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El hombrecillo verde (Noel Loomis) » I

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I

El hombrecillo verde de cejas coloradas y cola de pluma de pavo real apareció sobre el banco de porcelana del laboratorio químico.

—Te voy a dar —dijo a Engar—, un último aviso. Si vosotros, gente de la Tierra, no apartáis esta estación de Urano dentro de tres días, tomaré mis medidas.

Hablaba con un silbido pajaril muy peculiar y su apariencia era tan rara que Engar nunca fue capaz de desembarazarse por entero de la sensación de que el ser con quien estaba hablando tenía cabeza de cascabel… a excepción de los dorados ojos del hombrecillo.

De ordinario aquellos ojos eran suaves y gentiles y acordes con su aspecto; pero en este momento, el hombrecillo estaba evidentemente furioso. Sus ojos dorados ardían con un fuego extraño que dio a Engar una sensación incómoda, muy incómoda. Con toda seguridad no había nada que pudiese hacer aquel ser para lastimar a la gente terrestre… pero parecía tan seguro de sí mismo…

Engar, sentado en su taburete de cromo con el registro magnetofónico ante él, contemplaba los variantes colores que subían y bajaban hasta una altura de 33 m. en las columnas de intercambio iónico, mientras las raras soluciones terrestres se vertían a través de las resinas sintéticas, de manera claramente inconfortable. Parpadeó un poco sobre el taburete, tomando nota mental de que la columna número 3 estaba ya lista para su extracción; no debía dejar que el hombrecillo lo distrajese, porque esta extracción sería químicamente pura… el fin hacía las columnas en que habían estado trabajando durante semanas.

—Me temo —dijo el otro hombre con voz pajaril, subida de tono— que no prestas atención a mis palabras.

—Sí, la presto —replicó Engar, vigilando cómo el anillo color guisante comenzaba a formarse cerca del pie de la columna. Miró al hombrecillo verde y comenzó a formular protestas de amistad, pero la luz de aquellos ojos dorados era demasiado intensa para él; tuvo que apartar la vista—. Después de todo —dijo—, soy el único técnico del laboratorio aquí.

—Técnicamente —contestó el uraniano—, dices la verdad; pero moralmente estás eludiendo el hecho de que eres un hombre de gran categoría, de grandísima categoría para ser terrestre.

Engar era un joven orgulloso, pero también modesto. No respondió, mientras mantenía los ojos en la columna y en sus variantes colores.

—Sería evidente para cualquiera pero no para un hombre rana, que en la Tierra enviara sólo a la crema de sus científicos para apostarlos en un lugar como este.

—Eso puede ser cierto —asintió Engar—, pero actualmente no soy más que un trabajador aquí.

—Tienes un superior, ¿verdad?

—Sí —dijo Engar, viendo ahora, en lugar de la columna de intercambio, el rostro en forma de corazón de Corinne Madison, con su pelo negro y su limpia piel blanca, y sus intentos constantes de ser comercial en lugar de femenina. Una mirada de Corinne, era bastante para decir a cualquiera que tal transformación apenas le convenía, y Engar había dado eso mirada—. Pero ella no tendría autoridad para desmantelar esta fábrica.

—Entonces alguien allá en la Tierra la tiene —dijo el ser con una insistencia que comenzó a ser enojosa. De pronto Engar deseó poderse ir; era inmensamente ridículo que tal criatura le amenazara. Después de todo, la Tierra había alcanzado un desarrollo tecnológico mucho más allá de cualquier otro que pudiera hallarse en el Sistema Solar. Claro, habían individuos y unas pocas especies distribuidas en los diversos planetas, que tenían facultades personales bastante extraordinarias; pero esos, en total, eran como nada comparado con los resortes combinados de la trinología terrestre. Durante un momento Engar estuvo tentado de hablar con viveza al hombrecillo y desembarazarse de él; pero entonces se acordó de que estaban obligados a mostrarse corteses con todas las gentes, sin importar las circunstancias. Dijo:

—Muy bien; enviaré tu mensaje a la Tierra.

La voz del hombrecillo bajó al tono normal.

—Volveré mañana.

Engar estaba preparándose para tocar el botón y poner en movimiento el extractor.

—Tudia —señaló—, tiene menos de once horas y costará lo menos tres horas para que un mensaje haga el viaje de ida hasta la Tierra por microonda. Has de darte cuenta que doscientos mil millones de millas son una gran distancia y…

—¡Seis horas para la comunicación! —le respondió el hombrecillo para añadir—: mañana habrás tenido tiempo suficiente de todas formas.

