Cosas

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Correo del caos (Poul Anderson) » 4

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Para entonces, Ushtu podía seguir la conversación humana a considerable distancia sin tener que oír las palabras e incluso podía captar ocasionales pensamientos no pronunciados. Era sorprendente la cantidad de información que podía reunir y cuanto le fue posible deducir de aquello. Pero no le servía de mucha ayuda; aquellas criaturas eran sencillamente demasiado distintas.

No formaban el grupo de desequilibrados paranoicos que se había imaginado —no del todo—. Había un cierto calor en ellos, amor y risas y esperanzas contra todo raciocinio… una madre y sus cachorros; una hembra y su compañero; un artesano dedicado a su trabajo y disfrutando de él; alguien cantando; una feliz ternura, que añoraba por la consecución de algo siempre denegado. Uno podía llegar a simpatizar y no dejar de reconocer con que gallardía se enfrentaban con su mundo cruel.

Porque era una experiencia áspera y mordaz; era como si el frío de los glaciares en retirada yaciera aún en el corazón de la Tierra. No era solamente que la mayoría fuesen pobres: pobres en alimentación, pobres en vestido, pobres en alojamientos, viviendo mezquinamente, y no alcanzando nunca los brillantes sueños que a cada año se obscurecían más y más. Era que tenían miedo. Por debajo de todo, siempre con ellos, en su interior, entre ellos, había una pesadilla.

Tenían miedo del Estado y de sus agentes. Temían a los otros estados —repartidos por el mundo—, preparando los medios de aniquilarles gracias a un insensato propósito. Temían a la muerte, al dolor, al hambre, a la enfermedad… a un millón de posibles muertes que rozaban el borde de la posibilidad. Se tenían miedo mutuo… el vecino vigilaba a su otro vecino y se preguntaba si era espía, se preguntaba si seria capaz de testificar en secreto contra él, contra ellos, se preguntaba qué había sido de aquellos a quienes los agentes vinieron a despertar a medianoche —tal era su adaptabilidad para bien o para mal— la mayoría no era realmente consciente del horror de sus vidas; en su mayor parte las aceptaban como algo definitivamente natural e inevitable y hallaban cuantos ánimos podían encontrar.

Ushtu empezó a darse cuenta de ciertas potencialidades de la comunicación puramente sensorial. Permitía formular declaraciones que no correspondían a los hechos… una especie de coloración protectora verbal. Pero entonces, ¿cómo podía saber uno lo que era la «verdad»? ¿Cuán lejos de la realidad era posible llegar?

Y sin embargo —y sin embargo— esta masa torturada y atemorizada de animales había salido de los bosques, desnudos, ignorantes e indefensos; y en menos de diez mil años habían roto el átomo y soñaban en viajar por el espacio.

¡Diez mil años! En los enjambres no se había producido ningún cambio significativo desde hacia casi un millón de años, recordó Ushtu. ¿Qué no podía hacer la vieja raza? Impulsada por su propia soledad, alzándose por encima de sus limitaciones, podía llegar hasta las estrellas y el día en que el sol se enfriara su historia se hallaría aún en el principio.

Solo que no lo harían. Pronto, en algún momento, dentro de aquella misma época, desaparecerían… aniquilados sin dejar rastro; destrozados; quemados y olvidados.

Un horrible sentido de vastedad e inseguridad universales creció dentro de Ushtu. Por su propio bien, por la supervivencia, los enjambres de su raza tenían que saber qué había extinguido a estos locos, pesarosos y magníficos seres, para que el pueblo de Ushtu pudiera proteger su inmutable felicidad contra ese peligro destructor. Su misión era más que curiosidad… era cuestión de la vida misma.

Se preguntó qué había sido de los dos primeros humanos que había conocido. Los pensamientos que recibió de ellos, comparados con la media de lo que ahora había experimentado, eran agudos y fuertes… neuróticos, pero difícilmente insanos. Habían tratado de matar a los agentes del Estado, sí… ¿pero no había la posibilidad de que aquellos agentes merecieran la muerte o por lo menos desearan matar a sus presas?

Si los dos estaban aún vivos, sería de gran ayuda volver a hablar con ellos. Mientras el breve día invernal se acercaba a su término, Ushtu tomó una decisión. Encontraría a los rebeldes.

