Cosmos

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Cuarto

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Si nos hubiésemos despertado en la noche habríamos podido jurar que la ventana estaba a nuestro lado derecho y la puerta tras nuestras cabezas; basta una sola señal de orientación, la claridad de la ventana, el tictac del reloj, para que inmediatamente, de manera definitiva, todo se nos amueble en la cabeza tal como debe ser. ¿Pero qué más?

La realidad se nos presentaba con la velocidad del rayo; todo volvía a sus normas, como si hubiera sido llamado al orden. Katasia era una respetable señora que se había herido el labio superior en un accidente automovilístico y nosotros éramos un par de lunáticos…

Miré, confuso, a Fuks. Él, pese a todo, no interrumpía su búsqueda; su linterna había vuelto a su operación de escudriñaje, vimos unas cuentas sobre la mesa, unas medias, imágenes de santos, Cristo y la Virgen María, frente a esta un ramo de flores, pero ¿qué estábamos sacando en claro con esa búsqueda? Ya solo hacíamos aquello para no quedar en ridículo.

—Prepárate —le dije—. Vámonos de aquí.

Toda posibilidad de encontrar algo sucio se había disipado por obra y gracia de los objetos iluminados; en cambio, el mismo hecho de iluminar se había vuelto sucio; el tocar, el husmear, había tomado un carácter suicida; en aquel cuartucho nosotros éramos como dos monos lujuriosos. Con una sonrisa inconsciente Fuks respondió a mi mirada y siguió vagando por el cuarto con la linterna, era evidente que tenía la cabeza totalmente vacía: nada; nada; nada; parecía a quien se da cuenta de que ha perdido todo lo que tenía y sin embargo, pese a todo, sigue avanzando… Y su fracaso con Drozdowski se relacionaba con este fracaso, todo se había vuelto un solo único fracaso… Con sonrisa ya lujuriosa, de burdel, observaba los listones de Katasia, sus algodones, sus medias sucias, sus anaqueles, sus cortinas; desde la oscuridad yo lo miraba hacer esto… ya únicamente por venganza, para no quedar mal, vengándose a fuerza de lujuria debido a que ella había dejado de ser lujuriosa. Husmear… la mancha de luz que danza sobre el peine, sobre un tacón… ¡pero inútilmente! ¡Sin ningún resultado! Todo eso carecía de sentido y se deshacía lentamente, como un paquete al que se le hubiera desatado el cordel, los objetos se habían vuelto indiferentes, nuestra sensualidad agonizaba. Y estaba acercándose ya el terrible instante en que no sabríamos qué hacer.

Entonces advertí algo.

Era algo que bien podía ser nada, pero también podía ser más que nada. Seguramente carecía de importancia… pero no obstante… ¡quién podía saberlo…!

Fuks había iluminado una aguja que se caracterizaba solo por estar clavada en la mesa.

Lo que no hubiese tenido la menor importancia si antes no hubiera advertido algo más extraño, o sea una plumilla clavada en una cáscara de limón. Por eso, cuando Fuks comenzó a tocar la aguja que estaba ahí clavada, lo tomé de la mano y guie la linterna hacia donde estaba la plumilla para devolver a nuestra presencia en ese sitio la apariencia de que buscábamos algo.

Pero entonces la linterna empezó a moverse con rapidez y un momento después dio con otra cosa, o sea con una lima de uñas que había sobre la cómoda. Esa lima estaba clavada en una cajita de cartón. Yo antes no había advertido la lima; pero ahora la linterna me la mostraba; como diciendo: «¿qué piensas de esto?».

Lima… plumilla… aguja… la linterna era ya como un sabueso que hubiese olfateado la pista, saltaba de un objeto a otro y así descubrimos otras dos cosas más clavadas: dos alfileres en un pedazo de cartón. No era mucho, pero en nuestra miseria aquellos hallazgos daban un nuevo sentido a nuestras acciones; la linterna trabajaba saltando de un sitio a otro, buscando… y he ahí algo más… un clavo incrustado en la pared, pero curiosamente solo a unos cuantos centímetros del suelo. Pero en realidad la extrañeza de aquel clavo no era suficiente; era en cierta forma un abuso de nuestra parte haberlo iluminado así… Y nada más… nada… seguíamos buscando, pero la búsqueda se había agotado, en la bochornosa bóveda de aquel cuarto se efectuaba una descomposición… finalmente la linterna se detuvo… ¿Qué más…? Habíamos terminado…

Fuks abrió la puerta y nos apresuramos a salir. Un instante antes de abandonar el cuarto iluminó por un momento una vez más la boca de Katasia. Me apoyé en la ventana y sentí en la mano un martillo y dije en voz baja: «martillo», seguramente porque el martillo se relacionaba con el clavo incrustado en la pared. Nada importante. Vámonos.