—Tendrá que pensar sólo en la Tierra —destacó Engar.

Los ojos dorados del hombrecillo comenzaron a irradiar de nuevo una brillantez que volvió a Engar.

—Os llamáis raza de criaturas inteligentes. ¿Entonces necesitáis días para llegar con vuestros grandes cerebros hasta una decisión?

Era aparente que el uraniano, viviendo una parte del gran planeta donde habían otros pocos habitantes, si es que estos existían, tendría dificultad en comprender cómo se hacían las cosas en la Tierra, en donde tenían que convocarse conferencias, y hombres de diversas partes del planeta deberían reunirse para discutir una cuestión tan importante como esta. Además, era difícil concebir que la Tierra, después de pasar 20 años y gastar varios millares de millones de dólares preparándose para este trabajo, se hiciese atrás y retirase la instalación eléctrica ante la requisitoria de un hombrecillo verde como materia de hecho. Engar no tenía idea de que el director de la estación aceptase si quiera transmitir tal mensaje a la Tierra.

Había que considerar también otro factor: las columnas de intercambio iónico, que representaba el trabajo de toda una vida para Engar Jarvin. El intercambio iónico era su especialidad; lo había estudiado exhaustivamente; por eso le eligieron para la estación de Urano. Las enormes columnas de 30 metros con sus cargas de 50.000 litros que duraban durante semanas, donde estaban sus criaturas especiales; no podía marcharse y dejarlas. Y estaba también en el factor menor pero personal: ¿Cómo podría proseguir su carrera allá en la Tierra, si dejara aquella estación sin ningún motivo explicable? Los téstennos científicos de la Tierra nunca aceptarían su historia sobre el hombrecillo verde… y como nadie más había visto al uraniano allá en la Tierra se le mostrarían muy educados, pero mientras almorzaran dirían con tonos casuales: «Engar Jarvin se desequilibró allá en Uranio. Mala cosa. Tenía ante sí un gran porvenir».

Bueno… Engar aspiró una profunda bocanada de aire. Lo que él deseaba hacer ahora era desembarazarse del hombrecillo sin enfurecerle. Le tenía aquel ser… Había simpatizado con él desde el primer día en que apareció en el laboratorio, salido de no se sabe dónde para formularle preguntas; Engar le respondió con cortesía porque, después de todo, el hombrecillo llegó primero a Urano. Por lo menos, eso creía Engar.

La célula de selenio destelló un aviso y Engar comenzó a retirarse. Entonces miró al hombrecillo.

—¿Quién debo decir que solicita nuestra… ejem… retirada de Urano? —preguntó.

—Nolos.

—Será una ayuda —sugirió Engar—, si puedes decir si representas algún cuerpo sustancial de uranianos.

Nolos comenzó a echar humo.

—Naturalmente, que no puedo representar a las arañas que viven en lugar cálido; puedes decir que represento al cinturón frío de Urano.

—¿Cuántos ciudadanos?

—Cinco en total. —¿Dijiste cinco?

—Cinco.

Engar suspiró. Había tan poco terreno para la conversión entre ellos que la cosa resultaba desesperanzadora. ¡Cinco suponían para quinientos mil millones!…

—Entregaré tu mensaje a mi director —dijo finalmente Engar.

Nolos pareció ablandarse un poco.

—Volveré exactamente dentro de tres días —anunció, para añadir—: La persona más estúpida de los diez planetas, debería ser capaz de haberse decidido con ese plazo de tiempo.

La extracción había comenzado. Engar contempló cómo el liquido color guisante se vertía por los desaguaderos en la base de la columna durante un momento. Luego, miró a Nolos. ¿Cómo sabía Nolos que habían 10 planetas? Estaban en el año dos mil cuatrocientos dos y Stygia había sido descubierto apenas hacía cincuenta años; Engar se sintió seguro de que aquel ser no había tenido contacto con los humanos hasta que él mismo, el propio Engar vino con el primer envío de material para establecer la Estación en Urano.

El terrestre recordó el dolor de cabeza que tuvo, tratando de revisar todo el género, moviéndose a través de la atmósfera de metano de Urano con una escafandra de plástico sobre la cabeza; temiendo casi de manera constante el destello rojo de sus indicadores que significaría que su energía calefactoria se había gastado… porque la temperatura de Urano de la superficie era menor a casi cuatrocientos grados Fahrenheit. Hacía tanto frío, que todo el amoníaco de la atmósfera de Urano hacía tiempo que se había congelado; si el suministro de energía de un vestido térmico se agotaba, sería mejor que el hombre comenzase a correr a toda velocidad en dirección a la cúpula.

