Cosas

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Correo del caos (Poul Anderson) » 1

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El proscripto dijo:

—Pero si ustedes tienen libre albedrío, el sentido de voluntad como un factor casual en sí, independientemente de la casualidad, entonces tienen el caos. Poseen un futuro que no queda únicamente determinado por el pasado y cualquier cosa… cualquiera… puede suceder.

—Necesariamente no —replicó el filósofo—. Es natural que usted esté bajo los prejuicios consiguientes en favor del determinismo absoluto; y sin embargo mucho de lo que habla hace creer en la libre voluntad. Del todo diferente de la experiencia directa, hay cosas tales como el principio de incertidumbre…

—Superado —saltó el proscripto, encendiendo un cigarrillo.

El breve resplandor del fósforo colocó asombrosamente en relieve contra la obscuridad de la habitación su rostro, flaco y de nariz ganchuda, con un mechón de pelo rojo cayendo sobre la alta y estrecha frente. No tenía los ojos quietos nunca; hurgaban por entre las tensas sombras. Cada débil ruido de la noche y de la ciudad exterior les impulsaba a mirar por las gruesas cortinas de la ventana. Antaño fue un joven apuesto, pero la vida le había envejecido.

—Superado —volvió a decir. Las palabras se desparramaron, su aspereza rota por encima del ritmo suave del arrastrar de sus pies, paseando de arriba abajo y en torno a la habitación, donde el filósofo era una sombra más profunda, en el viejo y añorado sillón—. El principio de una incertidumbre se aplica sólo a los fenómenos individuales subatómicos, no a la legalidad estadística del universo microscópico.

—Podría traer una cita del físico Darwin —dijo el filósofo—. Supóngase usted que tiene un aparato o un átomo, que emite un solo electrón con igual probabilidad de ir en dos direcciones. Puesto que el electrón puede tomar uno de esos dos caminos, su sendero actual queda indeterminado por su historia anterior; puede decirse que tiene libre albedrío, ¿eh? En uno de esos posibles caminos coloque usted un contador Geiger corriente; en el otro, una unidad amplificadora que el electrón puede hacer funcionar y que a su vez haga estallar a un cartucho de dinamita. Con toda seguridad, la diferencia entre un inofensivo chasquido y una explosión que puede destruir a la ciudad entera es importante en el microcosmos. ¿No?

El filósofo rió por lo bajo, una carcajada silenciosa que el proscripto recordó a través de la inmensidad de los años. Era como si el hombre estuviese plantado ante su clase de nuevo, discutiendo por todas partes a la vez, mostrando un enigma y una paradoja con la esperanza de provocar una reacción prevista. Cualquier respuesta genuina lo haría… al filósofo jamás le importó mucho lo que creyesen sus estudiantes, mientras que hubiera algo dentro de sus cráneos. Siempre había pretendido que una conclusión final representaba la muerte del intelecto y su postura le había costado últimamente su cargo. Si no hubiera sido demasiado conocido en el mundo exterior, quizá le hubiera costado hasta la vida.

La chispita roja del cigarrillo del proscripto se debilitó y osciló, como un diminuto puño batiendo contra las puertas de la obscuridad. La tensión se estremeció en sus palabras. Había hecho huir a su viejo maestro para salvarle la vida y ahora apartaba de sí este argumento para recobrar o no perder la cordura; pero su calma fina y tensa estaba a punto de desmoronarse.

—Eso es distinto —respondió—. El camino del electrón no queda determinado por consideraciones de energía. Pero uno no puede torcer el curso predeterminado del microcosmos sin gastar energía, sin mover átomos, ¿verdad?, y puesto que esa energía en sí es uno de los factores determinantes, sucede que tal cambio de curso —como un ejercicio de libre albedrío, si usted gusta— violaría la ley de la conservación.

—No al menos que una persona como Clerk Maxwell piense de otro modo —dijo el filósofo—. Sugirió una vez que…

—¡Al diablo con Maxwell! —Era rabia contra el mundo que se mostraba en la voz del proscripto. Había escapado de las celdas de tortura del estado demasiado recientemente para aguantar mucha oposición—. Le digo a usted que un universo conteniendo libre albedrío, sería un universo de caos… sus explosiones Darwinianas ocurrieron en todas partes, en todo momento. Y sin embargo usted siempre ha mantenido que había un sistema para los acontecimientos, que la vida iba a algún lugar, que tenía alguna meta…

—¿Cómo…? —Reprimió la sarta de obscenidades que le habían acudido a los labios, chupó frenético de su cigarrillo y siguió con una rabiosa especie de control—. ¿Cómo puede reconciliar las dos nociones? Las fórmulas de libre voluntad y de un universo teleológico se contradicen mutuamente.

