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Éste había logrado rodear con sus zarpas el borde del traje espacial de Alexiev y miraba obsesionado los débiles tornillos que unían el cuello con la escafandra.

¡Un esfuerzo más y lo conseguiría!

¿Era natural que se destruyesen entre sí como alimañas, olvidando hasta el más pequeño sentido humano?

 

 

VII

 

La sala de reuniones en la que se hallaba reunido el Consejo extraordinario tenía una atmósfera de exasperante inquietud. Los rostros, torvos, esperaban noticias de los dos cosmonautas.

Hacía casi treinta minutos que no recibían noticias. El humo de los cigarrillos empañaba el ambiente con una tonalidad azulada y mortecina.

Más de uno encontró en el humo del tabaco cierta similitud con las nubes radioactivas de las explosiones experimentales que habían observado tiempo atrás.

¿Era miedo?

Nicolai Shvernik, el jefe del gobierno, hacía tamborilear los dedos de las manos sobre la mesa de oscura madera.

Treinta minutos de espera eran demasiados en aquella situación.

Todavía tenía presentes las dispares opiniones del Consejo cuando hubo que adoptar una posición respecto a Steve Owen.

Ahora, cuando la espera se hacía terriblemente angustiosa, los mismos que habían preferido que se silenciara la nave americana y su tripulante agachaban al cabeza y rehuían las miradas de los demás.

¡Miedo!

Cada dos minutos llegaba un teniente del Ejército y depositaba los últimos partes sobre la mesa, frente a Shvernik.

Éste echó una ojeada al último que acababan de depositar cerca de su brazo izquierdo. Al leer las primeras líneas, sus dedos dejaron de golpear la madera.

Uno de sus submarinos atómicos había logrado penetrar en el Golfo de Méjico sin ser detectado y tenía al alcance de sus proyectiles de cabeza nuclear los estados de Florida, Georgia, Alabama, Mississippi, Lousiana, Arkansas, Oklahoma y Tejas.

¡Y en espera de órdenes!

Aquello suponía la destrucción del sudeste de los Estados Unidos, o tanto como unos cuarenta millones de personas.

¿Cómo podía asegurar que un submarino americano se había introducido en el Báltico y sus cohetes apuntaban ya hacia ellos precisamente?

Si se empezaba una guerra nuclear ya no cabrían armisticios o tratados de paz.

La aniquilación sería total y vertiginosamente rápida.

El teniente apareció con otro parte. Lo dejó en la mesa y fue a dar media vuelta, pero la mano de Shvernik le retuvo.

—Teniente.

—¿Señor?

—Quiero que la comunicación con Novosibirsk no se rompa por nada en absoluto.

—Descuide, señor.

—Avíseme de cualquier anomalía.

—Así se hará, señor...

Shvernik levantó la cabeza y miró al teniente con fijeza.

—¿Cómo se llama, oficial?

—Rosovsky.

El teniente se había envarado, sorprendido por la inesperada pregunta del jefe de gobierno.

—Quiero hacerle una pregunta personal, Rosovsky.

—A sus órdenes, señor.

—Bien, dígame... ¿Tiene miedo, teniente Rosovsky?

A pesar de su actitud marcial, el aludido no pudo evitar un estremecimiento.

—Bueno..., yo...

—Conteste con plena libertad, teniente.

—Sí, lo tengo, señor...

Los ojos de Shvernik se entristecieron ligeramente.

—Es todo, Rosovsky.

—A sus órdenes, señor.

El oficial saludó y dio media vuelta, todavía impresionado por las palabras del jefe de gobierno.

Ninguno de los presentes se había perdido palabra de lo que dijo y todos se preguntaron el motivo, temiendo que la voluntad de Shvernik se estuviese resquebrajando.

Existía una numerosa mayoría que optaba por la muerte total de la nación antes de verse humillados por un enemigo que oficialmente no era tal.

Y la nación tenía miedo, como prueba de ello había sido la declaración del teniente.

Sin embargo, ahora en el momento en que la mayoría titubeaban, él estaba dispuesto a seguir hasta el fin de aquella loca carrera que se emprendió muchos años atrás.

Las dos personas que habían más cercanas a él carraspearon.

Shvernik los miró.

—¿Te encuentras bien, camarada Nicolai?

—Desde luego...

—Creemos que nuestros astronautas habrán sabido cumplir con su misión —añadió el hombre.

—Es posible.

—¿Acaso no confía en ellos?

—Sí..., sí, claro.

Shvernik tenía muy malos pensamientos sobre el silencio de Alexiev y Grigorieva.

—Si dentro de quince minutos no tenemos noticias, atacaremos.

Sus palabras fueron suaves, aunque llenas de una determinación total e inquebrantable.

—¿Quince minutos? —balbuceó alguien.

—Sí... ¡Ni un solo segundo más!

»¡Que se den las órdenes oportunas al Ejército, la Marina y Aviación que en estos momentos está sobre alerta!

»Pueden disparar sus armas contra los blancos que ya tienen indicados, si no reciben contraorden antes del tiempo fijado...

¡Quince minutos!