Un trabajador envió el destello rojo, pero había comenzado a alzar una palada de tierra —amoníaco helado— y entonces comenzó a caminar hacia la cúpula. No llegó; estaba a menos de 15 metros, pero cuando lo recogieron y lo levantaron parecía una estatua de piedra, solo que no tan pesada.

Eso era algo bueno en Urano: aunque tuviese cinco veces el diámetro de la Tierra su densidad resultaba considerablemente menor; y debido a su tamaño la atracción gravitacional en la superficie casi igualaba a la de ésta.

Engar se acordó de cómo colocaron el cuerpo en el agujero exterior de uno de los cruceros de suministros que volvían a la Tierra. Había pensado mucho en enviar el cuerpo para que lo enterrasen, pero era preciso considerar los sentimientos; el hombre tenía familia, y además, al volver los navíos iban sin carga.

Había estado contemplando el reguero llameante de los cohetes en su arco trasorbital —un sendero de rojo espumoso y llama amarilla a través de la atmósfera verde marino— y se preguntaba cuántos hombres más volverían a la Tierra de la misma manera. Estaba sentado en un taburete de campaña dentro de la cúpula, después de que todo el mundo se hubo acostado, con el libro registro en el regazo; eso fue cuando se le apareció por primera vez el hombrecillo verde, como salido de la nada. Se quedó plantado dentro de la puerta de plástico de la cúpula con sus ojos dorados reluciendo, y Engar se preguntó rápidamente cómo había podido cruzar la zona del frío.

La cola como plumas de pavo real se extendió amplia, y el ser dijo:

—¿Qué estáis haciendo aquí?

Eso dejó a Engar sorprendido durante un momento, porque los informes de los exploradores no demostraban hubieran seres vivos en el propio Urano, excepto las grandes arañas que vivían en el único lugar caliente del planeta, que quedaba a cincuenta milimillas de distancia, cerca del punto que apuntaba siempre hacia el sol.

Engar estudió al hombrecillo, tanto como pudo hacerlo educadamente, observando su piel verde marino, lo colorado de sus cejas, el silbido pajaril de su conversación, y dándose cuenta por último de que el hombrecillo le había hablado en lenguaje terrestre. Entonces comprendió, también, que el hombrecillo le había hecho una pregunta.

—La Tierra se ha visto obligada a ir a otros planetas en busca de muchos elementos raros —dijo Engar—; ocurre que Urano es rico en algunos de estos elementos.

—¿Cuáles?

—Todas las tierras raras… especialmente el presodimio.

—¿Para qué os sirve el presodimio?

—Con sus moléculas alineadas adecuadamente mediante la aplicación de un altísimo voltaje y una corriente de elevada frecuencia, y en una aleación adecuada con ciertos otros elementos, forma una sustancia que actúa como un escudo gravitacional.

—¿Por qué necesitáis protejeros de la gravedad? —preguntó el hombrecillo.

—Para, por ejemplo, poder ir a otros planetas. El hombrecillo pareció disgustado.

—Queréis presodimio… para poder ir a otros planetas y encontrar más presodimio; ¿verdad?

—Parece que eso suena como una simple simplificación —dijo Engar.

—Me estoy comenzando a preguntar si algo puede hacerse demasiado simple para la mente de un terrestre —repuso el ser.

Pero Engar destacó:

Apenas soy responsable de las fuerzas que impulsan a los terrestres; ellos hacen lo que hacen y siempre hicieron lo que les dio la gana.

—Esa es la primera afirmación sensata que has efectuado —le contestó el hombrecillo.

Engar mantuvo un discreto silencio. El hombrecillo abanicó su cola un par de veces y luego dijo:

—No sé si me va a gustar. Esperaremos y veremos.

Después de aquello apareció una buena cantidad de veces… Siempre cuando Engar estaba solo. Hablaba con bastante generalidad, pero siempre con ese aire de condescendencia difícil de soportar… Porque quizás pareciese bueno, Justificado. Y en ocasiones formulaba preguntas muy intencionadas, en especial cuando las altas columnas de intercambio iónico se alzaron; y o sabía de qué hablaba Engar, o no tenía la más ligera idea, porque no continuó con la materia del intercambio iónico. Parecía mucho más interesado en los terrestres como individuos.

