y mujer nunca se entenderían.

La joven señaló los auriculares y Owen asintió con la cabeza pareciendo comprender.

Valya llevaba los mandos del transmisor en el casco de vacío y Steve sobre el pecho del traje. Los dos a la vez manipularon en los aparatos, mientras Alexiev abría los ojos desmesuradamente.

Los dos iban a cortar sus comunicaciones con la Tierra.

Comprendió que no podía dejar que Valya hablase libremente con el otro, pues éste podía intentar un doble juego que en nada les favorecería a él y la joven.

El cosmonauta soviético se apresuró a seguir los movimientos de Valya por si ella y el americano lograban encontrar una onda idéntica.

De pronto, escuchó una voz en inglés:

—Hola...

¡Locos!... ¡Estaban rematadamente locos!

Alexiev parecía el más sensato de los tres, aunque su cordura alcanzaba un punto muy difícil de juzgar.

Quizá en la Tierra, los cohetes atómicos ya cruzasen los océanos en busca de las ciudades y los centros más importantes de cada país.

¡Y ellos hablando en completa enajenación!

 

 

V

 

—Me llamo Steve Owen.

—Yo Valya Grigorieva, y mi compañero Alexiev Glinka.

Ambos se miraron sin saber qué decir.

Era un poco risible aquella situación.

—Lamento haberles asustado.

—Nos hacemos cargo. Nosotros hubiésemos hecho lo mismo.

—Ya veo... Habla usted muy bien el inglés.

—Gracias.

Los tres estaban nerviosos y ninguno era capaz de ocultar su estado de intranquilidad.

—¿Hace mucho que llegaron?

Valya sonrió picarescamente.

—¿Es una pregunta «oficial» o «extraoficial»? Steve también forzó una mueca que quiso simular una sonrisa. Pero sólo consiguió que sus labios se juntaran en una fina línea.

—Extra oficial —respondió, por fin.

—Entonces, le diré que hace unas horas.

—¿Y usted? —inquirió Alexiev, todavía receloso del comportamiento del americano.

—Pues, más o menos al mismo tiempo.

—¿No es un poco cómico todo esto?

—Desde luego, Valya —corroboró Steve.

Los tres intercambiaron miradas. Luego, de una forma imprevista y hasta cierto punto comprensible, rompieron a carcajadas casi histéricas y que les obligaron a doblarse por la cintura.

¿Acaso el mundo no tenía algo trastornado?

Entonces, ¿por qué no habían de tomar ellos una parte de aquella locura? La situación no era, ni mucho menos, para reír; pero los nervios de los tres personajes necesitaban un merecido desasosiego.

Rieron con fuerza, casi con demencia.

El chasco había sido mutuo y enorme. ¿Qué pensarían los hombres del Kremlin y de Cabo Kennedy si pudieran verlos en aquellos instantes?

Valya, Steve y Alexiev se hicieron la misma pregunta y volvieron a reír sonoramente..., aunque fuese la suya una risa de fúnebres presagios.

¿Habían enloquecido?

No, de ninguna manera.

Los tres habían arriesgado sus vidas por la ciencia, por el saber y por el progreso. Juntos o por separado se habían embarcado en una aventura de sorprendentes consecuencias.

La rivalidad era mutua, cierto; pero ninguno de ellos era político. Steve y Alexiev eran militares, aviadores más concisamente, que habían nacido en diferentes partes de la Tierra.

¿Acaso sería diferente si Owen hubiese nacido en la Unión Soviética y Glinka en un rancho de Nebraska?

Las cosas no cambiarían en absoluto, los hombres eran los mismos.

¿Por qué no reír entonces?

Ellos pertenecían a clase de seres que arriesgan sus vidas por un constante adelanto y un imaginable bienestar para la Humanidad, no por los inconfesables deseos de otros hombres.

