Cosmos

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IX. Las vidas de las estrellas

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Bucles de gas caliente e ionizado sobre una región solar activa que se ven obligados a seguir las líneas de fuerza magnética locales, como las limaduras de hierro en el campo de un imán (NASA/TRACE).

Pero la fusión del hidrógeno no puede continuar indefinidamente: en el Sol o en cualquier otra estrella hay una cantidad limitada de hidrógeno combustible en su caliente interior. El destino de una estrella, el final de su ciclo vital depende mucho de su masa inicial. Si una estrella, después de haber perdido en el espacio una cantidad determinada de su masa, conserva de dos a tres veces la masa del Sol, finaliza su ciclo vital de un modo impresionantemente distinto al del Sol. Pero el destino del Sol ya es de por sí espectacular. Cuando todo el hidrógeno central haya reaccionado y formado helio, dentro de cinco o seis mil millones de años a partir de ahora, la zona de fusión del hidrógeno irá migrando lentamente hacia el exterior, formando una cáscara en expansión de reacciones termonucleares, hasta que alcance el lugar donde las temperaturas son inferiores a unos diez millones de grados. Entonces, la fusión del hidrógeno se apagará. Mientras tanto, la gravedad propia del Sol obligará a una renovada contracción de su núcleo rico en helio y a un aumento adicional de las temperaturas y presiones interiores. Los núcleos de helio quedarán apretados más densamente todavía, llegando incluso a pegarse los unos a los otros porque los ganchos de sus fuerzas nucleares de corto alcance habrán entrado en acción a pesar de la mutua repulsión eléctrica. La ceniza se convertirá en combustible y el Sol se disparará de nuevo iniciando una segunda ronda de reacciones de fusión.

Este proceso generará los elementos carbono y nitrógeno, y proporcionará energía adicional para que el Sol continúe brillando durante un tiempo limitado. Una estrella es un fénix destinado a levantarse durante un tiempo de sus cenizas.[59] El Sol, bajo la influencia combinada de la fusión del hidrógeno en una delgada cáscara lejos del interior solar y de la fusión del helio a alta temperatura en el núcleo, experimentará un cambio importante: su exterior se expandirá y se enfriará. El Sol se convertirá en una estrella gigante roja, con una superficie visible tan alejada de su interior que la gravedad en su superficie será débil y su atmósfera se expandirá hacia el espacio como una especie de vendaval estelar. Cuando este Sol rubicundo e hinchado se haya convertido en un gigante rojo envolverá y devorará a los planetas Mercurio y Venus, y probablemente también a la Tierra. El sistema solar interior residirá entonces dentro el Sol.

Dentro de miles de millones de años habrá un último día perfecto en la Tierra. Luego, el Sol irá enrojeciendo e hinchándose lentamente y presidirá una Tierra que estará abrasándose incluso en los polos. Los casquetes de hielo polar en el Ártico y en el Antártico se fundirán inundando las costas del mundo. Las altas temperaturas oceánicas liberarán más vapor de agua en el aire, aumentando la nebulosidad, protegiendo a la Tierra de la luz solar y aplazando un poco el final. Pero la evolución solar es inexorable. Llegará un momento en que los océanos entrarán en ebullición, la atmósfera se evaporará y se perderá en el espacio y una catástrofe de proporciones inmensas e inimaginables asolará nuestro planeta.[60] Mientras tanto, es casi seguro que los seres humanos habrán evolucionado hacia algo muy diferente. Quizás nuestros descendientes serán capaces de controlar o de moderar la evolución estelar. O quizás se limitarán a coger los trastos y marcharse a Marte, a Europa o a Titán, o quizás, al final, como imaginó Robert Goddard, decidirán buscarse un planeta deshabitado en algún sistema planetario joven y prometedor.

La muerte de la Tierra y del Sol. Dentro de varios miles de millones de años, habrá un último día perfecto (arriba a la izquierda). Luego, durante un período de millones de años, el Sol se hinchará, la Tierra se calentará, muchas formas vivas se extinguirán y el borde del mar retrocederá (arriba a la derecha). Los océanos se evaporarán rápidamente (abajo a la izquierda) y la atmósfera escapará al espacio. A medida que el Sol evolucione para convertirse en una gigante roja (abajo a la derecha) la Tierra se convertirá en un lugar seco, estéril y sin aire. Al final el Sol casi llenará el cielo y quizás se trague la Tierra. (Pinturas de Adolf Schaller).

