Cosmos

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—¿Y Valya? —inquirió de pronto, el aturdido hombre, al observar que nadie sacaba a la joven científica de la astronave.

—Se quedó en la Luna.

—¿Cómo?

—Lo que ha oído. Se contaminó mucho más que yo y creí necesario abandonarla.

—Pero...

—Lo siento.

Los dos se habían detenido en su camino hacia los edificios achatados de la base. El de tierra miró al astronauta como si éste fuese un demente y añadió:

—¡Es inaudito!

—¿Y qué quería?... ¿Que trajese gérmenes nocivos a la Tierra? ¿Acaso conoce usted la clase de radiactividad que yo llevo encima? Puede incluso que le esté condenando a usted a muerte en este momento...

El especialista dio un paso atrás.

—Usted dijo que no había radiactividad... —balbuceó casi incoherentemente.

—Cierto, pero eso es precisamente lo que nos alarmó: Primero no la había y, a las pocas horas, Valya dio claras muestras de haberse contaminado.

—Sigo pensando que no debió dejarla allí...

Alexiev reanudó la marcha, dejando atrás al otro y anduvo desentendiéndose de sus preguntas.

—¡Espere!

—¿Qué ocurre!

—¡No puede caminar por ahí libremente!... ¡Tiene que ingresar en el proceso de descontaminación!

—¿Todavía no me ha entendido?... ¡Voy a morir!

Y antes de ello quiero proporcionarle todos los informes posibles.

El hombre, con la cara blanca como el papel, echó a andar tras él, al tiempo que decía:

—Sí, espere...

Juntos fueron al edificio principal, por el que descendieron a unas instalaciones subterráneas y que formaban la cabeza de control de la base espacial.

No había periodistas allí, por lo que los guardias armados de las salidas permanecieron impasibles, aunque en una vigilancia más cerrada.

La noticia de que Valya había muerto dejó a todos consternados, además del peligro de una radiactividad que los aparatos de la cosmonave no habían detectado.

Alexiev, casi idénticamente a como le había ocurrido a Steve Owen, fue internado en una estancia de observación y los científicos empezaron a estudiarle como si fuera un bicho raro.

El jefe de gobierno había dado órdenes terminantes de que no se hiciese nada sin estar él delante, por lo que tardarían todavía varias horas en interrogarle debidamente.

Sin embargo, Alexiev no sabía nada de esto.

Simplemente, se vio solo mientras en la base preparaban el proceso completo de descontaminación, en método para casos muy graves.

Alexiev se sentía como un león enjaulado. Daba rápidos paseos por la reducida estancia y sus labios permanecían cerrados, aunque en su mente bullían muchos pensamientos.

Cosas que de haberlas dicho a los hombres de la base, éstos hubieran pensado que las incógnitas que había atravesado le habían trastornado el cerebro y ya no razonaba como un humano.

Él sabía que Valya no estaba contaminada.

¡Y sabía también muchas otras cosas que guardó para sí!

No había pasado inadvertido para él que Valya y Steve se miraban con agrado.

Sonrió.

Lo hizo enigmáticamente. Sí, su compañera y el americano formaban una buena pareja, a pesar de las circunstancias.

Entonces, una persona apareció ante Alexiev y le hizo abandonar sus misteriosos razonamientos.

Era una mujer, científica posiblemente, como Valya Grigorieva.

—¿Cómo se encuentra, Glinka?

Alexiev movió la cabeza en sentido afirmativo y sin contestar de palabra.

La recién llegada era alta, ligeramente morena y de ojos grises. Vestía de blanco, como era obligatorio allí, pero la bata era bastante ajustada.

Alexiev notó que se amoldaba a su cuerpo de una atrayente manera.

Se fijó en las piernas: eran largas y finas. Sin medias.

La mujer carraspeó nerviosamente y el hombre levantó la vista hasta su rostro, notando que éste se había sonrojado.

