Cosas

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El regalo de los dioses (Raymond F. Jones) » Capítulo III

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CAPÍTULO III

I

George subió hasta la habitación que había reservado para Clark y se sentó en la cama. Habló de su trabajo en conjunto durante la guerra, pero pareció lo bastante cuidadoso como para no retroceder más en el tiempo y acercarse a la barrera que tácitamente conocían ambos. No mostró muchas ganas de marcharse, como si estuviese ansioso de asegurarse de que no se había perdido nada en su presente relación, que Clark no abrigaba reservas insospechadas o que no había adquirido nuevas evaluaciones que le hiciesen menos cooperativo de lo que lo fue antes.

Era casi el alba cuando finalmente se fue. Clark experimentó una clase de satisfacción al advertir que todavía se percibía una apariencia de incertidumbre en George, como si dudase de la cualidad de lealtad que podía requerir del físico.

—No se olvide, a las dos de esta tarde —dijo George—. Espero que se vea capaz de hacerlo. Sólo esta última conferencia y pondremos en marcha las cosas.

—Estaré preparado —prometió Clark. Cuando estuvo a solas, Clark ya no sintió ganas de irse a la cama. Las rosadas luces del alba en el armamento comenzaban a despejarlo del sueño y de la fatiga. Se sentó en el sillón junto a la ventana para contemplar la salida del sol desde el horizonte del mar y a la otra parte de la ciudad.

Deseó hallar algún modo de saber lo que George pensaba mientras estaba hablando. Deseó poderlo conocer como cuando estaban en la Western T y E hacía tanto tiempo. Sospechó entonces que la actitud de George era la de supremo desdén para todos los seres humanos menos dotados. Parecía encontrar la expresión literal en su resplandeciente Cadillac y en sus fáciles consecuciones de honores, cada una de las cuales suponía una ventaja sobre los no graduados, una ventaja que se extendía hasta el límite.

Durante la guerra, Clark Jackson comenzó a tener un punto de vista más caritativo de George, aceptándole como un ser humano de extrema vitalidad que quizás raras veces comparaba sus propias funciones con las de cualquier otra persona. Ahora Clark no estaba tan seguro. Amparando el idealismo con el sentido común, parecía como si George hubiese dicho: «Clark Jackson amparará a George Demars».

«Lo volverás a hacer». Precisamente, ¿qué volvería hacer… esconder sus propios ideales una vez más ante la urgencia de la época? ¿Esconder su propia integridad ante el ego de George Demars? Sus reacciones eran quizás infantiles, pensó, pero no podía evitarlo. Volvió a alzarse de nuevo el débil fantasma de la agonía que le había acosado durante sus años de universidad, renaciéndole la precaria confianza que adquirió en su capacidad para conducir el asunto de la simple existencia; pero no podía escapar al hecho de que la mera presencia de George Demars era suficiente para hacerle dudar de sí mismo. Por que ambos tenían que vivir en un mundo en guerra, y con dólares, y con Ellen Pond… pero sólo George sabía cómo arreglarse para sobrevivir ahí.

Sin embargo, el día no estaba muy entrado cuando el mundo veía un predominio de los átomos, y las estrellas, y de las matemáticas madre. Quizás sus características para afrontar estos cambios no eran tan iguales. Quizás la mayor cuestión en aquel momento era, a qué clase de mundo pertenecía el navío de Hain Egoth.

«Ocultar el idealismo bajo el sentido común… lo volverás a hacer…».

No estaba siendo infantil; había sólo una única interpretación posible. George le había llamado porque creía que no era problema doblegarse bajo la súplica de una necesidad militar como había hecho antes, abandonando tales ideales en cuanto podían afectar al impacto de los regalos de los alcardinos.

Se puso en pie al primer destello de la luz solar mañanera que atravesó su ventana. Cualquier cosa que hiciese, no iba a someterse de nuevo. No conocía del todo el momento en que pensó o sintió algo acerca del robot y del navío… pero sabía que había visto en sus amigos, los hombres en el hangar, algo que no le placía en absoluto. Su confianza mutua y las frenéticas sospechas oscilaban sobre el grupo como un palio invisible.