Cerramos la puerta, dejamos la llave en su lugar; arriba en el cielo había mucho viento, soplaba bajo la cúpula de las nubes que pasaban ligeramente. Y Fuks inútil, despreciado, desagradable, ¿para qué estar con él?, yo mismo tenía la culpa, no importaba, la casa se erguía frente a nosotros, al otro lado del camino los abetos también se erguían, los arbustos del jardín se erguían; parecía un baile cuando la orquesta deja de tocar y las parejas se quedan de pie; era algo estúpido.

¿Pero qué hacer? ¿Regresar a dormir? Me sentía en un estado de total destrucción y debilidad. Incluso había dejado de tener sentimientos.

Fuks se volvió hacia mí para decirme algo, pero de pronto la tranquilidad se hizo añicos debido a unos golpes intensos y sonoros.

Me quedé inmóvil. Los golpes venían de atrás de la casa, del lado que daba al camino; de allá venían esos rabiosos golpes dados por alguien. ¡Eran como golpes de martillo!

Furiosos martillazos, pesados, metálicos, uno tras otro, bum, bum, bum, enérgicamente, con todas las fuerzas. Aquel ruido metálico en la noche silenciosa era tan sorprendente que casi parecía de otro mundo… ¿Se dirigía contra nosotros? Nos pegamos a la pared como si aquellos martillazos, reñidos con el ambiente, estuvieran forzosamente dirigidos contra nosotros.

Los golpes no cesaban. Me asomé y tomé a Fuks de una manga. Era doña Mariquita.

¡Doña Bolita! Metida en una bata de casa de amplias mangas. Entre esas mangas agitadas por el viento, resollante, golpeante, elevando un martillo, o un hacha, con la cabeza enloquecida, golpeaba el tronco de un árbol. ¿Clavaba algo? ¿Qué cosa clavaba?

¿Pero por qué esa actitud desesperada, furiosa al clavar… que… que… que nosotros habíamos dejado en el cuarto de Katasia…? ¡Ahora se enloquecía gigantescamente y el ruido del metal surgía victoriosamente!

El martillo que había tocado con el codo cuando salíamos del cuartucho se volvía ahora enorme; los alfileres, agujas, plumillas y clavos alcanzaban su punto máximo de existencia por aquella furia repentina. Al pensar en ello quise alejar de mí aquella estúpida idea, ¡fuera!, pero en ese mismo instante otros golpes, golpes estruendosos, salieron… del interior de la casa… Del piso superior; eran golpes más rápidos, más tupidos, que acompañaban a aquellos martillazos como si fueran su eco, corroborando el acto de clavar, haciéndome saltar el cerebro; la noche estaba colmada de pánico, de locura, se había vuelto como un sismo. ¿Provenían los golpes del cuarto de Lena? Dejé a Fuks y entré corriendo en la casa, subí las escaleras a saltos… ¿Sería Lena?

Pero cuando subí las escaleras todo repentinamente se sumió en el silencio. Al llegar al piso superior me detuve sofocado, pues el ruido que me hacía correr había cesado.

Silencio. Tuve incluso la idea, absolutamente tranquilo, de calmarme y dirigirme a nuestra habitación. Pero la puerta del cuarto de Lena, la tercera en el corredor, estaba frente a mí y en mi interior oía aún los golpes, el claveteo, el estruendo, el martillo, el otro martillo más pequeño, las agujas, los clavos, clavar, clavar, abrirme paso hacia Lena, llegar a ella… y como resultado me lancé contra su puerta y con los puños cerrados empecé a golpear y a golpear. Con todas mis fuerzas.

Silencio.

Se me ocurrió que si me abrían la puerta debía yo gritar «¡ladrones!», para justificarme de algún modo. Pero no ocurrió nada. Volvió la calma; no se oía nada, nada, nada, me alejé sin hacer ruido y rápidamente descendí la escalera. Pero abajo también reinaba la calma. El vacío. No había nadie. Ni Fuks ni Bolita. Era fácil de explicar el que no hubiesen abierto la puerta en el cuarto de Lena, simplemente no estaban allí, aún no habían vuelto a la casa, los golpes no habían salido de aquella habitación. ¿Pero dónde estaba Fuks? ¿Y Bolita?

