Cosmos

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Súbitamente, Steve pareció sufrir como un arrebato de cólera y cortó la comunicación con un gesto brusco e inopinado.

¡Al diablo las órdenes!

La respiración se alteró en el pecho de Owen. Lo que le mandaban era demasiado descabellado... ¿Y Valya y Glinka?

Jugada del destino. ¡Él mismo había pactado con ellos una alianza secreta, pero en la cual empeñó su palabra, su conciencia y los más innatos sentimientos de hombre!

¿Cómo podía echarse atrás y pasar a un ataque traicionero?

¿Cómo...?

Podían ocurrir mil cosas diferentes. Todavía llevaban muy pocas horas en el satélite. En su nave no cabían los tres y, de ocurrir algo extraño, condenaba a muerte a dos personas que habían puesto su confianza en él.

¿Habían sido sinceros?

Owen no podía asegurarlo hasta aquel punto, pero él sí.

Quizás estuviese equivocado; empero ¿cómo saberlo si él empezaba por quebrar su propia palabra?

¡Idiota!... ¡Mil veces idiota! Seguramente que de estar Valya o Glinka en su lugar no hubiesen titubeado como él... ¿O sí?

No debía olvidar que era estadounidense, que tenía la obligación de obedecer las órdenes, fuesen cuáles fuesen. Él no podía tomar una decisión propia.

Ambas opiniones chocaban en la mente del astronauta contradiciéndose entre sí.

Evocó la faz de Valya. Si algo irreparable llegaba a sucederles jamás se lo perdonaría. En la Tierra estarían pensando que había sido una equivocación el mandarlo a él, pero ellos ya tomaron sus decisiones.

¿Acaso ya nadie se acordaba de la conciencia?

Por un instante, Owen odió al mundo, a sí mismo, al progreso, a la loca ciencia que parecía llevar un camino imparable de desenfreno.

¡Lo odió todo!

Luego, tras un intervalo de unos quince minutos, en los que su furor simuló aplacarse, se hizo cargo de la pura y triste realidad.

Tenía que obedecer, no había otra opción.

¿Cuándo llegaría el hombre a vivir tranquilo, sin temores de sus propios congéneres e inquietudes que corroían el alma y la misma vida?

Se llamó idiota una vez más y miró la pistola, depositada por él sobre el tablero de mandos. De un manotazo, la tiró por el suelo de la cabina.

Luego se colocó la escafandra de vacío y salió. Le repugnaba horriblemente lo que debía hacer.

 

* * *

 

Steve Owen bordeó la llanura para no ser avistado por Valya o Alexiev y avanzó hacia la nave soviética, dando grandes rodeos. Había dejado atrás el arma y en uno de sus bolsillos únicamente llevaba unas tenazas especiales.

Había pensado en estropear algo que pudiese volver a repararse con relativa facilidad.

Tardó casi una hora en hacer el recorrido. La nave rusa surgió ante él y Steve se puso a cubierto de unas rocas de bastante altura. Sobre la proa del navío espacial había observado cómo unos aparatos muy parecidos a los periscopios de los submarinos se movían en derredor.

Eran cámaras de televisión.

Calculó el tiempo que tardaban en dar una vuelta completa y se dijo que tenía tiempo suficiente para alcanzar el costado de la astronave y pegarse a él.

Ni Glinka ni Grigorieva daban señales de presencia. Debían de estar dentro de su astronave, estudiando los datos de las calculadoras y enviándolos a la Tierra para una observación más perfecta.

Si tenía que luchar contra Glinka las cosas se pondrían más feas aún... y más desagradables.

De nuevo le invadió aquel indescriptible asco hacia sí mismo.

Las cámaras de televisión pasaron por el lugar que el ocupaba y comenzaron a describir un amplio círculo en derredor.

Steve no esperó a más. Saltó hacia adelante tratando de dar a sus piernas toda la velocidad posible.

El mal no estaba hecho aún, pero ya no había remedio.

