Cosmos

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VI. Historias de viajeros

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Huygens pensó que los ambientes y los habitantes de otros planetas eran bastante parecidos a los terráqueos del siglo diecisiete. Imaginó planetarianos cuyos cuerpos enteros y cada parte de ellos pueden ser bastante distintos y diferentes de nosotros… Es una opinión muy ridícula… afirmar que es imposible que un alma racional pueda morar en otra forma distinta de la nuestra. En definitiva, uno puede ser listo aunque parezca extraño. Pero luego Huygens seguía argumentando que tampoco podían ser muy extraños, que debían tener manos y pies, y caminar derechos, que tendrían escritura y geometría, y que Júpiter tiene sus cuatro satélites galileanos para ayudar en la navegación por los océanos jovianos.

Huygens era por supuesto un ciudadano de su tiempo. ¿Quién de nosotros no lo es? Llamaba a la ciencia su religión, y luego afirmaba que los planetas debían estar habitados porque de lo contrario Dios hubiera hecho las cosas por nada. Como vivió antes de Darwin, sus especulaciones sobre la vida extraterrestre resultan inocentes en la perspectiva evolutiva. Pero basándose en observaciones consiguió desarrollar algo parecido a las perspectivas cósmicas modernas:

Qué maravillosa y asombrosa perspectiva tenemos aquí de la inmensidad del universo… ¡Tantos soles, tantas tierras… y cada una de ellas provista con tantos animales, plantas y árboles, adornadas con tantas montañas, y mares!… ¡Y cómo debe crecer nuestro asombro y admiración cuando consideramos la distancia y la multitud prodigiosa de estrellas!

La nave espacial

Voyager es el descendiente lineal de aquellos viajes navales de exploración, y de la tradición científica y especulativa de Christiaan Huygens. Los

Voyager son carabelas que navegan hacia las estrellas, y que en su camino van explorando aquellos mundos que Huygens conocía y amaba tanto.

Una de las mercancías principales que llegaban en aquellos viajes de hace siglos eran los relatos de viajeros,[39] historias sobre países extraños y sobre seres exóticos que despertaban nuestra sensación de maravilla y estimulaban futuras exploraciones. Había historias de montañas que llegaban hasta el cielo, de dragones y monstruos marinos, de utensilios para comer cada día hechos de oro, de un animal con un brazo por nariz, de gente que consideraban tontas las disputas doctrinales entre protestantes, católicos, judíos y musulmanes, de una piedra negra que quemaba, de hombres sin cabeza con bocas en sus pechos, de ovejas que crecían de los árboles. Algunas de estas historias eran ciertas, otras eran mentiras. Otras tenían un núcleo de verdad, mal comprendida o exagerada por los exploradores o sus informantes. Estos relatos en manos de un Voltaire o de un Jonathan Swift estimularon una nueva perspectiva sobre la sociedad europea, obligando a reconsiderar este mundo insular.

Una jirafa conducida desde África a China alrededor de 1420 a raíz de los grandes viajes y descubrimientos comerciales del almirante Zheng He de la dinastía Ming. La presencia de este animal de fábula en la Corte Imperial china fue considerado como un signo de buen augurio. Las primeras narraciones de viajeros sobre la jirafa debieron de ser recibidos con un escepticismo considerable. La época de exploración de los Ming, mediante flotas de juncos de alta mar, que casi seguramente doblaron el cabo de Buena Esperanza, con la consiguiente aparición de una marina china en el Océano Atlántico, acabó poco antes de que los portugueses entraran en el Océano Indico, invirtiendo el vector de los descubrimientos. Shen Du: La jirafa de tributo y su guardián. (Cedido por el Museo de Arte de Filadelfia, donación de John T. Dorrance).

Los

Voyager modernos también nos traen relatos de viajeros, historias de un mundo roto como una esfera de cristal, de un globo cuyo suelo está cubierto de polo a polo por algo parecido a una tela de araña, de lunas diminutas en forma de patatas, de un mundo con un océano subterráneo, de un país que huele a huevos podridos y parece una pizza, con lagos de azufre fundido y erupciones volcánicas que lanzan el humo directamente al espacio, de un planeta llamado Júpiter que deja enano al nuestro, un planeta tan grande que cabrían en él mil Tierras.