De pronto, dejaron de contorsionarse. Las respiraciones se habían alterado y el oxígeno existente dentro de sus trajes espaciales no correspondía a la demanda de los pulmones, esforzados por la risa.

—Valya —preguntó Steve bruscamente—, ¿qué pensó al verme?

—Al principio que era imposible, luego que nos habíamos retrasado y, así, perdido la carrera.

—Pues yo creí que ya habría una ciudad en la Luna. Los vi venir tan tranquilamente que no pude por menos que creerlo así.

—Si hace unas horas me hubiesen dicho que me iba a encontrar con semejante sorpresa no lo hubiera creído —intervino Alexiev.

—Ciertamente, que la situación nadie la podía prever.

—Aún tuvimos suerte de vernos al poco de llegar.

—¿Quién iba a decírnoslo?

—Nadie, Valya; son jugadas del destino.

—Yo no puedo establecer contacto con mi base —adujo Owen.

—Nosotros tampoco...

—¿Qué les parece si lo celebráramos?

Valya y Alexiev dudaron unos segundos.

—¿Cómo? —preguntó Glinka.

—No sé. Los científicos de mi nación no contaron con esto para añadir una botella de champaña.

—Ni los nuestros.

A fin de cuentas ambos gobiernos tenían muchas cosas en común.

—Podíamos acercarnos hasta nuestra astronave. Hay espacio suficiente para los tres y podemos graduar la atmósfera interior.

—Acepto su proposición, Grigorieva...

Alexiev avanzó un paso. A través del cristal transparente de su escafandra era fácil distinguir las arrugas que se habían formado en su frente.

—Esperad...

—¿Qué ocurre, Glinka?

—¿Qué dirán en la base?... No podemos olvidarnos de muchas cosas y que tampoco somos los dueños de los cohetes. Lo queramos o no, somos soldados y las circunstancias no favorecen nuestra amistad.

Las preocupaciones cundieron entre ellos.

¿Qué sucedería en la Tierra en aquellos precisos instantes?

Tanto Valya como Steve callaron ante las sensatas palabras del astronauta.

Éste añadió:

—Será mejor que nos separemos.

—Tiene razón, Glinka —asintió Owen—; no somos dueños de nuestros actos.

Valya, como mujer, se creyó obligada a suavizar las cosas y se interpuso entre los dos hombres.

—Tratemos de recordar la onda que une nuestras radios. Nunca estará de más el que podamos cambiar impresiones... ¿Quién sabe...?

Aquel «quién sabe» entrañaba muchas cosas, que todos ellos entendieron a la perfección.

En pocos instantes habían labrado una fuerte amistad pero...

Órdenes eran órdenes.

—Regresemos a nuestras naves —propuso Glinka.

—Recordaré la onda y les comunicaré las novedades. En caso de un apuro pueden llamarme libremente y contar conmigo. A pesar de lo fácil que ha sido hasta ahora, no debemos olvidar que estamos en un mundo completamente desconocido.

—De acuerdo, Owen; lo mismo le decimos.

Alexiev y Steve se estrecharon las manos; burdamente, porque el grueso de los trajes de vacío impedía hacerlo de otra forma.

Valya, que había tenido un papel muy importante en aquel primer contacto, siguió con su sonrisa a flor de labio y saludó al americano con simpatía:

—Hasta luego, Steve...

—Hasta pronto, señorita Valya.

El joven estadounidense lamentó no poder estrechar la mano de aquella muchacha, que, a pesar de su juventud, se había aventurado en un viaje lleno de riesgos sin fin.

Tras aquella simple despedida, se separaron y cada uno de ellos volvió a poner el transmisor en la onda normal.

Instintivamente, Valya y su compañero se inclinaron sobre las armas y las tomaron. Podían existir recelo, temor de que uno hubiese mentido en sus palabras de paz y amistad, pero ninguno se volvió para mirar lo que hacía el otro.

Aquel simple detalle demostraba que las palabras habían sido sinceras.