Shvernik calculaba bien. El que ninguno de los astronautas comunicase a la Tierra era una clara señal de que el americano había sido más rápido y eficiente en el trabajo de dominar la tan escasa población de la Luna, ¡tres personas!

Una extraña y dulce sonrisa cruzó los labios del jefe de gobierno.

Sí, también había decidido otra cosa:

En cuanto expirase el plazo fijado, se suicidaría.

Era lo mejor, si es que antes no enloquecía...

 

* * *

 

En Cabo Kennedy la situación era casi idéntica. El silencio por parte de Owen les producía escalofríos a los tres hombres que habían de decidir por toda la nación.

En aquel instante, a Coulter le hubiese gustado ser el hombre más insignificante de la Tierra. Un vagabundo, un pordiosero..., lo que fuese con tal de no tener aquel peso dentro de su pecho.

Pero aquello era imposible.

De pronto:

—¡Atención, los radares captan la salida de la Luna de un objeto desconocido!

Los tres se pusieron en pie al unísono.

—¿Pueden reconocer si se trata de la «Liberty»?

—Imposible, señor Presidente... No envía señal alguna.

—¡Maldición! —rezongó Cooley, el jefe de la Armada.

—¿Qué ocurre?

—Podría ser un proyectil nuclear ruso.

Coulter volvió a quedar anonadado y se dejó caer sobre el asiento.

—¡Dios mío...! —murmuró.

Cooley, mientras, se acercaba al micrófono depositado sobre la mesa y gruñía:

—¿Viene hacia la Tierra?

—En efecto, señor.

—¿Cuánto tardará en llegar?

—Unas veinticuatro horas.

—Bien, quiero que los aviones de reserva estén listos dos horas antes para cazar a ese artefacto si no ha dado señales a la entrada de la atracción terrestre.

—Así se hará, señor.

—Espere... ¿Es uno solo?

—Eso marca el radar, señor.

—Bien, es todo.

—¿Qué se propone, Cooley? —indagó Coulter.

—Estar prevenidos, Presidente.

—Owen ya debería haber comunicado.

—Quizá no haya podido.

—O esté muerto.

Cooley levantó el brazo y señaló al techo de la estancia como si allí hubiese algo y dijo:

—Tenemos veinticuatro horas para saberlo, Presidente. Cabe la posibilidad de que «eso» que se aproxima sea nuestra nave y que Owen no puede comunicar, por algún fallo técnico.

—Entonces jamás llegaría a la Tierra. Usted sabe tan bien como yo que la nave es dirigida casi totalmente desde aquí. Sin nuestra ayuda, Steve Owen se perdería en el cosmos y vagaría por él eternamente.

—Presidente, yo tengo esperanzas en la iniciativa de nuestro hombre.

—Veinticuatro horas, Cooley... Demasiado tiempo... Para entonces la Tierra puede estar convertida en un verdadero páramo asolado por la radioactividad.

—Corremos ese riesgo desde que se inventaron las armas nucleares, Presidente.

 

* * *

 

En el Kremlin también se habían enterado de un objeto desconocido surcaba el infinito en dirección a la Tierra. Existían los mismos temores y preocupaciones que en Cabo Kennedy, exactamente iguales.

Quizá paradojas del destino que trataban de ensañarse con todos ellos y hacerles enfermar del corazón.

Pero nadie creía en el destino hasta tal extremo...

¿Qué sucedía entonces?

¿Hasta cuándo iba a durar aquella incertidumbre?

¿Qué había ocurrido en la Luna?

¡Veinticuatro horas largas!... Un día entero de espera, aparte de los casi dos que ya habían transcurrido...

 

* * *

 

Valya Grigorieva sintió que las piernas se le doblaban y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para poder mantenerse en pie y seguir pensando, aunque ciertamente ya no sabía si razonaba o, por el contrario, estaba completamente loca.

Lo que había visto con sus propios ojos era inexplicable.

Ya no le importaba haberse quedado sola —¡porque Alexiev y Steve ya no estaban junto a ella!— ni morir. Lo que más le intrigaba era saber lo que les había ocurrido a los dos hombres.

Hubiese dado media vida por poder llevarse las manos a la cabeza y apretársela con fuerza para comprobar así si todavía estaba viva, si no eran sueños de muerte.

Sus ojos azules se vieron empañados por unas amargas lágrimas, que resbalaron lentamente por sus mejillas.

Ella había observado cómo Glinka y Steve dejaban de forcejear y se levantaban como autómatas...

Con los ojos semicerrados, los había visto tomar la dirección de sus correspondientes astronaves y avanzar hacia ellas, separándose misteriosamente y sin dirigirle una mirada.

¿Estarían de acuerdo para dejarla allí y ellos huir hacia la Tierra cobardemente? No. Era imposible. Valya se juró a sí misma que ninguno de los dos hombres era capaz de tal bajeza.

A Alexiev lo conocía desde hacía tiempo. No mentía.

Y Owen parecía una buena persona, hombre seguro de sus actos y puro en sus sentimientos.

Pero ¿por qué entonces se habían marchado en las astronaves?