Cada uno de los satélites galileanos de Júpiter es casi tan grande como el planeta Mercurio. Podemos medir sus tamaños y masas y calcular de este modo su densidad, la cual nos da una indicación de la composición de su interior. Vemos así que los dos más interiores, Ío y Europa, tienen una densidad elevada como la roca. Los otros dos, Ganímedes y Calisto, tienen una densidad muy inferior, intermedia entre la roca y el hielo. Pero la mezcla de hielo y de rocas dentro de estas lunas exteriores ha de contener, como sucede con las rocas de la Tierra, rastros de minerales radiactivos, que calientan sus entornos. No hay un sistema efectivo para que este calor, acumulado a lo largo de miles de millones de años, alcance la superficie y se pierda en el espacio, y por lo tanto la radiactividad del interior de Ganímedes y Calisto ha de haber fundido sus interiores helados. Creemos que hay océanos subterráneos de lodo y agua en estas lunas, lo cual nos sugiere, antes de que hayamos visto de cerca las superficies de los satélites galileanos, que pueden ser muy diferentes unos de otros. Cuando los miramos de cerca, a través de los ojos del

Voyager, la predicción se cumple. No se parecen entre sí. Son diferentes de cualquier mundo que hayamos visto hasta ahora.

Imagen lejana de Júpiter (arriba) tomada por el

Voyager 1 a una distancia de 28 millones de kilómetros.

El

Voyager se acerca a Júpiter, con las dos lunas Ío y Europa en primer plano. (Cedida por la NASA).

La nave espacial

Voyager 2 no volverá nunca a la Tierra. Pero sus hallazgos científicos, sus descubrimientos épicos, sus relatos de viajero, volvieron. Tomemos por ejemplo el 9 de julio de 1979. A las 8.04 hora estándar del Pacífico en la mañana de aquel día llegaron a la Tierra las primeras imágenes de un nuevo mundo, llamado con el nombre de un mundo viejo: Europa.

¿Cómo llega hasta nosotros una imagen procedente del sistema solar exterior? La luz del sol brilla sobre Europa en su órbita alrededor de Júpiter y es reflejada de nuevo al espacio, donde una parte choca contra los fósforos de las cámaras de televisión del

Voyager, generando una imagen. La imagen es leída por las computadoras del

Voyager, radiada a través de la inmensa distancia de 500 millones de kilómetros a un radiotelescopio, a una estación basada en la Tierra. Hay una en España, una en el desierto Mojave de California meridional y una en Australia (en aquella mañana de julio de 1979 fue la estación australiana la que estaba apuntando hacia Júpiter y Europa). La estación pasa luego la información a través de un satélite de comunicaciones en órbita terrestre a California meridional, desde donde es retransmitida mediante un conjunto de torres de enlace por microondas a una computadora del Laboratorio de Propulsión a Chorro, donde se procesa. La imagen es básicamente idéntica a una fotografía de prensa transmitida por teléfono, y está constituida casi por un millón de puntos distintos, cada uno con un tono distinto de gris, puntos tan finos y apretados que vistos desde una cierta distancia los puntos constitutivos resultan invisibles. Sólo vemos su efecto acumulativo. La información de la nave espacial especifica el grado de brillo o de oscuridad de cada punto. Después de ser procesados, los puntos se almacenan en un disco magnético, parecido a un disco fonográfico. En estos discos hay almacenadas unas dieciocho mil fotografías tomadas en el sistema de Júpiter por el

Voyager 1 y un número equivalente tomadas por el

Voyager 2. Después el producto final de este conjunto notable de enlaces de radio es una hoja delgada y brillante de papel, que muestra en este caso las maravillas de Europa, grabadas, procesadas y examinadas por primera vez en la historia humana el 9 de julio de 1979.

La luna joviana Europa, vista por el

Voyager 2 al pasar cerca de ella el 9 de julio de 1979. Europa tiene aproximadamente el tamaño de nuestra luna, pero topográficamente es muy distinta. La ausencia de cráteres y de montañas hace pensar que una costra espesa de hielo, quizás de 100 kilómetros de profundidad, envuelve y aprieta el interior silíceo. La estructura compleja de líneas oscuras pueden ser fracturas en el hielo rellenadas con sustancia proveniente del interior de la costra. El fuerte brillo de Europa avala esta hipótesis. (Cedida por la NASA).

