Cosas

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El regalo de los dioses (Raymond F. Jones) » Capítulo primero

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CAPÍTULO PRIMERO

I

Se supone que toda historia debe tener un principio, un centro y un final. Es difícil decir dónde empieza ésta en Mahlia XII, cuando el navío fue lanzado a la noche del espacio con su único tripulante robot —en algún tiempo antiguo que nadie puede saber— o quizás si comenzó aquella noche del baile juvenil en el Western Technical and Engineering College, allá en 1936. O quizás si no tuvo principio en absoluto. Como no tiene final.

Pero si pierde algo de valor literario por no quedar circunscrita en estas divisiones artificiales, quizás también gane por acercarse a los asuntos ordinarios de todos nosotros, que de igual manera no tienen principio ni final, excepto el nacimiento y la muerte. En cualquier caso, donde se coloque la historia, comenzó hace mucho, y esto es su centro.

El navío cayó en el mar, lejos de la costa de Nueva Jersey. Llameó como una escoria al rojo al acercarse a la Tierra y se calculó que al menos lo habían visto diez millones de personas. Los periódicos utilizaron todo cuanto pudieron la noticia, insertando con titulares gigantescos: «Platillo volante se estrella en el océano».

Como casi todos recuerdan, se encontró el navío flotando en la superficie al día siguiente; inmediatamente fue rodeado por los navíos guardacostas y abordado con toda facilidad. Y luego el Gobierno de los Estados Unidos, hizo uno de esos movimientos absolutamente increíbles, por el que se ha hecho tan famoso y que deja al europeo medio jadeando de incredulidad. Aunque el navío estaba claramente en aguas territoriales de los Estados Unidos, lo entregó al poco a las Naciones Unidas para que fuese inspeccionado por todo el mundo, incluyendo las naciones de nuestro bando y las de su bando.

Actualmente, sin embargo, esto no constituye el conflicto básico que creció con la presencia del navío. Los hechos pudieron haber ocurrido lo mismo, tanto si los rusos estaban presentes como si no. El conflicto fue básicamente una diferencia entre dos hombres que estaban en el mismo bando, pero cuyas jadeas no eran parecidas…

II

Era una nubosa y gris mañana de noviembre en Chicago, cuando el doctor Clark Jackson recibió una llamada de Washington. Se encontraba en la mitad de una fase crítica de su investigación y le importaba muy poco de dónde procedía la llamada; iba a esperar durante quince minutos hasta llegar al punto culminante de su análisis instrumental. Cuando por último se enteró de que la llamada era del teniente general George Demars, deseó momentáneamente no haber acudido al teléfono.

—¡Clark! —dijo George Demars—. ¿Cómo está usted?

—Muy bien —contestó Clark—. Desearía estar en Florida en una mañana así, pero por lo demás, las cosas van estupendamente.

—No puedo hacer nada por enviarle a Florida —dijo George—, pero por lo menos sí puedo sacarle de Chicago.

—No, me temo que no; tengo un programa de investigaciones que lo menos durará otros diez meses.

—Ha leído los periódicos. Sabe porque le llamo.

—¿Ese asunto del platillo volante? Lo siento, pero me temo que no puedo ayudarle ahí. Esa es una mercancía con la que no tengo experiencia.

—Está dentro de su campo de acción, Clark. Estuve en el navío; es la cosa mayor que puede haber sucedido a la raza humana.

Eso extendía sus límites muy lejos, incluso para George, pensó Clark. Pero luego recordó que habían pasado cinco años desde la última vez que se vieron.

—Espero que me envíe una copia de su informe oficial después de que hayan acabado de seccionar lo que han encontrado… siempre, claro, que no se trate de alto secreto.

—Necesito tenerle, Clark. Iré personalmente y le embarcaré en un avión. No puedo decirle lo importante de este asunto por teléfono, pero no me equivoco y no miento. Eso vino del espacio; tiene motores que han cruzado muchas galaxias y no tenemos la menor idea de cómo funcionan.

—También es cuestión de tiempo —dijo George—. Ya los rusos nos dicen que les informemos de cuántos científicos vamos a colocar a bordo para inspeccionar el navío y cuándo se les permitirá examinarlo a ellos. Necesitamos al mejor hombre del país para que dirija la brigada de analistas que representen al bondadoso Tío Sam y también necesitamos que no pierda el sentido dentro de aquel decorado fantástico. Usted es el indicado.