Corrió tras ellos, enloqueciendo ante la indiferencia que le profesaron y tratando de mantenerlos. Alexiev Glinka penetró en la nave. Valya lo recordaba muy bien...

¡No penetró con él porque jamás pensó que él intentara salir de allí y abandonarla!

¿Habría algún elemento maligno en la Luna que hiciera enloquecer a los hombres?

Las piernas comenzaron a doblársele. Estaba condenada a muerte, lo sabía.

¿Y Owen?

¿Por qué al pensar en el astronauta americano sentía aquella incertidumbre en su interior?

Valya no era tonta. Con tristeza, reconoció que se había enamorado de Steve.

«Sí, se ha burlado de mí lo mismo que Alexiev. ¿Qué dirá si alcanza la Tierra?... Posiblemente que sufrí un accidente, que unos seres extraños nos atacaron y acabaron conmigo», pensó.

La joven no se dio cuenta de que ya se hallaba sentada en el suelo pedregoso y que, poco a poco, su espalda se iba hacia atrás, desplegándose por la cintura hasta que la escafandra rozó unas piedras por su parte posterior y se detuvo.

Valya tenía una sonrisa de felicidad en los labios.

Sus ojos estaban terriblemente inmóviles, como los de una muerta.

Pero con el brillo de los vivos.

Su atormentada mente empezó a abandonar los pensamientos que la habían abstraído y la enajenación se completó paulatinamente.

De súbito, quedó inmóvil.

Estaba sola, abandonada en un desierto satélite, mientras las únicas personas que podían ayudarla cruzaban el espacio infinito camino de una Tierra presa de odios, fermentada por demasiadas cosas insanas y perniciosas.

Empero, su pecho oscilaba suavemente en señal de que su corazón latía todavía.

¿Qué le había ocurrido pues?

 

 

VIII

 

Más de doscientos modernísimos radares, instalados por toda la faz de la Tierra, siguieron los pasos de aquel «objeto desconocido» procedente del espacio exterior.

El tiempo había pasado y los hombres estaban derrengados por la falta de sueño y las largas horas de expectación, de continua alarma ante el temor de la más catastrófica guerra de todos los tiempos.

Ahora, pasadas casi las veinticuatro horas, «aquello» estaba orbitando alrededor del planeta como si buscase la entrada más factible, o quizás un punto de aterrizaje fijado de antemano.

Los mares y océanos estaban infectados de buques de guerra describiendo amplios círculos, con orden de navegar a toda velocidad hacia el punto de caída de aquel aparato.

Los aviones de la reserva estadounidense hacía dos horas que se mantenían en el aire, mezclándose con los soviéticos en una extraña controversia.

En uno de los gigantescos aparatos de bombardeo atómico, con una tripulación de quince hombres, se recibió el tan esperado mensaje:

—Desciende...

—¡Capitán! —llamó el radiotelegrafista.

—Lo he escuchado... Pide órdenes inmediatamente.

El aludido, un muchacho bastante joven, comenzó a transpirar al tiempo que decía:

—Aquí Escuadrón 3—A...

—Adelante, Escuadrón 3—A.

—Hemos oído en la onda general que ese aparato desciende. Esperamos órdenes.

—En efecto, el punto de caída se ha fijado al norte de las Hawái.

—¿Datos?

—Es imposible precisar de momento. Deben volar a toda la altura posible y pegarse a él si logran verlo.

—¿Atacamos?

—No, aunque tengan las armas listas y estén preparados para disparar contra él si así lo ordenamos.

—De acuerdo.

—Corto.

El radiotelegrafista salió de su puesto y fue hacia la cabina de mando donde encontró a cuatro hombres con la mirada fija en los cronómetros y los datos que proporcionaba una pequeña calculadora electrónica.

—¿Ha escuchado el mensaje, mi capitán?

—Sí, Benny...

—¡Diablos!... ¿Qué será eso?

—Pronto lo sabremos. ¿Tienes miedo, Benny?

—Bueno..., yo...

—Vuelve a tu puesto. Vamos a hacer subir a este cacharro casi hasta el mismo espacio.

El «radio» dio media vuelta y regresó a su puesto. No había hecho más que tomar asiento y colocarse el cinturón de seguridad, cuando sintió que el avión se inclinaba hacia arriba en un ángulo muy cerrado.

Benny, al igual que todos, tenía miedo.

Cada vez que al mirar las nubes observaba las siluetas de los portentosos bombarderos soviéticos se le formaba un nudo en la garganta.

—¡Se parte! —aulló una voz en sus auriculares, haciéndole estremecer.

—¡Se divide en dos!... ¡Cuidado, acaba de entrar en la atmósfera terrestre!

—¡Capitán! —gritó Benny, temblando como un títere.

—¡Calla, Benny; ya lo he escuchado!

El aparato siguió en su vertiginoso ascenso, atravesando nubes y más nubes hasta que penetró en un espacio despejado.

Bruscamente, la vieron...

Era la «Liberty»

Los gritos de alegría en el interior del bombardero americano fueron unánimes.