La nebulosa de Roseta, que parece una nebulosa planetaria, pero que está relacionada con muchas estrellas y no con una sola; estas estrellas son calientes y jóvenes (tienen menos de un millón de años), mientras que la estrella central en una nebulosa planetaria suele ser caliente pero de miles de millones de años de edad. La presión de la radiación procedente de las estrellas centrales está empujando el gas rojo de hidrógeno hacia el espacio. (NASA/ESA/HST).

La ceniza estelar del Sol sólo puede reutilizarse como combustible hasta cierto punto. Llegará un momento en que todo el interior solar sea carbono y oxígeno, cuando ya a las temperaturas y presiones dominantes no pueda ocurrir ninguna reacción nuclear más. Cuando el helio central se haya gastado casi del todo, el interior del Sol continuará su aplazado colapso, las temperaturas aumentarán de nuevo poniendo en marcha una última onda de reacciones nucleares y expandiendo la atmósfera solar un poco más. El Sol, en su agonía de muerte, pulsará lentamente, expandiéndose y contrayéndose con un período de unos cuantos milenios, hasta acabar escupiendo su atmósfera al espacio en forma de una o más cáscaras concéntricas de gas. El interior solar, caliente y sin protección, inundará la cáscara con luz ultravioleta induciendo una hermosa fluorescencia roja y azul que se extenderá más allá de la órbita de Plutón. Quizás la mitad de la masa del Sol se perderá de este modo. El sistema solar se llenará entonces de un resplandor misterioso: el fantasma del Sol viajando hacia el exterior.

Cuando miramos a nuestro alrededor, en el pequeño rincón de Vía Láctea que ocupamos, vemos muchas estrellas rodeadas por cáscaras esféricas de gas incandescente, las nebulosas planetarias. (No tienen nada que ver con planetas, pero algunas recordaban, en telescopios menos perfeccionados, los discos azules y verdes de Urano y de Neptuno). Presentan la forma de anillos, pero esto es debido a que vemos más su periferia que su centro, como las pompas de jabón. Cada nebulosa planetaria señala la presencia de una estrella

in extremis. Cerca de la estrella central puede haber una corte de mundos muertos, los restos de planetas que antes estaban llenos de vida y que ahora privados de aire y de océanos, están bañados en una luminosidad fantasmal. Los restos del Sol, el núcleo solar desnudo, envuelto primero en su nebulosa planetaria, serán una pequeña estrella caliente, que emitirá su calor al espacio y que habrá quedado colapsada hasta poseer una densidad inimaginable en la Tierra, más de una tonelada en una cucharadita de té. Miles de millones de años más tarde el Sol se convertirá en una enana blanca degenerada, enfriándose como todos estos puntos de luz que vemos en los centros de nebulosas planetarias que pierden sus altas temperaturas superficiales y llegan a su estado final, el de una enana negra oscura y muerta.

Nebulosa planetaria NGC 132 (NASA/ESA/HST).

Dos estrellas de idéntica masa evolucionarán más o menos paralelamente. Pero una estrella de masa superior gastará más rápidamente su combustible nuclear, se convertirá antes en una gigante roja e iniciará primero el descenso final hacia una enana blanca. Tendría que haber, y así se comprueba, muchos casos de estrellas binarias en los que una componente es una gigante roja y la otra una enana blanca. Algunos de estos pares están tan próximos que se tocan, y una atmósfera solar incandescente fluye de la hinchada gigante roja a la compacta enana blanca y tiende a caer en una provincia concreta de la superficie de la enana blanca. El hidrógeno se acumula, comprimido a presiones y temperaturas cada vez más elevadas por la intensa gravedad de la enana blanca, hasta que la atmósfera robada a la gigante roja sufre reacciones termonucleares y la enana blanca experimenta una breve erupción que la hace brillar. Una binaria de este tipo se llama una nova y tiene un origen muy distinto al de una supernova. Las novas se dan únicamente en sistemas binarios y reciben su energía de la fusión del hidrógeno; las supernovas se dan en estrellas solas y reciben su energía de la fusión del silicio.

Fases posteriores de la evolución estelar. La atmósfera estelar luminosa de una binaria de contacto fluye de la estrella gigante roja (izquierda) al disco de acreción alrededor de una estrella púlsar de neutrones (derecha). El disco brilla en rayos X y otras radiaciones en el punto de contacto. (Pintura de Don Davis).