Durante un momento Clark Jackson dejó que sus ojos descansasen en la suave superficie negra del teléfono delante de su rostro. Preguntó cuánto debería rebajar dado lo mucho que conocía a George Demars. Por lo menos durante la tercera parte de sus vidas odió a George con un rencor amargo y obscuro que era aún más furioso porque carecía de causa alguna. George se daba perfecta cuenta de sus sentimientos, sin embargo llamó a Clark repetidamente durante la guerra, cuando aquel odio era aún más agudo.

Esto casi desapareció en los largos años transcurridos desde su último encuentro, pero George no podía ahora saberlo. Demars ignoraba su posible existencia y le llamaba para que realizase un trabajo, que consideraba que sólo Clark Jackson podía realizar. Esto sólo parecía convocar de nuevo la vieja sensación que ardió durante tantísimo tiempo en el pecho de Clark.

Pero lo más importante ahora era si George había retenido algo verdadero o si todo desembocaría en una nueva fantasía. La posibilidad de que pudiera ser real, hizo que dentro de Jackson ardiese, un nuevo fuego.

—Está bien, iré —dijo Clark—. ¿Dónde quiere usted que nos pongamos en contacto?

III

Se habían conocido en la universidad, Clark Jackson venía de una familia no demasiado notable, de granjeros comunales; eso fue mucho antes que la guerra despertase la independencia entre granjeros y permitiese a muchos de ellos convertirse en grandes negociantes. Clark se abrió paso por la universidad con la ronda ordinaria de trabajos obscuros y tediosos intercalados entre largas y torturantes horas de estudio.

Era todo distinto con George Demars. Conducía su propio Cadillac descapotable por los jardines y jugaba al fútbol y nunca trabajó en nada que no le gustara.

Los dos hombres no vieron que sus caminos se cruzasen con mucha frecuencia durante sus primeros años en el Western T. y E. Cursaron en la misma clase matemáticas y física, y al año siguiente calculo. Cuando eran novatos en la carrera, celebraron en común un análisis vector. Aparte de esto, había poco más, excepto la noche del baile juvenil.

A pesar de sus escasos contactos, sin embargo Clark se daba cuenta intensamente de su compañero ocasional de clase. Parecía que por cualquier calle que caminara, sólo tenía que alzar la vista y vería el Cadillac amarillo volando veloz por la carretera, cargado con un increíble número de chicas guapas y bien vestidas y elegantes alumnos como el propio George Demars.

Le parecía a Clark, en aquellos duros años, que George era lo que él no fue. George formaba en el equipo de fútbol; podía llevar un traje deportivo y parecer un miembro del Cuerpo Diplomático. En cualquier reunión casual, era de los que se sentaban en el piano y ejecutaban para entretenimiento de los demás, algo que oscilaba entre Bach y el «boogie boogie».

Claro, Clark no veía muchas veces estas actuaciones de su condiscípulo, pero lo que no veía se lo contaban. Todos en la universidad se daban cuenta de la presencia de George Demars; era el hombre del día del colegio.

Tampoco se podía objetar de las capacidades básicas intelectuales de George. En las clases que compartían, luchó con Clark grado a grado. Su afición se dirigía a la ingeniería electrónica, mientras que Clark deseaba para su vida, la carrera de física teórica.

Aun cuando George jamás había cometido ninguna crueldad abierta, Clark le hubiera odiado. Quizás esto es sólo comprensible para aquellos que se han visto obligados a caminar paralelamente a una criatura como George durante todos los crudos años de la adolescencia, cuando la necesidad de actuar con bizarría es tan importante y la habilidad para ello tan remota.

En los últimos años Clark pudo emitir mucha cantidad de su odio debido a su propia inadaptación. Si jamás se hubiese visto obligado por las circunstancia a asociarse con George, la cosa hubiera resultado comprensible; pero cuando el general Demars estaba cerca, los viejos sentimientos de Clark crecían con una intensidad demasiado grande para volverse hacia el interior, porque los años materialmente no cambiaron sus relaciones. En su propio campo, el doctor Clark Jackson era la cumbre suprema… pero George Demars era aún más supremo, allá donde iba.

Clark apareció en muy pocas reuniones sociales durante sus años universitarios. Hubieron una o dos sesiones de baile poco formales durante el año de su doctorado y la fiesta anual del presidente, a las que asistió más que nada por razones poéticas…

La mayor a excepción de esta costumbre normal, ocurrió durante su primer año cuando asistió al enorme y formal baile juvenil. Fue porque, por alguna razón milagrosa, su invitación al baile le fue dada por Ellen Pond, una alumna de psicología increíblemente hermosa, a quien llevaba adorando desde el primer día de su ingreso en la universidad.