—Coronel, soy la doctora Sonia Witsin, especialista en radiactividad —adujo ella.

En su voz había cierto tono austero, quizá molesta por las miradas de Glinka.

—Encantado, señorita...

Sonia hizo un mohín.

—Me han enviado para estudiar su grado de contaminación, coronel.

—Ah, muy bien.

Alexiev no había sido nunca un conquistador. Los mejores años de su vida los había dado a la técnica espacial y al previo entrenamiento de astronaves.

Ahora, quizá viéndose ante las puertas de una muerte lenta y fría, se daba cuenta de que había cosas realmente buenas.

—¿Qué me dice de Valya Grigorieva, coronel? —preguntaba en aquel instante la doctora.

—Era una gran compañera y amiga.

—Me refiero a la contaminación que contrajo —corrigió Sonia Witsin.

—Noté lo que le ocurría cuando la comunicación con la Tierra estaba destruida.

—¿Dio muestra de algunos síntomas especiales?

—Sí, perdía la memoria y su piel iba tomando un color grisáceo, como si se estuviesen deshidratando sus tejidos.

Alexiev notó que la doctora tragaba saliva al escuchar aquello, posiblemente para evitar las bocanadas de su estómago.

—¿Algo más? —adujo, tras unos segundos de duda.

—Hablamos sobre ello.

—¿Sentía usted algo en aquel momento?

—No, de ahí que entre ambos decidiéramos que yo volviera solo. Ella podía traer bacterias desconocidas a la Tierra.

—Ya comprendo... Un gran rasgo de valor por parte de Valya Grigorieva.

—En efecto, es la mujer más valerosa que he visto en mi vida. Decidió morir en el satélite antes de causar un peligro irreparable a la Humanidad. Aunque todo ha sido inútil, doctora; yo he traído esas bacterias y voy a morir.

»Me gustaría hacerlo cuanto antes. Deberán incinerar mi cuerpo y enterrar los restos en una tumba subterránea.

Sonia Witsin se estremeció de pies a cabeza.

—¿Le afectan mis palabras, señorita?

—No..., no... En absoluto. Pero no debí pensar así.

Ella tenía un bolígrafo en las manos y lo aferraba nerviosamente para así calmarse.

Dentro de las preocupaciones que tenía Alexiev, no le pasó por alto el que una doctora especialista en radiactividad se suponía que era una mujer curada de sustos.

—¿Qué han hecho con la astronave? —indagó Glinka.

—La han llevado a un hangar especial.

—Siento que todo haya salido mal... Parecíamos tener el triunfo en nuestro poder y...

—Eso es lo de menos, coronel. Es peor la muerte de la doctora Valya Grigorieva y que...

—... Que yo esté también condenado a muerte, ¿no es eso?

—Bueno yo no quise decir tanto.

—Es igual, doctora; para mí no es un secreto y ya me he resignado a ello. Por lo menos sabemos que la Luna es inhabitable y con ello ahorraremos la pérdida de otras vidas humanas.

»¿Estaban ya listas las otras astronaves?

—Sí, en la Pista de Lanzamiento 14 hay una con material científico.

Alexiev apretó los labios.

Hubiese jurado, que aparte de su belleza, la doctora Sonia Witsin era algo extraña.

Y lo más curioso era que Sonia pensaba lo mismo del comportamiento de Alexiev.

La punta posterior del bolígrafo describía amplios círculos al tomar Sonia las notas y cuando ésta se detenía para formular alguna pregunta al astronauta.

—Es todo —dijo ella, haciendo intención de dar media vuelta.

—Espere, doctora...

Los finos párpados de Sonia se abrieron más de lo debido, denotando sorpresa.

—¿Usted dirá, coronel?

Alexiev se acercó a la barrera de cristal que los separaba.

—¿Lleva mucho tiempo en la base, doctora?

Los ojos de Sonia se abrieron más aún.