Y los aviones rusos comenzaron a esfumarse en el firmamento como si, de pronto, hubiesen perdido todo interés en la caza.

El llamado Benny se asomó a una de las escotillas y vio que la astronave se desprendía de uno de sus cohetes propulsores, el último, y tomaba un descenso inclinado, no vertical.

Hasta él llegó la voz del comandante del avión:

—¡Vamos tras él, muchachos!

Mientras el pedazo inútil de la «Liberty» caía como una bomba hacia el océano, los bombarderos siguieron la trayectoria del navío espacial.

Hacia los Estados Unidos.

 

* * *

 

Coulter y los dos personajes que le acompañaban, al corriente de todos los acontecimientos, salieron de la estancia en un verdadero tropel.

Los dos hombres que habían vigilado tras la puerta de acero miraron sorprendidos a los tres hombres y fueron tras ellos, corriendo como condenados.

—¡Es inaudito..., sorprendente! —aullaba Cooley.

Avanzaron por los largos pasillos. Otras personas, ataviadas con blancas batas, se les unieron desordenadamente hasta que alcanzaron uno de los ascensores.

Penetraron en él en tromba.

¡La astronave traía una dirección recta hacia Cabo Kennedy!

Nadie quería perderse el espectáculo de ver a Owen salir de ella.

Los angustiosos momentos de antes parecían haberse olvidado como por ensalmo, aunque la amenaza de guerra continuaba siendo tan latente como antes o más.

El personal científico de la base estaba sobrecogido. Para ellos era prácticamente imposible que el cosmonauta pudiese regresar de la Luna con los datos de la propia astronave y sin comunicación alguna con ellos.

Era imposible para Owen conocer distancias y magnitudes con tanta exactitud como para venir de aquella manera tan sumamente perfecta.

Había alegría, pero temor al mismo tiempo. Muchos empezaban a pensar que había algo de sobrenatural en todo aquello.

El Presidente y el confuso montón de gente que le acompañaba salieron a la superficie en el preciso instante en que un gigantesco paracaídas se abría en el cielo.

Las muecas de estupor eran tan completas que cabía pensar si todo no sería un sueño.

Según la trayectoria de caída, la astronave aterrizaría en una de las explanadas de la base.

—¡Rápido, un automóvil!

Uno de los hombres de su vigilancia personal se desprendió del grupo al oír sus palabras y fue en busca de lo que el Presidente reclamaba con tanta urgencia.

En un par de minutos regresó en el automóvil, con dos motoristas militares.

Coulter, Riley y Cooley subieron a él precipitadamente.

Sobre ellos, descendía la astronave. El choque contra el suelo sería brusco.

El Presidente se deshacía en imprecaciones, mientras el conductor maniobraba hábilmente para situar el vehículo cerca del punto de contacto de la nave.

El paracaídas de ésta alcanzó un punto en que el aire no ofrecía tanta resistencia y la caída se hizo más vertiginosa, temiendo los políticos y científicos que se destrozase al llegar al suelo.

—¡Se matará!

—¡Chófer, acérquese más aún!

El hombre que manejaba el volante palideció al escuchar la orden de Coulter y obedeció tímidamente.

Tras ellos sonaban las sirenas de otros vehículos que se acercaban con toda rapidez. Entre éstos habrían técnicos y especialistas en la materia.

De pronto, la puntiaguda nave tocó el suelo y la tierra tembló perceptiblemente. El automóvil en que viajaban los tres altos dirigentes de la nación se dirigió hacia allí.

La «Liberty» se había hundido un par de centímetros en el suelo y su fuselaje de acero parecía maltrecho por algunas partes, mientras el viento arrastraba el paracaídas.

Los hombres saltaron del automóvil, a tiempo de ver que la salida de la astronave se abría lentamente... ¡Y Steve Owen aparecía en el orificio!

Inmediatamente le rodearon, abrazándole y propinándole afectuosos golpes en la espalda.

Steve parecía alejado de aquellas muestras de alegría. Su rostro estaba terriblemente serio.

Alguien se colocó a su espalda y le quitó la escafandra.

—¡Ha conseguido la proeza más grande de la Humanidad, Owen!

—¿Y los rusos? —inquirió Cooley.

—No lo sé.

El astronauta miraba a su alrededor como si no comprendiese lo que le estaba sucediendo, como absorto en otros pensamientos mucho más profundos que las preguntas que le formulaban.

—¿No lo sabe?

—No.

—Entonces...

—¿Cómo ha logrado soslayar el campo de atracción lunar y penetrar en el nuestro con tanta maestría, Owen? —indagó ahora Coulter.

—Recordando los datos de cuando hice el viaje de ida.

Los hombres se miraron entre sí verdaderamente confusos.

—¿Qué ha visto en La Luna?... ¿Por qué no se comunicó con nosotros y dijo sus intenciones de regresar?

—Jamás pensé en volver hasta el último instante.

—¿…?

—Radioactividad, señores... ¡Montones de ella! Hasta las piedras parecen átomos desatados...

Steve dijo esto último a gritos, como si una bomba hubiese estallado dentro de él.

