Cosmos

Cosmos


Tercero

Página 7 de 21

T

E

R

C

E

R

O

Lo débil e inaprensible de toda la trama nos obligó a dar marcha atrás; nos pusimos de nuevo a trabajar, yo con mis libros y él con sus notas, pero la distracción no me abandonaba y crecía a medida que se acercaba la noche; la claridad de nuestra lámpara atravesaba las crecientes tinieblas de aquellos sitios, tras el camino, al fin del jardín. Y todavía una posibilidad más se nos presentó. ¿Quién podía asegurarnos que aparte de la flecha que habíamos descubierto no había otras señales ocultas en las paredes, o en otra parte, por ejemplo en la combinación de manchas que había sobre el lavabo y el pedazo de tronco que estaba en el armario, o en las hendiduras del suelo…? Si habíamos descifrado casualmente un signo, ¿cuántos otros nos podían pasar inadvertidos, ocultos en medio del orden natural de las cosas? De vez en cuando mi mirada se escapaba de las páginas impresas y se aventuraba en el interior de la habitación (escondiéndose de la mirada de Fuks que seguramente también vagaba de cuando en cuando). Pero esto no me preocupaba demasiado. La fantástica vaguedad de la historia del palito, vaguedad que se difundía cada vez más, no nos permitía hacer nada que no resultara tan efímero como ella.

De todos modos la realidad circundante se hallaba ya contagiada por la posibilidad de distintos significados y esto me separaba, me aislaba de todo; además me parecía cómico que algo como un palito hubiese logrado impresionarme tan profundamente.

Luego la cena, inevitable como la luna; otra vez Lena frente a mí. Antes de que bajásemos a cenar, Fuks me había advertido que sería mejor no hablar del asunto; y estaba en lo justo; se imponía la discreción si no queríamos ser considerados como un par de tontos lunáticos. Cenábamos. El señor León, comiendo unos rábanos, contó cómo hacía muchos años el director Krysinski, su jefe en el Banco, le había enseñado el arte que llamaba de la estrategia o «contraste», arte, que según opinaba, debía ser conocido al dedillo por toda persona que deseara llegar a ocupar un alto puesto.

El señor León imitó la apagada y gutural voz del difunto director Krysinski, cuando decía:

—León, toma en serio mis palabras, date cuenta de que todo en esta vida no es sino cuestión de estrategia, ¿comprendes? Si, por ejemplo, tienes necesidad de castigar a un empleado, ¿sabes lo que tienes que hacer al mismo tiempo? Vamos, por supuesto, debes tomar tu cigarrera y ofrecerle un cigarrillo. Es cuestión de estrategia, ¿comprendes? Si necesitas ser áspero y desagradable con un cliente, debes entonces dirigirle una sonrisa, si no a él, por lo menos a su secretaria. Sin esta estrategia, él puede volverse duro, encerrarse en sí mismo. Si, por el contrario, tienes que ser amable con un cliente, debes entonces de cuando en cuando soltar alguna palabra fuerte, debes hacer esto para evitar que el cliente se apague, porque si se apaga, si se endurece, entonces ya no puedes hacer nada. Oídme bien —continuó León con un dedo tremolante en el aire y con la servilleta anudada al cuello—, en cierta ocasión llegó en visita de inspección el presidente del Banco, entonces era yo director de una sucursal, así que lo recibí cordialmente, con grandes honores, pero durante la comida derramé sobre él por accidente media jarra de vino tinto. ¿Sabéis lo que me dijo? «Veo que pertenece usted a la escuela del director Krysinski».

Sonrió y tomó un rábano, le untó mantequilla, lo saló… y antes de llevárselo a la boca lo observó durante varios minutos con suma atención.

—¡Vaya, vaya!, si quisiera podría pasarme todo un año hablando del Banco; es difícil explicarlo todo, aclararlo; cuando me pongo a pensar ni siquiera yo mismo sé por dónde empezar; tantas cosas, tantos días, tantas horas, Dios, Diosito, Diosito santo, meses, años, segundos; me llevaba muy mal con la secretaria del presidente; que Dios la tenga en su santa gloria, pero era una idiota y una lengua larga; en cierta ocasión le dijo al director que yo había escupido en el cesto de la basura, ¿se ha vuelto usted idiota?, le dije… pero ¿para qué hablar?, es mucho lo que podría contar, ¿cómo fue?, ¿por qué se enojó por el escupitajo?, ¿cuál fue el motivo?, ¿qué más?, esto es producto de meses, de años enteros… pero ¿quién podría recordarlo todo? ¿Y para qué hablarum y repetirum lo mismurum…? —se quedó pensativo un rato y luego añadió—: ¿Qué blusa llevaba entonces? No puedo recordar… ¿Cómo era? ¿Tal vez una blusa bordada…? —interrumpió sus pensamientos y exclamó alegremente—. ¡Qué cosas, bolitilla! ¡Si supieras!, bolbolbol, bolibolibol…