¡El mundo estaba loco!

Miró hacia la escalerilla metálica y se acercó a ella. ¿Qué ocurriría cuando los que momentos antes habían sido sus amigos le vieron entrar de aquella manera y con tan insanos deseos?

Prefirió no pensarlo y puso toda su atención en los espías mecánicos de la proa de la astronave, ¡los mismos que debía destruir!

 

* * *

 

Unos kilómetros más al norte de donde estaba Steve, precisamente junto a su nave, se desarrollaba una escena que hubiese satisfecho bastante al americano.

Si los americanos habían encontrado aquella solución de destruir la nave adversaria como único camino de conseguir sus fines, ¿por qué no podían haberlo pensado igualmente los hombres reunidos en el Kremlin?

Y así era efectivamente.

La Humanidad estaba loca, pero el destino, con sus insospechados designios, parecía estar de acuerdo para ayudarle en su autodestrucción.

Valya y Alexiev estaban allí para destruir la nave de Owen, según las órdenes recibidas.

La joven se esforzaba inútilmente en establecer contacto por radio con Steve, pero éste, al ignorar la llamada, jamás sabría de los deseos de la ucraniana.

—¡Déjalo estar, Valya!

—¿Por qué, Alexiev?... Todavía estamos a tiempo.

—A tiempo, ¿de qué?

Los dos estaban junto a la nave. Grigorieva se interpuso entre su compañero y la escalerilla, más corta ésta que la de ellos.

—¡De evitar lo irreparable, Alexiev!... ¿No comprendes que sembraremos nuestra propia destrucción?

—¡No podemos olvidar nuestros nombres y el país al que pertenecemos!

—¿Por qué?...

—No comprendo cómo preguntas eso.

—¿Acaso no somos personas lo suficientemente formadas para saber lo que está bien y lo que está mal?... Tú mismo sabes que la orden es una locura.

—Sí, ¡es verdad!

—¿Entonces...?

Glinka abatió los brazos en señal de desesperación.

—Te entiendo, Valya; pero trata tú de comprenderme a mí. Yo no soy el que ha formado todo este embrollo.

—Lo sé, Alexiev; pero vas a ser el arma ejecutora. ¡Tú eres un hombre, un ser humano que piensa y razona!

—Sí, está mal... De acuerdo... Sin embargo, ¿quién te dice a ti que ellos no han pasado ya a la iniciativa y nuestro pueblo, nuestras familias son víctimas de la radioactividad?

—Y ¿quién será el culpable?

—Todos.

Hubo unos segundos de silencio.

Glinka, de pronto, se acercó a la escalerilla y ascendió un par de escalones.

—Espera, Alexiev.

—Aparta...

—Todavía estamos a tiempo.

—Es inútil...

Valya se aferró a la cintura de su compañero para impedirle la ascensión, pero éste giró bruscamente y la dio un empellón que la muchacha no fue capaz de resistir.

Estaban dominados por la misma satánica locura que habría de conducirles a los tres a una fosa espacial.

Morirían de inanición. Sus cuerpos se descompondrían en el interior de los trajes de vacío: unos ataúdes sádicos y demasiado fríos para un ser humano.

Valya se vio impulsada hacia atrás y la falta de gravedad amortiguó el golpe. Mentalmente, no culpaba a su compañero de lo que estaba haciendo.

Alexiev Glinka era un hombre sensato, desapasionado..., pero militar a fin de cuentas.

Con ojos inundados de terror, la joven vio cómo él penetraba en la nave. Esperó lucha, que Owen saliese al encuentro de Glinka y ambos se enzarzasen en una lucha a muerte.

Tenía que ser así, pues no creía que Steve se rindiese tan fácilmente y sin oponer resistencia.

Lo que Valya no sabía era que en aquellos instantes Steve Owen estaba destruyendo las instalaciones transmisoras de imágenes y sonido de su propia nave.

Alexiev tardó unos diez minutos en aparecer por la escotilla.

