Cosmos

Cosmos


Quinto

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Katasia estaba inclinada sobre mí y decía que era una canallada, que habían ahorcado a Dawidek, habían ahorcado a Dawidek de un gancho en el jardín, quién podía haberlo ahorcado, Dios mío, qué gran maldad, ahorcar al gato de Lena. Esto me despertó violentamente. El gato estaba ahorcado. Yo lo había ahorcado. Con inseguridad dirigí la mirada a la cama de Fuks; no había nadie en ella; por lo visto él estaba ya junto al gato; esto me permitía quedarme un rato a solas para darme bien a bien cuenta de lo que sucedía…

Este acontecimiento me sorprendió como si no hubiese sido yo quien hubiera ahorcado al gato. Salir directamente del sueño para encontrarse con algo tan increíble. ¿Por qué diablos lo había ahorcado? Recordé entonces que en el momento en que lo ahorcaba había experimentado la sensación de estar abriéndome paso hacia Lena, la misma que había sentido antes, al golpear en su puerta. Sí, me había estado abriendo paso hacia ella ahorcando a su gato consentido. ¡Con la furia de no poder hacerlo de otra manera! ¿Pero para qué lo había colgado del gancho? ¡Qué ligereza! ¡Qué torpeza! Y lo que era más, al analizar aquella torpeza, a medio vestir, con una sonrisa de indecisión en mitad de la cara rígida que contemplaba yo en el espejo, experimenté tanta satisfacción como confusión, como si todo hubiera sido solo una broma. E incluso llegué a murmurar con placer y alegría «está colgado». ¿Qué hacer? ¿Cómo evitar sospechas? Seguramente en la planta baja ellos discutían ya todas las posibilidades. ¿Me habría visto alguien?

Ahorqué al gato.

Este hecho me trastornaba. El gato estaba ahorcado y colgaba de un gancho y a mí no me quedaba más remedio que bajar y fingir que no estaba enterado de nada. ¿Pero por qué lo había ahorcado? Influían tantas cosas, se sumaban tantos problemas, Lena, Katasia, las señales, los golpes, etcétera, o aunque fuera la rana, o el cenicero, etcétera, me perdía en el desorden e incluso pensaba que tal vez era por culpa de la tetera, tal vez lo había matado debido a aquel exceso, como algo superfluo, adicional, o sea que aquel ahorcamiento no era tan gratuito como la tetera. No, no era cierto. La tetera no podía ser culpable de que yo hubiese ahorcado al gato. ¿Entonces por qué lo había hecho? ¿Con qué se relacionaba aquel gato? No tenía tiempo para averiguarlo, había que bajar y hacerle frente a la situación que ya sin este hecho era extraordinaria, tan llena como estaba de las distintas locuras que habían ocurrido la noche anterior…

Bajé la escalera. En la casa no había nadie, me imaginé que estarían en el jardín. Pero antes de hacer mi aparición por la puerta del porche, miré a través de la ventana haciendo a un lado la cortina. El muro. En el muro había un gato muerto. Pendiente de un gancho. Frente al muro había varias personas, entre ellas Lena; desde lejos estas personas se veían más pequeñas y parecían un símbolo. Mi aparición en el porche no fue fácil, fue algo así como un salto hacia lo desconocido… ¿Y si alguien me hubiera visto? ¿Qué pasaría si un momento después tuviese que balbucir, inconsciente por la vergüenza? Caminaba lentamente por la vereda cubierta de grava; el cielo parecía una salsa; el sol estaba como diluido en un líquido blancuzco; otra vez hacía mucho calor, ¡qué verano! Me acercaba y el gato se veía cada vez más claramente; la lengua le salía a un lado del hociquito, los ojos se le saltaban de las órbitas… estaba colgado. Pensé que sería mejor si eso no fuera un gato, los gatos son horribles ya de por sí, en ellos la suavidad, lo mullido, se encuentra enclavado en furiosos maullidos, en arañazos, en chillidos horribles, sí chillidos, los gatos sirven para las caricias, pero también para las torturas, son gatitos, pero también son gatazos… Avanzaba lentamente para ganar tiempo, pues a la luz del día me sorprendía mi acto nocturno, que en la noche era poco visible y se hallaba además incrustado en medio de otras rarezas. Por otra parte parecía que la lentitud se había apoderado de todos; ellos también apenas si se movían; Fuks inclinado escudriñaba el muro y la tierra que había frente a él, cosa que me hizo mucha gracia. Pero me sorprendió la belleza de Lena, repentina, increíble, y pensé asustado: «Oh, cómo se ha vuelto bella después de lo que pasó anoche».