IV

Le costó dos años llegar al punto de intercambiar un saludo casual con ella en el recinto universitario. Su aceptación de acompañarle al baile fue tan sorprendente e inesperada, que le dejó paralizado. Alquiló su primer traje de etiqueta para la ocasión y en seguida se dio perfecta cuenta de otra ingente diferencia entre George Demars y él.

Estaba convencido de que más parecía un espantapájaros vestido con un traje de ceremonia, pero que ni aún así podía ocultar su condición de espantapájaros. Durante algún tiempo, estuvo sufriendo la agonía de la indecisión, entre si debía o no romper su cita con Ellen, pero su deseo de estar con ella era tan grande que salió victorioso al fin.

Sintióse aliviado cuando Ellen le saludó en la puerta tan amablemente y sin la menor indicación de encontrarle ridículo. Pero entonces recordó que Ellen era demasiado gentil para no ser amable con todo el mundo, sin importarle lo que en su interior sintiera u opinara.

Tampoco pareció molestarse por ir en taxi y durante la noche se mostró tan alegre y maravillosa, que Clark experimentó un vago temor de que las cosas que iban tan bien, posiblemente no podrían durar. La sensación cristalizó en el momento en que vio a George Demars en el centro de un risueño grupo que rendía homenaje a su fino humor.

Sin embargo, no fue hasta el fin de la velada que George advirtió que estaban allí Clark y Ellen. Entonces —parece que casi accidentalmente— se les acercó y presentó a su pareja, una chica muy hermosa en sí pero que a Clark le pareció vulgar y corriente comparándola con Ellen. De mala gana, Clark presentó a George y Ellen.

—Pero si Ellen y yo somos viejos amigos —dijo George—. Espero que podamos bailar cuanto menos una pieza.

Miró con expresión interrogadoramente divertida de uno a otro, dando por sentado que no se le iba a denegar su petición. Clark asintió casi imperceptiblemente, deseando tener suficiente valor como para decirle que se fuera al infierno, pero comprendiendo que eso únicamente habría creado una situación tirante, la que se vería incapaz de explicar a Ellen.

Sabia que George mentía, porque la propia Ellen le había dicho mucho antes que le agradaría conocerle. Así Clark contempló cómo giraban bailando y alejándose de él a través de la pista. Entonces, sin mirarla siquiera, rodeó con el brazo la cintura de la pareja de George, recordando vagamente que se llamaba Marcia.

Más tarde, cuando en apariencia parecía que George y Ellen se habían marchado del baile sin intención de regresar, acompañó a Marcia a su casa en un taxi y ella le agradeció con vehemencia su amabilidad. Durante un momento la joven aguardó junto a la puerta y Clark notó o adivinó que ella estaba a punto de dedicarle un gesto de simpatía… que le diría que, después de todo, no debería sentirse apesadumbrado por haber sido derrotado por George. Que eso era cosa que podría sucederle a cualquiera. Entonces, antes de que la muchacha pudiese decir eso o algo similar, dio media vuelta y huyó escaleras abajo, sintiendo a la vez náuseas y pánico.

Durante la noche entera se agitó insomne en su lecho, edificando una reserva de furia glacial, que mantuvo hasta que se encontró con George en el pasillo después de su clase siguiente de análisis vectoral. Llevó a George hasta el umbral de un aula vacía y trató de asumir la imagen de la más negra desconfianza.

—Lo de anoche fue una jugarreta sucia y cobarde, Demars —le dijo—. Te recomiendo que nunca vuelvas a hacerme una cosa así y que de ahora en adelante te mantengas alejado de la señorita Pond.

Dio media vuelta y se marchó antes de que George Demars pudiera recobrarse de su asombro.

Más tarde, aquel día, cuando Ellen se le acercó para excusarse, diciéndole:

—No era mi intención hacerlo, Clark. De veras que no pensaba, dejarte plantado. Le dije a George que siempre había deseado ver su coche y él me contestó invitándome a dar una vuelta. No pude negarme, pero él no se contentó con la vuelta prometida y siguió carretera adelante. Cuando volvimos al baile era ya demasiado tarde. ¿No me perdonarás y me permitirás que te compense pronto de ese desaire?

Todo lo que él pudo contestar fue:

—Estoy seguro de que no tiene por qué excusarse, señorita Pond; de nada en absoluto —y se alejó de ella muy tieso y digno.