—Tienes torcido el cuello de la camisa —dijo doña Bolita y poniendo en la mesa el tarro que llevaba en las manos comenzó a arreglárselo.

—Treinta y siete años de vida matrimonial, señoritines míos, de un modo y otro, de todos modos, mis dulzores, ¿te acuerdas Bolitares?, nosotros en el Vístula, en el Vistulita azul un día de lluvia, bah, ¿para qué hablar?, ¿hace cuántos años?, dulces dulzones, te compré unos dulces, y había un portero, un portero, y el techo estaba agujereado, vaya, vaya, mamaya, ¿hace ya cuántos años?, en un café, ¿pero en qué café?, ¿en dónde?, se me ha escapado de la memoria, se me fueee, eee, eee. No puedo recordarlo… Treinta y siete años… Muchísimo tiempo… Bah… —se alegró y luego permaneció en silencio, se encerró en sí mismo, estiró una mano, tomó un pedazo de pan y lentamente hizo una pelotita, la observó en silencio y luego comenzó a tararear—. ¡Tiru-liru-lá! ¡Tiru-liru-lá!

Tomó una rebanada de pan y le recortó los bordes para hacerla cuadrada, le untó un poco de mantequilla, alisó la mantequilla con el cuchillo, la contempló, la roció de sal y se la llevó a la boca. Se la comió. Y parecía corroborar que comía. Miré la flecha que parecía haberse diluido en el techo, evaporado. ¡Qué iba a ser una flecha! ¿Cómo pudimos haber imaginado que aquello era una flecha? Miré la mesa y el mantel. Hay que confesar que las posibilidades de la mirada son limitadas. En el mantel descansaba la mano de Lena, relajada, pequeña, color café, cálidamente helada, unida a través de la muñeca a otras blancuras del brazo (que más bien solo imaginaba, pues hasta allá no llegaba mi mirada). Esa mano estaba silenciosamente inmóvil, pero mirándola atentamente se advertían en ella ciertas convulsiones, por ejemplo un temblor en la base del cuarto dedo, o bien un roce de dos de ellos, del tercero y el cuarto, más bien embriones de movimiento, pero a veces lograban convertirse en movimiento verdadero, en un tocar el mantel con el dedo índice, en un rozar uno de sus flecos con la uña…, pero esto era tan distante a la misma Lena que la hacía parecer como una gran nación llena de movimientos internos, incontrolables, regidos seguramente por las leyes de la estadística… pero entre todos esos movimientos había uno en especial, un lento cerrarse de la mano, un encoger perezosamente los dedos hacia la palma, un movimiento recogido, íntimo… yo ya lo había advertido antes… ¿pero tenía ese movimiento algo que ver conmigo…? ¡Quién podría saberlo!

Y era interesante que generalmente esa acción fuera acompañada de una caída de ojos (que yo casi no veía); ni siquiera una vez los había levantado cuando hacía eso. La mano de su esposo, esa monstruosidad ero-noero-eróticamente-noerótica, esa rareza plena de erotismo obligatorio «debido a ella», en relación con su manita, la mano de su esposo, que por otra parte era bastante correcta… también ahí, sobre el mantel, muy cerca… Por supuesto esas contracciones de la mano podían estar relacionadas con la mano de su esposo, pero también podían estar en una pequeña-pequeñísima relación con mi mirada, que salía de mis párpados entrecerrados; aunque hay que confesar que la probabilidad era casi mínima, una entre millones; pero esa hipótesis, pese a toda su fragilidad, era explosiva; como una chispa que despierta un incendio o un suspiro que provoca un huracán… ¡quién podría saberlo!, ella podía incluso odiar a ese hombre a quien yo no me atrevía a mirar cara a cara, pues tenía miedo, a quien yo solo recorría periféricamente y que era no sé cómo, igual a ella… porque si, por ejemplo, debido a mi mirada ella se entregase a esas contracciones de mano al lado de su esposo… bueno, podría ser así (ese pecadillo podía ir junto a su inocencia y pureza) se convertiría en tal caso en un grado más alto de la perversión. ¡Oh, salvaje potencia de los pensamientos débiles! ¡Oh, aliento explosivo de lo amorfo! La cena estaba en su apogeo, Ludwik recordó algo, tomó su agenda, Fuks hablaba sin ton ni son, le decía a León: —¿Entonces resultó que ella era una arpía? —o bien—: ¡Vaya, vaya, así que tantos años en el Banco…!

