Cosas

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En el principio (Damon Knight) » Capítulo I

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CAPÍTULO I

I

—Bueno, ¿qué te parece?

Green, cuyo nombre completo era voluminoso, puesto que describía cada color y banda de su espectro, alzó la vista del pequeño mecanismo brillante y miró al otro durante un momento sin responder. Su compañero era una entidad aún dentro de su primitiva evolución, no tenía más de cien años de viejo, si los había cumplido; sus energías todavía flameablan fieramente con un azul blanquecino dentro de la fuerza matriz globular de su cuerpo.

Green se daba perfecta cuenta del brillo desvaído de su propia matriz anciana; además, se sentía azorado y un poco temeroso.

Envió colores de conversación saltando deliberadamente a través del hemisferio de su cuerpo visible, hasta el del otro.

—No sé exactamente qué decir. ¿Esperas en realidad que funcione?

—Ciertamente no. Un científico jamás espera que funcione nada que no haya sido probado. Todo lo que puedo decir es que no veo motivo alguno para que no tenga éxito. Mira; este motor recibe energía de mi propia batería. La máquina en sí puede ser controlada perfectamente a distancia; ya has visto las pruebas.

—Los receptores —señaló a una fila de rejillas montadas en la popa del diminuto coche aéreo—, recogen cualquier energía radiada y la transmitirán a mi sistema receptor de pantalla y hay otros mecanismos dentro que corresponden a nuestro sentido de la masa. Así, si tengo éxito, conseguiremos una imagen completa del interior de un lugar de tal forma que ninguna persona en toda nuestra historia haya visto cosa por el estilo sobreviviendo a ello.

—Sé todo eso —le interrumpió Green—, me lo has explicado con frecuencia… ¿piensas que puede funcionar? ¿Lo crees posible, que por todos los medios los mortales descubran lo desconocido?

Blueviolet hizo que su espectro destellara con impaciencia.

—Desconocido, y un cuerno —lo malo en ti, Green, es que nunca te has recuperado de la enseñanza que te dieron en tu juventud, cuando el renacimiento estaba en sus comienzos. Tu arte se ha beneficiado por las nuevas libertades de expresión; ¿por qué crees necesario aferrarse a supersticiones en otros campos?

Green guardó un triste silencio.

—¿De qué tienes miedo? ¿De qué fracasemos y los dioses se alcen con su maldición y nos destruyan?

—No —respondió despacio Green—; creo que tengo miedo de que tengas éxito.

Blueviolet extendió un cable tractor y recogió el coche aéreo.

—Es inútil discutir contigo, supongo. Tengo que mostrarte con una prueba de que te equivocas; sólo espero de que eso no te vuelva loco.

El aprendiz de Blueviolet estaba esperándoles en la ventana, en un deslizador.

—¿Todo preparado? —preguntó el científico.

—Preparado. Ha habido unos cuantos curiosos por los alrededores, pero no reconocí a ningún sacerdote. Probablemente estarán todos en Nueva Asia, asistiendo a los Cultos.

Green entró y ambos marcharon suavemente alejándose del enorme edificio cilíndrico, con el motor de deslizador zumbando con una energía desproporcionada a la potencia de tracción que efectuaba. Abajo, la Tierra se extendía y se desarrollaba ante ellos. Cruzaron el golfo que rodeaba el laboratorio de Blueviolet por tres lados y marcharon por mesetas pronunciadas, apenas cubiertas de tierras y salpicadas de enormes peñascos. De horizonte a horizonte, nada se movía excepto ellos mismos; no había rastro de vida. El enorme sol grande y caliente brillaba desde el firmamento azul obscuro, enviando una masa excitante y terrible de radiación sobre la Tierra. Las ondas de calor enturbiaban y distorsionaban la imagen; lejos, en la distancia, el serpenteo diminuto de un río era el único alivio ilusorio de frescura, contra los fieros colores de la llanura.

Montañas desnudas ciclópeas aparecieron y se alzaron rápidamente a su encuentro. Ellos giraron para evitar una cadena de atronadores volcanes, que lanzaban sus gases lívidos y sus escombros por millas dentro del fino aire, y zigzaguearon por las relucientes serpientes de su lava que corrían descendiendo por las obscuras laderas. Luego las montañas dieron paso de nuevo a las llanuras y a las mesetas y la creciente velocidad turbio la vista hasta convertirlo todo en un torrente amorfo.