Valya se levantó y fue hacia él. Habían cambiado las ondas de la radio premeditadamente, aunque era innecesario, puesto que en aquellos instantes ya nada les enlazaba con la Tierra.

¡Lo inevitable se había cumplido!

—Ya está, Valya.

—¿Y él?

—No estaba dentro.

—¿No...?

—Así es. Debió de salir a estudiar el terreno. Ha sido mejor así.

La joven se apartó anonadada y apoyó su espalda en el fuselaje de la nave.

—Parece increíble...

—¿A qué te refieres?

—A nosotros. ¿Recuerdas la alegría de nuestra llegada?

—Sí...

—¿Y la conversación con Owen, después del espectacular encuentro en el centro de la llanura?

—También.

—¿Y no te parece que es de estúpidos estropearlo todo?

Glinka se desentendió de la pregunta y empezó a caminar, siendo seguido por la inquieta mirada de Valya.

—Vamos...

Ella le imitó y ambos anduvieron hacia su nave. Los miembros resultaban más pesados.

Era la conciencia lo que pesaba.

De pronto, vieron a Steve que se acercaba hacia ellos. Los dos rusos comprendieron instantáneamente lo que había sucedido, bastaba con observar la dirección que traía el americano para entenderlo.

Los tres se detuvieron con unos cincuenta metros de separación. La sangre huyó de sus rostros.

La trágica realidad se hizo latente.

Valya dio unos vacilantes pasos. Sus ojos brillaban. Miró a los dos hombres detenidamente, sin poder ocultar la rabia y la desesperación que tenía dentro de sí.

Los culpó por igual, con las pupilas expresando claramente sus pensamientos.

Llegó a situarse en el centro de ambos.

—¡Locos...!

Glinka y Owen empezaron a andar. Los brazos estaban caídos a los lados.

¡Estaban incomunicados con la Humanidad! ¡Condenados a una irremisible muerte!

Los dos hombres se situaron frente a frente y, al unísono, lanzaron sendos rugidos de animales heridos.

Los movimientos eran lentos por la carencia de gravedad, pero ello no fue impedimento para que el uno se abalanzase sobre el otro, sin armas, con las manos limpias.

Valya emitió un gemido y se apartó, al tiempo que se llevaba las manos a la escafandra en un gesto completamente natural en la Tierra.

Los dos hombres estaban como poseídos, desquiciados; sus mentes embotadas por la furia en un momento en que la sensatez parecía haberse esfumado.

Steve fue el primero en lanzar su puño hacia delante, aunque la efectividad del golpe fue casi nula.

Glinka le abrazó por el pecho y comenzó a apretar salvajemente, con intención de asfixiarlo en una presa mortal y muy difícil de eludir sin arma alguna.

—Alexiev, deténte...

Ninguno de ellos oía, cegados por la furia.

Y los dos iban a morir.

¿Marcaría aquello el principio del fin?

Owen logró impulsar su mano izquierda y colocar un directo en el hígado de su oponente.

Glinka emitió un grito de dolor y sus brazos se aflojaron. Steve no desaprovechó el momento y se proyectó hacia el otro, con ánimo de no permitirle que se recobrase.

Ambos rodaron por el árido suelo lunar.

Valya comprendió que las escafandras se romperían en uno de aquellos golpes y uno de ellos sucumbiría al faltarle el oxígeno necesario para sus pulmones.

—No debí confiarme desde un principio... —sintió ella que musitaba Glinka para sí.

—¡Alexiev...!

—De no haber escuchado tus palabras no nos veríamos en esta situación...

Glinka no pudo terminar la frase, pues Owen se le vino encima y tuvo que emplear todas sus fuerzas en las manos que trataban de aferrarse a su cuello.

Los deseos de ambos fueron bien claros: ¡romper la escafandra del contrario por la parte del cuello!

—¡Steve, por Dios!

Éste había logrado rodear con sus zarpas el borde del traje espacial de Alexiev y miraba obsesionado los débiles tornillos que unían el cuello con la escafandra.