Tenía que hacerse algo sobre eso. Si los regalos de Hain Egoth eran tan grandes como se suponía, tenían que ser rescatados de esta especie de codicia militar. Sería tarea suya, pensó, trabajar para una distribución libre y equitativa de estos secretos entre todos los hombres.

Y no había nada en absoluto que el general Demars pudiese hacer acerca de tal determinación.

II

Finalmente desayunó en el comedor del hotel y regresó a su habitación para dormir unas cuantas horas. Al medio día despertó, no sintiéndose del todo descansado, pero incapaz de dormir más tiempo.

Llamó a la base y encontró que George no había llegado todavía. Decidió irse de inmediato. Probablemente a George no le gustaría, pero quería estar en la zona un rato sin tener constantemente al general a su lado. Sentía una agradable anticipación de unirse con los otros científicos del proyecto, renovar amistades y establecer otras nuevas con los hombres muy famosos que según George participaban en la operación.

Llamó a una agencia de alquiler de coches para conseguir un automóvil para su propio uso. Tampoco probablemente le gustaría eso a George, pero sería contratado el coche a su cargo puesto que no tenía intención de depender de los constructores del ejército durante su estancia entera.

La conducción a la base le ocupó menos tiempo que el de la tarde lluviosa anterior. El cielo era claro y soplaba una brisa fresca, que seguía al paso del frente frío durante la noche, proveniente del mar. A una milla de la base, Clark vio la bandera de las Naciones Unidas en lo alto del hangar. En cierto modo se sentía abrumado por este detalle; si los ideales de la organización alguna vez llegaran a realizarse, sería esa bandera la que los hombres planteasen en la superficie de la luna.

Después de ser admitido en la puerta de ingreso en la base, miró hacia atrás y sonrió para sí. Cuando él y sus amigos científicos hubiesen hecho su trabajo en este proyecto, todas esas cercas deberían ser derribadas.

La oficina parecía casi desierta. Un coronel americano alzó la vista al entrar Clark. Frunció el ceño un momento y luego se adelantó.

—El doctor Jackson, ¿verdad? —dijo—. Soy el coronel Allison. Hace un momento hablé con usted por teléfono. El general Demars todavía no ha venido, pero estoy seguro de que estará pronto aquí, así que si quiere ponerse cómodo… Perdonará que haya cierta tosquedad en nuestro acomodamiento en la cuestión del tiempo y las facilidades. Las cosas han sido bastante difíciles aquí.

Miró a la habitación más allá, y Clark vio que allí estaba la mayor parte del personal cuya ausencia le había extrañado.

La sala era como un despacho y sala de conferencias, provisto de largas mesas tipo biblioteca y de sillones, con estanterías también parcialmente llenas. Con una mirada advirtió que habían hombres de por lo menos media docena de nacionalidades.

—Las cosas irían mejor —dijo Clark—. Uno ha de intentar organizarlo sobre bases político militares. Creo que encontrará a los científicos del grupo capaces de cruzar las barreras internacionales con mayor facilidad que a los otros miembros.

—No tengo la menor duda —dijo el coronel Allison placenteramente—, pero hay una cosa que es demasiada facilidad en nuestros asuntos. Un punto óptimo cierto se necesita, y algunas veces resulta muy difícil definir cuál es ese punto.

Clark miró con fijeza al soldado, pero el rostro de Allison permaneció placentero, como si acabase de hacerle una observación casual, sin intención alguna de reprimenda o consejo.

—Confío en que ese punto óptimo se encontrará —dijo Clark—, y que consistirá en la máxima libertad y comunicación entre todos los partidos y todos los sujetos.

El coronel sonrió, pero no se opuso en absoluto.