Con las manos en los bolsillos, León me preguntó:

—¿Qué piensa usted de esto?

Un mechón de cabellos envaselinados se levantaba sobre su calvicie, como el piloto de un barco.

Respiré al fin. No sabían que había sido yo. Nadie, pues, me había visto.

Me dirigí a Lena:

—Debe haber sido un golpe para usted.

La miré. Llevaba una blusa ligera color café, una falda azul marino; arrebujada en sí misma, con los labios tersos, los brazos a lo largo del cuerpo, como si fuera un recluta… y sus manos, sus pies, su naricilla, sus orejas, se veían pequeñas, delicadas. Esto al principio me irritó. Yo acababa de matar a su gato, lo había hecho de la manera más brutal, más vulgar, y no obstante sus piececitos seguían siendo delicados.

Pero mi rabia se transformó en placer, pues ella —traten, por favor, de comprenderme— era demasiado delicada frente al gato y por esa razón se avergonzaba, sí, yo estaba seguro, se avergonzaba del gato. ¡Ah! Era demasiado delicada, un poco más pequeña de lo que debía ser; servía para el amor, pero para nada más, y por eso se avergonzaba del gato… porque sabía que todo lo que a ella se refiriera, fuese lo que fuese, tenía que tener un sentido amoroso… y aunque no sabía quién se ocultaba tras esto se avergonzaba del gato porque era suyo y porque se refería a ella…

Pero su gato era también mi gato, yo lo había ahorcado… Nos pertenecía a los dos.

¿Debía complacerme o vomitar?

Lena preguntó:

—¿No sabe usted nada? Es decir, ¿quién fue? ¿Cómo? ¿Por azar no vio usted nada?

No, no había visto nada, el día anterior había paseado hasta muy tarde, volví a la casa bastante después de la medianoche, entré directamente por el porche, no tenía la menor idea si ya entonces estaba colgado el gato… a medida que decía estas mentiras me sentía satisfecho de estar mintiendo, de no estar ya con ellos sino en su contra, del otro lado.

Como si el gato me hubiese llevado del anverso al reverso de la medalla, hacia el círculo donde se producían los misterios, hacia el mundo de los jeroglíficos. No, ya no estaba con ellos. Me daban ganas de reír viendo a Fuks que buscaba diligentemente alguna huella junto al muro mientras oía mis mentiras.

Yo sabía cuál era el misterio del gato. Yo era el verdugo.

—Ahorcarlo. Ahorcar a un pobre gato —gritó con furia Bolita y se detuvo como si algo le hubiera pasado.

Katasia salió de la cocina y se dirigió hacia nosotros, atravesando el jardín. Su «amanerada» boca se acercaba hacia el hocico del gato; sentí que ella al avanzar adivinaba que tenía algo cercano a ese hocico y esto me provocó una repentina satisfacción, como si gracias a esto mi gato hubiera puesto las patas más firmemente de aquel lado. Sus labios se acercaban al gato; se disiparon todas mis dudas respecto a su inocente fotografía; se acercaba con su mueca resbaladiza, alargada y perversa, con una extraña semejanza en la perversión… y una especie de helado temblor nocturno me recorrió la columna vertebral. Pero al mismo tiempo no separaba mi mirada de Lena. Y qué sorpresa, qué choque misterioso, quizá incluso lleno de entusiasmo, qué conmoción al descubrir que la vergüenza de Lena crecía al ver cómo aquella perversión labial se acercaba al gato. La vergüenza tiene una extraña naturaleza que gusta de llevar la contraria, de estar en la oposición, defendiéndose así ante algo que lleva ese algo a su esfera más íntima y personal… De esa manera Lena, al avergonzarse del gato y de la boca junto al gato, incorporaba esto al secreto de su intimidad. Gracias a su vergüenza el gato se unió a la boca como un piñón que se ajustase a otro. Pero a mi silencioso grito triunfal se mezcló un lamento: ¿cómo era posible que esa belleza joven e ingenua pudiera absorber tanta ignominia… y confirmar con su vergüenza las cosas que yo pensaba? Katasia tenía en las manos una caja… la caja de la rana… Por lo visto Fuks la había olvidado al salir.

—Encontré esto en mi cuarto, en el parapeto de la ventana.

—¿Qué hay en esa caja? —preguntó León.