II

—Comprendo el punto de vista de Green —dijo el aprendiz, horas más tarde—. Consideremos los hechos: durante seis milenios de historia nuestra raza ha vivido aquí: y siempre, desde el principio ha sido lo mismo. Nacemos en esto… En este lugar… En el Polo Norte del planeta. Desde ese día, hasta cuando voluntariamente volvemos a él para morir, somos incapaces de aproximarnos o de aprender nada que le concierna.

»Doscientas generaciones de nuestra raza tratando de resolver ese singular misterio… Y fracasado. Bajo esas circunstancias, hay sólo dos alternativas para una mente cuerda. Una, aceptar el dogma del arciprestargo y fundir la individualidad propia en su incuestionable fe en los dioses de benevolencia y de la ira. La otra, pensar en el lugar tan simplemente como si fuese un fenómeno inexplicado; un problema que la ciencia todavía no ha resuelto pero que, con el tiempo, resolverá.

»Pero aún así es imposible ignorar el hecho de que el lugar es de trabajo de seres inteligentes y no una manifestación de la naturaleza. Nosotros somos seres con libre albedrío. Somos…».

—¿Has leído alguna vez los libros de Orangered de Antártica? Están prohibidos por la Oligarquía, claro… pero él pensó entre otras cosas que nosotros somos exclusivos, propiedad. Ese no es un pensamiento confortable… ¿No te extraña por qué tantos adoptaron el Salto en los primeros días del Renacimiento?

Green miró hacia abajo a través del suelo transparente del deslizador, el azul océano Ártico que pasaba veloz. Pensó en el rápido y fácil salto a través de la estratosfera al vacío, donde la radiación pura, sin pantallas del sol, fluiría de su cuerpo más allá de su poder de absorción o de reflexión… Y entonces, rápidamente, la piadosa extinción… No, no era un pensamiento confortable.

Ahora disminuían la marcha, deslizándose al encuentro de un anillo de bajas montañas que escondían la hondonada en forma de copa de un valle. Green captó un templo aferrado a la ladera del picacho más alto y luego otro a pocas millas de distancia y otro. Un ribazo amplio y plano fue a su encuentro y el deslizador se posó gentilmente a la sombra de una cornisa. Más allá de esa cornisa…

—Esto es territorio proscrito —dijo Blueviolet—. Señores, mejor que trabajemos de prisa. Saca fuera ese vehículo aéreo Yallow.

—Sí, señor. ¿Quiere que llevemos todo el proyector hasta lo alto del ribazo?

—No. Podemos controlar rápidamente el aparato desde aquí y resulta así más seguro. Ponlo en el suelo.

Un globo blanco azulado apareció bruscamente sobre el borde de un volcán muerto; osciló durante un momento y lego se dirigió hacia ellos. Yallow subió en el deslizador y agitándose inseguro se asomó de nuevo.

—¿Qué es? —preguntó tenso Blueviolet.

—No lo sé… ¡Oh! ¡Oh! Es un sacerdote, me temo. Puedo salir de las bandas obscuras hasta el extremo más bajo de su espectro; ese tipo invariablemente entra en la Iglesia.

Blueviolet se unió a él en el borde del ribazo.

—Vuelve; Yo le hablaré.

El sacerdote bajó describiendo una curva y se detuvo a cien pies por encima de ellos.

—¿Qué estáis haciendo en lo más Sagrado de lo Sagrado? —preguntó.

—Trabajamos en la causa de la ciencia —le respondió secamente Blueviolet.

El otro les miró silencio durante un momento y luego comenzó:

—Jóvenes, ¿no teméis por vuestra alma inmortal? Abandonad la locura y marcharos de este lugar. La ira de…

Blueviolet le atajó.

—Soportaré cualquier ira que tú puedas lanzar sobre nosotros. Esta situación es necesaria para tomar ciertas observaciones y yo pienso quedarme.

—Será mejor que aceptes el consejo y te marches. Los dioses no carecen de fieles servidores en la tierra; y si ellos desdeñan castigarte, nosotros no.

—Correré este riesgo.

El sacerdote comenzó a hablar, cambió de idea y se marchó rápidamente alejándose de nuevo. Blueviolet le contempló hasta que se perdió de vista y luego volvió al deslizador.

—Empecemos —dijo—. Va a ir en busca de ayuda, pero tendrá que ir hasta el East Azurg para conseguirla y para ese tiempo ya nos habremos marchado.

Yallow miró hacia el horizonte, más allá de donde el sacerdote se había desvanecido.

—Pues creo que es la última vez que le veremos.

Y dicho esto guardó silencio.

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