—Quizás desee usted visitar la otra habitación hasta que el general llegue. Tenemos allí los principios de una extensa biblioteca, aunque es demasiado pequeña.

III

En el despacho y sala de conferencias, Clark trató de captar la atmósfera existente y, nada más lo hizo, odió todo cuanto acababa de detectar. Había allí un denso y secreto deseo que parecía descansar dentro del mismo material del edificio en sí, y que recargaba el aire con una sensación de retiro, de retraimiento.

En una mesa cerca de la puerta, Clark vio al físico inglés Oglothorpe, enzarzado en una discusión animada con otros miembros de su grupo.

Nada más vio a Clark su rostro de iluminó de placer y se levantó con la mano extendida.

—¡Doctor Jackson! ¡Cuánto me alegro de verle! Esperaba que tuviésemos tiempo de conversar anoche, pero comprendí, claro, lo fatigado que estaba después de su viaje… y cuan impaciente por ver el navío.

Y entonces, mientras Clark estaba estrechando la mano del inglés, se dio cuenta de un extraño fenómeno que hizo que un escalofrío le recorriese la columna vertebral, como si una ráfaga de aire helado hubiese cruzado la estancia.

La luz en el rostro de Oglothorpe se apagó.

Su apretón de manos se hizo flojo y miró nerviosamente por encima de su hombro.

Era como contemplar la muerte de un hombre, pensó Clark.

Siguió la dirección de la mirada del inglés. Se dirigía a la mesa en donde sus cinco compañeros estaban mirando, tres militares y dos científicos de paisano. Sus ojos eran fríos e inmóviles mientras se clavaban en Oglothorpe y en su amigo americano, estimando, esperando, calculando, sospechando y desaprobando.

—Hacía mucho tiempo que no nos veíamos, ¿verdad? —dijo Oglothorpe, habiendo desaparecido de su voz el entusiasmo—. Desde el año 43, en Monmouth…

Clark asintió.

—Seguí una buena cantidad de sus documentos después. El informe último de la reflexión radioactiva es estupendo.

—Sí… gracias, me alegro de que le gustara —Oglothorpe se agitó inquieto—. Bueno, me temo que tendrá que perdonarme ahora. Estaba discutiendo un asunto con mi grupo y están particularmente impacientes por dejarlo zanjado antes de la reunión. Por lo menos, permítame que presente a mis asociados.

Uno a uno, estrechó la mano del resto del grupo de Oglothorpe. Sus fríos apretones fueron a la vez saludo y despedida.

Cuando hubieron terminado, no quedaba nada para él, sino dar media vuelta y marcharse.

Miró de reojo a los otros grupos apiñados en torno a sus mesas.

Los suecos estaban juntos, con los italianos, los franceses, los rusos.

En ningún lugar nadie cruzaba la barrera para dirigirse a un grupo que no fuera el suyo; nadie le tendió una invitación para que se uniese con ellos, nadie se adelantó a saludarle.

Se sentó en una mesa vacía y miró en su torno.

¿Qué les había pasado?, pensó era el miedo a sus guardianes militares lo que les hacía actuar como zombies.

Hubiese querido conseguir la dirección de Oglothorpe antes de separarse hoy y ver a su colega en privado, para que pudiesen los dos actuar de nuevo como seres humanos.

Sus sombríos pensamientos fueron interrumpidos por la entrada del general Damars. George miró por la sala y frunció el ceño enojado al ver a Clark, pero elaboró una cordial sonrisa al acercarse al científico.

—Es usted un pájaro madrugador —dijo—. Pensé que no se levantaría hasta media tarde.

—Uno requiere menos sueño cuando se acerca a la vejez —contestó Clark.

—Entonces supongo que deberíamos conservar nuestras diez horas mientras podamos —dijo George. Miró su reloj—. Es casi la hora de nuestra reunión. Yo tenía particularmente impaciencia porque se sentase en ésta, con el fin de conseguir una imagen total de nuestra situación, también enterarse escuetamente de las normas de conducta que hemos hallado necesarias de adoptar. Sin embargo, quiero que conozca a los otros miembros de nuestro propio subcomité ahora mismo; están afuera, en el despacho.