Lo que vimos en estas fotografías era absolutamente asombroso. El

Voyager 1 obtuvo excelentes imágenes de los otros tres satélites galileanos de Júpiter, pero no de Europa. Le cupo al

Voyager 2 la tarea de adquirir las primeras imágenes en primer plano de Europa, imágenes en las que vemos cosas que sólo tienen unos kilómetros de diámetro. A primera vista el lugar se parece extraordinariamente a la red de canales que Percival Lowell imaginó que adornaba a Marte, y que ahora gracias a las exploraciones con vehículos espaciales, sabemos que no existe. Vemos en Europa una red intrincada e increíble de líneas rectas y curvas que se cortan. ¿Son cordilleras, es decir terreno elevado, son cuencas, es decir terreno deprimido? ¿Cómo están hechas? ¿Forman parte de un sistema tectónico global, producido quizás por la fracturación de un planeta en expansión o en contracción? ¿Están relacionadas con la tectónica de placas de la Tierra? ¿Qué cosas permiten deducir sobre los demás satélites del sistema joviano? En el momento del descubrimiento, la tan loada tecnología había producido algo asombroso. Pero la tarea de comprenderlo corresponde a otro instrumento, el cerebro humano. Europa resulta ser tan lisa como una bola de billar a pesar de la red de alineaciones. La ausencia de cráteres de impacto puede deberse al calentamiento y flujo del hielo superficial después del impacto. Las líneas son surcos o grietas y su origen todavía se está debatiendo pasado tanto tiempo después de la misión.

Si las misiones del

Voyager fueran tripuladas, el capitán tendría un cuaderno de bitácora, y el cuaderno, que combinaría los acontecimientos del

Voyager 1 y

2, podría ser de este tenor:

Día l. Después de muchas preocupaciones por las provisiones y los instrumentos, que al parecer no funcionaban bien, despegamos con éxito de Cabo Cañaveral emprendiendo nuestro largo viaje hacia los planetas y las estrellas.

Día 2. Un problema en el despliegue del brazo que sostiene la plataforma de exploración científica. Si no se resuelve el problema perderemos la mayor parte de nuestras imágenes y de los restantes datos científicos.

Día 13. Hemos mirado hacia atrás y hemos tomado la primera fotografía en la historia de la Tierra y la Luna juntas en el espacio. Una buena pareja.

Día l50. Se han encendido los motores de modo nominal para llevar a cabo una corrección de trayectoria a medio camino.

Día 170. Funciones rutinarias de mantenimiento. Han pasado unos cuantos meses sin nada que anotar.

Día 185. Hemos conseguido tomar imágenes de calibración de Júpiter.

Día 207. Resuelto el problema del brazo, pero ha habido un fallo en el transmisor principal de radio. Hemos conectado el de reserva. Pero si este falla nadie en la Tierra volverá a saber nada de nosotros.

Día 215. Cruzamos la órbita de Marte. El planeta está al otro lado del Sol.

Día 295. Entramos en el cinturón de asteroides. Hay por ahí muchas rocas de gran tamaño dando tumbos, que son los arrecifes y bajíos del espacio. La mayoría no están cartografiados. Los vigías están en sus puestos. Confiamos evitar una colisión.

Día 475. Emergimos enteros del cinturón principal de asteroides, felices de continuar con vida.

Día 570. Júpiter empieza a crecer en el cielo. Podemos ya distinguir en su disco detalles más finos de los conseguidos hasta ahora por los mayores telescopios de la Tierra.

Día 615. Los colosales sistemas meteorológicos y las nubes cambiantes de Júpiter, girando en el espacio ante nosotros, nos han hipnotizado. El planeta es inmenso. Su masa es el doble de la de los demás planetas juntos. No hay montañas, ni valles, ni volcanes, ni ríos; no hay límite entre la tierra y aire, sólo un vasto océano de gas denso y de nubes a la deriva: un mundo sin superficie. Todo lo que vemos en Júpiter está flotando en su cielo.

Día 630. El tiempo atmosférico de Júpiter continúa siendo espectacular. Este mundo tan pesado gira sobre su eje en menos de diez horas. Sus movimientos atmosféricos están impulsados por la rápida rotación, por la luz solar y por el calor que sale a borbotones de su interior.

Día 640. Las formas de las nubes son distintivas y vistosas. Nos recuerdan un poco a la Noche estrellada de Van Gogh o a obras de William Blake o de Edvard Munch. Pero sólo un poco. Ningún artista pintó nada parecido porque ninguno de ellos salió nunca de nuestro planeta. Ningún pintor atrapado dentro de la Tierra pudo imaginar un mundo tan extraño y hermoso.

Observamos desde cerca los cinturones y bandas multicolores de Júpiter. Se cree que las bandas blancas son nubes altas, probablemente cristales de amoníaco; los cinturones de color marronoso son lugares más profundos y calientes, donde la atmósfera se está hundiendo. Los lugares azules son al parecer agujeros profundos en las nubes superiores a través de las cuales vemos un cielo claro.