León, con el ceño fruncido, con su cara de hombre calvo que usa binóculos, contaba el qué, el cómo y el porqué…

—Imagíneselo, ustedito… No, ella no usaba papel secante… había allí una tabla…

Y Fuks lo escuchaba para no pensar en Drozdowski.

Entre tanto yo pensaba: «¿y si fuera yo la causa de que se acaricie?», pero sabía que esto carecía de fundamento; mas ¿qué sucede?, un temblor, un choque, un cataclismo, con un repentino salto de su gordura, Bolita se metió bajo la mesa, sí, estaba bajo la mesa que durante unos momentos saltó enloquecida a causa de Bolita. ¿Qué pasaba? Era un gato. Lo sacó de debajo de la mesa. Un gato con un ratón en la boca.

Después de diversas pompas, chorros, explosiones de palabras hervidas en el violento caldero de la catarata, las aguas de nuestro estar sentados a la mesa, las aguas de ese río susurrante y fluyente, volvieron a su cauce. El gato se echó en un rincón y nuevamente existió la mesa, el mantel, la lámpara, los vasos, Bolita alisó unas arrugas de su servilleta, León con el dedo en alto anunció una nueva anécdota, Fuks se movió, la puerta se abrió, Katasia.

Bolita le dijo a Lena:

—Pásame la ensaladera.

La nada, la eternidad, el no ser, la tranquilidad. Yo vuelvo a: lo ama, lo odia, decepcionada, encantada, feliz, infeliz, pero podía ser que todo eso fuese posible al mismo tiempo, aunque seguramente no se tratara de nada de eso, y todo por la sencilla razón de que su mano era demasiado pequeña, no era una mano, sino una manita, así que qué podía suceder con esa manita, nada, ella era… era… poderosa en sus efectos; pero en sí misma no era nada… un remolino… un remolino… remolino… cerillas, anteojos, cerrojo, canasto, bizcochos… bizcochos… para obligarme a no mirar de frente sino de lado, indirectamente, donde estaban las manos, las mangas, los brazos, el cuello, siempre en la periferia y solo muy de vez en cuando frente a frente, en momentos excepcionales, cuando me lo permitía un pretexto, ¿y qué se puede saber en tales condiciones? Aunque pudiera ver a mi antojo tampoco pasaría nada… ja, ja, ja, qué risa, yo me río, el chiste, el chiste de León, Bolita chilla, Fuks se retuerce… León, con el dedo estirado grita «¡Palabra de honor!»… Ella también ríe, pero solo para adornar con su risa la risa general, ella hace todo solo para… para adornar… pero aunque pudiera mirarla a mi antojo tampoco sabría nada, no, no sabría, porque entre ellos todo podía ocurrir…

—Necesito un hilo y un palito.

¿Qué sucedía? Fuks se dirigía a mí. Le respondí:

—¿Para qué?

—Olvidé traer mi compás… maldita sea… y tengo que trazar un círculo, necesito hacer unos dibujos. Si tuviera un palito y un hilo me las arreglaría… un palito pequeño y un pedacito cualquiera de hilo.

—Creo que tengo un compás en mi cuarto, puedo prestárselo —dijo Ludwik amablemente. Fuks le dio las gracias (la botella y el corcho, ese pedazo de corcho), sí, muy bien, comprendo, muy inteligente, muy bien…