¡Un esfuerzo más y lo conseguiría!

¿Era natural que se destruyesen entre sí como alimañas, olvidando hasta el más pequeño sentido humano?

 

 

VII

 

La sala de reuniones en la que se hallaba reunido el Consejo extraordinario tenía una atmósfera de exasperante inquietud. Los rostros, torvos, esperaban noticias de los dos cosmonautas.

Hacía casi treinta minutos que no recibían noticias. El humo de los cigarrillos empañaba el ambiente con una tonalidad azulada y mortecina. Más de uno encontró en el humo del tabaco cierta similitud con las nubes radioactivas de las explosiones experimentales que habían observado tiempo atrás.

¿Era miedo?

Nicolai Shvernik, el jefe del gobierno, hacía tamborilear los dedos de las manos sobre la mesa de oscura madera.

Treinta minutos de espera eran demasiados en aquella situación.

Todavía tenía presentes las dispares opiniones del Consejo cuando hubo que adoptar una posición respecto a Steve Owen.

Ahora, cuando la espera se hacía terriblemente angustiosa, los mismos que habían preferido que se silenciara la nave americana y su tripulante agachaban al cabeza y rehuían las miradas de los demás.

¡Miedo!

Cada dos minutos llegaba un teniente del Ejército y depositaba los últimos partes sobre la mesa, frente a Shvernik.

Éste echó una ojeada al último que acababan de depositar cerca de su brazo izquierdo. Al leer las primeras líneas, sus dedos dejaron de golpear la madera.

Uno de sus submarinos atómicos había logrado penetrar en el Golfo de Méjico sin ser detectado y tenía al alcance de sus proyectiles de cabeza nuclear los estados de Florida, Georgia, Alabama, Mississippi, Lousiana, Arkansas, Oklahoma y Tejas.

¡Y en espera de órdenes!

Aquello suponía la destrucción del sudeste de los Estados Unidos, o tanto como unos cuarenta millones de personas.

¿Cómo podía asegurar que un submarino americano se había introducido en el Báltico y sus cohetes apuntaban ya hacia ellos precisamente?

Si se empezaba una guerra nuclear ya no cabrían armisticios o tratados de paz.

La aniquilación sería total y vertiginosamente rápida.

El teniente apareció con otro parte. Lo dejó en la mesa y fue a dar media vuelta, pero la mano de Shvernik le retuvo.

—Teniente.

—¿Señor?

—Quiero que la comunicación con Novosibirsk no se rompa por nada en absoluto.

—Descuide, señor.

—Avíseme de cualquier anomalía.

—Así se hará, señor...

Shvernik levantó la cabeza y miró al teniente con fijeza.

—¿Cómo se llama, oficial?

—Rosovsky.

El teniente se había envarado, sorprendido por la inesperada pregunta del jefe de gobierno.

—Quiero hacerle una pregunta personal, Rosovsky.

—A sus órdenes, señor.

—Bien, dígame... ¿Tiene miedo, teniente Rosovsky?

A pesar de su actitud marcial, el aludido no pudo evitar un estremecimiento.

—Bueno..., yo...

—Conteste con plena libertad, teniente.

—Sí, lo tengo, señor...

Los ojos de Shvernik se entristecieron ligeramente.

—Es todo, Rosovsky.

—A sus órdenes, señor.

El oficial saludó y dio media vuelta, todavía impresionado por las palabras del jefe de gobierno.

Ninguno de los presentes se había perdido palabra de lo que dijo y todos se preguntaron el motivo, temiendo que la voluntad de Shvernik se estuviese resquebrajando.

Existía una numerosa mayoría que optaba por la muerte total de la nación antes de verse humillados por un enemigo que oficialmente no era tal.

Y la nación tenía miedo, como prueba de ello había sido la declaración del teniente.

Sin embargo, ahora en el momento en que la mayoría titubeaban, él estaba dispuesto a seguir hasta el fin de aquella loca carrera que se emprendió muchos años atrás.

