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El regalo de los dioses (Raymond F. Jones) » Capítulo V

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CAPÍTULO V

I

Después de que Hain Egoth se hubo ido, Clark siguió viendo en la obscuridad la imagen del científico que había sido asesinado por tratar de robar material del navío. Si él, Jackson, era sorprendido —o incluso sospechado de su voluntaria participación en la fuga del robot— recibiría un tratamiento igualmente implacable.

En contraste con las sesiones de los días anteriores, la siguiente parecía interminablemente larga. Clark experimentó la sensación de que su nerviosismo debía trascender a todos los demás. Efectuó una serie de rápidas y copiosas notas para esconder esta ansiedad, pero no pudo controlar el intermitente temblor de sus dedos mientras escribía.

Finalmente la sesión terminó. Clark permaneció sentado para estar entre los últimos del grupo al abandonar el navío. George le hizo un gesto irritado para que se uniese al grupo.

—Vamonos. Estoy realmente agotado esta noche.

Entonces, mientras se alejaban de la mesa y recorrían el pasillo, Hain Egoth les llamó.

—General Demars, ¿podría hablar con usted durante unos cuantos minutos?

George se detuvo y dio la vuelta.

—Sí, si es preciso. Pero necesitaremos formar nuestro mínimo comité, ¿no puede esperar hasta mañana?

—Me temo que no. Hay algo particularmente urgente que debo discutir con usted. Le agradecería que reuniese a los demás miembros y se quedara.

—Está bien —George masculló un reniego en voz baja y se fue, siguiéndole Clark.

Se tardó pocos minutos en reunir a los miembros del grupo, que lo hicieron de mala gana, y para ese tiempo —notó Clark con satisfacción— casi todos los demás habían dejado el edificio.

—¿Por qué tenemos que esperar? —Gruñó el ruso irritablemente—. No hay nada que esté sin acabar. Esto es muy poco corriente.

—No lo sé —le contestó George—, pero cuanto antes solucionemos el caso, mejor. El robot tiene algo en su cabeza.

Nada más llegaron a la cubierta superior de la cámara, las cinco formas robóticas salieron de su escondite y se apoderaron de los miembros de la partida, los tentáculos se enrollaron como bandas de acero en torno a los cuerpos.

Los hombres carraspearon asombrados al ver las múltiples figuras de lo que habían creído que era sólo un robot.

—¿Qué diablos es esto? —protestó George—. ¡Suéltennos antes que…!

—¿Sí? —exclamó Hain Egoth—. ¿Antes de qué?

El general dejó de forcejear y trató de mantenerse rígido con dignidad.

—Por favor, explíquese —dijo con frialdad.

—Ya tienen ustedes sus propias explicaciones —dijo Hain Egoth—, no necesito ninguna más. Se les ha ofrecido el regalo de los dioses y ustedes se revuelcan como cerdos en el fango.

Clark había sido capturado por uno de los robots que también sujetaba a otro miembro del grupo. Un tentáculo le rodeaba brazos y pecho con fuerza innecesaria y notó que era capaz de cortar a un hombre en dos si el robot así lo deseaba.

Fueron llevados a una cámara en el extremo lejano de la habitación y metidos en una desnuda sala mecánica, todos excepto Clark.

—Necesito este hombre —dijo el robot—. Cuando haya terminado su tarea para mí, serán ustedes libertados. No deseo hacerles daño, pero no intenten huir.

La sala no estaba construida para ser una prisión. La cerradura en la puerta era sencilla. El robot rompió el picaporte interior y la hizo inasible desde allí. Aseguró a Clark que no había peligro.

—Ahora démonos prisa —dijo.

Clark encontró que, bastante sorprendente, su tensión y su nerviosismo habían desaparecido para cuando Hain Egoth le condujo hasta la sala de control y le mostró la situación del mecanismo cerebral. Era un recinto al que ninguno de los terrestres había sido admitido.