Pegado a la pared para que nadie me pudiera ver desde las ventanas, di la vuelta a la casa. La furia había desaparecido sin dejar huella; los árboles, la vereda, la grava bajo la luna que se desplazaba en el cielo… y nada más. Eso era todo. ¿Dónde estaría Fuks?

Sentía que las lágrimas me afluían a los ojos; faltaba poco para que me sentara y me pusiera a llorar.

Mas en ese instante vi que en el piso superior había una ventana iluminada, la del cuarto de ellos, de Lena y de Ludwik.

¡Cáspita! ¿Así que estaban allí y que habían oído mis golpes? ¿Por qué entonces no habían abierto? ¿Qué hacer? Nuevamente me encontraba sin saber qué hacer; nada; no sabía qué actitud tomar. ¿Cuál? ¿Cuál? ¿Regresar a nuestra habitación, desvestirme y acostarme a dormir? ¿Esconderme en algún sitio? ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? ¿Llorar? Su ventana tenía las cortinas descorridas, se veía la luz… y… y… precisamente frente al cuarto, al otro lado de la cerca, había un abeto de grandes ramas y fronda muy espesa…

Si me trepara a él podría ver algo… Esta idea era bastante salvaje, pero su salvajismo se ligaba al salvajismo de lo que acababa de ocurrir… Por otra parte, ¿qué más hubiera yo podido hacer?

El estruendo, el caos de lo que había pasado, me facilitaba la realización de esa idea que tenía ante mí igual que ese árbol y que era lo único que poseía. Salí a la carretera, trepé por el tronco del abeto, empecé a ascender trabajosamente por aquel ser áspero e hiriente. ¡Abrirme paso hacia Lena…! Llegar a Lena… los ecos de aquellos golpes resonaban en mí y otra vez volvía a desear abrirme paso… Y todo aquello, el cuarto de Katasia, la fotografía, los alfileres, los golpes de Bolita, todo cedió ante ese único y primordial deseo de abrirme paso hacia Lena. Subí cuidadosamente, de una rama a otra, cada vez más arriba.

No era fácil, eso tomaba mucho tiempo y la curiosidad se volvía febril: verla, verla… junto a él… ¿qué es lo que vería…? Después de esos golpes, de ese martilleo, ¿qué cosa vería? Volvió a vibrar en mí el reciente temblor con que había estado ante su puerta, pero más intensamente, ¿qué iría yo a ver? Podía ya ver el cielo raso y la parte superior de una pared; podía ver también la lámpara.

Y por fin vi.

Quedé aniquilado.

Él le enseñaba una tetera.

Una tetera.

Ella estaba sentada en una silla, junto a la mesa, con una toalla de baño sobre los hombros a guisa de chal. Él estaba de pie, en camiseta, y le mostraba una tetera que tenía en la mano. Ella miró la tetera. Dijo algo. Él respondió.

Una tetera.

Estaba preparado para todo. Para todo menos para ver una tetera. Hay una gota que hace derramar el vaso, algo que resulta ya «demasiado». Existe algo así como un exceso de realidad, una abundancia que ya no se puede soportar. Después de tantos objetos que no soy capaz de enumerar: agujas, ranas, gorrión, palito, vara, puntilla, cáscara, cartón, etcétera, etcétera, chimenea, corcho, ranura, canalón, mano, pelotitas de miga, etcétera, etcétera, terrones, red, alambre, cama, piedrecillas, mondadientes, pollo, eczemas, bahías, islas, agujas, y así por el estilo, sin parar, hasta el aburrimiento, hasta el hastío, y ahora esa tetera, sin venir a cuenta, sin que tuviera nada que hacer, como algo extra, gratuito, como un lujo del desorden, como un donativo, un presente del caos. Basta. Se me cerró la garganta. No podía tragar eso. No podía. Basta ya. Volver. A la casa.