Ushtu abrió la puerta barrada y cerrada con llave y entró en una celda tan pequeña que su masa empujó al hombre contra la pared opuesta. El apagado resplandor de su escudo de fuerza era la única luz. Los guardias, ante cuyos ojos había pasado sin que le vieran gracias a neutralizar sus retinas y nervios ópticos, estaban en la parte de fuera del gran bloque de celdas; puesto que los demás prisioneros aún estaban despiertos, Ushtu tuvo que hacer un ligero esfuerzo para dormirlos mediante ondas hipnóticas. Ahora estaba a solas con el que había deseado hallar.

El rostro macilento y manchado de sangre de Boris le miró con torpeza, sus rasgos destacados contra la espesa y movible obscuridad que le servía de pantalla contra la luminiscencia del proyector. Cuando él habló, su voz resultó inexpresiva.

—De manera que ha vuelto usted. No se trataba de un sueño.

Ushtu se acurrucó en el húmedo suelo, balanceándose sobre la cola y no miró a los ojos del humano. Había en ellos una expresión demasiado acusadora.

—Supongo que fue usted quien me paralizó —prosiguió Boris en el mismo murmullo plano—. A mí y a mí compañero. De otro modo habríamos tenido una pequeña oportunidad de escapar…

—No estaba familiarizado con las condiciones de este período —replicó Ushtu—. La sorpresa de ver cómo se intentaba asesinar me impulsó a la acción lo que quizás fue un error. ¿Pero dónde está el otro, Rojansky? Te pude encontrar por tu sistema característico de pensar, pero él no está en este edificio.

—No, no está. Se lo han llevado a alguna otra parte —dijo Boris—. Comprenda, es conocido internacionalmente… no pueden hacerle lo que harían a cualquier obscuro físico como yo. Además, padece del corazón; si muriera mientras le interrogan, eso podría ser una torpeza. Así que… —Se encogió de hombros. Probablemente le tienen encerrado en algún lugar fuera de la ciudad para futura consideración de su caso.

—Pero, a ti… ellos te han… —balbuceo Ushtu.

—Oh, no mucho… todavía —la amarga sonrisa resultó bastante desanimadora—. He perdido unos cuantos dientes; quizás tengo un riñón suelto o desprendido Y, claro, estoy atontado. Pero ellos están bien seguros de que, no formo parte de ninguna conspiración importante, así que probablemente no me molestarán con muchas entrevistas antes de que me fusilen.

—¿Pero qué has hecho? ¿Por qué te tratan así?

Boris se encogio de hombros.

—Soy un enemigo del Estado.

—Eso está claro —dijo Ushtu con sequedad—. ¿Por qué?

—Oh… es una larga historia —la voz sonaba cansada—. Siempre dudé de la necesidad de muchas cosas que hizo el Estado. Me preguntaba por qué las otras naciones del mundo estaban compuestas uniformemente por monstruos sedientos de sangre y… bueno, hice preguntas aquí y allá.

»Todavía se pueden descubrir cosas, si se es discreto, y se sabe cómo abordar a las personas que poseen tal información.

»Mientras, como físico prometedor, se me colocó a trabajar en la energía atómica… militar, claro; no tenemos de otra clase. Mi trabajo durante una temporada consistió en leer periódicos científicos extranjeros; de esa manera, me familiaricé con una física que no estaba coloreada por la “utilidad social”. Entre otras cosas, me tropecé con algunos cálculos acerca de la conversión total de la masa en energía.

»Puede hacerse; lo sabemos. Hasta un kilogramo de materia puede ser casi instantáneamente convertido en pura energía radiante y cinética. Nuestro propio proyecto militar ha completado casi tal bomba. Un arma para destruir continentes, ¿eh?

»Estos cálculos, sin embargo, indicaban que tal acción no podía resultar segura. Se conocía que una cierta intensidad de energía iniciaría toda clase de reacciones en la materia circundante, pero nuestros científicos asumieron que el efecto podía ser rápidamente anulado. Aquel trabajo que estudié mostraba —por lo menos a satisfacción mía que existía una gran probabilidad de originar una reacción en cadena dentro de la atmósfera. Se necesitaría cerca de un minuto para que se atajase ese peligro y se cortaba la reacción… pero mientras, esta reacción habría dado la vuelta a la Tierra. ¡Una breve llamarada en todas partes; un pedazo de sol en cada uno de los pulmones de todos los hombres vivos; y luego… el fin!».