Katasia descorrió un poco la tapa.

—Una rana.

León agitó los brazos, pero Fuks intervino entonces con una energía insospechada.

—Perdón —dijo, quitándole la caja a Katasia—. Dejemos esto para más tarde. Esto va a aclararse. Por lo pronto me gustaría que fuésemos todos al comedor. Quisiera decirles algo. Dejemos al gato donde está; yo después volveré para examinarle con más calma.

¿Acaso aquel asno quería hacerse el detective?

Nos dirigimos lentamente hacia la casa. Yo, doña Bolita —que guardaba silencio, molesta, ofendida—, León destrozado, con un mechón de pelos parados. Ludwik no estaba, trabajaba en su oficina hasta la tarde. Katasia volvió a la cocina.

—Señoras y señores —dijo Fuks ya en el comedor—, debemos ser sinceros. Hay que confesar que aquí pasa algo raro.

Drozdowski. Todo con el fin de olvidarse de Drozdowski. Pero era evidente que estaba decidido a seguir su papel y que ya no retrocedería.

—Algo sucede. Witold y yo nos dimos cuenta desde el momento en que llegamos, pero no queríamos decir nada porque no estábamos seguros, eran solo impresiones… Pero ahora todos estamos obligados a ser sinceros.

—Precisamente —empezó a decir León.

—Permítame usted —le interrumpió Fuks, y les recordó cómo el primer día, al dirigirnos a esta casa, habíamos encontrado un gorrión ahorcado… fenómeno que indudablemente daba en qué pensar. Dijo también cómo más tarde habíamos descubierto algo así como una flecha en el cielo raso de nuestra habitación—. Flecha o no flecha, podía ser una ilusión; sobre todo que la noche anterior también habíamos visto una flecha, aquí en el techo como ustedes recordarán… flecha o rastrillo… el hecho era que no se podía excluir la autosugestión. Pero nosotros, por pura curiosidad, adviértanlo bien, únicamente en son de juego, decidimos investigar.

Describió nuestro descubrimiento, la posición del palito, el hueco en el muro, y cerró los ojos…

—Hmmm… pongámonos de acuerdo… un gorrión ahorcado… un palito colgado… parece que hay algo en todo esto… Si por lo menos no hubiera estado en el sitio señalado precisamente por la flecha.

De pronto me alegré al pensar en el gato, que pendía como el palito, como el gorrión.

Me alegró esa armonía. León se incorporó, quería ir a ver el palito, pero Fuks lo contuvo.

—Espere un momento. Antes quiero contarles todo.

Pero el relato se hilaba entre grandes dificultades, complicado por una red de diversas suposiciones y analogías; me di cuenta de que Fuks perdía terreno, incluso en determinado momento se rio de sí mismo y de mí, se volvió a poner serio, con el cansancio de un peregrino empezó a hablar de aquella vara, que, según dijo, señalaba…

—Señoras y señores, ¿qué perdíamos con comprobar? Si habíamos seguido la flecha podíamos también seguir la indicación de aquella vara. Solamente por eso… por comprobar. Por lo que pudiera ocurrir. No porque desconfiáramos de Katasia, sino solamente con el fin de comprobar. Y para protegernos llevamos una rana metida en una cajita, para que en el caso de que alguien nos sorprendiera poder decir que habíamos querido jugar una broma. Pero al salir me olvidé de ella y por eso la encontró Katasia.

—¡Una rana! —exclamó Bolita.

Fuks les habló del cateo, les dijo que durante largo rato habíamos investigado e investigado sin el menor resultado, sin descubrir nada, nada, pero imagínense ustedes que al fin descubrimos un pequeño detalle, mínimo, eso es cierto, totalmente carente de importancia si ustedes quieren, pero que se repetía más de lo normal, ustedes mismos saben que cuando algo se repite más de lo usual… Pero juzguen por sí mismos, yo simplemente enumeraré lo que encontramos…

Y empezó a recitar, débilmente, sin convicción: Una aguja clavada en la mesa.

Una puntilla clavada en la cáscara de un limón.

Una lima de uñas clavada en una cajita.

Un alfiler clavado en un cartón.

Un segundo alfiler clavado en un cartón.

Un clavo clavado en la pared, cerca del piso.