El robot destornilló las tapas pesadas que escondían el mecanismo y Clark carraspeó al verlo. Inconscientemente había presumido que quizás fuese una caja pequeña conteniendo unos cuantos intrincados reíais o válvulas electrónicas de alguna especie, pero estaba del todo falto de preparación para la masa de componentes que vio.

Aún más, se sintió desalentado por el tamaño total que tenía. Los componentes eran en extremo diminutos… algunos casi microscópicos, y miles de ellos montados sobre filas de soportes de metal. Las interconexiones parecían hechas con un material semejante a la tela de araña, que parecía tan frágil como para romperse al recibir el aliento de una persona.

—No puedo… —balbuceó Clark.

—Sí —le dijo Hain Egoth—. Por favor, ponga en marcha este receptor y enchufe esta clavija en aquel panel; es parte del tiempo del trabajo de que le hablé.

Clark se sentó y oprimió un pequeño botón a un lado de su cabeza. Se colocó una especie de casco y durante una hora estuvo manando en su mente un torrente de información tan compleja y detallada, que parecía mucho más allá de su consciente comprensión, sin embargo, se dio cuenta de que se iba depositando en circuitos en su mente, en donde quedaría a mano para cuando deseara aprovecharse de ella.

Al término del obligado adiestramiento, se sintió exhausto por la cantidad total de energía que se le exigía y, sin embargo, su tarea actual aún no había empezado todavía. Pero mientras escrutaba una vez más el extensivo mecanismo, se sintió la indefinible oleada de certidumbre que conocía precisamente cuál era la función de cada uno de los miles de componentes y que era capaz de hacer lo que el robot le había pedido con respecto a reparar las averías.

—Estoy dispuesto —dijo.

—Sí… y es hora de empezar.

La forma robótica adoptó una posición desde la que podía ver el mecanismo cerebral y las manos de Clark mientras comenzaban la tarea del desmontaje. Visión y habla quedaron con el robot, pero por otra parte la criatura metálica se quedó inmóvil y sin vida.

El proyectil había penetrado en la envoltura, ligeramente desde abajo, y había roto una considerable masa de componentes del fondo de todo el conjunto. Durante una hora Clark arrancó las partes quemadas y averiadas, sintiéndose como un cirujano operando en un cerebro humano.

Una vez limpia la herida, según la imagen que él mismo se creó, se encaminó al armario de recambios y comenzó a extraer una enorme cantidad de unidades múltiples para reemplazar a las averiadas y volver a conectar el cerebro al sistema de control del navío.

Rápidamente, comenzó el trabajo de sustitución, utilizando el cable capilar irrompible que halló. Trabajó desde el extremo del control hacia el cerebro en sí, con el fin de colocar estos circuitos en su lugar antes de reconectar el mecanismo cerebro a las formas robóticas.

De pronto oyó un grito de alarma de Hain Egoth.

—¡Vienen! Sus hombres atacan el navío desde todas direcciones, tanto que apenas puedo describirlas. ¡No deje que le encuentren aquí! ¡Suelte a sus compañeros y dígales que se vio obligado a trabajar en el mecanismo y que logró escapar! ¡Le creerán y así se salvará usted también!

Clark dudaba. Alzó la vista hasta la inmóvil faz del robot donde los ojos mecánicos aún mostraban su débil luminiscencia. Miró el verde mecanismo bajo, sus manos. Nunca habría otra posibilidad; esta era la única.

Sólo una cosa parecía retenerle. Tuvo la visión momentánea del rostro despreciativo de George Demars. Entonces desapareció.

—Terminaré —dijo—. Puede que haya tiempo. Durante largo rato el robot no dijo nada, pero Clark pareció sentir fijos en él sus ojos luminosos.

—Desearía que mi raza le hubiese conocido, Clark Jackson —dijo el robot.