Los átomos sintetizados en los interiores de las estrellas acaban normalmente devueltos al gas interestelar. Las gigantes rojas finalizan con sus atmósferas exteriores expulsadas hacia el espacio; las nebulosas planetarias son las fases finales de estrellas de tipo solar que hacen saltar su tapadera. Las supernovas expulsan violentamente gran parte de su masa al espacio. Los átomos devueltos son, como es lógico, los que se fabrican más fácilmente en las reacciones termonucleares de los interiores de las estrellas: el hidrógeno se fusiona dando helio, el helio da carbono, el carbono da oxígeno, y después en estrellas de gran masa, y por sucesivas adiciones de más núcleos de helio, se construyen neón, magnesio, silicio, azufre, etc.: adiciones que se realizan por pasos, dos protones y dos neutrones en cada paso hasta llegar al hierro. La fusión directa del silicio genera también hierro: un par de átomos de silicio cada uno con veintiocho protones y neutrones se funden a una temperatura de miles de millones de grados y hacen un átomo de hierro con cincuenta y seis protones y neutrones.

Todos estos son elementos químicos familiares. Sus nombres nos suenan. Estas reacciones nucleares no generan fácilmente erbio, hafnio, diprosio, praseodimio o itrio, sino los elementos que conocemos de la vida diaria, elementos devueltos al gas interestelar, donde son recogidos en una generación subsiguiente de colapso de nube y formación de estrella y planeta. Todos los elementos de la Tierra, excepto el hidrógeno y algo de helio, se cocinaron en una especie de alquimia estelar hace miles de millones de años en estrellas que ahora son quizás enanas blancas inconspicuas al otro lado de la galaxia Vía Láctea. El nitrógeno de nuestro ADN, el calcio de nuestros dientes, el hierro de nuestra sangre, el carbono de nuestras tartas de manzana se hicieron en los interiores de estrellas en proceso de colapso. Estamos hechos, pues, de sustancia estelar.

Algunos de los elementos más raros se generan en la misma explosión de supernova. El hecho de que tengamos una relativa abundancia de oro y de uranio en la Tierra se debe únicamente a que hubo muchas explosiones de supernovas antes de que se formara el sistema solar. Otros sistemas planetarios pueden tener cantidades diferentes de nuestros elementos raros. ¿Existen quizás planetas cuyos habitantes exhiben, orgullosos, pendientes de niobio y brazaletes de protactinio, mientras que el oro es una curiosidad de laboratorio? ¿Mejorarían nuestras vidas si el oro y el uranio fueran tan oscuros y poco importantes en la Tierra como el praseodimio?

El origen y la evolución de la vida están relacionados del modo más íntimo con el origen y evolución de las estrellas. En primer lugar la materia misma de la cual estamos compuestos, los átomos que hacen posible la vida fueron generados hace mucho tiempo y muy lejos de nosotros en estrellas rojas gigantes. La abundancia relativa de los elementos químicos que se encuentran en la Tierra se corresponde con tanta exactitud con la abundancia relativa de átomos generados en las estrellas, que no es posible dudar mucho de que las gigantes rojas y las supernovas son los hornos y crisoles en los cuales se formó la materia. El Sol es una estrella de segunda o tercera generación. Toda la materia de su interior, toda la materia que vemos a nuestro alrededor, ha pasado por uno o dos ciclos previos de alquimia estelar. En segundo lugar, la existencia de algunas variedades de átomos pesados en la Tierra sugiere que hubo una explosión de supernova cerca de nosotros poco antes de formarse el sistema solar. Pero es improbable que se tratara de una simple coincidencia; lo más probable es que la onda de choque producida por la supernova comprimiera el gas y el polvo interestelar y pusiera en marcha la condensación del sistema solar. En tercer lugar, cuando el Sol empezó a brillar, su radiación ultravioleta inundó la atmósfera de la Tierra; su calor generó relámpagos, y estas fuentes de energía fueron la chispa de las complejas moléculas orgánicas que condujeron al origen de la vida. En cuarto lugar, la vida en la Tierra funciona casi exclusivamente a base de luz solar. Las plantas recogen los fotones y convierten la energía solar en energía química. Los animales parasitan a las plantas. La agricultura es simplemente la recogida sistemática de luz solar, que se sirve de las plantas como de involuntarios intermediarios. Por lo tanto casi todos nosotros estamos accionados por el Sol. Finalmente, los cambios hereditarios llamados mutaciones proporcionan la materia prima de la evolución. Las mutaciones, entre las cuales la naturaleza selecciona su nuevo catálogo de formas vivas, son producidas en parte por rayos cósmicos: partículas de alta energía proyectadas casi a la velocidad de la luz en las explosiones de supernovas. La evolución de la vida en la Tierra es impulsada en parte por las muertes espectaculares de soles remotos y de gran masa.