Apareció un número de veces y habían varias cosas que no le gustaban: Las grandes palas mordiendo a través del suelo de amoníaco de Urano, para llegar hasta los raros minerales que habían debajo; los navíos cohetes con sus motores a reacción dejando senderos calcinados en la superficie uraniana; los gases expulsados por la instalación de refinadora del puesto. Pero, recordó Engar, el hombrecillo no se enfadó hasta que vino Corinne Madison a la estación como directora. Quizás el ser macho había notado la perturbación que le causó esa venida a Engar… Porque Corinne era dos años más joven que Engar; y con certeza carecía de mejor medio ambiente científico. A Engar le supo mal durante un tiempo y fue en aquel período cuando el hombrecillo verde empezó a hablar de manera hostil.

Ahora Engar le miró preguntándose qué es lo que pensaba el uraniano y qué podría hacer contra la tecnología terrestre. Nolos estaba alborotando las plumas de su cola; los «Ojos» de las plumas brillaron como fuego; entonces el ser los apagó bajándolos y Engar supo que estaban preparándose para volver hacia el lugar del que había venido.

Lo hizo. Miró hacia la columna y vio que la extracción estaba casi terminada; su dedo marchó hacia el botón. Cuando volvió a alzar la vista, el hombrecillo se había ido. Engar obtuvo la extracción sintiéndose bastante complacido con la operación de la columna de intercambio iónico. Pensó que aquella remesa, unas 20 cargas, cuantas fuesen, serían de buenísimo grado de presodimio, autorizables, sin tener que refinarla más. Repasó las columnas y vio que ahora la número seis estaría ya dispuesta para la extracción también.

Pero la puerta neumática del despacho del director susurró y con ella Madison salió, caminando con dificultad sobre sus tacones.

—Señor Jarvin —dijo con viveza—, le he ordenado que me avise cuando contemple usted alguna especie de actividad que genere radiación intensiva.

Engar alzó la vista. Su pelo negro brillaba al reflejar el blanco reluciente de su chaqueta y ella sabía cómo hacer buen uso de aquellos encantos porque…

—¡Sr. Jarvin! —Los ojos pardos de la muchacha se contrajeron.

—¿Sí, señorita Madison? —Miró de reojo a la columna número seis y colocó la célula avisadora, luego se puso en pie. No podía evitar ser una cabeza más alto de lo que era la muchacha.

Ahora la joven tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarle.

—Como es bien sabido —dijo él—, no hay radiación relacionada con las columnas de intercambio iónico.

—Sé muchas cosas —respondió ella indignada—, y ninguna buena.

—Por favor, enumérelas, señorita Madison.

—Una —dijo—. Usted ha supervisado la construcción de toda esta fábrica; dos, usted diseñó y construyó las columnas de intercambio iónico; tres usted se da perfecta cuenta de su importancia en Urano; cuatro, a usted le supo mal mi venida aquí como su superior; cinco, no tengo duda alguna de que usted podría hacer que esas columnas emitiesen radiación si se le antojaba; seis, usted es demasiado condenadamente guapo y lo sabe.

Él la miró y la joven aspiró profundamente. Durante un momento sintió ganas de rodearla con los brazos, pero se contuvo; después de todo ella era su jefe y no es cosa corriente ir por ahí abrazando a los jefes, ¿verdad? Durante un momento fue incapaz de recordar una situación comparable.

Ella prosiguió:

—Esta es la tercera vez que las fuerte radiaciones han desajustado mi calculador y en esta ocasión he seguido el rastro hasta usted, Sr. Jarvin —triunfalmente ella alzó un negativo 5x7—. Puede verlo por sí mismo.

Engar lo miró.

—Esas tiras y franjas parecen como radiación, señorita, pero…

—Después de la última vez, cuando se vio aparentemente que alguien me estaba causando deliberadamente dificultades, comencé a investigar, Sr. Jarvin. He descubierto, entre otras cosas que usted mismo, en una ocasión, esperaba que le nombrasen director de este destacamento.

—Pero…

—No trate de buscar coartadas —dijo ella—. Sé que usted no se detendría ante cualquier triquiñuela de mala índole para echarme de aquí. No dudo que incluso trate de conseguir que cierren el puesto por entero, si le parece eso un medio lógico de librarse de mí.

Engar comenzó a sentirse incómodo.

—Quizá le interese saber cuáles son mis razones para haber venido a Urano, Sr. Jarvin.