Los hombres que le rodeaban dieron un paso atrás aterrorizados, mientras los ojos se abrían desmesuradamente al observar el rostro descompuesto del cosmonauta.

—¿Qué le sucede, Owen?

—¡Estoy contaminado!

El estupor y la sorpresa se cambiaron por puro miedo.

—¡Usted dijo que no la había! —increpó Cooley.

En aquel instante, los camiones y coches de los técnicos de la base llegaron hasta ellos haciendo alarde de frenos al detenerse bruscamente.

Dos de los recién llegados traían un aparato similar a una caja rectangular y fueron los primeros en acercarse al astronauta, llevando el aparato por delante y mirando sin cesar un manómetro existente en su lado superior.

Cooley seguía haciendo preguntas a Owen, pero éste no las contestaba.

—¡Radioactividad! —aulló uno de los hombres que transportaban el contador.

Ahora sí que todos se apartaron como si Steve fuese portador de una peste...

—¡Fuera...!

—¡Todo el mundo a los refugios!

Los técnicos se deshacían en gritos para poder aislar al astronauta. Los tres hombres que habían permanecido en la habitación secreta estaban derrumbados moralmente.

La sorpresa que había traído Owen era tan desconcertante que ninguno de ellos conseguía poner en orden sus ideas.

El único punto que les daba un poco de confianza era que a los rusos también les pasaría lo mismo.

—Owen... —dijo uno de los especialistas, a unos quince metros del aludido.

—Diga.

—Tiene que venir con nosotros.

—Lo sé...

—No tenga miedo y tampoco se asuste por estar contaminado. Poseemos medios suficientes para sacarlo del apuro.

Steve sonrió malévolamente.

—¿Me confunde con un niño fácil de engañar?

—No, le aseguro que es cierto...

—Mire, hombre, iré a donde ustedes gusten; pero no trate de darme esperanzas sobre una cosa que no tiene remedio. Ya ha visto la aguja de ese aparato y no ha subido más porque ya había llegado al tope. ¿O piensa que soy tonto?

—Yo no he dicho tanto como eso, Owen...

—Entonces lléveme cuanto antes a algún lugar que no sea aquí, bajo de la mirada de tanto estúpido.

El rostro de Steve expresaba una amargura enorme. Unas arrugas inciertas surcaban su piel envejeciéndole rápidamente.

—Sí, aguarde...

—¡Tengo prisa!

—Un poco de paciencia, Steve Owen; hay un vehículo especial en camino.

—Tengo prisa.

Los técnicos titubearon. No sabían qué hacer para mantener al astronauta tranquilo.

Por suerte para ellos, tardó muy poco en llegar un coche de forma extraña, con cierta similitud a los vehículos celulares de la policía, pero éste de lados completamente lisos y blancos. Las puertas traseras eran herméticas.

Owen, sin proferir palabra, caminó hacia la parte posterior del vehículo y penetró en él.

Los especialistas de la base se le apartaban siempre a una distancia mayor de los quince metros y le observaban interrogativamente, con claro temor en sus pupilas.

Todos se preguntaban lo que habría producido en Owen aquella musitada radioactividad.

—¡Al laboratorio! —ordenó uno de ellos al conductor.

Luego montaron en los mismos vehículos que los habían traído y siguieron al que llevaba al cosmonauta.

Toda la base estaba congestionada, los hombres corrían de un lado para otro. Nadie podía evitar cierto pánico, hasta cierto punto normal, pues cabía la sospecha de que Steve hubiese contraído gérmenes desconocidos, algo sumamente peligroso.

Owen fue conducido hasta el interior de Cabo Kennedy, en una de sus partes más profundas, y encerrado en una habitación—celda experimental, donde las paredes eran transparentes y su ocupante podía ser estudiado sin peligro de contaminación.

La astronave había sido colocada en otra nave similar, aunque mucho mayor, y permanecía allí en espera de una posterior revisión. Primero necesitaban que Owen hablase.

El joven se sentó en la silla existente en el centro de la habitación, único mueble que había en la estancia, y esperó.

Varios hombres estaban fuera de la habitación y le observaban apuntando datos en una libreta.

Coulter, acompañado por Riley y Cooley, aparecieron frente a él.

Owen se puso en pie al verlos.

—Hola, Steve... —habló el Presidente—. ¿Me conoce?

—Desde luego —replicó el joven sin mucho entusiasmo.

—¿Se encuentra bien?

—Sí.

—Dentro de unos minutos vendrá el equipo de descontaminación y le sacará del apuro, Owen.

—No será necesario.

—¿Cómo dice?

—Voy a morir.

—No pierda la esperanza, Owen.

—Presidente, todos sabemos a ciencia cierta que no se puede descontaminar tanta radioactividad como yo llevo encima.

Los párpados de Steve estaban casi cerrados. Volvió a sentarse, dando muestras de agotamiento físico.

—¿Quiere que hablemos más tarde? —indagó Riley.

—No, ¿para qué?... Además tengo prisa por decirles algunas cosas. Después será tarde.