—Dos años, coronel... ¿Le extraña algo?

—No, simplemente que no la había visto anteriormente.

—Pertenezco a la Sección de Radiactividad y los destinados allí no deambulamos mucho por la base.

—Ya comprendo.

—Sino le importa... Debo analizar los datos.

—No, ya puede marcharse... Pero quería decirle una cosa.

—¿Sí?

—En efecto, doctora; estoy esperando la visita del jefe de gobierno y sus acompañantes. Quisiera que una vez éstos se hayan marchado venga usted a verme de nuevo.

Sonia lo miró de soslayo, extrañada por la forma de hablar de un hombre que ha regresado de la Luna, ha visto morir a una compañera y que también está condenado a su vez.

¿Sería posible que lo hubiese notado?

—¿Por qué motivo, coronel?

—Es..., es algo particular...

—No está permitido. Además...

Alexiev apoyó la mano en el cristal y se acercó todo lo posible, mientras ella retrocedía instintivamente.

El bolígrafo cayó al suelo y la doctora se apresuró a tomarlo.

—Es usted valiente, Sonia Witsin.

—Yo...

—Recuerde que la espero después de que se hayan marchado los políticos.

Sonia no dijo más. Dando media vuelta, desapareció por el pasillo adelante y se perdió a la vista de Alexiev. El joven astronauta pudo escuchar sus presurosos pasos alejándose y sonrió.

Alexiev se apartó del cristal. El tiempo que faltaba para la llegada de Nicolai Shvernik se le iba a hacer demasiado largo.

¡Tenía prisa!

El coronel Glinka tenía una cita a 400.000 kilómetros de allí y no podía faltar.

Su piel iba adquiriendo un tono gris y feo. Fue hasta el cristal que convertía la estancia en una celda transparente y se miró detenidamente: ¡los mismos síntomas que Valya Grigorieva y Steve Owen!

¿Y Sonia Witsin?

Era bella y subyugante, pero había elegido un mal oficio.

¡El espionaje era un oficio peligroso y de funestas consecuencias, de haber un leve fallo!

 

* * *

 

Alexiev se hallaba todavía pensando en las muchas cosas que le tenían abstraído, cuando el grupo de hombres y mujeres penetraron en la estancia contigua y se le quedaron mirando detenidamente, con estupor y miedo a lo desconocido en las numerosas pupilas.

Nicolai Shvernik avanzó unos pasos y se situó frente a él. Por alguna parte habían rendijas ocultas y por ellas pasaban las voces de una estancia a otra.

—Coronel Glinka, me alegro de verle...

—Gracias.

—Es muy penoso que la camarada Valya no pueda estar entre nosotros, y también que usted esté contaminado.

—Hicimos todo lo que se nos ordenó.

—Más, coronel; bastante más.

—En la Luna no se puede vivir, ni siquiera por unas horas. La camarada Valya fue la primera en sufrir los extraños efectos, quizá porque su constitución física era más débil que la mía.

—Ya. Teníamos grandes esperanzas en el satélite.

Alexiev meditó bien sus próximas palabras. Su rostro se tornó más grave aún y dijo:

—Este fracaso obligará a cambiar muchas cosas.

—¿Qué quiere decir, coronel?

—Que no debemos pensar en la Luna para arreglar las cosas de la Tierra. Dos vidas ha costado comprenderlo, pero sería bien pagado si ustedes lo comprendieran así.

»De lo contrario, a Valya y a mí nos seguirían muchos miles.

—¿Por qué piensa así?

Alexiev se pasó la lengua por los resecos labios —síntomas de radiactividad— y añadió:

—En las largas horas de viaje por el espacio y la estancia en la Luna he podido pensar en ello. Valya Grigorieva también era de la misma opinión. No crea que lo digo porque voy a morir.

»De todas formas pensaba expresarles mis pensamientos.

