Cosmos

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—Sí... ¡A nosotros nos llegará el tumo cuando los demás estén fuera!... Si no lo han hecho antes es porque estamos más alejados.

Fullerton soltó las ropas del azorado soldado. Su mente se hallaba confusa, embarcada en un maldito embrollo de ideas contradictorias.

Era imposible creer en tanta felicidad.

—¡Te mataré por mentir sobre una cosa tan seria!

—¡No miento!

De pronto, Brian Fullerton se volvió hacia Willman y le soltó un manotazo en el pecho.

Andy soltó un bufido y trastabilló.

—¡Andy, nos vamos a casa! —rugió el vozarrón de Fullerton.

El sargento cambió repentinamente. Toda la fuerza de un hombre sano y acostumbrada a los esfuerzos físicos resurgió en él y, en un brazado, rodeó a los tres hombres y los elevó medio metro del suelo.

—¡Yuupppiií...!

Willman reía y reía histéricamente.

¡No volvería a su pueblo con el rasguño en el hombro para presumir de soldado en el baile, pero conservaba el pellejo que era mucho más importante!

Un capitán vino por el pasillo, seguido de dos soldados, y gritó:

—¡Vamos, a formar fuera! ¡Con todo el equipo completo y antes de sesenta segundos!

—¿Y la vigilancia, mi capitán? —preguntó un soldado, saliendo de una de las dependencias interiores.

—¡Al diablo la vigilancia, animal!

—¿...?

—¡Deprisa!... ¡Los «ruskys» ya van camino de sus casas y no vamos a consentir que sean ellos los primeros en abrazar a sus mujeres!

 

* * *

 

¡Y así era!

En aquel instante cientos de millares de hombres penetraban en aviones y barcos de carga, rumbo a los lugares de donde salieron, camino de los sitios que habían añorado en las noches y días de vigilancia.

La alegría era inmensa, general, desde el más alto al más pequeño sin distinciones de ninguna clase.

La vida volvía para todos... ¡Y había que aprovecharla!

Sólo los que habían caído no reirían o saltarían de contentos al ir hacia sus hogares; pero, a lo mejor, desde un lugar infinitamente más alto sonreían dichosos al ver que no habían muerto en vano.

¡También para ellos quedarían recuerdos!

Empero, faltaban cuatro personas; los cuatro seres que habían forjado aquella victoria de paz.

¿Reirían ellos también?

 

 

EPÍLOGO

 

Steve Owen manipuló en los motores de dirección de la astronave gemela a la «Liberty» que por primera vez le había llevado a la Luna y ésta se inclinó de costado y penetró en la atracción del satélite.

El joven miraba a través de las ventanillas para reconocer el terreno donde había quedado Valya Grigorieva.

Hubiera sido completamente natural que tardase días o semanas en encontrarla y, sin embargo, Steve adivinó el punto exacto a la primera intentona.

¡Un detalle sorprendente de los muchos que habían ocurrido ya!

La nave comenzó a orbitar cada vez más cerca de la Luna y, llegado el momento preciso, picó de morro y se enfiló hacia ella directamente.

¡Ahora se comprendían las prisas de Owen!

Hizo girar el navío espacial hasta posarse suavemente y se colocó la escafandra con una rapidez vertiginosa.

Luego, salió.

Se encontraba en la llanura en la que él y Alexiev sostuvieron aquella pelea y en la que se conocieron los tres.

Steve saltó las piedras como si tuviese fuelles en las piernas.

De pronto, la vio.

¡Sí, seguía allí, inerte sobre el suelo!

Valya tenía los ojos abiertos y miraba al cielo como obsesionada. El joven americano se arrodilló sobre ella y la tomó en sus brazos todo lo dulcemente que le fue posible.

Con la diferencia de gravedad, el peso de Valya le pareció infinitamente ligero, aunque su marcha de regreso fue algo más lenta que la ida.

Pero no importaba el tiempo.