Supongamos que llevamos un contador Geiger y un trozo de mineral de uranio a algún lugar situado en las profundidades de la Tierra: por ejemplo una mina de oro o un tubo de lava, o una caverna excavada a través de la Tierra por un río de roca fundida. El sensible contador suena cuando está expuesto a rayos gamma o a partículas cargadas de alta energía como protones y núcleos de helio. Si lo acercamos al mineral de uranio, que está emitiendo núcleos de helio por una desintegración nuclear espontánea, el contaje, el número de chasquidos del contador por minuto, aumenta espectacularmente. Si metemos el mineral de uranio dentro de un bote pesado de plomo, el contaje disminuye sustancialmente; el plomo ha absorbido la radiación del uranio. Pero todavía pueden oírse algunos chasquidos. Una fracción del contaje restante procede de la radiactividad natural de las paredes de la caverna. Pero hay más chasquidos de lo que esta radiactividad explica. Algunos son causados por partículas cargadas de alta energía que entran por el tejado. Estamos escuchando los rayos cósmicos, producidos en otra era en las profundidades del espacio. Los rayos cósmicos, principalmente protones y electrones, han estado bombardeando la Tierra durante toda la historia de la vida en nuestro planeta. Una estrella se destruye a sí misma a miles de años luz de distancia y produce rayos cósmicos que viajan en espiral por la galaxia Vía Láctea durante millones de años hasta que por puro accidente algunos de ellos chocan con la Tierra y con nuestro material hereditario. Quizás algunos pasos clave en el desarrollo del código genético, o la explosión del Cámbrico, o la estación bípeda de nuestros antepasados, fueron iniciados por los rayos cósmicos.

El 4 de junio del año 1054, astrónomos chinos anotaron la presencia de lo que ellos llamaban estrella invitada en la constelación de Tauro, el Toro. Una estrella no vista nunca hasta entonces se hizo más brillante que cualquier otra estrella del cielo. A medio mundo de distancia, en el suroeste norteamericano, había entonces una cultura superior, rica en tradición astronómica, que también presenció esta nueva y brillante estrella.[61] La datación con el carbono 14 de los restos de un fuego de carbón nos permiten saber que a mediados del siglo once algunos anasazi, antecesores de los actuales hopi, vivían bajo una plataforma saliente en el actual Nuevo México. Parece que uno de ellos dibujó en la pared, protegida por el saliente de la intemperie, un dibujo de la nueva estrella. Su posición en relación a la luna creciente habría sido exactamente tal como la dibujaron. Hay también la impresión de una mano, quizás la firma del artista.

Esta estrella notable, a 5000 años luz de distancia, se denomina actualmente la Supernova Cangrejo, porque a un astrónomo, siglos más tarde, le pareció ver, inexplicablemente, un cangrejo cuando observaba los restos de la explosión a través de su telescopio. La Nebulosa Cangrejo está formada por los restos de una estrella de gran masa que autoexplotó. La explosión se vio en la Tierra a simple vista durante tres meses. Era fácilmente visible a plena luz del día, y con su luz se podía leer de noche. Una supernova se da en una galaxia, como promedio, una vez por siglo. Durante la vida de una galaxia típica, unos diez mil millones de años, habrán explotado un centenar de millones de estrellas: un número grande, pero que en definitiva sólo afecta a una de cada mil estrellas. En la Vía Láctea, después del acontecimiento de 1054, hubo una supernova observada en 1572, y descrita por Tycho Brahe, y otra poco después en 1604 descrita por Johannes Kepler.[62] Por desgracia no se ha observado ninguna explosión de supernova en nuestra Galaxia después de la invención del telescopio, y los astrónomos han tenido que reprimir su impaciencia durante algunos siglos.

La nebulosa Cangrejo en Tauro, a 6000 años luz de distancia; está formada por los restos de la explosión de la supernova presenciada en el año 1054 en la Tierra. Sus filamentos se están desenmarañando a unos 1100 kilómetros por segundo. Después de casi un milenio de expansión todavía está perdiendo en el espacio 100.000 veces más energía por segundo que el Sol. En su núcleo hay una estrella de neutrones condensada, un púlsar que destella unas 30 veces por segundo. El período se conoce con mucha precisión. El 28 de junio de 1969 el período era de 0,033099324 segundos, e iba disminuyendo a un ritmo de unos 0,0012 segundos por siglo. La correspondiente pérdida de energía rotacional es suficiente para explicar el brillo de la nebulosa. El Cangrejo es rico en elementos pesados que está devolviendo al espacio para futuras generaciones de formación de estrellas. (NASA/ESA/HST).