—Le comprendo perfectamente, coronel; pero lo que usted dice es muy difícil de conseguir.

—No lo crea... «Ellos» también lo están deseando.

—¿Cómo lo sabe usted?

—A veces no hace falta ser jefe de una nación o poseer grandes cargos y responsabilidades para pensar en las cosas. Los hombres somos todos iguales.

Shvernik no supo qué contestar.

—¿No lo cree usted así?

—Posiblemente —asintió.

—Posible no, seguro...

—¿Y el astronauta americano?

—También está contaminado. Quizás a estas horas ya esté muerto.

—¿Cómo se explica que únicamente registráramos la entrada de una sola nave en la tracción terrestre si, como dice, venían juntos?

—Es muy sencillo. Para regresar no contábamos con medios de comunicación y corríamos el riesgo de perdernos en el cosmos. Por ello, para salvar un combustible que en un momento dado podía sernos vital, decidimos unir nuestras naves y ahorrar el alimento de los motores.

Shvernik se rascó el mentón. Él no era científico, pero tenía una idea de lo que era una nave espacial y sabía que conseguir lo que habían logrado Glinka y el americano era algo que pasaba el límite de lo posible.

—¿Entre los dos lo consiguieron?

—Sí...

—¡Es sorprendente!

—¿No le sugiere algo eso?

Shvernik achicó los párpados.

Alexiev notó que el jefe de gobierno tensaba los músculos faciales y su cara cambiaba de expresión.

¡La «indirecta» le había atrapado desprevenido!

—Sí, es posible.

—Me alegro que así sea... ¿Creería si le dijese que he vuelto a la Tierra solamente por ello, para que usted tuviera una luz dentro de tanta oscuridad?

—Le creo, coronel.

—Gracias. De todo corazón se lo agradezco.

—Haré lo posible porque su viaje no sea inútil.

—¿No se molestará si le digo que se apresure?... Los minutos son decisivos.

—No me molesto por ello, coronel. Todo lo contrario, sé que sus palabras son sinceras y que las dice por algo.

El grupo de personas que habían tras Shvernik miraban a los dos hombres sin comprender el significado de lo que éstos hablaban. Los más precoces fueron los únicos en intuir algo.

Y algunos pechos suspiraron con satisfacción.

—Me voy, coronel —añadió el jefe de gobierno.

—Sí, es mejor.

—Lamento no poder darle la mano, Glinka.

—No se preocupe, el deseo basta.

—Le recordaré siempre, camarada Glinka.

—Y yo, aunque le parezca extraño, moriré contento.

Los ojos hablaron en silencio durante unos escasos segundos, y, luego, Shvernik dio media vuelta y se encaró hacia el tropel de personas intrigadas y curiosas.

—Señores, volvemos al Kremlin inmediatamente.

Un murmullo de descontento se levantó en el grupo.

—¡Inmediatamente!

Y él mismo fue el primero en salir de allí. No se volvió hacia el cosmonauta, pero Alexiev sabía positivamente que el jefe del gobierno soviético estaba pensando en él y en sus palabras.

Glinka volvió a quedarse solo... y meditabundo.

Debía de hacer algo más y su misión estaría cumplida: Sonia Witsin, doctora en ciencia.

Vendría. Alexiev estaba seguro de ello, aunque sólo fuese por temor a que él la delatase.

El cosmonauta conocía muy bien los sistemas de seguridad de la base y sabía a ciencia cierta que Sonia no podría salir hasta que su grupo obtuviese el permiso quincenal de descanso.

De pronto, Sonia Witsin apareció en el otro lado del cristal. Venía sin el bloc y el bolígrafo.

—Me congratula verla de nuevo, doctora.

—Yo no puedo pensar lo mismo, coronel... —dijo ella, despectivamente.

—Se equivoca si piensa que quiero aprovecharme de usted, Sonia. Sé que es valiente, su oficio lo demuestra. Y únicamente quiero que me ayude.