Nunca tuvo el coraje de volverla a invitar a salir y, en el curso siguiente ella ya no acudió a la universidad. Nunca tampoco supo lo que fue de Ellen, pero se consumió durante largo tiempo con una furiosa desesperación pensando que de no haber sido por George pudo haberse casado con Ellen Pond.

V

A bordo del avión que volaba hacia el este durante la noche, contempló las luces de las ciudades allá abajo y pensó en aquellas cosas tan distantes en tiempo y espacio. Ahora podía sonreír un poco, pero aún le quedaba una débil y exquisita pena al recordarlas. Nunca llegó a casarse. Pasados los treinta, consideró que era ya demasiado tarde para el matrimonio; pero a veces, como ahora, cuando no tenía nada que hacer ni nada que ver excepto la obscuridad y los remotos puntitos de luz, se preguntaba si hubo alguna vez posibilidad de que Ellen se hubiera casado con él.

Miró su reloj con impaciencia. Faltaba aún media hora para tomar tierra en el Aeropuerto de Newark. George venía de Washington, es decir, debía haber venido algo más temprano y le había prometido enviarle un coche para llevar a Clark al lugar en donde la llamada espacio-nave estaba siendo estudiada. Una espacio-nave, pensó. ¡Qué cosa más improbable!

Y sin embargo, tenía que serlo. Era pura ironía que su relación con George Demars tuviera que mantenerse de aquella manera. Se había pasado despierto centenares de noches durante su carrera de investigador nuclear, soñando en las conquistas que él y sus compañeros harían posibles… la primera espacio-nave… para que el hombre llegara a las estrellas.

Pero era preciso ponerse primero en contacto con George y que él le presentara. Así fueron siempre las cosas entre él y George Demars.

George había resultado ser un buen ingeniero, de los mejores de la nación; y Clark logró igualmente alcanzar un alto puesto en la investigación física. Ambos subieron a gran altura durante la guerra, pero había sido George quien se llegó a interesar en la Administración y en la política y negociaciones que condujeran a la utilización de Ja investigación básica. Como si estuviera por entero ignorante de la existencia de sentimientos turbulentos entre ellos, George se puso en contacto con Clark y recurrió a su talento para solucionar una serie de preguntas en apariencia insolubles.

Habían trabajado juntos bien, sin hablar jamás del pasado, como si por algún pacto mutuo, cada cual hiciese lo que estaba de su parte por mantener entre los dos una bien definida barrera. Al separarse al término de la guerra, Clark pensó que habían acabado los trabajos en común para siempre. Confiaba en refugiarse en las profundidades de la más pura investigación físico-matemática y dejar a George Demars con sus brillantes y alabados triunfos de ingeniería.

Vagamente sintió que así, de esta manera, debería ser; pensó que no debía haber venido. Era una equivocación por su parte tratar de trabajar de nuevo con George, sin la presión que antes les obligó a estar Juntos. No tenía que haber venido… pero no pudo hacer lo contrario; tenía que conocer esa nave que George aseguraba venida del espacio.

El avión aterrizó con lluvia. Él corrió hacia la puerta de la valla que separaba el terreno de aterrizaje del edificio de la Administración. Dos hombres salieron del toldo y uno le rozó el brazo.

—¿El doctor Jackson? —preguntó.

Clark se fijó en los uniformes del Ejército.

—Sí.

—El general Demars nos envía —dijo el hombre.

Clark asintió y marchó con ellos hacia la zona de aparcamiento sita junto al edificio.

—¿Está George… el general Demars… ahora en el lugar…?

—Sí. Estaremos con él muy pronto. Por aquí, señor, tenga la bondad.

Ninguno de los dos demostró ser muy hablador. Clark se sentó en el asiento delantero con el que se le dirigió en primer lugar y abandonó todo intento de sonsacarle. Miró con fijeza hacia adelante entre los barridos del limpiaparabrisas, tratando de fijarse en el sombrío paisaje por el que viajaban.

Al cabo de una y media de precavida conducción por la mojada autopista, tomaron un camino pavimentado con grava que se dirigía hacia el mar. A una milla de la desviación fueron detenidos por un centinela armado de pie ante la puerta enrejada de una alta cerca militar. Una vez dados a conocer y franqueado el paso, marcharon hacia una masa vasta y enorme que comenzó a tomar forma bajo la luz difusa de los faros.

—Un hangar de dirigibles —dijo el conductor en respuesta a la tácita pregunta que adivinó en Clark—. Nos lo prestó la Marina; es decir, se lo prestó a las Naciones Unidas —no tratando de ocultar la amargura de su tono.