II

Clark aumentó su velocidad hasta el límite. En su cerebro se formó un nuevo propósito y rogó al cielo que le concediera tiempo para llevarlo a cabo. Entonces, mientras aún estaba inclinado en el montaje de la máquina, oyó pasos a su espalda. No se volvió a mirar; sabía quién era el que acaba de entrar.

—Apártese, Clark —ordenó George—. Apártese de esa máquina o le mataré.

—Tendrá que matarme —contestó Clark—. Pero me gustaría saber cómo lo descubrió.

—Había un micrófono oculto en su habitación. ¿Cree que hubiéramos dejado a alguien sin vigilancia en algo tan importante como esto? Hasta sus pesadillas fueron grabadas y examinadas. ¡Quite las manos de esa máquina!

La mano izquierda de Clark descansaba en una pequeña palanca cercana a su cabeza.

—Mientras tenga las manos aquí, creo que estaré a salvo —dijo—. Incluso si me dispara, podré realizar lo que es necesario hacer mientras me desplomo.

—¿Qué es ello?

—¿No lo sabe? La puerta exterior está abierta. En tres segundos podríamos estar a quince mil metros de altura y si el frío y el vacío no nos matasen, la aceleración lo haría.

Alzó un momento la vista y se sorprendió al ver que el rostro de George se contraía de ansiedad y estaba tan cubierto de sudor como debía estarlo el suyo propio.

—No lo creo —dijo George—. Los demás estarán aquí dentro de un momento; Podemos apartarle de ahí sin disparar ni luchar —se volvió un instante y gritó—: ¡Teniente! ¡Por aquí!

—¡Que no se acerque nadie más de lo que lo está usted!

Desesperado, Clark miró a la maquinaria. Menos de una docena de conexiones quedaban por hacer para que pudiese llevar a cabo la amenaza de elevarse, pero George no podía saberlo. Mantuvo una mano en el control y trabajó rápidamente con la otra. Trató de mantener la conversación para impedir que George se recobrara.

—No entiendo por qué me dejaron llegar tan lejos si estaban enterados de mi conversación con Hain Egoth. ¿Cómo no me arrestaron entonces?

—Porque quería salvarle —dijo George—. Es usted un hombre al que no puedo permitirme el lujo de detener. Diez individuos con las más altas capacidades no podrían hacer el trabajo que efectuó usted en el pasado; y ahora le necesitaba a usted aquí.

—Pero no creo que haya logrado salvarme, George —repuso Clark—. O me va a tener que matar de un tiro o voy a lanzar el navío al espacio y moriremos todos.

—No le dispararé ningún tiro —dijo George con suavidad—, y usted tampoco bajará esa palanca.

»Si le hubiera arrestado anoche, usted se habría quedado helado y le habríamos perdido para siempre. Tuve que dejarle proseguir; tenía que permitirle que advirtiera el completo fracaso de cualquier intento para impedir que poseamos este regalo de los dioses, como suelen llamar al navío. Puede que tengan razón al darle ese apelativo; quizás el pueblo que lo posea pueda llegar a ser una especie de conjunto de dioses. Vamos a descubrirlo y nada en la Tierra nos lo impedirá. Usted lo intentó y ha fracasado. Ahora regrese con nosotros y ayúdenos.

Clark se sintió durante un instante estupefacto de la incredulidad al darse cuenta de que George decía lo que pensaba. George le perdonaría le repondría en su puesto de la comisión, incluso ahora.

De pronto, cada instante de su vida en la que se había relacionado con George Demars volvió a su mente. Volvió a ver la arrogancia del joven universitario que podía hacer cualquier cosa que se le propusiera mejor que los demás; que era capaz de resolver una ecuación diferencial y ejecutar un concierto de Brahms y conducir un descapotable amarillo y robarle la novia a cualquiera.

—Este navío no es ningún Cadillac amarillo —dijo Clark suavemente.

Los ojos de George se le desmesuraron como si le acabaran de dar un bofetón en la mejilla, luego en su interior creció una compasión increíble. La mano del revólver le tembló.