Boris permaneció sentado y en silencio durante un momento antes de proseguir:

—Naturalmente, llamé la atención de las autoridades sobre esto. De inmediato me dijeron que me callase. El proyecto se vería más adelante; sus propios hombres aseguraron que este aviso era pura propaganda. De acuerdo con los físicos políticos, de quienes se tomaba lo que afirmaban como verdad, tal reacción en cadena es imposible. Vi sus cálculos y eran las matemáticas más chapuceras que jamás pude encontrar. Las creencias básicas estaban modificadas para dar los resultados deseados y… ¡Oh, al diablo con todo! —Su maldición era llana y cansada—. Traté de alarmar a mis colegas; me arrestaron por sabotaje. Mediante una combinación de suerte y desesperación, escapé, y fui en busca de mi viejo profesor y amigo, el único hombre en quien podía confiar… y entonces vino usted.

—Pero espere —objetó Ushtu—. No se puede estar tan locos como para correr el riesgo de destruir la humanidad entera y a sí mismo con ella. Un maniático suicida, simplemente no podría gobernar, las responsabilidades de…

—No es usted humano —dijo Boris—; usted no puede comprendernos. Un humano no tiene que ser adiestrado en la más rigurosa clase de pensamiento lógico… y ningún político o delegado gubernamental lo ha sido jamás… y tampoco puede convencerse de nada. El racionaliza el más frenético de los deseos, si su propio bienestar depende de eso.

»Y en este caso, así sucede. El país se agita intranquilo. Durante casi dos generaciones de gobierno del partido, las cosas han ido de mal en peor; las privaciones aumentaron; la tiranía se ha endurecido y la vieja excusa de verse cercados por un mundo hostil se ha debilitado. Porque aunque es cierto que las naciones exteriores odian y temen a nuestro Gobierno —sabiendo que es agresor, jaranero y despótico— no obstante no nos han atacado. Llevan esperando mucho tiempo; han reprimido una tentativa tras otra de agresión… por nuestros países títeres… pero no nos han atacado.

»Si la dictadura tiene que sobrevivir habrá guerra, y pronto. Pero se necesita una guerra victoriosa y creo que el Estado se da cuenta de su propia debilidad creciente. Por eso ese proyecto loco de la bomba conversora. Si, cuando se lancen a la próxima guerra, las cosas les van mal, lanzarán la única arma que saben que sus enemigos no pueden y no quieren tener. Porque incluso si los resultados de los físicos extranjeros son exactos… ¿qué pueden perder los hombres del Estado?

Ushtu se quedó sentado sin palabras, sin moverse, confuso en sus sombríos pensamientos.

¿Podría ser culpado por este horrible fracaso de la raza el no tener comunicaciones telepáticas, que la llevó a caer en el solipsismo y en la locura, y posiblemente en la falsedad y el autoengaño? ¿O había más?

Porque la mente humana tenía potencialidades que Ushtu no podía empezar a captar. Con la excepción del proyector de tiempo… y del respaldo general de conocimiento científico, no mucho más allá del hombre de hoy, que lo hacia posible… no había nada en las grandes mentes-enjambre que hubiese evolucionado en un millón de años en su civilización y que la vieja raza no hubiese adquirido en unos pocos cientos. Pero más que eso… era una gente que vivía.

Encerrada en una soledad eterna, a tientas a través de la ciega noche e impulsada por una diabólica energía que apenas Ushtu podía imaginar, la Vieja Raza vivía y sentía y percibía con una intensidad que las plácidas mente-enjambre y los semiindividuos unilaterales comprendidos en ella, ni podían conocer ni entender. Esta Vieja Raza, estos seres humanos, reían y lloraban, pensaban trabajaban y jugaban, cantaban y amaban y odiaban con toda intensidad, y fuera de aquella infinita tempestad, alzaban un arte, música y literatura, que no tendrían parangón mientras las estrellas brillaran.

