Cosmos

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VII. El espinazo de la noche

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Llegaron a un agujero redondo en el cielo… que resplandecía como el fuego. Esto, dijo el Cuervo, era una estrella.

Mito esquimal de la creación

Preferiría comprender una sola causa

que ser Rey de Persia.

DEMÓCRITO de Abdera

Pero Aristarco de Samos sacó un libro conteniendo algunas hipótesis, en el cual las premisas conducían al resultado de que el tamaño del universo es muchas veces superior a lo que ahora recibe este nombre. Sus hipótesis son que las estrellas fijas y el Sol se mantienen inmóviles, que la Tierra gira alrededor del Sol en la circunferencia de un círculo, con el Sol situado en el centro de la órbita, y que la esfera de las estrellas fijas, situada alrededor del mismo centro que el Sol, es tan grande que el círculo en el cual supone que gira la Tierra está en la misma proporción a la distancia de las estrellas fijas que el centro de la esfera a su superficie.

ARQUÍMEDES, El calculador de arena

Si se diera una fiel relación de las ideas del Hombre sobre la Divinidad, se vería obligado a reconocer que la palabra dioses se ha utilizado casi siempre para expresar las causas ocultas, remotas, desconocidas, de los efectos que presenciaba; que aplica este término cuando la fuente de lo natural, la fuente de las causas conocidas, deja de ser visible: tan pronto como pierde el hilo de estas causas, o tan pronto como su mente se ve incapaz de seguir la cadena, resuelve la dificultad, da por terminada su investigación, y lo atribuye a sus dioses… Así pues, cuando atribuye a sus dioses la producción de algún fenómeno… ¿hace algo más, de hecho, que sustituir la oscuridad de su mente por un sonido que se ha acostumbrado a oír con un temor reverencial?

PAUL HEINRICH DIETRICH, barón Von Holbach,

Systéme de la Nature, Londres 1770

CUANDO YO ERA PEQUEÑO VIVÍA en la sección de Bensonhurst de Brooklyn, en la ciudad de Nueva York. Conocía a fondo todo mi vecindario inmediato, los edificios, los palomares, los patios, las escalinatas de entrada, los descampados, los olmos, las barandas ornamentales, los vertederos de carbón y las paredes para jugar al frontón, entre ellas la fachada de ladrillo de un teatro llamado Loew's Stillwell, que era inmejorable. Sabía dónde vivía mucha gente: Bruno y Dino, Ronald y Harvey, Sandy, Bernie, Danny, Jackie y Myra. Pero pasadas unas pocas travesías, al norte de la calle 86, con su retumbante tráfico de coches y su tren elevado, se extendía un territorio extraño y desconocido, que quedaba fuera de mis vagabundeos. Sabía yo tanto de aquellas zonas como de Marte.

Aunque me fuera pronto a la cama, en invierno se podía ver a veces las estrellas. Me las miraba y las veía parpadeantes y lejanas; me preguntaba qué eran. Se lo preguntaba a niños mayores y a adultos, quienes se limitaban a contestar: Son luces en el cielo, chaval. Yo ya veía que eran luces en el cielo, pero ¿qué eran? ¿Eran sólo lamparitas colgando de lo alto? ¿Para qué estaban allí? Me inspiraban una especie de pena: era un tópico cuya extrañeza de algún modo no afectaba a mis indiferentes compañeros. Tenía que haber alguna respuesta más profunda.

Cuando tuve la edad correspondiente mis padres me dieron mi primera tarjeta de lector. Creo que la biblioteca estaba en la calle 85, un territorio extraño. Pedí inmediatamente a la bibliotecaria algo sobre las estrellas. Ella volvió con un libro de fotografías con los retratos de hombres y mujeres cuyos nombres eran Clark Gable y Jean Harlow. Yo me quejé, y por algún motivo que entonces no entendí ella sonrió y me buscó otro libro: el libro que yo quería. Lo abrí ansiosamente y lo leí hasta encontrar la respuesta: el libro decía algo asombroso, una idea enorme. Decía que las estrellas eran soles, pero soles que estaban muy lejos. El Sol era una estrella, pero próxima a nosotros.

