Cosas

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Correo del caos (Poul Anderson) » 3

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Durante un instante hubo un terrible silencio en el que sus nervios se pusieron tensos después de lo que le pareció un hueco terrible, tan terrible como el silencio, y dejó de estar allí.

Eso fue, que no estaba allí… La comunidad, la sensación de pertenencia, la gran mente de la raza que daba significado a toda su vida, ya no estaba allí; no existía, no volvería durante cincuenta millones de años. Ushtu estaba solo.

Lentamente se recuperó, luchó con el pánico gritando desde las más bajas profundidades de su cerebro y miró con tozudez su nuevo medio ambiente. Había sido escogido por su estabilidad neural, entre otras cosas; podía soportar el aislamiento durante tres días.

Habían proyectiles metálicos chocando contra su campo de fuerza protector y explotando en una lluvia de metal fundido. Venían de uno de los dos seres que estaban agazapados contra el extremo lejano de la pared de lo que debía ser una habitación… agazapados, mirándole con locura en sus ojos, y apuntándole.

Así que… habían llegado hasta labrar los metales y conseguir la propulsión química. Ushtu se esforzó hasta adoptar una fría calma antinatural.

Aquella era la vieja raza viviente; había cruzado el pozo de años y misterio… y ahora, gracias a la supermente, iba a poder estudiarles.

Las reconstrucciones paleontológicas habían sido bastante correctas… pero entonces hubo la ayuda de fragmentos de escultura. La piel casi sin pelo de estas criaturas no tenía pigmentos (¿era una característica general de la especie, o peculiar en esta variedad?) y hasta en la débil luz, Ushtu pudo ver el color rosado producido por la sangre al manar por debajo del rostro y de las manos. De otro modo, sus cuerpos estaban envueltos en ropas que juzgó hechas de tejidos vegetales. Pero le complació que su propia ciencia hubiese razonado tan estrechamente. Le daba una sensación de confianza.

Pero las mentes de ellos, eso era lo importante; Ushtu tenía que entrar hasta sus yos esenciales.

Abrió los propios centros telepáticos hasta el máximo y dejó que un fluido sorprendente e ininteligible se vertiese dentro de sí. No esperaba que su sistema normal fuese suficiente como para una comunicación inmediata. Pero las investigaciones de la Séptima Colmena habían revelado hacía mucho (tiempo en el futuro, se corrigió a si mismo), que había, por necesidad, una resonancia cierta y básica, que debería encontrarse en toda vida inteligente. Ushtu tuvo que pasar la simple energía material emitida por sus sistemas nerviosos, hasta la última realidad que ni era materia ni energía sino un sistema. Lo que primero descubrió le dejó estupefacto. Estas criaturas no eran sensitivas una a otra; no podían sentir los sistemas de los demás y su comunicación únicamente podía realizarse por medios físicos.

No era un fenómeno desconocido en su tiempo… pero jamás se le había ocurrido que la verdadera inteligencia fuese posible sin telepatía.

El asombro de revulsión fue seguido por un sentimiento de piedad. ¡Pobrecillos! ¡Pobres anímales encerrados dentro de sus propios cráneos, condenados para siempre a una soledad más allá de toda imaginación! Ushtu pensó en el cálido vivir que le había ligado con Chutha y se preguntó que era tener a una compañera y no saber nunca que ella te amaba.

Pero el sistema… tenía que hablarles. Pronto, antes de que el pánico les volviera locos.

Había un centro del lenguaje. Lo tentó, dejó que su estructura se hundiera en su propio sistema nervioso y lo estudió durante cierto tiempo. Utilizaban un simbolismo vocalizado. Se le ocurrió que los raros signos fragmentarios escritos en parte de su trabajo debían haber sido —debían ser— únicamente visuales al lenguaje auditivo, un pobre substituto para el recuerdo de raza pero lo mejor que estos patéticos monstruos podían hacer.

El propio sistema vocal de Ushtu, una reminiscencia evolucionaria poco usada, no era tan desigual a la de estos seres que le impidiera pronunciar los sonidos. Su acento resultó áspero y extraño, pero lo comprendieron cuando les habló.

Todo proceso, desde su salida ante ellos hasta su dominio de su lenguaje, había ocupado quizás sólo un minuto.