Ignoramos el motivo de este color rojo marronoso de Júpiter. Quizás se deba a la química del fósforo o del azufre. Quizás se deba a moléculas orgánicas complejas de colores brillantes producidas cuando la luz ultravioleta del Sol descompone el metano, el amoníaco y el agua de la atmósfera joviana, y los fragmentos moleculares se recombinan. De ser esto así, los colores de Júpiter nos hablan de hechos químicos que hace cuatro mil millones de años condujeron allá en la Tierra al origen de la vida.

Día 647. La Gran Mancha Roja. Una gran columna de gas que llega a más altura que las nubes adyacentes, y tan grande que podría contener media docena de Tierras. Quizás es roja porque saca a relucir las moléculas complejas producidas o concentradas a profundidades mayores. Quizás sea un gran sistema tempestuoso de un millón de años de antigüedad.

Día 650. Encuentro. Un día de milagros. Hemos superado con éxito los traidores cinturones de radiación de Júpiter con sólo un instrumento dañado, el fotopolarímetro. Conseguimos cruzar el plano del anillo y no sufrimos ninguna colisión con las partículas y las rocas de los recientemente descubiertos anillos de Júpiter. Y además imágenes maravillosas de Amaltea, un mundo diminuto, rojo y oblongo que vive en el corazón del cinturón de radiaciones; de Ío multicolor; de las señales lineales de Europa; los rasgos de Ganímedes, como de tela de araña, la gran cuenca de Calisto con multitud de anillos. Damos la vuelta a Calisto y pasamos por la órbita de Júpiter 13, la más exterior de las lunas conocidas del planeta. Navegamos hacia el exterior.

Día 662. Nuestros detectores de partículas y campos indican que hemos dejado atrás los cinturones de radiación de Júpiter. La gravedad del planeta ha dado un empujón a nuestra velocidad. Por fin nos hemos liberado de Júpiter y navegamos por el mar del espacio.

Día 874. Hemos perdido el enfoque de la nave con la estrella Canopo, que en la tradición de las constelaciones es el timón de un buque. También es nuestro timón, esencial para que la nave se oriente en la oscuridad del espacio, para encontrar nuestro camino en esta parte inexplorada del océano cósmico. Hemos recuperado el enfoque con Canopo. Parece ser que los sensores ópticos confundieron Alpha y Beta Centauri con Canopo. El puerto siguiente donde tocaremos dentro de dos años es el sistema de Saturno.

Imagen de la gran Mancha Roja en color falso, donde la computadora ha exagerado los rojos y los azules a costa de los verdes. Nubes altas cubren temporalmente un tercio de la Mancha. Imagen del

Voyager 1. (Cedida por la NASA).

De entre todos los relatos de viajeros enviados por el

Voyager mis favoritos se refieren a los descubrimientos realizados en el satélite galileano más interior, Ío. Antes del

Voyager sabíamos que algo raro pasaba con Ío. Podíamos resolver pocos rasgos en su superficie, pero sabíamos que era roja, muy roja, más roja que Marte, quizás el objeto más rojo del sistema solar. A lo largo de los años algo parecía estar cambiando en ella, en luz infrarroja quizás en sus propiedades reflectoras del radar. Sabemos también que en la posición orbital de Ío y rodeando parcialmente a Júpiter había un gran tubo en forma de dónut de átomos de azufre, sodio y potasio, material que en cierto modo perdía Ío.

Imagen de la superficie de Ío tomada por el

Voyager 1. Cada una de las manchas oscuras, aproximadamente circulares, es un volcán recientemente activo. El volcán con un halo brillante en el centro aproximado del disco fue visto en erupción quince horas antes de que se adquiriese esta imagen; desde entonces se le llama Prometeo. Se cree que los colores negro, rojo, anaranjado y amarillo son azufre helado, arrojado originalmente por los volcanes en estado líquido, con temperaturas iniciales más altas para los depósitos negros y más bajas para los amarillos. Los depósitos blancos, incluyendo los situados alrededor de Prometeo, pueden ser de dióxido de azufre helado. Ío tiene 3640 kilómetros de diámetro. (Cedida por la NASA).