Los tres creían en la amistad, en las buenas palabras y en los buenos deseos, pero ¿hasta qué punto podían decidir ellos sobre sus propias personas?

La respuesta la daría el tiempo.

Mientras ellos conversaban con completa normalidad, en la Tierra habían sucedido muchas cosas.

La Tercera Guerra Mundial parecía a punto de estallar.

En los dos países en pugna vibraba una gran actividad, de muy malos augurios. Todos los permisos de personal militar y civil, de clase técnica y especializada habían sido suspendidos.

Los cientos de submarinos y aviones de ambas Defensas se dirigían a los puntos desde donde deberían disparar las fatídicas armas que habrían de asolar al mundo conocido.

Las tropas estaban en permanente alerta, pero la población civil no sabía absolutamente nada; estaban en una completa ignorancia.

Bastaría que dos hombres presionasen un simple botón y la catástrofe general se desencadenaría.

Todo consistía en eso: un botón electrónico y la mente de un hombre.

Un error, un pensamiento fatalista, una instintiva sensación de inferioridad y el mundo saltaría hecho pedazos.

A pesar de todo aquello, todavía esperaban muchas sorpresas más a los tres terrestres existentes en la Lima...

 

* * *

 

Los dos rusos procuraron poner sus radios en la onda anterior y disimular que las habían cambiado a propósito. Para ello hablaron entre sí como si nada hubiera sucedido.

—Volvamos, Valya.

—Sí, Glinka.

—¡Oigan...!

—Sí. Escucho —replicó Alexiev.

—¿Por qué han cortado la comunicación?... ¿Dónde está el americano?

—Ha vuelto a su nave y nosotros nos dirigimos a la nuestra. —Glinka omitió deliberadamente la primera pregunta.

—¿Cómo se encuentran?

—Perfectamente. Hemos averiguado que el americano ha llegado, poco más o menos, al mismo tiempo que nosotros.

—Parece increíble... ¿Están seguros de que no tienen ya bases instaladas?

—Completamente.

—Entonces ¿por qué les amenazó con un arma? —indagó, desconfiada, la voz del hombre que les hablaba.

—No nos reconoció de momento.

—Escuche, coronel Glinka; vuelvan al interior de la nave y permanezcan allí en espera de nuevas órdenes.

—¿Ocurre algo?

—No..., no, nada...

Glinka, siempre bajo la observación de la joven, bajó la cabeza meditabundo.

—Tenemos muestras de piedras y polvo lunar.

—De acuerdo. Guárdenlas en sus correspondientes lugares y no obren sin previo permiso. ¿Entienden?

—Desde luego.

A partir de aquel instante, la conversación se limitó a temas puramente científicos. Médicos, astrólogos y hombres de ciencia les llenaban de preguntas sobre sus reacciones a la atmósfera lunar.

Grigorieva y Alexiev miraron repetidas veces en derredor y se cercioraron de que todo seguía idénticamente al momento en que alunizaron.

Sólo que la Luna había entrado en su fase diurna y la potente iluminación proyectaba sombras de todos los objetos que sobresalían de la superficie.

Ahora todo tenía un color más vivo, más de Naturaleza, ya que antes el suelo reflejaba un tono grisáceo y tristón.

Sin embargo, ninguno de los astronautas se sentía contento. Intuían que algo no funcionaba bien allá abajo, en el Planeta Madre, y existía el temor de que hasta ellos llegasen sus consecuencias.

Valya y Glinka se introdujeron en la nave, cerraron la escotilla y graduaron la atmósfera para poder quitarse las escafandras.

Esperar...

Esperar ¿a qué?

Sintieron un indefinible temor a quedar como los únicos supervivientes de la raza humana. ¿Qué harían entonces?

También ellos quedarían condenados a muerte. A la Tierra no podrían regresar porque estaría contaminada de radioactividad y allí, donde estaban, no poseían recursos suficientes para vivir eternamente.