—No, no lo hacen —el filósofo podía haber estado sonriendo; en la obscuridad no se podía decir—. Yo sólo he dicho que las especulaciones filosóficas de Maxwell indican un camino para que exista la libre voluntad; y en su trabajo puramente científico sobre los gobernantes, uno puede quizás hallar un rastro que conduzca al mecanismo de la teleología. El concepto de retroalimentar…

Algo pareció romperse dentro del proscripto. Lanzó su cuerpo zanquilargo a una silla y se sentó durante largo rato sin escuchar. Cuando volvió a hablar, había cierta finalidad mortal en él:

—Ante eso, señor, puede que esté inclinado a acompañarle parte del camino… tan lejos como ese insensato caos de libre voluntad incontrolada. Cuando uno ve que se acerca el Día del Juicio y que el hombre lo trae sobre sí —contra toda cordura—, uno se pregunta si puede haber razón en el universo… Usted dijo una vez, ¿verdad?, que la historia ha mostrado una tendencia hacia lo mejor… que cuando las cosas se ponen terriblemente mal, algo ocurre para compensar, para devolver a su línea el curso de los acontecimientos.

—Eso es cierto —asintió el otro—; usted puede encontrarlo paso a paso. No vivimos en el mejor de los mundos posibles, pero tampoco es el peor, y progresamos. Es como si la providencia nos hubiese dado libre voluntad para poder forjar nuestro propio destino; y luego —para asegurar que no quedaríamos fuera de control, que el destino remoto conseguido por nosotros era el adecuado— ha puesto una especie de gobernador también sobre el cosmos. Una retroalimentación negativa, podría decirse, para que una torpeza demasiado grande provocase por si misma reacciones compensadoras. La idea del equilibrio dinámico es antigua en la ciencia física; y no veo por qué no se puede aplicar. También veían al mundo humano.

La sonrisa del proscripto, vista brevemente mientras daba una chupada a su cigarrillo, era bastante horrible.

—Ahí difiero. He visto cómo las cosas van a estrellarse y sé que es demasiado tarde. Ellos encarcelaron, torturaron y fusilaron a quien se atrevía a hablar en su contra; los extranjeros se mostraron demasiado cobardes para actuar mientras todavía había tiempo… y ahora, amigo mío, el Estado tiene la bomba de conversión y no hay nada que podamos hacer para detenerlos.

Al cabo de un momento añadió, casi distraído:

—Por eso es por lo que no me he suicidado. El Estado me ahorrará la molestia cuando ponga en funcionamiento esa reacción y al mismo tiempo arrojaré en el trato una maravillosa y brillante exhibición pirotécnica.

Hubo un larguísimo silencio. Algunos ruiditos llegaron desde las calles obscuras, arrastrar de pasos en la nieve, el zumbido de un automóvil, una vez el agudo silbato de un avión a chorro volando por encima de sus cabezas. Hacia frío en la habitación, y los dos hombres estaban pobremente vestidos y su carne se estremecía.

—Un momento de calor —dijo el proscripto con aire ensoñador—. Una gran luz blanca.

—¿De veras piensa que… inflamará la atmósfera? —El susurro del filósofo rebordeó por toda la estancia, apagado por las sombras y acosado por el techo como límite. Una viga crujió al enfriarse más.

—Si. Por eso… ¿Qué diablos…?

El proscripto estaba en pie y retrocedía contra la pared, gruñendo mientras trataba de coger su pistola robada. El filósofo movió su cuerpo ponderoso más despacio, levantándose y retrocediendo lejos de la inesperada radiación.

—¡Oh, no…!

Un zumbido en la habitación; las paredes parecieron temblar; una ráfaga de viento mientras la perlada luz sin origen se espesó. El arma del proscripto detonó dos veces. Las balas alcanzaron a la cosa que estaba tomando forma y estallaron con una breve llamarada roja.

—Dios del cielo…

—Del infierno —gruñó el proscripto—. Han enviado a un mensajero especial del infierno por nosotros.

Su mente corrió, breve, alocadamente: No hay duda, el Diablo quiere algunas muestras de la maldad moderna. Bueno, no pueden enseñarme mucho que yo no haya visto ya.

La visión se hizo sólida. Pudieron oír cómo las tablas del suelo crujían bajo su peso. Tenía cola y una cabeza redonda y con morro; su cuerpo pelado color oro pálido, estaba arropado por una especie de telaje Y un nimbo azul pendía en su torno, iluminando contra la obscuridad y haciendo que los rostros humanos adquiriesen un tosco relieve. Los ojos eran grandes, luminosos y muy hermosos.

Les miró con asombro y con una extrañeza que poco a poco se convirtió en aceptación semicomprensible. Entonces empezó a hablar.

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