Cuando el

Voyager se acercó a esta luna gigante, descubrimos una superficie multicolor y extraña, sin par en todo el sistema solar. Ío está cerca del cinturón de asteroides. Tiene que haber sido aporreada a fondo durante toda su historia por rocas cayendo del espacio. Tienen que haberse creado cráteres de impacto. Y sin embargo no se puede ver ninguno. En consecuencia, tuvo que haber algún proceso en Ío de gran eficiencia que borrara los cráteres o los rellenara. El proceso no podía ser atmosférico, porque la mayor parte de la atmósfera de Ío ha escapado al espacio a causa de su baja gravedad. No podían ser corrientes de agua, porque la superficie de Ío es demasiado fría. Había unos cuantos lugares que parecían cumbres de volcanes. Pero era difícil estar seguro.

Corrientes recientes de azufre fundido procedentes del volcán Ra Patera en Ío. Estamos contemplando casi directamente desde arriba la caldera volcánica. Imagen del

Voyager 1. (Cedida por la NASA).

Linda Morabito, miembro del Equipo de Navegación del

Voyager encargado de mantenerlo en su trayectoria precisa, estaba ordenando de modo rutinario a una computadora que realizara una imagen del borde de Ío para que aparecieran las estrellas que había detrás. Vio asombrada un penacho brillante destacándose en la oscuridad desde la superficie del satélite, y pronto determinó que el penacho estaba exactamente en la posición de uno de los supuestos volcanes. El

Voyager había descubierto el primer volcán activo fuera de la Tierra. Conocemos ahora en Ío nueve volcanes grandes, que escupen gases y escombros, y centenares quizás miles de volcanes extinguidos. Los escombros, rodando y fluyendo por las laderas de las montañas volcánicas y proyectados en chorros arqueados sobre el paisaje policromo, son más que suficientes para cubrir los cráteres de impacto. Estamos contemplando un paisaje planetario fresco, una superficie salida del cascarón. ¡Cómo se habrían admirado de ello Galileo y Huygens!

Penacho volcánico del volcán Loki Patera en Ío. La luz ultravioleta está aquí transcrita en azul. Alrededor del penacho perceptible con luz visible hay una gran nube, brillante en luz solar ultravioleta reflejada y compuesta de partículas muy pequeñas. El efecto es parecido al tono azul de la luz reflejada por finas partículas de humo. La parte superior de la nube ultravioleta está a más de 200 kilómetros sobre la superficie de Ío y puede proyectar directamente al espacio partículas muy pequeñas y átomos. La materia proyectada quedará en órbita alrededor de Júpiter, como el mismo Ío, y contribuirá al gran tubo de átomos que rodea a Júpiter a la distancia de Ío. Imagen del

Voyager 1. (Cedida por la NASA).

Los volcanes de Ío fueron predichos antes de su descubrimiento por Stanton Peale y sus colaboradores, los cuales calcularon las mareas que provocarían en el interior sólido de Ío las atracciones combinadas de la cercana luna Europa y del gigante planeta Júpiter. Descubrieron que las rocas del interior de Ío tenían que haberse fundido, no por radiactividad sino por las mareas y que gran parte del interior de Ío tenía que ser líquido. Parece probable actualmente que los volcanes de Ío se alimentan de un océano subterráneo de azufre líquido, fundido y concentrado cerca de la superficie. Cuando el azufre sólido se calienta a temperatura algo superior al punto nominal de ebullición del agua, a unos 115 º, se funde y cambia de color. Cuanto más elevada es la temperatura, más oscuro el color. Si se enfría rápidamente el azufre fundido, conserva su color. La serie de colores que vemos en lo se parece mucho a lo que esperaríamos ver si de las bocas de los volcanes salieran ríos y torrentes y láminas de azufre fundido: azufre negro, el más caliente, cerca de las cimas de los volcanes; rojo y anaranjado, incluyendo a los ríos, cerca de ellas, y grandes llanuras cubiertas por azufre amarillo a distancias mayores.

La superficie de Ío está cambiando en una escala temporal de meses. Habrá que publicar, mapas regularmente, como los partes meteorológicos de la Tierra. Los futuros exploradores de Ío tendrán que estar muy atentos a lo que pisan.

El

Voyager descubrió que la atmósfera muy tenue y delgada de Ío está compuesta principalmente de dióxido de azufre. Pero esta atmósfera delgada puede tener un fin útil, porque quizás tenga el grueso suficiente para proteger a la superficie de las partículas de carga intensa del cinturón de radiación de Júpiter donde está metido Ío. De noche la temperatura baja tanto que el dióxido de azufre debería condensarse formando una especie de escarcha blanca; las partículas cargadas inmolarían entonces la superficie y probablemente sería aconsejable pasar las noches un poco enterrados.