¡Oh, cómo lo fatigó aquella letanía! Cansado, hastiado, tomó un poco de aire, se frotó los ojos saltones y se detuvo, como un peregrino que de golpe pierde la fe; León cruzó las piernas y aquel gesto cobró inmediatamente un aire de impaciencia. Fuks se sobresaltó. En general era muy inseguro. Drozdowski lo había vuelto así. Volví a sentirme furioso por figurar a su lado, yo, que, además, tenía problemas en Varsovia con mi familia, problemas revulsivos, desagradables; ni modo, mala suerte…

—¡Agujas, cáscaras…! —farfulló León. No terminó la frase, pero eso bastaba: ¡agujas, cáscaras, estupideces, basura solamente! Y nosotros en medio de todo ello como dos pordioseros.

—Espere un momento —gritó Fuks—. Lo divertido está en que cuando salimos de allí la señora —señaló a Bolita— también clavaba algo. ¡Con un martillo! En el tronco que está dentro del zaguán. Con todas sus fuerzas.

Miró hacia un lado y se arregló la corbata.

—¿Yo clavaba?

—Sí, usted.

—Bueno, ¿y qué hay con ello?

—¿Cómo? Recuerde, todas aquellas cosas clavadas y usted que también clavaba algo.

—Yo no clavaba nada, solamente golpeaba.

Doña María extraía cada palabra de sus reservas de paciencia sufrida e infinita.

—Lena, hijita, explícale, por qué golpeaba ese tronco.

Su voz era impersonal, pétrea, y en su mirada se veía escrito un lema: «Resistiré».

Lena se hundió en sí misma —pero aquel constituyó más una apariencia de movimiento que un verdadero movimiento— como un caracol o como ciertas plantas, como todo lo que retrocede o se encierra ante el roce de unas manos.

Tragó saliva.

—Di la verdad, Lena.

—Bueno, a veces mamá… bueno, cuando le viene una crisis. Cuestión solo de nervios. Le sucede cada cierto tiempo. Entonces toma lo que sea… para desahogarse. Y golpea. O rompe objetos de cristal.

Mentía. No, no mentía. Era verdad y mentira al mismo tiempo. Verdad porque correspondía a la realidad. Y mentira porque sus palabras (cosas que yo sabía) no eran importantes por la verdad que contenían, sino por salir de ella, de Lena, como sus miradas o su olor. Hablaba a medias, sus palabras estaban comprometidas por su encanto, pero eran asustadizas y parecían colgar del aire… ¿Pero quién si no su madre hubiera advertido su embarazo? Doña Bolita se apresuró a traducir sus palabras a un lenguaje más directo, de mujer experimentada.

—Yo, señores, día tras día. Año tras año. Desde que amanece hasta que anochece. Solo trabajar. Ustedes saben que soy una persona tranquila y bien educada. Pero a veces me falla la tranquilidad, y… entonces agarro lo que sea.

Meditó un momento y añadió con seriedad:

—Agarro lo que sea…

No resistió más y explotó airada:

—¡Lo que sea!

—¡Querida! —intervino León.

Y ella gritó:

—¡Lo-que-sea!

—¡Lo que sea! —dijo León.

Pero ella contestó a gritos:

—No lo que sea, sino lo que sea —y después guardó silencio.

Yo también callaba.

—Entiendo —dijo Fuks, que se proponía ser amable—. Es algo totalmente natural…

Con tanto trabajo y tantos problemas… Cuestión de nervios… Sí, sí… Es comprensible…, pero inmediatamente después sonaron otros golpes. Eran unos golpes que parecían provenir de la casa, del piso superior.

—Era yo —dijo Lena.

—Era ella —informó doña María, cuya paciencia no tenía límites—. Cuando me sucede esto o bien corre hacia mí para sujetarme, o bien ella misma se pone a hacer ruido. Para hacerme entrar en razón.

Todo se aclaró. Lena añadió aún algunos detalles. Dijo que precisamente ella y Ludwik acababan de volver a la casa y que al oír los golpes de la madre tomó un zapato del marido (Ludwik estaba en el baño) y golpeó con él en la mesa y luego en una maleta…

Todo se aclaró, los enigmas de la noche anterior naufragaron en las aguas de la explicación. Esto no me sorprendió. Lo esperaba. Pero no obstante era trágico; todo lo que habíamos vivido se nos escapaba de las manos y como un montón de basura yacía a nuestros pies; las agujas, los clavos, los martillos, los ruidos… Miré hacia la mesa y vi una jarra de agua sobre un platito, un cepillo de mesa en forma de media luna, los anteojos de León (que utilizaba solo para leer) y otras cosas, imprecisas, como si hubiesen exhalado el último suspiro. Indiferentes.