Las dos personas que habían más cercanas a él carraspearon.

Shvernik los miró.

—¿Te encuentras bien, camarada Nicolai?

—Desde luego...

—Creemos que nuestros astronautas habrán sabido cumplir con su misión —añadió el hombre.

—Es posible.

—¿Acaso no confía en ellos?

—Sí..., sí, claro.

Shvernik tenía muy malos pensamientos sobre el silencio de Alexiev y Grigorieva.

—Si dentro de quince minutos no tenemos noticias, atacaremos.

Sus palabras fueron suaves, aunque llenas de una determinación total e inquebrantable.

—¿Quince minutos? —balbuceó alguien.

—Sí... ¡Ni un solo segundo más!

»¡Que se den las órdenes oportunas al Ejército, la Marina y Aviación que en estos momentos está sobre alerta!

»Pueden disparar sus armas contra los blancos que ya tienen indicados, si no reciben contraorden antes del tiempo fijado...

¡Quince minutos!

Shvernik calculaba bien. El que ninguno de los astronautas comunicase a la Tierra era una clara señal de que el americano había sido más rápido y eficiente en el trabajo de dominar la tan escasa población de la Luna, ¡tres personas!

Una extraña y dulce sonrisa cruzó los labios del jefe de gobierno.

Sí, también había decidido otra cosa:

En cuanto expirase el plazo fijado, se suicidaría.

Era lo mejor, si es que antes no enloquecía...

 

* * *

 

En Cabo Kennedy la situación era casi idéntica. El silencio por parte de Owen les producía escalofríos a los tres hombres que habían de decidir por toda la nación.

En aquel instante, a Coulter le hubiese gustado ser el hombre más insignificante de la Tierra. Un vagabundo, un pordiosero..., lo que fuese con tal de no tener aquel peso dentro de su pecho.

Pero aquello era imposible.

De pronto:

—¡Atención, los radares captan la salida de la Luna de un objeto desconocido!

Los tres se pusieron en pie al unísono.

—¿Pueden reconocer si se trata de la «Liberty»?

—Imposible, señor Presidente... No envía señal alguna.

—¡Maldición! —rezongó Cooley, el jefe de la Armada.

—¿Qué ocurre?

—Podría ser un proyectil nuclear ruso.

Coulter volvió a quedar anonadado y se dejó caer sobre el asiento.

—¡Dios mío...! —murmuró.

Cooley, mientras, se acercaba al micrófono depositado sobre la mesa y gruñía:

—¿Viene hacia la Tierra?

—En efecto, señor.

—¿Cuánto tardará en llegar?

—Unas veinticuatro horas.

—Bien, quiero que los aviones de reserva estén listos dos horas antes para cazar a ese artefacto si no ha dado señales a la entrada de la atracción terrestre.

—Así se hará, señor.

—Espere... ¿Es uno solo?

—Eso marca el radar, señor.

—Bien, es todo.

—¿Qué se propone, Cooley? —indagó Coulter.

—Estar prevenidos, Presidente.

—Owen ya debería haber comunicado.

—Quizá no haya podido.

—O esté muerto.

Cooley levantó el brazo y señaló al techo de la estancia como si allí hubiese algo y dijo:

—Tenemos veinticuatro horas para saberlo, Presidente. Cabe la posibilidad de que «eso» que se aproxima sea nuestra nave y que Owen no puede comunicar, por algún fallo técnico.

—Entonces jamás llegaría a la Tierra. Usted sabe tan bien como yo que la nave es dirigida casi totalmente desde aquí. Sin nuestra ayuda, Steve Owen se perdería en el cosmos y vagaría por él eternamente.

—Presidente, yo tengo esperanzas en la iniciativa de nuestro hombre.

—Veinticuatro horas, Cooley... Demasiado tiempo... Para entonces la Tierra puede estar convertida en un verdadero páramo asolado por la radioactividad.