Los tres hombres se sintieron intranquilos. Estar delante de un moribundo que hablaba de aquella manera no era ni mucho menos tranquilizador para los nervios.

—¿Por qué se empeña en que morirá, Owen?

—Porque estoy seguro de ello... ¡Como también morirán todos ustedes dentro de poco!

—Es el cansancio que le hace delirar —siseó quedamente el máximo jefe de la Marina.

—Escuchémosle... —contestó Riley.

El Presidente permanecía callado, atento a las palabras y forma de expresión de Owen.

¡Coulter hubiese jurado que Steve hablaba con pleno sentido de lo que estaba diciendo!

—¿Por qué lo dice, Owen? —añadió.

—Lo sé, Presidente.

—¿Qué ha visto en el satélite?

—Nada... ¡y mucho!

Coulter le miró fijamente.

—No acabo de comprenderle. Usted es un buen patriota, Owen; estoy seguro de ello.

—Siempre lo he demostrado, señor Presidente.

—Acláreme eso de que todos vamos a morir.

—¿No pensará creer lo que dice? —espetó Cooley.

—Déjeme hablar con él...

Max Cooley abatió la cabeza ante la seca respuesta y se limitó a poner sus sentidos en la conversación.

—¿Qué quiere decir con que ha visto mucho, Owen?

Coulter trataba de suavizar sus preguntas, hacerlas sin demasiado énfasis para no violentar al astronauta y que éste respondiese agriamente o de manera muy confusa.

—Usted tiene que decidir, Presidente.

—¿Sobre qué?

—Muchas cosas, entre ellas la vida y la muerte de muchos millones de seres humanos.

—¿Yo sólo?

—No, claro que no. Hay otros hombres que pueden obligarle a hacer cosas que a usted, particularmente, le desagraden; pero también las cosas pueden invertirse. ¿Entiende, ahora?

—Un poco, Steve.

—Usted es un hombre inteligente, Presidente; mucho más que yo. Por ello ocupa el primer cargo de la nación. Usted sabrá entenderme.

—¿Y los rusos?... ¿Qué me dice de ellos?

—¿Cuáles?

—Los que había en la Luna.

—Están bien.

—¿Siguen allí?

—La muchacha sí, pero el hombre regresó a la Tierra.

—¿También supo manejar la astronave como usted?

—¿Por qué no había de saberlo?... Juntos llegamos hasta el Pacífico.

—¿Y por qué regresó si nosotros no se lo habíamos ordenado, Owen?

—Tenía que venir y avisarles de la radiactividad. Cuando ustedes me ordenaron que averiase la nave rusa, ellos, a su vez, lo hicieron con la mía.

Coulter tragó saliva.

Los científicos, que graduaban la atmósfera de la habitación en que se encontraba el joven, la irradiación calorífera del cuerpo de éste y un sin fin de cosas más, seguían tomando notas, al tiempo que meneaban las cabezas con gestos que no ofrecían lugar a dudas.

¡Steve Owen iba a morir!

—¿Cómo no la notó al llegar, Steve?

—No lo comprendo, señor. Hay todavía muchas cosas que nosotros no comprendemos. Lo que sí sé es que no se puede habitar la Luna y que todos los objetos que ustedes traigan de ella contaminarán la Tierra de algo que nuestros científicos desconocen.

»¡Esos gérmenes causarían una muerte lenta y corrosiva!

Coulter no pudo evitar un estremecimiento.

—Usted sabe cuánto nos interesa la Luna, Owen.

—Sí, pero no logro entender el motivo.

—Le hablaré claro: necesitamos la Luna para acabar la guerra en Vietnam y con las rencillas del bloque comunista.

—¿Realmente cree que es vital la posesión del satélite para acabar con todos esos asuntos?

De momento, Coulter no supo contestar. La pregunta era demasiado complicada.

—Bueno...

Owen se sentó. Había palidecido notablemente y empezaba a notarse los efectos de la radiactividad. Primero invade una gran somnolencia; luego, la destrucción de los tejidos orgánicos y finalmente la muerte.

—Vamos, tenemos mucho trabajo por delante —dijo, repentinamente, Coulter,

—¿No va a preguntarle más? —inquirió Riley.

—No, es suficiente.

Cooley y el representante del Senado se miraron estupefactos.

¿Qué diablos le ocurría al Presidente? Estaba visto que iban de sorpresa en sorpresa.

—¿Se encuentra mal, Presidente? —increpó Cooley, andando tras él y colocándosele a un lado.

—No, de ninguna manera. Jamás me he encontrado mejor que ahora.

—¿Entonces?

—Mire, Cooley; quiero que olvide todo este problema y se cuide de preparar el entierro de Owen.

—¿Entierro?... ¡Si todavía no ha muerto!

—¿No comprende que durará muy poco tiempo? —Coulter meneó la cabeza con rabia. Y añadió—; Hemos necesitado dos vidas para comprender muchas cosas y quiero que la última sea enterrado con todos los honores de la nación.

«¡Todos Estados Unidos ha de saber del sacrificio de ese hombre, al que ustedes no le dan importancia!

—Sí, señor.