Imaginemos que cogemos el Sol y lo vamos alejando hasta quedar convertido en un puntito parpadeante de luz. ¿A qué distancia habría que desplazarlo? En aquel entonces yo desconocía la noción de tamaño angular. Desconocía la ley del cuadrado inverso para la propagación de la luz. No tenía ni la más remota posibilidad de calcular la distancia a las estrellas. Pero podía afirmar que si las estrellas eran soles, tenían que estar a una distancia muy grande: más lejos que la calle 85, más lejos que Manhattan, más lejos probablemente que Nueva Jersey. El Cosmos era mucho mayor de lo que yo había supuesto.

Más tarde leí otra cosa asombrosa. La Tierra, que incluye a Brooklyn, es un planeta, y gira alrededor del Sol. Hay otros planetas. También giran alrededor del Sol; algunos están cerca de él y otros más lejos. Pero los planetas no brillan por su propia luz, como le sucede al Sol. Se limitan a reflejar la luz del Sol. Si uno se sitúa a una gran distancia le será imposible ver la Tierra y los demás planetas; quedarán convertidos en puntos luminosos muy débiles perdidos en el resplandor del Sol. Bueno, en este caso, pensé yo, lo lógico era que las demás estrellas también tuvieran planetas, planetas que todavía no hemos detectado, y algunos de estos planetas deberían tener vida (¿por qué no?), una especie de vida probablemente diferente de la vida que conocemos aquí, en Brooklyn. Decidí pues que yo sería astrónomo, que aprendería cosas sobre las estrellas y los planetas y que si me era posible iría a visitarlos.

Tuve la inmensa fortuna de contar con unos padres y con algunos maestros que apoyaron esta ambición rara, y de vivir en esta época, el primer momento en la historia de la humanidad en que empezamos a visitar realmente otros mundos y a efectuar un reconocimiento a fondo del Cosmos. Si hubiese nacido en otra época muy anterior, por grande que hubiese sido mi dedicación no hubiese entendido qué son las estrellas y los planetas. No habría sabido que hay otros soles y otros mundos. Es este uno de los mayores secretos, un secreto arrancado a la naturaleza después de un millón de años de paciente observación y de especulación audaz por parte de nuestros antepasados.

¿Qué son las estrellas? Preguntas de este tipo son tan naturales como la sonrisa de un niño. Siempre las hemos formulado. Nuestra época se diferencia en que por fin conocemos algunas de las respuestas. Los libros y las bibliotecas constituyen medios fáciles para descubrir las respuestas. En biología hay un principio de aplicación poderosa, aunque imperfecta, que se llama recapitulación: en el desarrollo embrionario de cada uno de nosotros vamos siguiendo los pasos de la historia evolutiva de la especie. Creo que en nuestros propios desarrollos intelectuales existe también una especie de recapitulación. Seguimos inconscientemente los pasos de nuestros antepasados remotos. Imaginemos una época anterior a la ciencia, una época anterior a las bibliotecas. Imaginemos una época situada a cientos de miles de años en el pasado. Éramos más o menos igual de listos, igual de curiosos, igual de activos en lo social y lo sexual. Pero todavía no se habían hecho experimentos, todavía no se habían hecho inventos. Era la infancia del género Homo. Imaginemos la época en que se descubrió el fuego. ¿Cómo eran las vidas de los hombres en aquel entonces? ¿Qué eran para nuestros antepasados las estrellas? A veces pienso, fantaseando, que hubo alguien que pensaba del modo siguiente:

«Comemos bayas y raíces. Nueces y hojas. Y animales muertos. Algunos son animales que encontramos. Otros los cazamos. Sabemos qué alimentos son buenos y cuáles son peligrosos. Si comemos algunos alimentos caemos al suelo castigados por haberlo hecho. Nuestra intención no era hacer nada malo. Pero la dedalera y la cicuta pueden matarte. Nosotros amamos a nuestros hijos y a nuestros amigos. Les advertimos para que no coman estos alimentos».