—Claro que sí —dijo acalorado—. Una chica sola… y yo diría, muy guapa, que pide ser enviada a Urano con diecisiete hombres…

Hila enrojeció y él se apresuró a continuar:

—Ciertamente que su conducta queda por encima de todo reproche, señorita Madison, pero parece mucha distancia para que una chica venga de Hollywood y vino.

—Juro que no vine de Hollywood —le informó ella—. Era físico nuclear en la Universidad de California y tuve algunas ideas con referencia a la catálisis que cambiaría la energía fisionaría en alguna forma de energía más allá del calor… para que pudiese utilizarse directamente como fuente de energía. ¿Me sigue?

—Eso me parece —murmuró él, mirando los movimientos de los labios expresivos de la joven.

—Era esencial qué estableciera un laboratorio en algún lugar donde no hubiesen transferencias de radiación originada, o causada, por el sol. Esta fábrica estaba siendo instalada y solicité un puesto aquí, esperando hacer mi trabajo experimental en mis horas libres. Y le aseguro, Sr. Jarvin, que me quedé completamente estupefacta cuando me nombraron director de la fábrica. Me dijeron que era el único cargo libre que me daría tiempo para proseguir con mi otro trabajo.

Él asintió, mirándola.

—Estaba tan asombrada cuando llegué aquí para encontrar que iba a estar por encima del hombre que construyó la instalación, que al principio no supe qué hacer; pero juzgué que los superiores allá en la Tierra sabían lo que se hacían y me puse a trabajar. Luego comenzaron a amontonarse diversos obstáculos, culminando la radiación que hace imposible el uso de mi calculador. Así que la última vez que sucedió tal contrariedad —le informó ella—, puse una trampa. Coloqué película en varios lugares alrededor de las paredes… Y aquí está la prueba. Este negativo estaba en el centro de mi pared contigua, a su lado, Sr. Jarvin.

Engar miró al número seis y vio que quedaba tiempo en abundancia.

—Lo siento muchísimo, señorita Madison, pero no sé nada de esto —dijo por último.

—Le ha costado bastante tiempo encontrar tal excusa —le repuso ella.

Engar respondió despacio:

—Señorita Madison, mi vida laboral está ligada con esas columnas, es mi obligación hacer que trabajen para lo que fueron diseñadas. Por otra parte no sé nada respecto a todo eso —tomó el negativo y lo examinó con mayor detenimiento—. Esto es radiación de lo más fuerte —volvió a admitir—. No lo bastante para molestar a nadie que ya ha sufrido una inmunización plena, claro, pero con certeza lo suficiente para averiar su calculador.

—De ese hecho —le contestó ella glacial—, me he dado perfecta cuenta. Lo que quiero saber es, ¿qué piensa hacer con respecto a esto?

—Iré al laboratorio de intercambio iónico —respondió él sin mucha esperanza—, pero no creo que resulte nada en claro.

—Probablemente no —asintió ella con acritud.

—¿Por qué no viene y lo repasa usted misma?

—¿Qué tal cree que aparecería? —le preguntó ella—, ¿el director de la estación terrestre en Urano yendo por ahí con un contador Geiger buscando fugas radioactivas?

—Solamente intento servirle de ayuda.

Demasiado tarde se dio cuenta de que ella estaba furiosa. El fuego se alzó dentro de aquellos ojos pardos y la joven no cedió terreno ni una sola pulgada.

—La próxima vez que ocurra esto, Sr. Jarvin, esbpero que presente la dimisión.

Abrió la boca pero volvió a cerrarla, reprimiendo lo indignado que se sentía.

—Esto es un planeta extraño, señorita; yo pienso que no sabemos nada acerca de él.

La áspera sonrisa de la joven fue una respuesta. Él mantuvo los labios apretados. Ella giró sobre uno de los altos tacones y salió rígida de la habitación. Engar contempló los diversos colores y auras reflejados desde, la columna por el género blanco y brillante del uniforme de la muchacha al pasar por allí, y se preguntó qué es lo que estaba desajustando a aquel endiablado calculador.

Cogió el negativo de su mesa mientras se sentaba. Habían allí radiaciones fuertes en abundancia, las líneas rectas señales de los rayos gamma; las líneas curvas de las partículas cargadas; el rociado de un gamátomo alcanado por un cosmotrón. Frunció el ceño y dejó el negativo. El número 14 daba la alarma. Pensó probablemente que el día siguiente poco más o menos sería de mucho trabajo para él, porque todas las columnas habían sido cargadas casi al mismo tiempo…

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