Clark siguió a George y fue presentado al doctor Alvin Barker, químico, y al Dr. John Paris, matemático. Conocía a ambos hombres por su reputación. También fue presentado a sus contrapartidas militares, comandante Benson, de la Marina, y teniente general Stagg, de la Fuerza Aérea. Mientras les estrechaba las manos, notó que los militares le miraban con la misma expresión de recelo, evidenciada por los compañeros de Oglothorpe. ¿Habían llegado al punto de sospechar uno de otro?, se preguntó casi frenéticamente.

George Demars les apremiaba ahora para que fuesen a ocupar las mesas de la conferencia.

—Es la hora convenida —dijo—. Nuestra orden del día está muy cargada, y tendremos que sudar algo si queremos tratar todos los asuntos y comenzar el trabajo mañana.

Los americanos se sentaron en la mesa donde Clark había estado solo unos pocos minutos antes. George ocupó su estrado en una mesa vacía cerca de la puerta y se colocó delante un micrófono perteneciente al sistema de amplificación de la habitación. Hubo un arrastrar de sillas mientras los que estaban antes enfrentándose uno a otro se volvieron hacia él.

—Como secretario provisional del comité investigador, anuncio que se abre la sesión —dijo.

Clark se preguntó cómo iban a arreglar la cuestión del idioma. No se veía prueba alguna de sistemas de traducción simultánea al uso. Sólo más tarde se enteró, que después de muchas discusiones preliminares los miembros del comité aceptaron colocar en su delegación a un miembro científico que conversase en inglés y actuase de intérprete. Esto, acoplado con una orden del día impresa en el lenguaje de cada grupo zanjó la mayor parte de las dificultades idiomáticas.

—Punto primero —dijo George—, se trata del informe en relación de los subcomités nombrados por cada nación participante. He de informar que la delegación americana, queda ahora completa con el nombramiento del Dr. Clark Jackson como presidente del subcomité. Según lo dispuesto, esto completa todos los subcomités. ¿Hay alguna objeción? ¿Existe alguna delegación que informe que no está completa?

Miró a los asistentes, mientras se produjo una rápida consulta mutua en una gran cantidad de idiomas.

—Aprobado, pues el punto primero —anuncio—. El punto número dos presenta la cuestión de un sistema distributivo. Se acordó en las sesiones preliminares que toda información contenida en la espacio-nave se proporcionaría sin ningún prejuicio a todos los grupos de naciones representados. Nuestro debate cerró la última sesión con la mecánica de asegurar que ésta es una cuestión abierta.

»Se acordó que todas las veces la mínima unidad de un subcomité sería considerado por un miembro científico y uno militar. Se acordó que en ningún momento se admitiría dentro del navío a un grupo que consistiese en menos de una unidad de una nación políticamente democrática, una unidad de una nación políticamente no democrática y una unidad de una nación neutral, quedando esto definido de manera clara.

»En esta orden del día queda la cuestión del número máximo de miembros de comités que puedan ser acomodados por el tamaño físico del navío y sus facilidades para penetrar. También está la cuestión de pedir a Hain Egoth que presente su material aquí en la sala del comité mejor que a bordo del navío. Tenemos que debatir…».

Clark Jackson hizo un esfuerzo para dejar de escuchar, asqueado por aquella jerigonza de George. Eran como niños en una escuela discutiendo sobre la distribución de las bolitas para jugar, pensó. O quizás como una pandilla de bandidos en una cueva llena de botín robado, cada cual con una mano en el cuchillo para asegurarse de que su compañero en el crimen no tomaba más que una porción justa.

Oyó subsiguientemente algunas estúpidas sugestiones indicando que deberían destituir al robot y ocupar el navío completamente según sus propias condiciones. Durante un rato casi pareció que este sentimiento permanecería, destacando que Hain Egoth no era nada más que una parte de la maquinaria de la nave y que no poseía una forma de vida o de inteligencia diferente de la que se encontraría en una cinta magnetofónica grabada.