—Todos estos años… —murmuró—. Han pasado tantísimos años y sigue usted pensando en aquello.

Un par de tenientes aparecieron tras George, Clark apretó los dedos en torno a la palanca. Había terminado la última conexión.

—Que no se acerquen más —advirtió. George les ordenó que retrocedieran con un simple gesto, pero siguió apuntando a Clark con su revólver de reglamento.

—Qué palabra ha escogido —continuó Clark con un tono tan indiferente como si estuvieran hablando en una tranquila sobremesa—. Habla de salvarme… y quizás, después de todo, esa sea la palabra adecuada. Eso es lo que hace usted a la gente, ¿verdad? La salva para utilizarla en sus fines particulares. Si mi derrota le proporciona algún placer ahora, aprovéchese cuanto pueda.

—¡Estúpido! —gritó George—. ¿Es que nunca aprenderá? ¿Es que jamás tendrá coraje suficiente para mantenerse en pie y tomar lo que desea y tenga derecho? Toda la vida se la ha pasado vendiéndose a si mismo barato; ahora está dispuesto a hacer lo propio con toda la raza humana.

»Pudo usted tener a Ellen Pond… ¿no lo sabía, Clark? Lloró la noche en que la devolví al baile ya demasiado tarde y usted se había ido; lloró por lo que usted pudiera pensar. Debí decírselo. Quizás las cosas serían diferentes ahora. Pero no lo hice porque usted no tenía bastante de lo que hay que tener para merecerse a una chica como Ellen; y sigue sin tenerlo.

»Si piensa que soy un embustero, pruebe lo contrario. ¿No cree que sé lo que significa dar suelta a esta ciencia antes de que seamos capaces de asimilarla adecuadamente? Puede que tenga razón; quizás nos destruiría en vez de enriquecernos. Pero tenemos derecho a averiguarlo, derecho a alcanzar una respuesta positiva en vez de no saber nunca y lamentar siempre haber podido salir de dudas.

»Se requiere coraje para hallar la verdadera respuesta a esa pregunta. Pero no se necesita nada para deslizarse a nuestra espalda y tratar de destruir nuestra única posibilidad de despejar nuestras incertidumbres. Si tiene valor, aparte la mano de esa palanca y…

Casi simultáneamente se produjo una levísima contracción de los músculos de la muñeca de Clark y el estampido de un disparo.

La mano de Clark se alzó en movimiento reflejo ante el doloroso impacto en su pecho. Se tambaleó un momento sobre sus rodillas y carraspeó y cayó de costado.

George dejó que el revólver se le escapara de entre los dedos. Una náusea infinita estalló en su interior cuando vio la roja sangre salpicándolo todo. Rodeó la masa del cerebro robótico y se arrodilló junto al físico.

Los ojos de Clark permanecían abiertos, buscando frenéticos algo que enfocar. Entonces vio el rostro de George y le miró un momento.

—Siempre ganas —murmuró—. Este navío es mucho mejor que un Cadillac amarillo, ¿verdad?

Cerró los ojos y luego hizo un tremendo esfuerzo final.

—Toda mi vida odió tu coraje —dijo con fervor.

Al cabo de un rato George se levantó, los brazos colgando a sus costados desmadejadamente. Miró al físico muerto y a los restos del robot. Los ojos mecánicos le vigilaban, pero Hain Egoth no habló. George se preguntó si una vez más podrían restaurar a la criatura mecánica dándole la vida. Pero sabía con certeza que nadie era capaz de restaurar a Clark Jackson.

—Debí habértelo dicho —murmuró al muerto—. Quizás si hubieras tenido a Ellen todo sería distinto; poseías más de lo que de ordinario tiene un hombre y con ella serías quizás el mejor dotado de todos. ¿Pero cómo puede saber cada uno de nosotros cuándo tiene razón y cuándo está equivocado? Podemos seguir a aquello en que creemos, ¿pero cómo llegaremos a saber que nuestras creencias son la verdad absoluta?

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