Gran Nube de Magallanes (NASA/ESA/HST).

Las supernovas se observan actualmente de modo rutinario en otras galaxias. Entre mis candidatas para escoger la frase que asombraría más profundamente a un astrónomo de principios de siglo tengo la siguiente sacada de un artículo de David Helfand y Knox Long en el número del 5 de diciembre de 1979 de la revista británica Nature: El 5 de marzo de 1979, nueve naves espaciales interplanetarias de la red de sensores de estallidos registraron un estallido muy intenso de rayos X y rayos gamma y lo localizaron mediante determinaciones del tiempo de vuelo en una posición coincidente con el resto de supernova N49 de la Gran Nube de Magallanes. (La Gran Nube de Magallanes, llamada así porque el primer habitante del hemisferio Norte que se dio cuenta de ella fue Magallanes, es una pequeña galaxia satélite de la Vía Láctea, a 180.000 años luz de distancia. Como puede suponerse hay también una Pequeña Nube de Magallanes). Sin embargo, en el mismo número de Nature, E. P. Mazets y sus colegas del Instituto Ioffe, de Leningrado, que observaron esta fuente con el detector de estallidos de rayos gamma a bordo de las naves espaciales

Venera 11 y

12 en camino para aterrizar en Venus, afirman que lo que se está observando es un púlsar eruptivo a sólo unos centenares de años luz de distancia. A pesar de ser la posición tan coincidente, Helfand y Long no insisten en que el estallido de rayos gamma esté asociado con los restos de la supernova. Consideran caritativamente muchas alternativas, incluyendo la posibilidad sorprendente de que la fuente esté situada dentro del sistema solar. Quizás sea el escape de una nave estelar extraterrestre que emprende su largo viaje de regreso. Pero una hipótesis más simple es una llamarada de los fuegos estelares de N49: estamos seguros de que las supernovas existen.

El destino del sistema solar interior cuando el Sol se convierta en una gigante roja ya es bastante triste. Pero, por lo menos, los planetas no quedarán derretidos y arrugados por la acción de una supernova en erupción. Este destino está reservado a planetas situados cerca de estrellas de mayor masa que el Sol. Puesto que estas estrellas con temperaturas y presiones superiores gastan más rápidamente sus reservas de combustible nuclear, sus tiempos de vida son mucho más breves que el Sol. Una estrella de masa diez veces superior a la del Sol puede convertir establemente hidrógeno en helio durante sólo unos cuantos millones de años antes de pasar brevemente a reacciones nucleares más exóticas. Por lo tanto es casi seguro que no se dispone de tiempo suficiente para que evolucionen formas avanzadas de vida en cualquiera de los planetas acompañantes; y sería raro que seres de otros mundos puedan llegar a conocer que su estrella se convertirá en una supernova: si viven el tiempo suficiente para comprender a las supernovas es improbable que su estrella llegue a serlo nunca.

La fase previa esencial para una explosión de supernova es la generación de un núcleo de hierro de gran masa por fusión de silicio. Los electrones libres del interior estelar, sometidos a una presión enorme, se ven obligados a fundirse con los protones de los núcleos de hierro cancelándose entonces las cargas eléctricas iguales y opuestas; el interior de la estrella se convierte en un único y gigantesco núcleo atómico que ocupa un volumen mucho menor que los electrones y núcleos de hierro que lo precedieron. El núcleo sufre una violenta implosión, el exterior rebota y se produce una explosión de supernova. Una supernova puede ser más brillante que el resplandor combinado de todas las demás estrellas de la galaxia en la cual está metida. Todas estas estrellas supergigantes azules y blancas que han salido apenas del cascarón en Orión están destinadas dentro de unos cuantos millones de años a convertirse en supernovas y a formar un castillo continuado de fuegos artificiales cósmicos en la constelación del cazador.