—Celebro que lo comprenda, Cooley... Ahora cuídese de lo que le he dicho y procure que con ello podamos pagar a Owen siquiera una mínima parte de lo que él ha hecho por nosotros.

—Sí, señor.

Coulter ya no habló más. Tal y como había dicho tenía muchas cosas que hacer y que arreglar. Con vivo paso, avanzó hacia la estancia en que anteriormente habían estado concentrados.

Atrás, muy atrás, en la habitación—celda, un hombre que había arriesgado su vida y que iba a morir permanecía en silencio, aunque con la cabeza alta y la mirada perdida en las máquinas que controlaban sus reacciones corporales.

Coulter había comprendido sus palabras, que era lo importante.

Owen tenía las piernas estiradas, las brazos caídos indolentemente, pero la cabeza erguida.

Él había cumplido con su deber.

De pronto, se levantó pareciendo haber cobrado nuevas fuerzas y miró a los técnicos, quienes estaban de espaldas a él. Su mano aferró la silla y la izó.

Los cristales de las paredes eran gruesos y duros. Eligió el de la puerta por parecerle más endeble. Sujetó la silla de hierro con ambas manos y la proyectó con toda su fuerza sobre los cristales.

El golpe fue horrendo. Una de las patas del asiento logró hacer un orificio y toda la lámina transparente se desplomó como si hubiese estado suspendida en el aire.

Los técnicos civiles se volvieron hacia el lugar del ruido asustados y el espanto fue en aumento cuando vieron a Owen que salía de la habitación—celda y se situaba en el pasillo.

—¡Alarma!

—¡Peligro de contaminación!

En pocos segundos, los gritos lo inundaron todo. Despavoridos, los hombres que habían estado observándole corrieron hacia el aparato que ponía en funcionamiento la sirena de alarma para casos de mucha emergencia.

El gigantesco timbre ululó con un ruido que penetraba en los oídos y obligaba a tapar éstos para no quedarse ensordecido.

Owen, mientras, echó a correr por el pasillo, en dirección a los ascensores que comunicaban con la superficie.

—¡Es él! —gritó un hombre que había surgido ante Steve.

—Apártese —clamó Owen.

—¿Qué hace?... ¿Se ha vuelto loco?

—Rehúyame, idiota...

—No puede salir, contaminaría a mucha gente.

—¡Váyase!

Los ojos de Steve brillaban de tal manera que el hombre tembló de pies a cabeza.

—Sí..., sí.

Y se pegó a la pared como si ésta fuese su segunda piel.

Steve pasó a su lado como una exhalación. Las demás personas que salieron a su encuentro se le apartaron todo lo rápidamente que pudieron, escondiéndose como podían.

El miedo fue general; era como si un demente asesino hubiese penetrado en la base y vagase impunemente por ella matando por doquier y sin que nadie pudiese hacerle el menor daño.

De aquella forma, pronto se vio en la superficie. Atardecía entonces y los reflejos del sol palidecían notablemente, invadiendo la base con sombras oscuras.

Afuera, el ruido de las sirenas era más intenso. Algunos vehículos contra incendios habían salido de sus refugios y corrían por las desiertas pistas en espera de encontrar o saber el motivo de aquel alboroto general.

Steve corrió hacia uno de los hangares subterráneos.

—¡Es él!

A su espalda aumentaron los gritos de los hombres que lo iban reconociendo como el astronauta contaminado.

Uno de los vehículos dio todo el gas a su motor y emprendió una vertiginosa carrera hacia él, con intención de alcanzarlo cuanto antes.

 

IX

 

Alexiev Glinka tuvo un aterrizaje algo más suave que el de Steve, pues cayó sobre una capa de nieve de dos metros de espesor y ello amortiguó su caída.

Tanto en el Kremlin como en Novosibirsk habían detectado su llegada y ya lo esperaban llenos de ansiedad. Nicolai Shvernik, el jefe de gobierno, mandó que lo llevasen inmediatamente al aeropuerto, donde tomó un reactor del Ejército.

Mientras, Alexiev era atendido por un enjambre de personas, médicos, especialistas y astrólogos que parecían tener una interminable lista de preguntas que formularle.

De pronto, al penetrar en la base, los aparatos de seguridad detectaron radiactividad en gran escala. La alarma fue dada, pero Alexiev dejó pasmados a sus acompañantes al decirles:

—Yo soy el que ha traído la radiactividad.

La conmoción fue general y todos se apartaron de él apresuradamente. Sólo un hombre quedó a su lado.

—No se preocupe, Alexiev; saldrá de ésta.

El joven ruso denegó con la cabeza.

—Se equivoca, amigo; estoy condenado a muerte y nada podrá salvarme. —dijo con absoluta indiferencia.

El otro se envaró.

—¿No conoce nuestros medios de descontaminación?

—Sí. Por eso lo digo.

—¿Y Valya? —inquirió de pronto, el aturdido hombre, al observar que nadie sacaba a la joven científica de la astronave.

—Se quedó en la Luna.

—¿Cómo?

—Lo que ha oído. Se contaminó mucho más que yo y creí necesario abandonarla.