Fuks había dicho aquello para informarle en secreto al eventual bromista que habíamos descubierto la flecha en el techo y el palito colgado del hilo. Lo dijo por si las dudas… si efectivamente alguien se entretenía despertando nuestro interés por medio de diversos signos era mejor que supiera que los habíamos descubierto… y que esperábamos su continuación. La probabilidad era mínima, pero no costaba nada decir esas cuantas palabras. En seguida observé a todos a la luz de esa posibilidad —la de que el delincuente estuviera entre ellos— y al mismo tiempo me vinieron a la memoria el palito y el pájaro, el pájaro en la maleza y el palito al fondo del jardín, en su pequeña cueva. Entre el pájaro y el palito me sentí como en medio de dos polos y la reunión de quienes a la luz de la lámpara estábamos sentados a la mesa se me presentó como una función particular de aquella relación, función que existía en relación al pájaro y al palito, cosa que no me disgustaba, pues esta extravagancia abría las puertas a otra extravagancia que me torturaba y fascinaba al mismo tiempo. ¡Dios mío! Si esto sucedía en relación al pájaro y al palito quizá entonces lograría por fin enterarme de lo que sucedía con las bocas. (¿Por qué? ¿Cómo? ¡Qué absurdo!). El concentrar tanto la atención me volvía distraído… y a esto también me entregaba, pues me permitía estar ahí y en otro lado al mismo tiempo, me hacía sentir libre… El aumento de la perversión de Katasia, su ir de un lado a otro, ora más cerca, ora más lejos, junto a Lena, tras Lena, fue saludado por mí con una especie de sordo «ahhh» interno, como si me estuviera ahogando. Esa apenas visible perversión accesoria de sus labios degenerados se me ligaba ahora con mayor intensidad —en verdad muy intensamente— con la boca —normal y atractiva— entrecerrada de quien estaba frente a mí. Y esa combinación, que se debilitaba e intensificaba en relación a su configuración, conducía a contradicciones tales como por ejemplo virginidad perversa, timidez brutal, boca entrecerrada y abiertísima, vergüenza impúdica, fuego helado, embriaguez sobria…

—Usted, suegro, no entiende esto.

—¿Qué cosa no entiendo? ¿Qué…?

—La organización.

—¿Qué organización? ¿Pero de qué clase de organización estás hablando?

—La organización racional de la sociedad y del mundo.

Por encima de la mesa León dirigió con ademán amenazante su calvicie hacia Ludwik.

—¿Qué quieres organizar y cómo quieres organizarlo?

—Científicamente.

—¡Científicamente! —con los ojos, con sus

pince-nez, con sus arrugas, con la cabeza entera le envió una carga de piedad y bajó el tono de voz hasta convertirla casi en un murmullo—. ¡Muchachón! —le dijo confidencialmente—. ¿Pero es que tienes acaso hueca la cabeza? ¡Organizar! Tú sueñas y entresueñas que todo es cuestión de plim plam, que todo se agarra con una sola mano y listo, ¿no es así?

Y le pasó frente al rostro los dedos salvajemente contraídos, que luego extendió para soplar en ellos.

—Fiuuu, puffff. Se acabó. Fiii, pummm, pummm, pummm, papapapa, eeee… ¿entiendes?… púa, púa, púa, ¿y qué?, ¿qué ocurre?, ¿qué quieres?, ¿qué?, ¿quéee…?

Bien, se acabó… Se fue… Ya no está… ¿Te diste cuenta?

Fijó la mirada en la ensaladera.

—No puedo discutir estas cosas con usted, suegro.

—¿No? ¡Ah, qué interesante! ¿Y puedes informarme por qué no puedes discutirlas conmigo?

—Porque no está usted preparado.

—¿Cómo?

—Preparado científicamente.

—Cientificoso —dijo León lentamente—, te lo suplico, cuéntale a mi invernalmente-virginal seno de qué manera quieres con tu preparación científica or-ga-ni-zar, de qué manera, me gustaría saberlo, te pregunto, cómo, de qué modo tú eso con aquello y lo de más allá, te estoy preguntando, con qué y para qué y con qué fin y adónde, cómo quieres, dímelo, cómo una cosa más otra y aquello más aquello y todo lo de más allá, con qué motivo, cómo —se detuvo y se quedó mirando en silencio a Ludwik, quien se sirvió un poco de patatas en su plato; esto volvió a arrancar a León de su silencio—. ¡Qué puedes tú saber! —exclamó amargamente—. ¡Estudios! Yo no he estudiado nada, pero durante muchos años no he hecho otra cosa sino pensar… y sigo pensando, pensando… desde que dejé el Banco no he hecho otra cosa sino eso… pensar, tengo la cabeza a punto de estallar de tantos pensamientos. Y tú, ¿qué?, ¿cómo?, ¿por qué…? Mejor cállate, cállate…

León comió una hoja de lechuga y pareció desinflarse, volvió la tranquilidad, Katasia cerró la alacena, Fuks preguntó cuántos grados había de temperatura, oh, un calor infernal, Bolita le pasaba a Katasia los trastos, el rey sueco, la península escandinava, e inmediatamente después la tuberculosis, las inyecciones. La mesa estaba menos cargada de cosas; sobre ella quedaban solamente las tazas que tenían café o té, el canastillo del pan y varias servilletas ya dobladas; solo una —la de León— estaba desplegada.

