Cosmos

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Noveno

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Era dificilísimo darse cuenta de que esto, lo de aquí y ahora, se desarrollaba en relación con aquello, lo de allá y entonces, a cerca de treinta kilómetros de distancia. Me fastidiaba León por haber asumido el papel de protagonista, mientras todos nosotros (yo incluido) nos convertíamos en sus espectadores… estábamos aquí expresamente para contemplarlo…

Murmuró de manera vaga:

—Aquí, con una…

Pasaron otros minutos en silencio, mudos, largos minutos goteantes de inmundicia, minutos que constituían una admisión, el que nadie hablara significaba que estábamos allí con el único fin de que pudiera satisfacerse… con ese… yoísmo… «cada quien en lo suyo»… Esperábamos que terminara. El tiempo corría.

Improvisadamente iluminó con la linterna su propio rostro. Los

pince-nez, la calvicie, la boca, todo. Los ojos cerrados. Lúbricos. Mártir. Dijo:

—No hay nada más que ver.

Apagó la linterna. Me sorprendió la oscuridad. Se hizo más oscuro de lo que me podía imaginar, evidentemente las nubes estaban ya sobre nuestras cabezas. Él, bajo el macizo de rocas, era casi invisible. ¿Qué hacía? Seguramente se entregaba a quién sabe qué porquería, se estaba excitando, recordaba a aquella mujerzuela, jadeaba, celebraba su propia inmundicia. Me asombraba que nadie se marchara, ahora era fácil para todos comprender el motivo por el que nos había llevado a ese lugar: para asistir, para observar, para excitarlo. Lo más simple era marcharse. Pero nadie se iba. Lena, por ejemplo, podría irse, pero no se iba. No se movía.

Él jadeaba, jadeaba rítmicamente. Nadie lograba ver lo que hacía, ni cómo. Pero nadie se iba. Gimió. Fue un gemido de lujuria, pero también, la verdad sea dicha, de fatiga, dirigido expresamente a aumentar su placer. Gemía. Gritaba. Grititos sofocados, guturales, fornicantes, cómo se esforzaba, cómo festejaba y celebraba… Se esforzaba, se esforzaba. Gemía. Gritaba. Esfuerzo. Fatiga. Finalmente exclamó:

—Berg.

—Berg —respondí.

—Berg bembergado con el Berg —gritó.

—Berg bembergado con el berg —repetí.

Calló. Volvió a hacerse el silencio. Y yo pensaba: el gorrión Lena el palito el gato en la boca la miel el labio la excrecencia la pared la grieta la desconchadura el dedo Ludwik la maleza colgado pendientes Lena yo solo allá la tetera el gato el palito el muro la carretera Ludwik el sacerdote el muro el gato el palito el gorrión el gato Ludwik colgado el palito colgado el gorrión colgado Ludwik el gato colgado.

De pronto la lluvia. Gotas densas, levantamos la cabeza, diluviaba, el agua comenzó a golpetear. Se levantó el viento, pánico, todos huimos hacia el árbol más próximo, pero también los abetos diluviaban, las gotas los traspasaban, agua, agua, agua, los cabellos empapados, la espalda, las caderas y frente a nosotros, en la oscura oscuridad interrumpida solo por los reflejos de las linternas desesperadas el muro vertical del agua que caía, y fue entonces, a la luz de estas linternas que descubrimos que estábamos en medio del diluvio, qué manera de caer agua, torrentes, cascadas, lagos, cómo llovía, ríos, lagos, mares, torrentes, cascadas, lagos, ríos, mares, torrentes de agua, y una brizna de paja, un palito, una hoja arrastrada por el agua, desaparecieron, los torrentes se unían, se formaban ríos, nacían islas, obstáculos, diques, presas y allá, allá, sobre nosotros, el diluvio, diluviaba, todo caía, se derrumbaba; abajo la hoja empapada, un trozo de corteza que desaparecía… En conclusión: escalofríos, reumas, fiebres, Lena enfermó de las anginas, fue necesario llevar un taxi de Zakopane, enfermedades, médicos, en fin todo cambió y yo volví a Varsovia, mis padres, el conflicto permanente con mi padre, y otras historias, problemas, dificultades, complicaciones. Hoy en el almuerzo comimos pollo relleno.

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