La terrible explosión de una supernova proyecta al espacio la mayor parte de la materia de la estrella precursora: un poco de hidrógeno residual y helio y cantidades importantes de otros átomos, carbono y silicio, hierro y aluminio. Queda un núcleo de neutrones calientes, sujetos entre sí por fuerzas nucleares, formando un único núcleo atómico de gran masa con un peso atómico aproximado de 1056, es decir un sol de unos treinta kilómetros de diámetro; un fragmento estelar diminuto, encogido, denso y marchito, una estrella de neutrones en rotación rápida. A medida que el núcleo de una gigante roja de gran masa entra en colapso para formar así una estrella de neutrones, va girando más rápidamente. La estrella de neutrones en el centro de la Nebulosa Cangrejo es un núcleo atómico inmenso, del tamaño de Manhattan, que gira treinta veces por segundo. Su poderoso campo magnético, amplificado durante el colapso, atrapa las partículas cargadas de modo parecido al campo magnético mucho más débil de Júpiter. Los electrones en el campo magnético en rotación emiten una radiación en forma de haz no sólo en las frecuencias de radio, sino también en luz visible. Si la Tierra está situada casualmente en la dirección del haz de este faro cósmico, vemos un destello en cada rotación. Por este motivo se denomina púlsar a la estrella. Los púlsars, parpadeando y haciendo tic tac como un metrónomo cósmico, marcan el tiempo mucho mejor que un reloj ordinario de gran precisión. El cronometraje a largo plazo de los destellos de radio de algunas púlsar, por ejemplo de una llamada PSR 0329 + 54 sugiere que estos objetos pueden tener uno o más compañeros planetarios pequeños. Quizás sea concebible que un planeta sobreviva la evolución de una estrella convertida al final en púlsar, o quizás el planeta fue capturado más tarde. Me pregunto qué aspecto tendrá el cielo desde la superficie de un planeta así.

La materia de una estrella de neutrones pesa, si tomamos de ella una cucharadita de té, más o menos lo mismo que una montaña corriente: pesa tanto que si sujetáramos un trozo de esta materia y luego lo soltáramos (no nos quedaría otra alternativa), podría pasar sin esfuerzo a través de la Tierra como hace una piedra que cae por el aire, se abriría por sí solo un agujero a través de nuestro planeta y emergería por el otro lado de la Tierra. Los habitantes de aquel lado, que estarían dando un paseo u ocupándose de sus cosas, verían salir disparado del suelo un pequeño fragmento de estrella de neutrones que se pararía a una cierta altura y volvería de nuevo al fondo de la Tierra, ofreciendo así, por lo menos, algo de diversión a su rutina diaria. Si cayera del espacio cercano un trozo de materia de estrella de neutrones y la Tierra estuviera girando debajo suyo, penetraría repetidamente a través de ella y perforaría centenares de miles de agujeros en su cuerpo en rotación antes de que detuviera su movimiento la fricción con el interior de nuestro planeta. Antes de pararse definitivamente en el centro de la Tierra, el interior de nuestro planeta presentaría brevemente el aspecto de un queso suizo, hasta que el flujo subterráneo de roca y de metal curase las heridas. No importa que se desconozcan en la Tierra fragmentos grandes de materia de estrellas de neutrones, porque los fragmentos más pequeños están en todas partes. El poder asombroso de la estrella de neutrones nos acecha en el núcleo de cada átomo, oculto en cada cucharilla de té y en cada lirón, en cada hálito del aire, en cada tarta de manzana. La estrella de neutrones nos infunde respeto hacia las cosas corrientes.

Una estrella como el Sol finalizará sus días como una gigante roja y luego como una enana blanca, tal como hemos visto. Una estrella en proceso de colapso con masa doble a la del Sol se convertirá en una supernova y luego en una estrella de neutrones. Pero una estrella de masa superior, que después de pasar por la fase de supernova quede con la masa, por ejemplo de cinco soles, tiene ante sí un destino todavía más notable: su gravedad la convertirá en un agujero negro. Supongamos que dispusiéramos de una máquina mágica de gravedad, un aparato que nos permitiera controlar la gravedad de la Tierra, girando por ejemplo una aguja. Al principio la aguja está en 1g[63] y todo se comporta como estamos acostumbrados a ver. Los animales y las plantas de la Tierra y las estructuras de nuestros edificios han evolucionado o se han diseñado para 1g. Si la gravedad fuera mucho menor podría haber formas altas y delgadas que no caerían ni quedarían aplastadas por su propio peso. Si la gravedad fuese muy superior, las plantas, los animales y la arquitectura tendrían que ser bajos y rechonchos para no sufrir el colapso gravitatorio. Pero incluso en un campo de gravedad de bastante intensidad la luz se desplazaría en línea recta, como hace desde luego en la vida corriente.

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