Cosas

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El hombrecillo verde (Noel Loomis) » III

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III

Dos días más tarde el Jefe capataz de las grandes palas, Chuck Delbert, entró en el laboratorio de intercambio iónico quitándose sus guantes calefactores.

—Pensé que podría interesarle, señor Jarvin, algo que ocurre ahí fuera, puesto que es usted el más veterano en el lugar y una especie de padre de la estación.

—Me interesa todo lo que ocurre por aquí —dijo Engar—. Después de todo, sabemos muy poco acerca de Urano y cuando haya una oportunidad en aumentar ese conocimiento…

—Bueno —dijo Chuck—, es esto: hay un material que crece de ese amoníaco congelado.

—¿Qué crece?

Chuck asintió positivamente.

—Que crece.

—¿Qué clase de material?

—Hierba —respondió Chuck—. Hierba roja. Engar le miró con fijeza.

—¿Roja?

—Como esta de aquí —en la gran palma de la mano de Chuck había una hoja de hierba. Era ancha y áspera y de color rojo. Engar la tomó pensativo.

—No lo entiendo —dijo—. La reacción clorofílica…

—Yo tampoco —contestó Chuck—. Mi trabajo es hacer funcionar las palas. Sólo pensé que le gustaría saberlo.

—Estoy muy interesado —dijo Engar examinando la hoja de hierba—. Gracias por traérmela. Si ocurre algo más, me agradará enterarme.

Chuck se dirigió hacia las escotillas, con su casco debajo del brazo.

—Se lo haré saber, señor Jarvin.

Engar asintió. Estaba ya absorto en la hoja. La llevó hasta el microscopio y la vio exactamente como cualquier otra hoja de hierba, excepto su color rojo. Claro que hay muchas plantas en la Tierra que se vuelven rojas en otoño. Miró el termómetro: mostraba trescientos sesenta y un grados bajo cero. «No exactamente un verano indio» pensó con tristeza. De todas maneras, aquel material era asombroso que creciese y precisamente que saliera del almoníaco congelado. Colocó la hoja en el banco de porcelana. Parecía volverse más obscura; empezó a rizarse. De pronto se inflamó y desapareció en una llamarada.

Engar asintió. Era precisamente lo que esperaba.

Acercóse el libro registro magnetofónico, pero una voz aguda sonó detrás suyo.

—Señor Jarvin, usted no es botánico, ¿verdad? Se volvió para ver a Corinne Madison.

—No, no lo soy —contestó.

—Yo sí —dijo ella—. La botánica era una asignatura complementaria. Además, no me gusta que ocurran cosas a mis espaldas.

—Yo sólo…

Ella extendió una manita blanca.

—La hoja de hierba, por favor. Él se mordió el labio contrariado.

—Me temo que sea demasiado tarde.

La mano de ella cayó a su costado. Sus ojos relampaguearon.

—¿Por qué es demasiado tarde, señor Jarvin?

Engar señaló hasta el banco y al diminuto montón de cenizas.

Ella se acercó.

—Esto raya con la insubordinación, señor Jarvin.

—No podía esperarse que una hoja sobreviviera ahí fuera y que retuviese su composición bajo lo que… para ella… debería ser un fuego ardiente. Recuerde, hay una diferencia de aquí dentro a ahí fuera de quinientos grados.

—No —dijo ella—. Yo no lo esperaría; no esperaría que la hierba roja creciera de entre el amoníaco congelado.

Engar miró hacia abajo.

—Es un planeta extraño, señorita, y conocemos poquísimo…

—Me parece que ya me lo ha dicho antes. No quisiera jaleos con usted, señor Jarvin. La próxima vez que ocurra algo así, espero que se me avise antes, no después, de la cremación.

Él no respondió. La situación no requería respuesta. Si ella no tuviese ese cutis tan blanco y ese pelo tan negro… suspiró él. Pero Engar pensó probablemente que las cosas tenían un límite y se preguntó si la señorita Madison no le estaba empujando hacia dicho límite…

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