«Cuando cazamos animales, es posible que ellos nos maten a nosotros. Nos pueden comer. O pisotear. O comer. Lo que los animales hacen puede significar la vida y la muerte para nosotros; su comportamiento, los rastros que dejan, las épocas de aparejarse y de parir, las épocas de vagabundeo. Tenemos que saber todo esto. Se lo contamos a nuestros hijos. Ellos se lo contarán luego a los suyos».

«Dependemos de los animales. Les seguimos: sobre todo en invierno cuando hay pocas plantas para comer. Somos cazadores itinerantes y recolectores. Nos llamamos pueblo de cazadores».

«La mayoría de nosotros se pone a dormir bajo el cielo o bajo un árbol o en sus ramas. Utilizamos para vestir pieles de animal: para calentarnos, para cubrir nuestra desnudez y a veces de hamaca. Cuando llevamos la piel del animal sentimos su poder. Saltamos con la gacela. Cazamos con el oso. Hay un lazo entre nosotros y los animales. Nosotros cazamos y nos comemos a los animales. Ellos nos cazan y se nos comen. Somos parte los unos de los otros».

«Hacemos herramientas y conseguimos vivir. Algunos de nosotros saben romper las rocas, escamarlas, aguzarlas y pulirlas, y además encontrarlas. Algunas rocas las atamos con tendones de animal a un mango de madera y hacemos un hacha. Con el hacha golpeamos plantas y animales. Atamos otras rocas a palos largos. Si nos estamos quietos y vigilantes a veces podemos aproximarnos a un animal y clavarle una lanza».

«La carne se echa a perder. A veces estamos hambrientos y procuramos no darnos cuenta. A veces mezclamos hierbas con la carne mala para ocultar su gusto. Envolvemos los alimentos que no se echan a perder con trozos de piel de animal. O con hojas grandes. O en la cáscara de una nuez grande. Es conveniente guardar comida y llevarla consigo. Si comemos estos alimentos demasiado pronto, algunos morirán más tarde de hambre. Tenemos pues que ayudarnos los unos a los otros. Por este y por muchos otros motivos tenemos unas reglas. Todos han de obedecer las reglas. Siempre hemos tenido reglas. Las reglas son sagradas».

«Un día hubo una tormenta con muchos relámpagos y truenos y lluvia. Los pequeños tienen miedo de las tormentas. Y a veces tengo miedo incluso yo. El secreto de la tormenta está oculto. El trueno es profundo y potente; el relámpago es breve y brillante. Quizás alguien muy poderoso esté muy irritado. Creo que ha de ser alguien que esté en el cielo».

«Después de la tormenta hubo un chisporroteo y un crujido en el bosque cercano. Fuimos a ver qué pasaba. Había una cosa brillante, caliente y movediza, amarilla y roja. Nunca habíamos visto cosa semejante. Ahora le llamamos “llama”. Tiene un olor especial. En cierto modo es una cosa viva. Come comida. Si se le deja come plantas y brazos de árboles, incluso árboles enteros. Es fuerte. Pero no es muy lista. Cuando acaba toda su comida se muere. Es incapaz de andar de un árbol a otro a un tiro de lanza si no hay comida por el camino. No puede andar sin comer. Pero allí donde encuentra mucha comida crece y da muchas llamas hijas».

«Uno de nosotros tuvo una idea atrevida y terrible: capturar la llama, darle un poco de comer y convertirla en amiga nuestra. Encontramos algunas ramas largas de madera dura. La llama empezó a comérselas, pero lentamente. Podíamos agarrarlas por la punta que no tenía llama. Si uno corre deprisa con una llama pequeña, se muere. Sus hijos son débiles. Nosotros no corrimos. Fuimos andando, deseándole a gritos que le fuera bien. “No te mueras” decíamos a la llama. Los otros cazadores nos miraban con ojos asombrados».