—No tengáis miedo —dijo—. No estoy aquí para haceros daño, sino sólo para estudiaros —no, eso tenía malas interpretaciones—. Quiero decir, para conoceros.

El ser mayor y más pesado respondió con sequedad:

—¿Quién es usted? ¿Qué es usted?

La mentira no era un concepto básico en el mundo de Ushtu.

—Soy un científico. Vengo del futuro. Aproximadamente de cincuenta millones de años a partir de ahora.

—¡No! —El ser pelirrojo casi gritó la palabra.

—Sí —repitió Ushtu.

—Pero eso no es…, no es… ¡No, atrás! ¡O dispararé!

—Espera, Boris. ¡Oh, señor, espera! —El filósofo sacudió su gran cabeza calva y miró a Ushtu con ojos que poco a poco se fueron aclarando—. Tenemos que creer a nuestros propios sentidos.

, pensó Ushtu con una nueva explosión de piedad, sí, tienen que creer lo que ven y sienten y oyen. Están encadenados dentro de sí mismos y no tienen otra realidad.

—Viaje por el tiempo… ustedes han conquistado el tiempo y han vuelto —el filósofo se pasó una mano temblorosa por los ojos—. Es como un sueño.

—Es lo bastante real —dijo Ushtu —y os aseguro mi amistad. ¿Qué posible interés podría tener en hacer daño a miembros de una raza que murió cincuenta millones de años antes de que yo naciese? añadió bastante razonablemente.

Se estremeció un poco. El frío de esta época le mordía. Seria bueno regresar pronto.

—¿Mi… designación? ¿Nombre?… me llamo Ushtu —dijo—. Ustedes son Boris Ilyitch Petrov y Vladimir Rojansky, y su raza recibe el nombre de hombres.

—¿Cómo lo sabe? —susurró el pelirrojo Boris.

—Ustedes dirían que soy telépata… aunque yo no puedo seguir todavía todos sus pensamientos. Pero alguien viene.

—¿Qué?

Ushtu se quedó sorprendido ante la inmediata reacción de miedo de los dos.

Los noto —explicó—. Yo estaré fuera de la vista aquí, para que no se alarmen al verme sin previo aviso.

—Alguien… tienen que haberme oído disparar… —Boris se volvió hacia la puerta, gruñendo—: la policía…

Ushtu sintió cómo el terror y el odio saltaban de aquél; se sintió ligeramente enfermo. En su mente la palabra «policía»; buscó un equivalente. Era un colmena…, no, una organización…, una banda de hombres pertenecientes al «Estado». El «Estado» era una especie de enjambre. Pero era sorprendente lo que las relaciones entre «Estado» y «policías» despertaban en aquellos dos hombres. ¿Podrían estar enfermos? No sabía lo que pasaba por «cuerdo» en este mundo y lo que eran casos patológicos.

—Escóndase, Boris —gritó Rojansky—. Yo…

—¿Esconderme? ¿En un apartamento de una sola habitación? —El pelirrojo se adelantó hasta la puerta y se apretó contra la pared interior—. No, dejémosles entrar; y entonces… quizás podamos dominarles…

Los pies calzados con botas se detuvieron y hubo un golpear atronador en la puerta.

—¡Abrir ahí adentro!

—Está bien, está bien; ya voy —Rojansky dio vuelta a la llave y se apartó. Cuando la primera figura uniformada cruzó la puerta, Boris le disparó al estómago.

El congelado horror de Ushtu se fundió en un relámpago de acción. Su mente se puso en movimiento, asiendo, provocando corrientes nerviosas y los dos seres que habían matado a los de su propia especie se tambalearon y cayeron al suelo.

La policía estuvo sobre ellos al instante. Ushtu ya se había marchado cruzando la ventana. Se agazapó debajo de ella, notando los salvajes dientes de la noche sobre su piel desnuda y escuchando la violencia dentro de la habitación.

Era comprensible, pensó en un fugaz instante, que las mentes que no tenían comunicación una con otra enfermaran de vez en cuando… hasta que el sufrimiento final se volviese contra la propia vida. Será necesario detener y confinar esos maniáticos y curarles… oh, si los medios eran inadecuados, disponer de su vida rápida y piadosamente.