Además dos hombres y una mujer.

Mala combinación.

 

* * *

 

En Cabo Kennedy, tres hombres reunidos en la habitación secreta se miraron entre sí, expresando cada uno sus pensamientos de aquella indefinible manera.

El Presidente encendió un cigarrillo con manos nerviosas y aspiró el humo hasta la parte más recóndita de sus pulmones. Acto seguido, murmuró, casi sin despegar los labios:

—Y bien, señores, ¿puede saberse cuáles son sus opiniones al respecto?

El representante del Senado se levantó. Su cara estaba extremadamente pálida.

—Sugiero que se reúna al consejo y se actúe por libre votación —contestó.

—¿Y usted?

El aludido, Cooley, dio un respingo, pues hasta el momento parecía estar abstraído como ausente del problema que tenían presente, y se volvió hacia los hombres que habían frente a él.

—Es muy difícil dar una opinión, Presidente.

—¿Sí...? Entonces ¿quién debe decidir? Los he traído conmigo por juzgarlos como lo más sobresaliente de la nación. Ya saben que sus opiniones han pesado siempre en lo que yo decido.

—Ya... Pero este caso es diferente.

—¿Por qué lo dice?

—Se trata de todo o de nada. Aquí no puede existir término medio.

—¿Quiere decir que sólo podemos plantear la guerra total o retirarnos y quedar a merced del adversario?

—Exacto, señor Presidente.

—Ninguna de las dos soluciones es convincente —arguyó el senador.

Cooley enarcó las cejas y añadió:

—¿Piensa usted que existe alguna otra?

—No ciertamente, pero lo seguro es que, si pasamos al ataque, corremos el riesgo de perder la batalla y morir.

—¿Y si esperamos que sean ellos?

—Lo mismo. Nuestras defensas pueden detectar a tiempo la salida de sus proyectiles y destruirlos, con lo que nosotros tomaríamos una considerable ventaja. Pero no por ello deja de existir el riesgo de sucumbir.

»Yo a mi juicio, lo que puede decidir una baza muy importante está en la Luna.

—¿Allí? —inquirió el Jefe de la Armada, incrédulamente.

—Desde luego...

—Explíquese mejor, Riley —terció el Presidente, vivamente interesado en la conclusión del senador.

Éste carraspeó y dijo:

—Bien, repasemos los hechos. Sabemos que hay una pareja de rusos muy cerca de nuestro astronauta y que han conversado pacíficamente tal y como Owen nos lo ha comunicado, aunque, la verdad sea dicha, no ha derrochado detalles.

—Cierto —asintió Coulter.

—Yo pienso que podíamos intentar destruir la nave enemiga y retener a los ocupantes sin que los rusos se enteren.

El Presidente y el marino estiraron sus cuellos.

—Siga, Riley.

—Si logramos estropear el funcionamiento de esa nave sin que ellos crean que ha sido un sabotaje, tendremos la oportunidad de instalar las bases nucleares sin que nos molesten en absoluto.

—¡Cielos, es verdad! —exclamó Cooley, entrelazando los dedos de ambas manos nerviosamente.

Coulter meneó la cabeza en sentido afirmativo.

—Sí, es una buena solución; aunque no debemos menospreciar al adversario.

—Déjeme añadir algo más, señor Presidente —pidió Riley—, pues, aparte de lo que le he dicho que era mi opinión, considero que ésta tiene algo de sucio.

—¿Qué quiere decir?

—Que para llevarlo a cabo nuestro hombre ha de actuar como si fuese un delincuente.

»Según nos ha dicho, los cosmonautas soviéticos han puesto su confianza en él y atacarles a traición no es muy limpio o caballeresco.

—¿Acaso hay alguna guerra que sea limpia? —arguyó Cooley, demostrando que le seducía la idea del senador.

—Desde luego, no se lo discuto. Sin embargo, hay cosas que...