«Desde entonces siempre la hemos llevado con nosotros. Tenemos una llama madre para alimentar lentamente a la llama y que no muera de hambre.[42] La llama es una maravilla, y además es útil; no hay duda que es un regalo de seres poderosos. ¿Son los mismos que los seres enfadados de la tormenta?».

«La llama nos calienta en las noches frías. Nos da luz. Hace agujeros en la oscuridad cuando la Luna es nueva. Podemos reparar las lanzas de noche para la caza del día siguiente. Y si no estamos cansados podemos vernos los unos a los otros y conversar incluso en las tinieblas. Además y esto es algo muy bueno el fuego mantiene alejados a los animales. Porque de noche pueden hacernos daño. A veces se nos han comido incluso animales pequeños, como hienas y lobos. Ahora esto ha cambiado. Ahora la llama mantiene a raya a los animales. Les vemos aullando suavemente en la oscuridad, merodeando con sus ojos relucientes a la luz de la llama. La llama les asusta. Pero nosotros no estamos asustados con ella. La llama es nuestra. Cuidamos de ella. La llama cuida de nosotros».

«El cielo es importante. Nos cubre, nos habla. Cuando todavía no habíamos encontrado la llama nos estirábamos en la oscuridad y mirábamos hacia arriba, hacia todos los puntos de luz. Algunos puntos se juntaban y hacían una figura en el cielo. Uno de nosotros podía ver las figuras mejor que los demás. Él nos enseñó las figuras de estrellas y los nombres que había que darles. Nos quedábamos sentados hasta muy tarde en la noche y explicábamos historias sobre las figuras del cielo: leones, perros, osos, cazadores. Otros, cosas más extrañas. ¿Es posible que fueran las figuras de los seres poderosos del cielo, los que hacen las tormentas cuando se enfadan?».

«En general el cielo no cambia. Un año tras otro hay allí las mismas figuras de estrellas. La Luna crece desde nada a una tajada delgada y hasta una bola redonda, y luego retorna a la nada. Cuando la Luna cambia, las mujeres sangran. Algunas tribus tienen reglas contra el sexo en algunos días del crecimiento y la mengua de la Luna. Algunas tribus marcan en huesos de cuerno los días de la Luna o los días en que las mujeres sangran. De este modo pueden preparar planes y obedecer sus reglas. Las reglas son sagradas».

«Las estrellas están muy lejos. Cuando subimos a una montaña o escalamos un árbol no quedan más cerca. Y entre nosotros y las estrellas se interponen nubes: las estrellas han de estar detrás de las nubes. La Luna, mientras avanza lentamente pasa delante de las estrellas. Luego se ve que las estrellas no han sufrido ningún daño. La Luna no se come las estrellas. Las estrellas han de estar detrás de la Luna. Parpadean. Hacen una luz extraña, fría, blanca, lejana. Muchas son así. Por todo el cielo. Pero sólo de noche. Me pregunto qué son».

«Estaba una noche después de encontrar la llama sentado cerca del fuego del campamento pensando en las estrellas. Me vino lentamente un pensamiento: las estrellas son llama, pensé. Luego tuve otro pensamiento: las estrellas son fuegos de campamento que encienden otros cazadores de noche. Las estrellas dan una luz más pequeña que la de los fuegos de campamento. Por lo tanto han de ser fuegos de campamento muy lejanos. Ellos me preguntan: '¿Pero cómo puede haber fuegos de campamento en el cielo? ¿Por qué no caen a nuestros pies estos fuegos de campamento y estos cazadores sentados alrededor de las llamas? ¿Por qué no cae del cielo gente forastera?».

«Son preguntas interesantes. Me preocupan. A veces pienso que el cielo es la mitad de una gran cáscara de huevo o de una gran nuez. Pienso que la gente que está alrededor de aquellos lejanos fuegos de campamento nos está mirando a nosotros, aquí abajo pero a ellos les parece que estamos arriba, y me dicen que estamos en su cielo, y se preguntan por qué no les caemos encima, si entiendes lo que digo. Pero los cazadores dicen: 'Abajo es abajo y arriba es arriba.' También esto es una buena respuesta».