A la indiferencia de los objetos se sumaba la indiferencia de las personas, ya bastante molesta y casi severa, como si señalase que estábamos perdiendo el tiempo. Pero entonces me acordé del gato y esto me alegró; allá, sobre el muro, había a pesar de todo algo amenazador; el gato seguía muerto. Y pensé que si dos series de golpes yacían ya derrotadas yo tenía en reserva otra serie que era mucho más difícil de explicar y que incluso se componía de golpes mal intencionados, golpes que de verdad eran problemáticos… ¿Cómo explicaría ella mis toques a su puerta?

Le pregunté a Lena:

—Allá arriba hubo dos series de golpes, ¿no es así…? Una después de otra. Estoy seguro de ello porque me hallaba cerca de la puerta —mentí— cuando empezó la segunda serie. Ya esos segundos golpes eran muy diferentes.

¡Abrirme paso! ¡Abrirme paso hacia ella! Como junto a su puerta durante la noche.

¿Pero no estaba yo arriesgándome demasiado? ¿Qué me respondería? Era como si volviera a estar frente a su puerta tratando de abrirme paso… ¿Adivinaba ella quién era el autor de los golpes? ¿Por qué hasta entonces no había dicho nada al respecto?

—¿Otra serie de golpes…? Ah, sí, un momento después volví a golpear… con el puño en la ventana… Estaba muy nerviosa y no sabía si mamá se había tranquilizado.

Mentía.

¿Por vergüenza? ¿Sabría que había sido yo…? Era posible, pero Ludwik… Ludwik estaba con ella, había oído mis golpes, ¿por qué no había abierto la puerta?

Le pregunté:

—¿Y su esposo? ¿Estaba con usted?

—Ludwik estaba en el baño.

Así que Ludwik estaba en el baño y ella se hallaba sola en su habitación. Yo había empezado a tocar y ella no había querido abrirme. Quizá suponía que fuese yo, quizá no. De cualquier manera sabía que fuera quien fuese la persona que quería entrar lo hacía por ella. Y por eso, asustada, no había abierto. Y ahora mentía y decía que había sido ella quien había golpeado. ¡Qué felicidad! ¡Qué gran triunfo! Mi mentira llegó hasta su mentira y ambos nos unimos en la mentira y gracias a mi mentira yo me encontraba en su mentira.

León volvió a preguntar:

—¿Quién ahorcó al gato?

Advirtió cortésmente que no había que ocuparse más de los golpes, que eso ya había sido aclarado y que por otra parte él no podía añadir nada sobre este tema, el

bridge había terminado a las tres de la mañana… pero ¿quién y por qué había ahorcado al gato?

Hizo esta pregunta con una insistencia que no estaba dirigida a nadie y que por lo tanto se quedó en el aire.

—¿Quién lo colgó? Insisto en saber quién.

Su cara, coronada por la calvicie, estaba colmada de un ciego empecinamiento.

—¿Quién ahorcó al gato? —preguntaba de buena fe y con todo el derecho de su parte.

Insistía y eso comenzaba a intranquilizarme.

De pronto doña María dijo sencillamente, sin inmutarse:

—¡León…!

¿Y si hubiera sido ella? ¿Y si ella hubiera asesinado al gato? Yo sabía perfectamente quién lo había matado, yo había sido, pero al decir «León» había atraído hacia sí todas las miradas y la insistencia de León que parecía haber encontrado por fin una dirección se lanzó sobre ella. Pese a todo, a mí me parecía que ella podía haberlo ahorcado; si enfurecida había dado aquellos martillazos podía con esa misma furia haber matado al gato… Aquello era totalmente factible, sobre todo si se tomaban en cuenta sus cortas extremidades, sus gruesas muñecas, su pequeño torso, amplio y abundante en bondades maternales… Sí, ella podía haber sido. Todo junto, su torso, sus extremidades, etcétera, podía haber ahorcado al gato.

—Tiru-liru-lá.

Tarareó León.

… Y en su cancioncilla, que terminó inmediatamente, resonó una oculta alegría… algo malvado… una gran maldad…

¿Se alegraba de que Ba-be-bi-bolita no hubiese resistido su pregunta y de que su insistencia la hubiera derrotado? ¿Se alegraba de haber atraído hacía sí todas las miradas…? Por lo tanto, sí, quizá él y nadie más, claro, por supuesto, él podía haber sido, ¿por qué no…? ¿Qué significaban las bolitas de miga, los juegos con ellas, el empujarlas con un mondadientes, sus tarareos, el raspar las cáscaras de las manzanas con la uña, el «meditar» y tramar…? ¿Por qué entonces no habría podido matar al gato?