Su fracaso era enorme. Pero resultaba simplemente, que sus triunfos podían haber sido tan grandes como este fracaso ahora.

—Y usted es realmente del futuro —Boris sonrió con la comisura de los labios y sacudió su cansina cabeza—. Es raro que no me sorprenda, que lo acepte como profundamente natural. Supongo que en la víspera del Día del Juicio, deben esperarse sólo extrañas visiones.

Ushtu continuaba en silencio, todavía pensando.

—Usted no es ni remotamente humano —dijo Boris—. Así que aparentemente nosotros nos barrimos del mundo; ¿sabe usted algo de ello?

—Nada —contestó Ushtu con amabilidad—. La evidencia paleontológica es demasiado ligera. Sabemos que ocurrió cerca de esta época… pero no podemos, naturalmente, fijar la fecha con menos aproximación de algunos millares de años. Podría ocurrir mañana… o hace milenios, por cuanto nosotros sabemos.

—Mañana es un poco más cerca —la voz del hombre era triste—. Si la humanidad bordea esta crisis, yo más me imagino que habrá aprendido algo de decencia y sentido común.

Una súplica breve y desesperada brilló en sus ojos.

—Usted sabe más acerca de la naturaleza del tiempo que nosotros… ¿verdad que no es posible cambiar el pasado?

—No —dijo Ushtu con voz baja—. No es sólo empírico, sino una lógica imposibilidad. Un acontecimiento puede ocurrir y no haber ocurrido; según esa teoría, lo que constituiría una autocontradicción.

—Eso mismo, eso mismo. El dedo que se mueve escribe, y habiendo escrito. Son muchas ideas del viejo profesor acerca del libre albedrío.

—Sin embargo… —Ushtu buscó lentamente una conclusión—. Sin embargo, Boris Ilyitch, considera que nosotros no conocemos el curso predeterminado del inmediato futuro. Suponte, por ejemplo, que tu raza sobrevive este periodo. Podría fácilmente haber un término de diez mil años de vida antes de su definitiva extinción.

«¡Y si no perdieron el tiempo, quizás… pueden por lo menos haber hombres en los otros planetas, o entre las estrellas, para seguir adelante con la raza cuando la Tierra se haya quemado…!».

Boris se encogió de hombros.

—¡Sueños! ¡Sueños!

Los ojos de Ushtu se iluminaron con una lenta radiación física.

—No es así. ¡Por qué puede ser posible realizar eso!

—¿Eh? ¿Qué? ¿Qué quiere decir? —El humano se incorporó sobresaltado.

—Te he hecho más mal que bien, parece —dijo Ushtu decidiéndose—, y me gustaría recompensar ese mal que te hice. No deseo verte a ti y a tu pueblo sufriendo innecesariamente. Finalmente, si sobrevivís durante unos cuantos siglos, indudablemente realizaréis cosas más allá de las capacidades de mi propia raza… cuyos observadores del tiempo copian de los otros. Así que es mejor que se elimine esta bomba conversora.

—Pero…, pero…

—Si has analizado la situación correctamente —dijo Ushtu—, la destrucción de la fábrica de la bomba… yo me imagino que es una instalación grande y compleja, no reemplazable fácilmente… dejará este estado constituyendo todo menos una insuperable amenaza para el resto de la humanidad.

—Sí… sí, eso… Porque cuando descubran lo que ha estado sucediendo, las Naciones Unidas actuarán… y hay por todo el país una rebelión potencial que necesita sólo esa realización no material nacida por medios naturales… mucho más próxima al viejo concepto del alma de lo que los psicólogos de ustedes, actuales, parecen pensar.

—Según eso, la energía material que ustedes miden como acompañando al pensamiento, la voluntad, y a procesos similares, es sólo un subproducto; la verdadera acción de la mente no entraña transformación energética en absoluto. Y donde las consideraciones de energía no son únicamente determinativas del proceso externo, el sistema mental puede forzar el resultado para ser y tomar una más que otra de todas las posibilidades. Ese es el verdadero significado del concepto «libre albedrío».

Se puso en pie, una masa gigantesca en medio de la obscuridad.

—No tenemos que preocuparnos por la disparidad meramente material, amigo mío. Lo que importa es hacer ese trabajo ahora.

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