Los grandes penachos volcánicos de Ío llegan tan alto que les falta poco para inyectar directamente sus átomos en el espacio alrededor de Júpiter. Es probable que los volcanes sean la fuente del gran anillo de átomos en forma de dónut que rodea a Júpiter en la posición de la órbita de Ío. Estos átomos, descendiendo paulatinamente en espiral hacia Júpiter, deberían recubrir la luna interior Amaltea y quizás expliquen su coloración rojiza. Es posible incluso que el material exhalado de Ío contribuya después de muchas colisiones y condensaciones al sistema de anillos de Júpiter.

Es mucho más difícil imaginar una presencia humana sustancial en el mismo Júpiter, aunque supongo que la instalación de grandes ciudades globo flotando permanentemente en su atmósfera es una posibilidad tecnológica del futuro remoto. Este mundo inmenso y variable visto desde las caras próximas de Ío o de Europa llena gran parte del cielo, colgando de lo alto, sin nunca salir ni ponerse, porque casi todos los satélites del sistema solar tienen una cara girada constantemente hacia su planeta, como hace la Luna con la Tierra. Júpiter será un motivo continuo de provocación y de interés para los futuros exploradores humanos de las lunas jovianas.

Cuando el sistema solar se condensó a partir del gas y el polvo interestelares, Júpiter adquirió la mayor parte de la masa que fue proyectada hacia el espacio interestelar y que no cayó hacia adentro, hacia el Sol. Si Júpiter hubiese tenido una masa doce veces superior, la materia de su interior hubiese sufrido reacciones termonucleares, y Júpiter hubiese empezado a brillar con luz propia. El planeta mayor es una estrella fracasada. Incluso así, sus temperaturas interiores son lo bastante elevadas para emitir casi el doble de la energía que recibe del Sol. En la parte infrarroja del espectro, podría incluso ser correcta la afirmación de que Júpiter es una estrella. Si se hubiese convertido en una estrella de luz visible, habitaríamos hoy un sistema binario o de dos estrellas, con dos soles en nuestro cielo, y las noches serían menos frecuentes, hecho esto que creo muy corriente en innumerables sistemas solares de la galaxia Vía Láctea. Sin duda encontraríamos esta circunstancia muy natural y bella.

A gran profundidad por debajo de las nubes de Júpiter el peso de las capas superiores de atmósfera produce presiones muy superiores a las existentes en la Tierra, presiones tan grandes que los electrones salen estrujados de los átomos de hidrógeno produciendo un estado físico no observado nunca en los laboratorios terrestres, porque no se han conseguido nunca en la Tierra las presiones necesarias. (Hay esperanzas de que el hidrógeno metálico sea un superconductor a temperaturas moderadas. Si pudiese fabricarse en la Tierra constituiría una revolución en electrónica). En el interior de Júpiter, donde las presiones son unos tres millones de veces superiores a la presión atmosférica de la superficie de la Tierra, apenas hay otra cosa que un gran océano oscuro y chapoteante de hidrógeno metálico. Pero en el núcleo mismo de Júpiter puede haber una masa de roca y de hierro, un mundo semejante a la tierra dentro de una camisa de fuerza oculto para siempre en el centro del mayor planeta.

Diagrama del interior de Júpiter. A esta escala, las nubes visibles son más finas que la pintura en la superficie exterior de la maqueta. El núcleo es una esfera de roca y metal, un poco como la Tierra, alrededor de la cual hay un gran océano de hidrógeno metálico líquido.

Las corrientes eléctricas en el interior del metal líquido de Júpiter pueden ser el origen del enorme campo magnético del planeta, el mayor del sistema solar, y de su correspondiente cinturón de electrones y protones cautivos. Estas partículas cargadas son emitidas por el Sol en el viento solar y capturadas y aceleradas por el campo magnético de Júpiter. Hay un gran número de ellas atrapadas muy por encima de las nubes, condenadas a rebotar de polo a polo hasta que dan por casualidad con alguna molécula atmosférica de gran altura y quedan eliminadas del cinturón de radiación. Ío se mueve en una órbita tan cercana a Júpiter que se abre paso en medio de esta radiación intensa creando cascadas de partículas cargadas, que a su vez generan violentas descargas de energía de radio. (Pueden influir también en los procesos eruptivos de la superficie de Ío). Es posible predecir estallidos de radio procedentes de Júpiter, con mayor seguridad que las previsiones meteorológicas de la Tierra, calculando la posición de Ío.

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