Yo lo había ahorcado. Sí, yo lo había matado. Yo lo había matado y colgado, pero él también podía haberlo hecho… Podía haberlo ahorcado y podía alegrarse malignamente de que se sospechara de su esposa. Y si no había matado al gato (puesto que yo lo había matado) de todos modos podía haber colgado el gorrión… y el palito.

Pero, ¡por Dios!, el gorrión y el palito no habían perdido su calidad de enigmas por el hecho de que yo hubiera matado al gato. Al contrario, seguían colgados, allá, lejos, como dos núcleos en la oscuridad.

¡Oscuridad! Yo la necesitaba. Me era necesario como prolongación de la noche en que había tratado de abrirme paso hacia Lena. Y León se relacionó con la oscuridad, presentando la posibilidad de un lujurioso sibaritismo, de un placer enmascarado y hermético que cabalgaba en las Praderas Salvajes de ese respetable hogar; algo que hubiese sido menos inverosímil si temiendo delatarse no hubiera interrumpido su cancioncilla… Su Tiru-liru-lá había tenido un tono de silbido pícaro y alegre ante la autodelación de Bolita… ¿También Fuks había pensado que ese respetable padre y esposo, ese anciano jubilado que pasaba los días enteros en casa y que solo salía para jugar al

bridge, podía tener en su casa, bajo la mirada de su esposa, sus propios juegos privados…? Si jugaba con bolitas de miga ¿por qué no podía insinuar flechas en el techo o tener otro tipo de diversiones clandestinas?

¡Pensador…! Era un pensador… pensaba y pensaba… y era capaz de tener grandes ideas…

Hubo un gran ruido, un estrépito, un estruendo, un camión muy grande, la carretera, pasó el camión, las matas, ya no se oye, los vidrios ya no resuenan, apartamos la mirada de la ventana, esto provocó que se despertara todo lo «demás», todo lo que estaba más allá, fuera de nuestro círculo, yo por ejemplo escuché los ladridos de unos perros en el patio vecino, percibí una jarra de agua sobre una mesilla, nada de importancia, nada, nada, pero la entrada, la entrada de lo exterior, del mundo entero, nos provocó un desarreglo y empezamos a decir bastante desordenadamente que un extraño no hubiera podido pues los perros lo hubiesen atacado, el año anterior había habido muchos ladrones, también se dijeron otras cosas, etcétera, etcétera, todo eso duró largo rato, yo seguía percibiendo aquellos ecos, «de lo más profundo», como si en alguna parte alguien emitiera ruidos, sonidos, y oía también un ruido metálico que llegaba de alguna parte, como el sonido de un samovar… y otra vez los ladridos, estaba cansado y disgustado, de pronto me pareció que empezaba a dibujarse algo nuevo con toda claridad…

—¿Quién te hizo esta maldad…? ¿Y por qué te la habrá hecho, hijita?

Bolita abrazó a Lena. Se estrecharon. Su abrazo me pareció repulsivo, como si estuviera dirigido contra mí, y volví a ponerme a la defensiva; pero lo que realmente me obligó a ponerme en guardia fue que ese abrazo se prolongó una centésima parte de segundo (lo que provocó en él un exceso, un alargamiento). ¿Qué ocurría? ¿Por qué? Bolita liberó a Lena de sus cortos brazos.

—¿Quién te hizo esta maldad?

¿Qué pretendía? ¿Nos acusaba? No era a León a quien atacaba sino a mí. Sí, a mí y a Fuks; al abrazar a Lena había sacado a la luz del día toda la oscura pasión que había en el asesinato del gato, esto era evidente, «¿quién te hizo esta maldad?», o sea «fue a ti a quien le hicieron esto, y si te lo hicieron entonces solo existe una explicación pasional. ¿De quién más se puede sospechar sino de los dos jóvenes recién llegados?». ¡Qué placer! ¡Qué placer saber al gato convertido en un instrumento amoroso…! Pero ¡cuidado!, ¡peligro! Quedé desconcertado, sin saber qué decir, vacío, hueco, abismo, nada; hasta que oí la voz de Fuks, Fuks hablaba tranquilamente, como si no hubiese oído a Bolita, como si solamente pensara en voz alta:

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