«Uno de nosotros tuvo otra idea. Su idea era que la noche es una gran piel de un animal negro, tirada sobre el cielo. Hay agujeros en la piel. Nosotros miramos a través de los agujeros. Y vemos llamas. Él piensa que la llama no está solamente en los pocos lugares donde vemos estrellas. Piensa que la llama está en todas partes. Cree que la llama cubre todo el cielo. Pero la piel nos la oculta. Excepto en los lugares donde hay agujeros».

«Algunas estrellas se pasean. Como los animales que cazamos. Como nosotros. Si uno mira con atención durante muchos meses, ve que se han movido. Sólo hay cinco que lo hagan, como los cinco dedos de la mano. Se pasean lentamente entre las estrellas. Si la idea del fuego de campamento es cierta, estas estrellas deben ser tribus de cazadores que van errantes llevando consigo grandes fuegos. Pero no veo posible que las estrellas errantes sean agujeros en una piel. Si uno hace un agujero allí se queda. Un agujero es un agujero. Los agujeros no se pasean. Además tampoco me gusta que me rodee un cielo de llamas. Si la piel cayera el cielo de la noche sería brillante —demasiado brillante—, como si viéramos llamas por todas partes. Creo que un cielo de llama se nos comería a todos. Quizás hay dos tipos de seres poderosos en el cielo. Los malos, que quieren que se nos coman las llamas, y los buenos, que pusieron la piel para tener alejadas las llamas de nosotros. Debemos encontrar la manera de dar las gracias a los seres buenos».

«No sé si las estrellas son fuegos de campamento en el cielo. O agujeros en una piel a través de los cuales la llama del poder nos mira. A veces pienso una cosa. A veces pienso una cosa distinta. En una ocasión pensé que no había fuegos de campamento ni agujeros, sino algo distinto, demasiado difícil para que yo lo comprendiera».

«Apoya el cuello sobre un tronco. La cabeza caerá hacia atrás. Entonces podrás ver únicamente el cielo. Sin montañas, sin árboles, sin cazadores, sin fuego de campamento. Sólo cielo. A veces siento como si fuera a caer hacia el cielo. Si las estrellas son fuegos de campamento me gustaría visitar a estos otros pueblos de cazadores: los que van errantes. Entonces siento que me gustaría caer hacia arriba. Pero si las estrellas son agujeros en una piel me entra miedo. No me gustaría caer por un agujero y meterme en la llama del poder».

«Me gustaría saber qué es lo cierto. No me gusta no saber».

No me imagino a muchos miembros de un grupo de cazadores/recolectores con pensamientos de este tipo sobre las estrellas. Quizás unos cuantos pensaron así a lo largo de las edades, pero nunca se le ocurrió todo esto a una misma persona. Sin embargo, las ideas sofisticadas son corrientes en comunidades de este tipo. Por ejemplo, los bosquimanos ¡Kung[43] del desierto de Kalahari, en Botswana, tienen una explicación para la Vía Láctea, que en su latitud está a menudo encima de la cabeza. Le llaman el espinazo de la noche, como si el cielo fuera un gran animal dentro del cual vivimos nosotros. Su explicación hace que la Vía Láctea sea útil y al mismo tiempo comprensible. Los ¡Kung creen que la Vía Láctea sostiene la noche; que a no ser por la Vía Láctea, trozos de oscuridad caerían, rompiéndose, a nuestros pies. Es una idea elegante.