Se quitó la toalla de encima. Estaba sin blusa. Me impresionó la desnudez de sus pechos y brazos. Con esa desnudez de la parte superior empezó a quitarse las medias, su esposo volvió a decir algo y ella le respondió, se quitó la otra media, él apoyó un pie en la silla y se desató el zapato. Pospuse mi retirada; pensé que ahora sabría cómo era, cómo era cuando estaba a solas con él, desnuda, ¿era degenerada, perversa, sucia, untuosa, sensual, casta, tierna, pura, fiel, fresca, graciosa o coqueta? ¿Quizá era sencillamente fácil? ¿O profunda? ¿O acaso terca, desencantada, hastiada, indiferente, cálida, astuta, mala, angelical, tímida, desvergonzada, rapaz? ¡Por fin iba a saberlo! Ya mostraba los muslos; un momento más solamente e iba a saberlo; por fin me enteraría, por fin vería yo algo…

La tetera.

Ludwik tomó la tetera, la puso sobre un anaquel y se dirigió hacia la puerta.

Apagó la luz.

Agucé la mirada, pero no vi nada; con ojos ciegos, clavados en la oscuridad de esa cueva, intentaba ver algo. ¿Qué estarían haciendo? ¿Qué hacían? ¿Y cómo lo hacían?

Ahora todo era posible allá. No había gesto o caricia imposible, la oscuridad era realmente indescifrable; se revolcaba, o no se revolcaba, o se avergonzaba, o amaba, o nada de nada, o cualquier otra cosa, actos de infamia, de horror, nunca sabré nada.

Empecé a bajar del árbol y al descender pensé largamente que si Lena fuera una niña de ojos muy azules podría ser igualmente un monstruo, solo que un monstruo infantil de ojos muy azules. Por lo tanto, ¿qué es lo que se nos permite saber?

Nunca sabré nada sobre ella.

Salté a tierra, me sacudí la ropa y me dirigí lentamente hacia la casa. En el cielo continuaban las carreras, rebaños enteros corrían enfurecidos; la blancura de sus iluminadas orillas, la negrura de sus núcleos, todo corría bajo la luna, que también corría, salía, se sumergía, oscurecía, se apagaba y volvía a salir del todo inmaculada; los cielos estaban preñados de dos movimientos contrarios, encarrerados, silenciosos. Y yo al caminar pensaba si no sería mejor mandar todo al diablo, arrojar ese lastre, decir «no juego», porque a fin de cuentas el labio de Katasia era un defecto puramente accidental, como lo demostraba la fotografía. ¿Qué sentido podía entonces tener todo aquello?

Y para colmo de males estaba la tetera…

¿Qué objeto tenía esa relación de bocas, de la boca de Lena y la boca de Katasia? No volvería a inmiscuirme en esa relación. Abandonaría todo.

Me hallaba cerca del porche. En la balaustrada estaba echado Dawidek, el gato de Lena.

Al verme se levantó y arqueó el lomo para que yo lo acariciara. Lo agarré por el cuello y empecé a ahorcarlo con todas las fuerzas de que era capaz; como un relámpago me pasó por la mente el sentido de lo que hacía, pero era ya demasiado tarde, ya no había remedio. Apreté las manos con todas mis fuerzas. Lo ahorqué, quedó muerto.

¿Pero qué hacer, qué otra cosa podía hacer? Me hallaba en el porche con un gato ahorcado. Había que hacer algo con ese gato, ponerle en algún sitio, ocultarlo. No tenía la menor idea sobre dónde sería posible esconderlo. ¿Sería mejor enterrarlo? ¡Pero quién sería capaz de ponerse a cavar a esas horas de la noche! Podía tirarlo a la carretera para que pensaran que un carro lo había atropellado. ¿O tal vez sería mejor echarlo entre la maleza, allí donde estaba el gorrión? Pensaba intensamente, el gato era un peso para mí, no podía decidirme, había un gran silencio; en ese momento vi una cuerda bastante resistente con la que estaba atado un arbusto —uno de aquellos arbustos blanqueados por la cal— al palo que le servía de apoyo; desaté la cuerda, hice un nudo corredizo y miré a mi derredor para asegurarme de que nadie me veía (la casa dormía, nadie hubiera creído que no hacía mucho había existido tal estruendo); recordé que en el muro había un gancho que servía no sé para qué, quizá para colgar ropa; llevé al gato a ese sitio y no muy lejos, a unos veinte metros del porche, lo colgué del gancho. Estaba colgado como el gorrión, como el palito. Formaba con ellos un trío. ¿Qué más? Estaba muerto de cansancio, pero temía volver a la habitación, pues Fuks podía estar despierto todavía y seguramente me haría algunas preguntas… Pero en cuanto abrí la puerta, sin hacer ruido, vi que dormía profundamente. Yo también caí dormido.

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