¡Ya tenían lo que habían buscado!... ¡Y también lo que les habían ordenado!

En contados minutos, Steve depositó a la joven en el suelo de la cabina de mando y graduaba de nuevo la atmósfera interior para poder quitarse las escafandras.

Se inclinó sobre Valya y le quitó la mascarilla transparente.

La joven ucraniana continuaba en el mismo estado, pero no tardaría en volver en sí.

Sobre el tablero de comunicaciones se encendió la luz de llamada. Steve fue hasta allí y tomó uno de los auriculares.

—¡Steve!

—¿Alexiev?

—¿Y quién si no?

Owen sonrió completamente satisfecho.

—¡No te esperaba tan pronto!

—Pues aquí estoy.

—¿Dónde?

—Orbitando sobre ti.

—¿Vas solo?

—¿Acaso crees que tú eres el único que tiene suerte con las mujeres, Steve?

 

* * *

 

Owen encendió los motores de nuevo y pronto la astronave se elevaba hacia el cosmos. A los pocos minutos, se introducía en la misma órbita que Glinka y, de la misma manera que llegaron a la Tierra, juntaron sus naves y emprendieron un largo, muy largo camino por el infinito.

Navegaron en la negrura del espacio durante largos días que a ellos les parecieron interminables, pero que llegaron a su fin.

Una gran bola apareció ante ellos, agrandándose paulatinamente a la velocidad en que se acercaban.

—¿No crees que se parece a la Tierra, Glinka? —preguntó Owen, por el auricular.

—Desde luego.

—¡Fíjate en aquellas manchas azules!

—Sí, las veo.

—Parecen océanos, mares inmensos...

—¡Mucho más grandes que el Pacífico!

Valya Grigorieva se acercó también a los visores y observó, extasiada, el maravilloso espectáculo que se ofrecía a sus ojos.

—¡Mirad eso, parecen venas!

—¡Son ríos! —contestó Glinka, desde la otra nave.

Conforme la bola se iba haciendo más grande, se convirtió en un planeta sobre el que destacaban los más diversos colores.

—¿Bajamos, Steve?

—¡De acuerdo!

Owen maniobró una vez más, mientras las mujeres no quitaban la vista del astro al que se dirigían. Las dos astronaves se separaron y ambas siguieron las mismas trayectorias.

—¿Dónde prefieres que bajemos, Alexiev?

—Donde tú quieras, Steve.

—¿Te parece bien un prado de hierba alta y fresca?

—¡Sí!

La contestación de Glinka fue como un rugido, lleno de ansiedad por llegar allí a su meta y saltar inundado de alegría y rebosante de felicidad por todos los poros de su cuerpo.

Owen orbitó hasta encontrar el lugar prometido a su amigo y, una vez en él, niveló la nave y se dejó llevar por la atracción de aquel planeta, cuyo nombre era ignorado.

Los potentes motores se convirtieron en frenos de descenso.

De poseer paracaídas individuales, todos se hubieran lanzando con ellos dejando que las astronaves orbitasen indefinidamente y sin ningún sentido práctico.

Porque ellos habían llegado allí para quedarse eternamente.

El choque brusco con el suelo fue como un grito de «a la carga» para ellos. En la nave de Owen, Grigorieva ya estaba junto a la puerta de salida y forcejeaba con las cerraduras hasta que consiguió abrirlas.

¡Una bocanada de aire templado y puro penetró en la nave como si les diese la bienvenida!

—Vamos, Steve —apremió ella.

—Espera, no seas impaciente... ¡Yo también ardo en deseos de salir y echar un vistazo a todo!

Abandonaron la astronave y descendieron al planeta desconocido, en el instante en que Glinka y Sonia posaban su vehículo una veintena de metros más a la derecha.

Antes de nada, Owen y Valya fueron al encuentro de ellos y los esperaron ansiosos de intercambiar opiniones.

La primera en descender fue Sonia, cuyo verdadero nombre era Vivian Motley, ¡natural de California!