Las metáforas de este tipo sobre fuegos celestiales de campamento o espinazos galácticos fueron sustituidos más tarde en la mayoría de las culturas humanas por otra idea: Los seres poderosos del cielo quedaron promovidos a la categoría de dioses. Se les dieron nombres y parientes, y se les atribuyeron responsabilidades especiales por los servicios cósmicos que se esperaba que realizaran. Había un dios o diosa por cada motivo humano de preocupación. Los dioses hacían funcionar la naturaleza. Nada podía suceder sin su intervención directa. Si ellos eran felices había abundancia de comida, y los hombres eran felices. Pero si algo desagradaba a los dioses y a veces bastaba con muy poco las consecuencias eran terribles: sequías, tempestades, guerras, terremotos, volcanes, epidemias. Había que propiciar a los dioses, y nació así una vasta industria de sacerdotes y de oráculos para que los dioses estuviesen menos enfadados. Pero los dioses eran caprichosos y no se podía estar seguro de lo que irían a hacer. La naturaleza era un misterio. Era difícil comprender el mundo.

Reconstrucción del templo de Hera en la isla griega de Samos (Izquierda). Es el templo mayor de su época, con una longitud de 120 metros. La construcción empezó en el año 530 a. de C. y continuó hasta el siglo tercero a. de C. Reproducido de Der Heratempel von Samos de Oscar Reuther (1957). La única columna sobreviviente del templo de Hera en Samos. (Derecha).

Poco queda del Heraion de la isla egea de Samos, una de las maravillas del mundo antiguo, un gran templo dedicado a Hera, que había iniciado su carrera como diosa del cielo. Era la deidad patrona de Samos, y su papel era el mismo que el de Atenea en Atenas. Mucho más tarde se casó con Zeus, el jefe de los dioses olímpicos. Pasaron la luna de miel en Samos, según cuentan las viejas historias. La religión griega explicaba aquella banda difusa de luz en el cielo nocturno diciendo que era la leche de Hera que le salió a chorro de su pecho y atravesó el cielo, leyenda que originó el nombre que los occidentales utilizamos todavía: la Vía Láctea. Quizás originalmente representaba la noción importante de que el cielo nutre a la Tierra; de ser esto cierto, el significado quedó olvidado hace miles de años.

Casi todos nosotros descendemos de pueblos que respondieron a los peligros de la existencia inventando historias sobre deidades impredecibles o malhumoradas. Durante mucho tiempo el instinto humano de entender quedó frustrado por explicaciones religiosas fáciles, como en la antigua Grecia, en la época de Homero, cuando, había dioses del cielo y de la Tierra, la tormenta, los océanos y el mundo subterráneo, el fuego y el tiempo y el amor y la guerra; cuando cada árbol y cada prado tenía su dríada y su ménade.

Durante miles de años los hombres estuvieron oprimidos —como lo están todavía algunos de nosotros— por la idea de que el universo es una marioneta cuyos hilos manejan un dios o dioses, no vistos e inescrutables. Luego, hace 2500 años, hubo en Jonia un glorioso despertar: se produjo en Samos y en las demás colonias griegas cercanas que crecieron entre las islas y ensenadas del activo mar Egeo oriental. Aparecieron de repente personas que creían que todo estaba hecho de átomos; que los seres humanos y los demás animales procedían de formas más simples; que las enfermedades no eran causadas por demonios o por dioses; que la Tierra no era más que un planeta que giraba alrededor del Sol. Y que las estrellas estaban muy lejos de nosotros.

Esta revolución creó el Cosmos del Caos. Los primitivos griegos habían creído que el primer ser fue el Caos, que corresponde a la expresión del Génesis, dentro del mismo contexto: «sin forma». Caos creó una diosa llamada Noche y luego se unió con ella, y su descendencia produjo más tarde todos los dioses y los hombres. Un universo creado a partir de Caos concordaba perfectamente con la creencia griega en una naturaleza impredecible manejada por dioses caprichosos. Pero en el siglo sexto antes de Cristo, en Jonia, se desarrolló un nuevo concepto, una de las grandes ideas de la especie humana. El universo se puede conocer, afirmaban los antiguos jonios, porque presenta un orden interno: hay regularidades en la naturaleza que permiten revelar sus secretos. La naturaleza no es totalmente impredecible; hay reglas a las cuales ha de obedecer necesariamente. Este carácter ordenado y admirable del universo recibió el nombre de Cosmos.

Mapa del Mediterráneo oriental en la época clásica, mostrando las ciudades relacionadas con los grandes científicos antiguos.