Ante esto, Clark ya no pudo permanecer más tiempo sentado. Pidió la palabra y tuvo un momento de amargo divertimento cuando George le miró ceñudo como si desease que Clark permaneciese callado y no se arriesgase a alguna torpeza social en su ignorancia de las realidades con las que estaban tratando. Pero no pudo negarse a conceder la palabra a Clark.

—A veces, apenas podemos distinguir entre la vida y la muerte dentro de nosotros mismos —dijo Clark—. Tenemos, pues escaso derecho a juzgar que una criatura que habla y razona, que vino a nuestro mundo con regalos de su gente, sea o no entidad individual. Aun cuando se haya dicho que Hain Egoth no es más que una acumulación de partes metálicas y de impulsos eléctricos, él diría que no es una cosa muerta.

»Miramos a las estrellas de noche y todo lo que sabemos es que han estado allí desde que se desvanecieron; vemos sólo la luz que viene a nosotros desde muy lejos en el pasado. Del mismo modo, Hain Egoth nos porta la luz de una gente que nos quería bien, que agotó sus moribundas energías que podía haber utilizado en algo mejor, por enviarnos ese mensaje. El robot nos trae precisamente un encargo de esa raza; él porta la vida de ellos. No tenemos derecho a violarla. La vida y el mensaje de los alcardianos existe en la persona de Hain Egoth, como seguramente existe en las estrellas cuya luz vemos de noche, pero cuyo presente, cuya realidad actual, nunca podremos saber a ciencia cierta».

Cuando se sentó vio una oleada de asentimiento en la mayor parte de los miembros civiles. Los militares evidenciaron pétrea desaprobación. Pero el argumento de Clark canceló el debate por el momento. Por lo tanto dejó en blanco cualquier discusión sobre qué armas o alarmas podía tener a su disposición el robot para prevenir un ataque como el que se sugería. Cuando la larga sesión hubo terminado finalmente, se sintió cansado por su rebelión interna contra los procedimientos, contra las ridículas condiciones que el comité imponía por sí mismo. Era todo profundamente innecesario, pensó.

Deberían comportarse como individuos maduros y civilizados en vez de como chiquillos alborotadores.

Los mismos del comité abandonaron la estancia sin apenas cambiar palabras, los ojos parecían fijos delante de cada uno. Oglothorpe se fue con rapidez sin mirar, en dirección a Clark, pero Clark decidió ponerse en contacto con él más tarde.

George le llamó a parte mientras los otros se marchaban.

—Me parece que usted ahora ve una imagen total —dijo ceñudo—. ¿Comprende lo que quería decir cuando le expliqué cuál sería su misión? Clark asintió despacio.

—Me temo que sí; y por lo que he llegado a saber esta tarde, quizás incluya también mantener lejos de mis costillas la punta de algún cuchillo.

—Sí —asintió George—, puede que incluya eso también.

IV

George se quedó en la base. Clark comió solo en el comedor del hotel y llamó a Oglothorpe inmediatamente después. El inglés respondió con voz precavida:

—Al habla Oglothorpe.

—Dan, Soy Clark. Quería hablar con usted más de lo que tuve ocasión esta tarde. ¿No podríamos salir esta noche y recordar lo que ha ocurrido desde…?

—Lo siento muchísimo pero esta noche no me es posible —dijo Oglothorpe—. Deseaba con impaciencia hablar con usted, pero, bueno… no está aprobado. Quizás no le importe venir a mi hotel y estar sentados un rato en el vestíbulo.

Su voz era precavida en extremo y Clark sospechó que tenía miedo de que alguien escuchara sus conversaciones telefónicas.

—Estaré ahí dentro de quince minutos —dijo Clark.