—Corremos ese riesgo desde que se inventaron las armas nucleares, Presidente.

 

* * *

 

En el Kremlin también se habían enterado de un objeto desconocido surcaba el infinito en dirección a la Tierra. Existían los mismos temores y preocupaciones que en Cabo Kennedy, exactamente iguales.

Quizá paradojas del destino que trataban de ensañarse con todos ellos y hacerles enfermar del corazón.

Pero nadie creía en el destino hasta tal extremo...

¿Qué sucedía entonces?

¿Hasta cuándo iba a durar aquella incertidumbre?

¿Qué había ocurrido en la Luna?

¡Veinticuatro horas largas!... Un día entero de espera, aparte de los casi dos que ya habían transcurrido...

 

* * *

 

Valya Grigorieva sintió que las piernas se le doblaban y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para poder mantenerse en pie y seguir pensando, aunque ciertamente ya no sabía si razonaba o, por el contrario, estaba completamente loca.

Lo que había visto con sus propios ojos era inexplicable.

Ya no le importaba haberse quedado sola —¡porque Alexiev y Steve ya no estaban junto a ella!— ni morir. Lo que más le intrigaba era saber lo que les había ocurrido a los dos hombres.

Hubiese dado media vida por poder llevarse las manos a la cabeza y apretársela con fuerza para comprobar así si todavía estaba viva, si no eran sueños de muerte.

Sus ojos azules se vieron empañados por unas amargas lágrimas, que resbalaron lentamente por sus mejillas.

Ella había observado cómo Glinka y Steve dejaban de forcejear y se levantaban como autómatas...

Con los ojos semicerrados, los había visto tomar la dirección de sus correspondientes astronaves y avanzar hacia ellas, separándose misteriosamente y sin dirigirle una mirada.

¿Estarían de acuerdo para dejarla allí y ellos huir hacia la Tierra cobardemente? No. Era imposible. Valya se juró a sí misma que ninguno de los dos hombres era capaz de tal bajeza.

A Alexiev lo conocía desde hacía tiempo. No mentía.

Y Owen parecía una buena persona, hombre seguro de sus actos y puro en sus sentimientos.

Pero ¿por qué entonces se habían marchado en las astronaves?

Corrió tras ellos, enloqueciendo ante la indiferencia que le profesaron y tratando de mantenerlos. Alexiev Glinka penetró en la nave. Valya lo recordaba muy bien...

¡No penetró con él porque jamás pensó que él intentara salir de allí y abandonarla!

¿Habría algún elemento maligno en la Luna que hiciera enloquecer a los hombres?

Las piernas comenzaron a doblársele. Estaba condenada a muerte, lo sabía.

¿Y Owen?

¿Por qué al pensar en el astronauta americano sentía aquella incertidumbre en su interior?

Valya no era tonta. Con tristeza, reconoció que se había enamorado de Steve.

«Sí, se ha burlado de mí lo mismo que Alexiev. ¿Qué dirá si alcanza la Tierra?... Posiblemente que sufrí un accidente, que unos seres extraños nos atacaron y acabaron conmigo», pensó.

La joven no se dio cuenta de que ya se hallaba sentada en el suelo pedregoso y que, poco a poco, su espalda se iba hacia atrás, desplegándose por la cintura hasta que la escafandra rozó unas piedras por su parte posterior y se detuvo.

Valya tenía una sonrisa de felicidad en los labios.

Sus ojos estaban terriblemente inmóviles, como los de una muerta.

Pero con el brillo de los vivos.

Su atormentada mente empezó a abandonar los pensamientos que la habían abstraído y la enajenación se completó paulatinamente.

De súbito, quedó inmóvil.

Estaba sola, abandonada en un desierto satélite, mientras las únicas personas que podían ayudarla cruzaban el espacio infinito camino de una Tierra presa de odios, fermentada por demasiadas cosas insanas y perniciosas.

Empero, su pecho oscilaba suavemente en señal de que su corazón latía todavía.

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