—¡No podemos detenernos en tonterías cuando todo el país está en peligro!

El marino gritó fuera de sí, al tiempo que daba un fuerte golpe en uno de los sillones. El Presidente proyectó su vista hacia él y le observó ceñudamente antes de decir:

—Cálmese, Cooley.

—Perdón... Tengo los nervios destrozados...

—Por esa razón sugiero que se reúna el Senado y se haga a votación. De esta forma, no recaerá sobre nuestras espaldas toda la responsabilidad de tan grave asunto.

—Cundirá el pánico, Riley.

—Es posible, señor Presidente; pero mi opinión es que se trata de demasiada responsabilidad para tres hombres.

El aludido soltó un suspiro.

—Si reunimos el Senado, al enterarse de la situación, se formará un escándalo y tardaremos horas en tranquilizar a los presentes para que puedan votar con libre responsabilidad.

—También existe otro inconveniente.

—¿Cuál, Riley?

—No sabemos cómo reaccionará el astronauta si recibe orden de pasar a la lucha. Recuerde que Owen no es un hombre de acción, sino simplemente el mejor piloto espacial de la nación.

—¿Cree que rehusará obedecer las órdenes?

—Es posible. Y ello acarrearía el peligro de que los rusos comprendiesen nuestros planes.

—El tiempo es lo que más me preocupa. Podríamos lanzar al espacio a dos hombres más para que ayudasen a Owen.

—Los derribarían los soviéticos.

—¿Sí?

—¿Qué haría usted si nuestros radares detectasen la salida de un cohete espacial del adversario?

Coulter asintió de nuevo. ¡Él ordenaría destruirlo!

Y con ello se declaraba la guerra total.

—Prefiero que decidamos nosotros —terminó diciendo el Presidente.

—¿Ahora? —inquirió Cooley.

—Sí, cada segundo que pasa puede cambiar la situación o precipitar el fin.

Ni Riley ni el marino contestaron. Se limitaron a rehuir la mirada del máximo personaje de la nación.

¡Decidir!

Las dudas, el temor y un sinfín de cosas más se mezclaron en las torturadas mentes de los tres hombres. Si algo salía mal, jamás en sus vidas, si sobrevivían, lograrían reconciliar el sueño.

¡Y aunque ganasen igual!

Muchos muertos, demasiados para tres conciencias.

—¿Riley?

La voz del Presidente sonó áspera, desagradable:

—Que Owen entre en acción.

—¿Cooley?

—Opto por el plan del senador Dennis Riley.

¡Ya estaba decidido!

El sudor perló los rostros de los tres al unísono. Cuatro ojos se clavaron inquietantes sobre los labios del Presidente.

¡Faltaba su opinión!

—Yo también voto por lo mismo...

 

 

VI

 

—Operador —llamó el Presidente.

—¿Señor?

—Quiero que se comunique inmediatamente con el astronauta Owen y le pase el siguiente mensaje...

—¿Tomo nota?

—Como guste...

 

* * *

 

—Deberá tomar por sorpresa la nave contraria y dejarla inutilizada totalmente.

—¿No lo dirá en serio?

—Desde luego, «Caimán»; las órdenes son concisas.

Silencio por parte de Steve.

—Mantendrá vigilados a la pareja rusa hasta que otras naves vayan en su ayuda en el momento preciso.

—¿Y si oponen resistencia?

—No puedo decirle nada sobre ello, «Caimán»; me limito a pasarle las órdenes que le han sido encomendadas.

—¿Algo más?

—Sí, deberá actuar e inutilizar la nave sin que los científicos soviéticos de la Tierra se den cuenta de ello. ¿Me comprende bien?

Owen esbozó una sarcástica sonrisa.

—Demasiado bien, «Pez—espada».

—Lamento que las órdenes no sean de su agrado, «Caimán»; pero todos somos soldados de la Patria.

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