—¿A qué?

Sonia recelaba de las palabras de Alexiev.

—No tema. Le repito que no es mi deseo causarle daño alguno. Sólo intento escapar de aquí y para conseguirlo necesito de su ayuda. La manada de gente de «mucho seso» no tardará en aparecer y querrán que les conteste a un sin fin de cosas.

—¿A dónde pretende ir?... Está contaminado, puede contagiar a otras personas...

—No lo crea.

—No entiendo, coronel.

—¿Le gusto, doctora?

Ella dio un respingo y miró al astronauta boquiabierta.

—¿Delira usted, coronel?

—No, en absoluto... Pero, dígame con sinceridad, ¿se casaría usted conmigo?

—Es... ¡Está loco!

Alexiev sonrió picarescamente. Las dudas de Sonia eran más que suficientes para él.

—Vaya a la Pista de Lanzamiento 14 y averigüe si el cohete está preparado para salir.

—¿Cómo?

—No se inquiete. Más tarde le daré una explicación para que sus dudas queden apaciguadas.

Sonia siguió allí, de pie como una estatua.

—¡Vaya...!

—Sí... sí...

Se alejó por el mismo camino que había traído, mientras Alexiev reconocía que la joven tenía sus motivos para reaccionar de aquella manera completamente natural.

En su lugar, él hubiese hecho exactamente lo mismo.

Sus planes iban saliendo a la perfección. Faltaba saber si a Steve Owen también le había acompañado la suerte y si todavía continuaba en Cabo Kennedy.

Sonia Witsin regresó diez minutos más tarde. De su rostro aún no se había marchado el espanto que le profería Alexiev.

—Sí, está lista —dijo.

—¿Y el personal?

—Todos se encuentran revisando la astronave que usted ha traído a su llegada.

—Estupendo.

—¿Qué se propone?

—Ábrame la puerta.

—Pero ¿sabe lo que dice?

—Ábrala sin temores a contaminación.

Ella balbuceó algo que no llegó a forjarse en palabras inteligibles y obedeció, no exenta de cierta timidez y miedo.

Alexiev Glinka atravesó el umbral.

Sonia retrocedió un par de pasos.

—Insisto en que no tenga miedo. Venga conmigo.

Él echó a andar deprisa. La falsa doctora pareció dudar de momento, pero luego —ella era la única que sabía los motivos, de momento—, le siguió.

Corrieron por unos desiertos pasillos. Ambos sabían perfectamente dónde se encontraba la Pista de Lanzamiento 14 y había miedo de perderse en aquel laberinto.

Tres minutos más tarde, alcanzaban el punto deseado. Un enorme cohete, con la proa hacia el cielo, surgió ante ellos. Una larga escalera corría a lo largo de las diversas fases motrices de la nave.

—¡Vamos!

Alexiev en primer lugar comenzó la ascensión. Podía haber usado alguno de los ascensores, pero con ello hubiesen llamado la atención de toda la base.

—¿Conoce algo de astronáutica, Sonia? —inquirió Alexiev, una vez hubieron llegado a la compuerta principal.

—Tengo ciertas nociones.

—Le propongo un viaje al espacio, ¿acepta?

El joven, que esperaba dudas o una negativa brusca ante lo que a todas luces parecía cosa de locura, recibió una de las mayores sorpresas de su vida:

—Sí.

La respuesta fue tajante, concisa.

—Me hace el más feliz de los hombres, Sonia.

Y luego, como alguien gritara al ver a Glinka en la nave, éste avanzó por la pasarela que unía el cohete a uno de los ascensores y apretó con fuerza uno de los timbres de alarma allí existentes.

¡Para que todo el mundo corriese al refugio en prevención de las llamas que pronto despedirían las toberas del proyectil!