Pero ¿por qué todo esto en Jonia, en estos paisajes sin pretensiones, pastorales, en estas islas y ensenadas remotas del Mediterráneo oriental? ¿Por qué no en las grandes ciudades de la India o de Egipto, de Babilonia, de China o de Centroamérica? China tenía una tradición astronómica vieja de milenios; inventó el papel y la imprenta, cohetes, relojes, seda, porcelana y flotas oceánicas. Sin embargo, algunos historiadores atinan que era una sociedad demasiado tradicionalista, poco dispuesta a adoptar innovaciones. ¿Por qué no la India, una cultura muy rica y con dotes matemáticas? Debido según dicen algunos historiadores a una fascinación rígida con la idea de un universo infinitamente viejo condenado a un ciclo sin fin de muertes y nuevos nacimientos, de almas y de universos, en el cual no podía suceder nunca nada fundamentalmente nuevo. ¿Por qué no las sociedades mayas y aztecas, que eran expertas en astronomía y estaban fascinadas, como los indios, por los números grandes? Porque, declaran algunos historiadores, les faltaba la aptitud o el impulso para la invención mecánica. Los mayas y los aztecas no llegaron ni a inventar la rueda, excepto en juguetes infantiles.

Los jonios tenían varias ventajas. Jonia es un reino de islas. El aislamiento, aunque sea incompleto, genera la diversidad. En aquella multitud de islas diferentes había toda una variedad de sistemas políticos. Faltaba una única concentración de poder que pudiera imponer una conformidad social e intelectual en todas las islas. Aquello hizo posible el libre examen. La promoción de la superstición no se consideraba una necesidad política. Los jonios, al contrario que muchas otras culturas, estaban en una encrucijada de civilizaciones, y no en uno de los centros. Fue en Jonia donde se adaptó por primera vez el alfabeto fenicio al uso griego y donde fue posible una amplia alfabetización. La escritura dejó de ser un monopolio de sacerdotes y escribas. Los pensamientos de muchos quedaron a disposición de ser considerados y debatidos. El poder político estaba en manos de mercaderes, que promovían activamente la tecnología sobre la cual descansaba la prosperidad. Fue en el Mediterráneo oriental donde las civilizaciones africana, asiática y europea, incluyendo a las grandes culturas de Egipto y de Mesopotamia, se encontraron y se fertilizaron mutuamente en una confrontación vigorosa y tenaz de prejuicios, lenguajes, ideas y dioses. ¿Qué hace uno cuando se ve enfrentado con varios dioses distintos, cada uno de los cuales reclama el mismo territorio? El Marduk babilonio y el Zeus griego eran considerados, cada uno por su parte, señores del cielo y reyes de los dioses. Uno podía llegar a la conclusión de que Marduk y Zeus eran de hecho el mismo dios. Uno podía llegar también a la conclusión, puesto que ambos tenían atributos muy distintos, que uno de los dos había sido inventado por los sacerdotes. Pero si inventaron uno, ¿por qué no los dos?

Y así fue como nació la gran idea, la comprensión de que podía haber una manera de conocer el mundo sin la hipótesis de un dios; que podía haber principios, fuerzas, leyes de la naturaleza, que permitieran comprender el mundo sin atribuir la caída de cada gorrión a la intervención directa de Zeus.

Creo que China, la India y Centroamérica, de haber dispuesto de algo más de tiempo, habrían tropezado también con la ciencia. Las culturas no se desarrollan con ritmos idénticos ni evolucionan marcando el paso. Nacen en tiempos diferentes y progresan a ritmos distintos. La visión científica del mundo funciona tan bien, explica tantas cosas y resuena tan armoniosamente con las partes más avanzadas de nuestro cerebro que a su debido tiempo, según creo, casi todas las culturas de la Tierra, dejadas con sus propios recursos, habrían descubierto la ciencia. Alguna cultura tenía que llegar primero. Resultó que fue Jonia el lugar donde nació la ciencia.

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