Cuando se reunieron, parte de la precaución de Oglothorpe y de su reserva habían desaparecido. Estaba sentado en un sillón en el centro del vestíbulo, y se levantó en cuanto vio a su amigo. Estrechó la mano de Clark cálidamente y le condujo a un pardo sofá de cuero situado frente a la ventana.

Mantuvo la sonrisa en el rostro, pero su voz era seria.

—Me vigilan —dijo—. Es inútil tratar de salir a alguna parte. ¡Creo que estaré muy agradecido cuando esta misión haya sido cumplida!

—¿Tiene que ser siempre como fue esta tarde? —preguntó Clark.

—No lo sé —suspiró Oglothorpe—. ¿Y de qué otra manera podría ser?

—Podría ser muy diferente; si tú, Fenston, Smernoff, los otros de la clase y yo, estuviésemos solos. Podríamos estar sin tener el cañón de un revólver proyectado sobre nuestros hombres por nuestros amables protectores. ¿Por qué no podríamos resolverlo solos… aquellos de nosotros que comprendemos los problemas científicos que entraña esta cuestión?

El rostro de Oglothorpe parecía volverse frío de nuevo. Cuando clavó los ojos en Clark su mirada parecía casi hostil.

—Ya sabe usted que eso no resultaría —dijo—. El mundo está dividido en campos de hombres armados, y los científicos no son diferentes a los demás seres humanos.

—Su mayor y más grande químico habla en bien del bienestar general; un físico vende los secretos mejor guardados a través de la barrera a los del otro campo. ¿Y en quién de esos podría usted confiar? ¿Podría yo confiarle a usted la posible vida y bienestar de mi nación? ¿Podría usted fiarse de mí?

Sacudió la cabeza vigorosamente.

—No, Clark, nunca daría resultado. Debemos darles crédito para manejar este asunto de la única manera posible práctica.

—Podríamos hacerla resaltar —dijo Clark—. Usted y yo y los demás que queremos con suficiencia verlo trabajar en una base de confianza, honradez y mutua comprensión.

—¡Ya le he dicho a usted por qué no hay base alguna para eso! No se puede confiar en un científico más que en cualquier otro hombre. Hace tiempo, quizás, era verdad lo que usted dice. Los últimos años nos han enseñado lo contrario.

—Porque nuestro historial de los pasados veinte años aproximadamente es un fracaso, no significa que siempre ha de serlo así —insistió Clark.

Oglothorpe sacudió la cabeza.

—No hay esperanzas.

—¿Entonces qué va a ser de este regalo de los alcardianos… de su gran idealismo? ¿Vamos a entrar a saco en el navío robando cuantos principios nuevos podamos encontrar, para luego volver a casa alocados y ponernos a crear almacenes enteros de nuevas armas ofensivas sacadas de ellos?

—Sí —asintió despacio Oglothorpe—, eso es precisamente lo que va a ocurrir. Eso es lo que yo haré; eso es lo que usted hará. En el fondo, Clark, usted sabe que no hay otros medios. No podríamos hacerlo de otra manera aunque lo intentásemos. No. Has crecido en un mundo en donde ni siquiera se puede intentar lo que se acaba de sugerir.

»Mis consejeros militares me avisaron amablemente que podían encarcelarme por decir estas cosas, pero no importa —el inglés sonrió pensativo—. Especialmente me previnieron en contra de usted; me dieron órdenes insinuándome que su misión es evitar la distribución equitativa de los datos del navío, cueste lo que cueste.

Los ojos de Clark se contrajeron al mirar el rostro de su amigo.

—Se equivocan. No pueden saber qué órdenes he recibido. ¿No lo comprende, Dan? Son palos de ciego. Todos… van a tientas, con sospechas contagiosas en donde no hay motivo de sospecha, haciendo enemigos a hombres que debían ser amigos.

Oglothorpe extendió las manos y las dejó caer sobre su regazo.

—¿Y qué podemos hacer nosotros, Clark? ¿Qué puede hacer cualquiera de los nuestros?

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