Empecé a tomar mi té, sueño, nadie se movía, todos habían alejado de la mesa las sillas y estaban cómodamente sentados. Ludwik tomó el periódico. Bolita estaba inmóvil. A veces le sucedía quedarse así en una inmovilidad totalmente vacía, inexpresiva, que terminaba con un salto repentino, como el ruido del agua cuando se le tira una piedra.

En una mano León tenía una verruga con varios pelos en derredor. Precisamente en ese momento la observaba, tomó un palillo de dientes y enredó en él los pelos, les roció un poco de sal que recogió del mantel y se quedó observando todo aquello. Luego sonrió.

Tiru-liru-lá. Tiru-liru-lá.

La mano de Lena apareció en el mantel, junto a la taza. Había un gran desorden de acontecimientos, de pequeños hechos continuos, como el croar de las ranas en un estanque, como un enjambre de mosquitos, como un enjambre de estrellas, todo aquello era como una nebulosa que también a mí me contenía, me tocaba, volaba conmigo, el techo con penínsulas y archipiélagos, con pequeños puntos y manchas de humedad, hasta la monótona blancura que había sobre la ventana… una riqueza de detalles que quizá se parecía un poco a los palitos y terrones y demás cosas que nos preocupaban a mí y a Fuks… y quizá esto también se relacionaba con los detalles de León… ¡qué sé yo!, quizá solo pensaba así porque me concentraba en los detalles, me desmembraba… ¡oh, sí, me sentía totalmente desmembrado!

Katasia le pasó a Lena el cenicero.

Sentí el impacto de algo estirado y frío y deforme, labios, pum, la boca, fuera, largo de aquí, la redecilla metálica con la pierna todo junto apretado y el silencio, un gran silencio, cueva, nada… y de todo aquel caos, de aquella confusión (Katasia se había ya retirado) surgió una constelación bucal que brillaba intensamente, cada vez con mayor claridad. Y sin dejar el menor lugar a las dudas: ¡los labios de una se relacionaban con los labios de la otra!

Bajé los ojos, volví a mirar únicamente la mano en el mantel, con dobleboca y cuatrolabios, siempre doble, inocentemente perversa, limpia y viscosa, clavé los ojos en aquella mano en espera de que algo sucediera y, entonces, de pronto, toda la mesa se llenó de manos, ¿qué sucedía?, las manos de León, las manos de Fuks, las manos de Ludwik, las manos de Bolita, tantas manos en el aire… ¡Ah, era una avispa! En el comedor volaba una avispa. Cuando al fin salió, aquel mundo de manos se tranquilizó.

Otra vez el reflujo, volvió la calma, yo pensaba en las manos, ¿qué había sucedido?

León le dijo a Lena:

—¡Múltiple aventura!

—¿Qué?

—Múltiple aventura, pásale a tu padre una materia inflamable ya encendida —(lo que le pedía era una cerilla). La solía llamar «Múltiple aventura» o, a veces, «Lindillo asnillo», también «Maravillilla chiquitilla», o de muchas otras maneras.

Bolita preparaba una infusión de hojas, Ludwik leía, Fuks tomaba su taza de té, Ludwik dejó a un lado el periódico, León miraba a su alrededor y yo meditaba tratando de averiguar si las manos se habían echado a volar —a tremolar, a danzar— por causa de la avispa o bien debido a la otra mano que había sobre la mesa… porque formalmente era indudable que las manos habían saltado al aire con motivo de la avispa… ¡pero quién podía saber si la avispa no había sido únicamente un pretexto para mover las manos por obra y gracia de la mano de Lena…! Un doble sentido… Y quizá esa duplicidad se relacionaba (¡quién hubiera podido estar seguro…!) con la duplicidad de las bocas de Katasia y de Lena… o con la duplicidad gorrión-palito… Yo divagaba. Me perdía en las periferias. A la luz de la lámpara sentía la oscuridad de la maleza al otro lado del camino. Dormir. El corcho en la botella. El pedazo de corcho pegado al cuello de esa botella hacía todo lo posible por destacarse y pasar a un primer plano…

Ir a la siguiente página

Report Page