—Pero...

—Lo siento.

Los dos se habían detenido en su camino hacia los edificios achatados de la base. El de tierra miró al astronauta como si éste fuese un demente y añadió:

—¡Es inaudito!

—¿Y qué quería?... ¿Que trajese gérmenes nocivos a la Tierra? ¿Acaso conoce usted la clase de radiactividad que yo llevo encima? Puede incluso que le esté condenando a usted a muerte en este momento...

El especialista dio un paso atrás.

—Usted dijo que no había radiactividad... —balbuceó casi incoherentemente.

—Cierto, pero eso es precisamente lo que nos alarmó: Primero no la había y, a las pocas horas, Valya dio claras muestras de haberse contaminado.

—Sigo pensando que no debió dejarla allí...

Alexiev reanudó la marcha, dejando atrás al otro y anduvo desentendiéndose de sus preguntas.

—¡Espere!

—¿Qué ocurre!

—¡No puede caminar por ahí libremente!... ¡Tiene que ingresar en el proceso de descontaminación!

—¿Todavía no me ha entendido?... ¡Voy a morir!

Y antes de ello quiero proporcionarle todos los informes posibles.

El hombre, con la cara blanca como el papel, echó a andar tras él, al tiempo que decía:

—Sí, espere...

Juntos fueron al edificio principal, por el que descendieron a unas instalaciones subterráneas y que formaban la cabeza de control de la base espacial.

No había periodistas allí, por lo que los guardias armados de las salidas permanecieron impasibles, aunque en una vigilancia más cerrada.

La noticia de que Valya había muerto dejó a todos consternados, además del peligro de una radiactividad que los aparatos de la cosmonave no habían detectado.

Alexiev, casi idénticamente a como le había ocurrido a Steve Owen, fue internado en una estancia de observación y los científicos empezaron a estudiarle como si fuera un bicho raro.

El jefe de gobierno había dado órdenes terminantes de que no se hiciese nada sin estar él delante, por lo que tardarían todavía varias horas en interrogarle debidamente.

Sin embargo, Alexiev no sabía nada de esto.

Simplemente, se vio solo mientras en la base preparaban el proceso completo de descontaminación, en método para casos muy graves.

Alexiev se sentía como un león enjaulado. Daba rápidos paseos por la reducida estancia y sus labios permanecían cerrados, aunque en su mente bullían muchos pensamientos.

Cosas que de haberlas dicho a los hombres de la base, éstos hubieran pensado que las incógnitas que había atravesado le habían trastornado el cerebro y ya no razonaba como un humano.

Él sabía que Valya no estaba contaminada.

¡Y sabía también muchas otras cosas que guardó para sí!

No había pasado inadvertido para él que Valya y Steve se miraban con agrado.

Sonrió.

Lo hizo enigmáticamente. Sí, su compañera y el americano formaban una buena pareja, a pesar de las circunstancias.

Entonces, una persona apareció ante Alexiev y le hizo abandonar sus misteriosos razonamientos.

Era una mujer, científica posiblemente, como Valya Grigorieva.

—¿Cómo se encuentra, Glinka?

Alexiev movió la cabeza en sentido afirmativo y sin contestar de palabra.

La recién llegada era alta, ligeramente morena y de ojos grises. Vestía de blanco, como era obligatorio allí, pero la bata era bastante ajustada.

Alexiev notó que se amoldaba a su cuerpo de una atrayente manera.

Se fijó en las piernas: eran largas y finas. Sin medias.

La mujer carraspeó nerviosamente y el hombre levantó la vista hasta su rostro, notando que éste se había sonrojado.

—Coronel, soy la doctora Sonia Witsin, especialista en radiactividad —adujo ella.

En su voz había cierto tono austero, quizá molesta por las miradas de Glinka.

—Encantado, señorita...

Sonia hizo un mohín.

—Me han enviado para estudiar su grado de contaminación, coronel.

—Ah, muy bien.

Alexiev no había sido nunca un conquistador. Los mejores años de su vida los había dado a la técnica espacial y al previo entrenamiento de astronaves.

Ahora, quizá viéndose ante las puertas de una muerte lenta y fría, se daba cuenta de que había cosas realmente buenas.

—¿Qué me dice de Valya Grigorieva, coronel? —preguntaba en aquel instante la doctora.

—Era una gran compañera y amiga.

—Me refiero a la contaminación que contrajo —corrigió Sonia Witsin.

—Noté lo que le ocurría cuando la comunicación con la Tierra estaba destruida.

—¿Dio muestra de algunos síntomas especiales?

—Sí, perdía la memoria y su piel iba tomando un color grisáceo, como si se estuviesen deshidratando sus tejidos.

Alexiev notó que la doctora tragaba saliva al escuchar aquello, posiblemente para evitar las bocanadas de su estómago.

—¿Algo más? —adujo, tras unos segundos de duda.

—Hablamos sobre ello.

—¿Sentía usted algo en aquel momento?

—No, de ahí que entre ambos decidiéramos que yo volviera solo. Ella podía traer bacterias desconocidas a la Tierra.

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