Valya, en un gesto muy femenino, fue al encuentro de la otra mujer y ambas se abrazaron ilusionadas. No se conocían, pero... ¿qué importaba?

—Yo soy Valya.

—Y yo Vivian.

—¿Te ha explicado, Alexiev?

—Sí. Y me parece maravilloso que hayamos sido bendecidos con tanta suerte.

Bajo ellos tenían capa de hierba que les llegaba a los tobillos.

Steve y Glinka se reunieron con ellas y cada cual abrazó a su pareja con la misma alegría.

—¿Qué harán en el Tierra? —se le ocurrió preguntar a Owen.

—¡Millones de personas estarán pensando en el porqué de tan inusitada paz! —replicó Glinka.

—Me imagino las caras de muchos soldados que pronto abandonarán sus uniformes.

—¡Y en Novosibirsk creerán que me volví loco y tomé la nave para morir en el espacio!

—Mejor así —intervino Vivian.

—Sí, es cierto.

—Conmigo ocurrirá lo mismo. Grigorieva se supone que quedó en la Luna, a donde no se atreverán a ir jamás y Vivian será dada por desaparecida.

—De todas formas, me gustaría saber lo que hacen en estos momentos —adujo Glinka—. Pero nuestras naves no tienen ni un gramo de combustible y además ninguno de nosotros desea salir de aquí, ¿no es eso?

—¿Es cierto que a la mitad del camino ya no quedaba combustible? —quiso saber Vivian, intrigada.

—Por completo —respondió Owen.

—¿Y cuándo supisteis que éste era vuestro «deber»?

—En el momento en que Alexiev y yo estábamos peleando. ¿No es así, Glinka?

—Desde luego, fue en aquel instante.

Steve pasó el brazo alrededor de los hombros de Valya y añadió:

—De haber muerto uno de nosotros, la guerra en la Tierra hubiera sido segura. Y tampoco hubiésemos conseguido esta felicidad.

»Entonces comprendimos cuál era nuestra misión...

»Teníamos que desentendemos de nuestros problemas personales y tomar una decisión para bien nuestro y el de toda la Humanidad, como así ha sido —concluyó Steve.

Y Glinka le siguió en su explicación:

—Nuestros correspondientes jefes de nación han reaccionado bien.

»Los dos las entendieron y emprendieron el buen camino.

—¡Es maravilloso! —alborozó Valya—. ¡Fijaos en esas montañas y en los prados!

—Nos queda mucho trabajo por delante —dijo Alexiev.

—Y mucha paz —corroboró Vivian.

—¿Cómo llamaremos a este planeta? —indagó Steve.

—Yo opto por el de Tierra, como el «otro» —replicó Valya.

—¿Y vosotros?

—Igual que Grigorieva, Owen —replicó Glinka por Vivian y él.

—¡Estupendo!

Sin decir más, los cuatro avanzaron unos pasos por la abundante hierba y observaron extasiados todo a su alrededor. El planeta era casi idéntico a la Tierra.

Eran sus primeros pobladores y les esperaba un arduo camino por recorrer, aunque con los conocimientos que ellos poseían no les sería difícil la pacífica vida que Él les había preparado.

Realmente, estaban de suerte, mucha suerte.

¡Cuatro personas, buenas y sanas, poblarían un nuevo mundo que, quizá, mil años más adelante, tuviese así una población similar a la del Planeta Madre, pero más limpia y más unida!

De pronto, Valya se separó de Owen y fue junto a Vivian. Las dos mujeres se abrazaron.

Owen se volvió a Glinka y, bruscamente, los dos hombres estallaron en sonoras carcajadas. Ellas les miraban sonrientes, confiadas.

Entonces los dos ex astronautas se acercaron a las mujeres y cada cual besó a su pareja ¡para demostrar que su fidelidad y amor en Tierra II, serían eternos!

 

 

FIN

[1] Los famosos «B—52» de otro tiempo eran ya muy anticuados, inservibles en aquella guerra. (N. del A.)

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