Un policía miró por la ventana, directamente a la gran forma física de Ushtu. El científico, que se familiarizaba un poco más con la neurología humana, cerró los centros visuales del hombre, para que su imagen retinal no quedase registrada en el cerebro.

Hubiera sido un error revelarse a sí mismo en seguida, comprendió Ushtu, aunque apenas lo hubiera podido evitar. Quizás su súbita aparición había sido la sorpresa final que impulsó a aquellos cerebros inestables al abismo de la locura. Mantendría su presencia en secreto durante cierto tiempo, observaría sin ser observado y sacaría sus propias conclusiones. Entonces, armado con algún conocimiento de lo que se enfrentaba, podría entrar a comunicarse con el Estado.

Boris y Rojansky y el gimiente policía herido fueron transportados hasta un vehículo detenido ante la casa. Los que los llevaban vestían diferente uniforme y eran tratados con una especie de temerosa deferencia. La larga y obscura máquina se puso en movimiento y partió calle abajo, perdiéndose en la noche.

Ushtu se apartó de la casa y, al faltarle otra dirección, siguió las huellas del coche en la espesa nieve. Se mantuvo en las sombras y los pocos transeúntes no le vieron.

Hacía frío, un frío furioso y amargo; las estrellas eran un guía con fulgor de constelaciones desconocidas por encima de los blanqueados tejados; la noche se metió en sí misma con un escalofrío que envolvía de obscuridad a toda la ciudad. La nieve crujía bajo los pies de Ushtu y su aliento formaba nubes fantasmales de vapor al débil resplandor estelar. Alzó su pantalla de fuerza para dejar que el exceso de calor le abrigara un poco.

La ciudad dormía, pero era un sueño intranquilo; su mente inquisitiva encontró un miedo tenso allá donde escrutó. Miedo, inseguridad, tensión, era algo que caminaba detrás de cada hombre y le sonreía cuando miraba en su torno, había una pena abrumadora y un profundo odio malhumorado, la ciudad estaba enferma.

La ciudad estaba loca.

Ushtu se dio cuenta de esto con revulsión. La ciudad no era una colmena; era un amazocamiento insensato de estas mentes mudas individuales… y sin embargo en cierta manera melevolente, la ciudad estaba viva. Era una parte del Estado, el todopoderoso Estado cuyas gentes patrullaban por las calles vacías llamando a las puertas en mitad de la noche; y le parecía a Ushtu, de lo que había podido captar en fragmentos mientras caminaba por entre el viento que azotaba las calles, que en cierto modo eso era un enemigo.

¿Y, sin embargo, qué podía ser del Estado sino una creación de estos mismos seres a quienes ahora producía tal miedo insoportable y creciente?

El Estado no era un enjambre, era un mito, una palabra… ¿Cómo podría existir en todas aquellas conversaciones en voz baja y esos pensamientos jamás expresos, excepto como el sueño o obsesión persecutoria de un cerebro loco?

¿Estaba loca toda la vieja raza?

¿Pero qué era la «cordura»?

Ushtu sacudió la cabeza; no podía desentrañar aquel enredo.

La nostalgia se alzó en él hasta que tuvo que detenerse y con un esfuerzo recobrar la calma. El viento limpio y desnudo y la soledad de sus desiertos, los árboles canijos y polvorientos creciendo cerca del agua fresca, la belleza iridiscente de un gran cráter procedente del antiguo cataclismo y siempre y en todas partes la realidad viviente de su raza… ¡no, nada! Él era un fantasma del futuro vagando por un mundo que llevaba cincuenta millones de años en su tumba, y sollozó al recibir aquel aire punzante en sus pulmones, y ansió recobrar la cálida lucidez que no estaba ya en ninguna parte.

Sólo… no estando en el universo en que siempre estuvo, su soledad era infinita.

Recuperó una cierta parte de su control. Comenzaba a sentirse aliviado, y al propio tiempo un manchón gris se aclaraba en el firmamento de levante manando por entre las irregulares características de las altas casas. Tenía que encontrar donde ocultarse.

Eso no era difícil. Ushtu entró en los sótanos de un gran bloque, utilizando su rayo magnético para abrir puertas y cerrarlas tras de sí, y se acurrucó junto al agradable calor de una caldera. Después sólo tuvo que blanquear las percepciones sensitivas. Entre cabezadas, dejó que su sentido telepático vagara por la ciudad.

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