 

 

X

 

El sargento Brian Fullerton dejó a un lado el fusil—desintegrador y se recostó en la pared contraria de la fortificación. Hubiese fumado un cigarrillo, pero para ello tenía que quitarse la escafandra y entonces las bacterias penetrarían en su cuerpo y moriría.

Sintió un inusitado asco.

¡También hubiese escupido con placer!

Sin embargo, no podía hacerlo. Aunque fuese una asquerosidad a él le hubiera calmado los nervios.

¿Qué habían hecho todos los demás soldados en todas las demás guerras?

Ellos podían fumar, aunque escondidos en una trinchera, y podían escupir al suelo con rabia cuando la guerra en que estaban metidos comenzaba a darles asco.

Pero no... ¡Fullerton no podía hacer eso siquiera!

Se limitó a soltar unos cuantos tacos de lo más groseros y a sentirse cada vez más nauseabundo.

Volvió la cabeza hacia la derecha. Veinte metros más allá estaba Andy Willman, el suplente de Jimmy éste muerto en «combate», a pesar de que el amigo y compañero de Fullerton, Jimmy, ni siquiera llegó a disparar su arma.

Un gas venenoso le habría entrado por la boca y las fosas nasales hasta llegar a los pulmones y allí hacerle la sangre y las tripas fosfatina.

¡Una muerte también asquerosa!

Fullerton se movió unos pasos y se acercó al recién incorporado, un muchacho barbilampiño, tembloroso y que siempre preguntaba si iba a pasar algo.

Andy Willman se extrañaba de que allí no sonasen disparos o de que ningún obús hiciese papilla las defensas de hormigón armado.

Seguramente que, al incorporarse, soñó con volver a su pueblo con un superficial rasguño de bala en un hombro, después de unos meses de victoriosos combates, e ilusionar a las chicas de su pueblo con aquella herida, en cuya acción quedó bien marcado su valor de soldado.

Después, al llegar allí y ver que todo era completamente diferente a como él lo había pensado, sólo sabía sentir las convulsiones de su estómago y gemir cuando una de las parejas de vigilancia no regresaba jamás.

Fullerton aproximó su escafandra a la de Andy y dijo:

—¿Cómo va eso, muchacho?

—Bien..., bien.

Brian notó que estaba pálido.

—¿Cuándo te llega el relevo?

El otro suspiró:

—Dentro de una hora.

—Bueno, es poca cosa —añadió Brian, quitándole importancia a la cosa.

—Sí, claro.

Willman hizo una mueca, imitando a uno de los veteranos y se recostó en el hormigón.

—¿No fumarías un cigarrillo?

—¡Desde luego!

—¿Tienes tabaco?

—No...

Fullerton fue a introducir su mano en la guerrera, con intención de relevarlo unos diez minutos. Quizás, así, Willman pudiese tranquilizar sus nervios.

Inopinadamente, dos soldados aparecieron por el pasillo frontal de la línea defensiva. Llevaban sus escafandras puestas, pero se les notaba la gesticulación de sus labios agitadamente.

—¿Qué ocurrirá? —inquirió Willman.

—A lo peor es un ataque nuclear...

Los otros dos llegaron a su altura y entonces, Fullerton y el recién incorporado, pudieron escuchar sus voces con perfecta claridad.

—¡Nos vamos! —gritaba uno.

—¡Volvemos a casa!

Fullerton contrajo las mandíbulas. Sus potentes músculos se tensaron como fuelles y la mano derecha voló hacia el uniforme de uno de los soldados.

—¿Qué hablas, estúpido?

—¡Digo la verdad! —gimoteó uno de los que habían traído la noticia, al sentir sobre sí las zarpas de Fullerton.

—¡No somos reclutas!... ¿Comprendes?

—¡Es cierto, digo lo que he visto!

—¿Y qué has visto? —gruñó Brian, incrédulo sobre las palabras de su víctima.

—Han llegado los camiones y están cargando a toda la tropa de las líneas defensivas posteriores.

—¿De verdad?

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