En una esquina del hangar una larga fila de iluminadas ventanas indicaban la situación de las oficinas y talleres, construidos evidentemente para realizar el proyecto. Los guías hicieron bajar a Clark del coche y le acomodaron en la cálida y humosa atmósfera de una sala.

Había presentes una docena de hombres pero todos los rostros parecieron imprecisos a la primera y apresurada mirada de Clark. Todos menos uno. George se volvió desde el escritorio, se levantó y cruzó la sala con la mano extendida. Sonreía como si la suya fuera una amistad solidificada e inconmovible al paso de los años. Estaba algo más grueso que la última vez que se vieron y su cabellera empezaba a tomar un tono grisáceo.

—Me alegro de volverle a ver, Clark —dijo con voz sincera—. No puede imaginarse lo mucho que agradecemos su venida en tan escaso espacio de tiempo transcurrido desde que le avisé.

Clark le estrechó la mano.

—Ni yo sabré nunca por qué lo hice. Espero que la cosa valga la pena. ¿Qué tal si echarnos un vistazo a ese chisme, sea lo que sea?

—Ahora mismo. Si así lo desea, puede usted no hacer más que mirarlo por encima ahora; más tarde habrá el estudio detallado. Ordenaré que venga un pelotón de escolta.

Se alejó y Clark miró en su torno para captar una impresión más completa de los otros hombres presentes en la sala. Con un sentimiento próximo a la sorpresa, observó que la mayoría eran extranjeros de una u otra nacionalidad. Unos iban de uniforme, otros vestían de paisano. Con placer advirtió que tres no le eran desconocidos. Estaban allí el Dr. Oglothorpe, físico británico; el profesor Rousseau, de París, y el alemán doctor Schwartz.

Avanzó hacia ellos, pero George regresó de pronto y le puso un brazo en el hombro, dirigiéndose al grupo en general.

—Caballeros, éste es el doctor Clark Jackson, que va a dirigir el subcomité americano de nuestro grupo. Como ustedes comprenderán, se muestra impaciente por ver el navío. Si no les importa dejaremos para luego las presentaciones formales, hasta que tengamos más tiempo libre y la curiosidad del doctor Jackson esté satisfecha.

Sin embargo, cuatro hombres más aparecieron detrás de George y él los presentó escuetamente por su apellido. Eran todos desconocidos para Clark y todos abandonaron Juntos la sala.

—Nunca tenemos que preocuparnos de si estamos solos al hallarnos en la vecindad del navío —dijo George, tratando de caminar con Clark un poco aparte de los otros—. Siempre y cuantos subimos a bordo vamos en parejas, un militar y un científico. Y siempre hay un par de los nuestros, una pareja de los de ellos y otra pareja de los llamados neutrales; eso es lo que designamos con el nombre de grupo mínimo. Nunca menos de seis personas suben a bordo cada vez… tres científicos para atisbar por encima de su hombro, para ver que nadie descubra nada que los otros desconozcan, y tres militares, armados y rápidos en disparar, con el fin de impedir jugarretas de cualquier especie.

George habló con amargura, pero para Clark la situación era tan ridícula que casi rompe a reír en voz alta.

—¡No puedo ni imaginar cómo han podido preparar una cosa tan íntima!

—Sabía que usted no vendría si le mencionaba por teléfono algo así, pero quizás ahora decida quedarse.

Cruzaron la puerta que daba paso al hangar principal. George señaló hacia un objeto en el centro, bañado por la luz de los reflectores colocados en círculo a su alrededor. El navío no era en absoluto un platillo; su forma resultaba esférica, de color gris y de unos veinte metros de diámetro.

Clark se detuvo para obtener una visión de conjunto del navío. Iluminada brillantemente en el fondo, la superficie de arriba quedaba aún obscura y en sombras. Trascendía a misterio y a lo desconocido y Clark se lo imaginó marchando raudo y veloz por entre los sistemas estelares del espacio.

Pero, por otra parte, parecía muchísimo, como si lo hubieran fabricado allí precisamente, en el hangar.

Clark se volvió hacia George.

—¿No es esto alguna complicada broma? —dijo casi suplicante—. ¿De verdad que vino de las estrellas…?

George sonrió un poco ásperamente y miró hacia la abierta portezuela de la nave. Quedaba sombreada por una figura que apareció de pronto.

—Ahí tiene usted la respuesta a esa pregunta —dijo.

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