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DE LA MUERTE Y EL MORIR

 

«¿No le parece a usted que soy una anomalía de la naturaleza?» me preguntó Czesław Miłosz al cumplir los noventa y dos años. Y lo que yo pensaba entonces más bien era que estaba ante un sólido roble lituano que respiraba poesía. Su pensamiento, que se apoyaba en una memoria como no he conocido en ninguna otra persona, se empeñaba en trascender la esencia de la enfermedad y también de la muerte. Parecía no descansar un momento, excepto cuando dormía, tiempo que por culpa de la enfermedad fue alargándose cada vez más. Una vez, al despertar después de haber pasado unos días en estado de profunda inconsciencia, dio las gracias fugazmente y dijo inmediatamente después: «Hay que escribir ya un nuevo libro, sobre la muerte y el morir». Yo le pregunté: «¿Un Ars moriendi de la Edad Media adaptado a la actualidad? Pero ¿querrá leerlo alguien?». No le cabía ninguna duda. Él ya sabía que no le daría tiempo a terminarlo solo. Por otro lado consideraba que era tarea para un médico: mostrar cómo pasamos por esa última prueba, describir los mecanismos del morir, la manera en que la muerte llega a nosotros y cumple su cometido.

Occurrunt animo pereundi mille figuras, «Se me vienen a la mente mil modos de morir»,[255] dijo Ariadna al ser abandonada por Teseo. Ese desconocido extranjero al que había ayudado a matar a su propio hermano el minotauro, por el que había huido del palacio real y al que estaba dispuesta a lavarle los pies como una criada de Atenas cualquiera, la abandonó en una pequeña isla escarpada y salvaje, que quedaría convertida para siempre en «la imagen del amor no correspondido». Acaso mientras pronunciaba esas palabras, contemplando el mar desde las rocas, pensara en su espléndida y desvergonzada madre, la reina Pasífae, o en su hermana Fedra, devorada por los remordimientos, ambas poseídas por hechizos amorosos que habían terminado conduciéndolas al suicidio. ¿Sabría ya que ése era el final que el destino había escrito para ella? Una muerte inesperada y violenta que, por su crudeza, conmociona a los allegados y a todo el que la rodea, trae un dolor tan sólo comparable al llanto de una madre que pierde al único hijo que esperaba, antes siquiera de que éste venga al mundo. Esa muerte repentina, que Hipócrates llamó apoplejía, lo que significa ‘que golpea como el rayo’, está hoy igual de presente que hace miles de años. Puede llegar tanto de la propia mano como por mano ajena, por una enfermedad del corazón o del cerebro, un accidente de tráfico, un tsunami o el derrumbe del techo de un centro comercial. Siempre se la ha temido, el eco de ese miedo resuena en la oración de la Iglesia Católica: «De súbita e imprevista muerte líbranos, Señor». En mis años de infancia, años preconciliares de liturgia en latín, la muerte repentina tenía la cara de los normandos. Al repetir aquellas vetustas oraciones colectivas, suplicábamos para que esa enfurecida amenaza se mantuviera alejada, que nos rescataran del furor Normanorum. Los jinetes del norte llegaban repentinamente, trayendo la muerte y dejando tras de sí el vacío, la nada:

Los longobardos desprenden un gigantesco viento helado

su sombra va quemando la hierba cuando irrumpen en el valle

al perenne grito de nothing nothing nothing.[256]

Aunque hoy en día no faltan descendientes de los longobardos, donde un médico encuentra la muerte repentina en su práctica cotidiana es en la enfermedad: en un ataque al corazón, un derrame cerebral, una intoxicación, un accidente de coche… La reanimación inmediata a menudo consigue que el paciente vuelva a la vida. Sin embargo, cuando se retrasa unos minutos, a pesar de que el corazón comience a latir agitado y los pulmones respiren, la conciencia no regresa. Familia y doctor aguardan con esperanza, cuentas los días, después las semanas, pero el enfermo no despierta del coma. Una reanimación que no llega en el momento adecuado transporta al paciente a un estado diferente de existencia, desconocido para el hombre a lo largo de su historia: la vita vegetativa. Pero ¿acaso esos pacientes realmente viven una vida vegetal? ¿Permanecen enraizados en un lugar, no se alejan ni se acercan a nosotros, no reaccionan? Permanecen tumbados en hospitales, en hospicios, en casas…, suspendidos entre la vida y la muerte. No reaccionan a estímulos externos, son alimentados mediante sondas que les introducen hasta el estómago, a veces murmuran algo, mueven una mano o abren los ojos, pero su mirada está vacía. Tienen las dos partes de la corteza cerebral seriamente dañadas, pero las estructuras de la base del cerebro permanecen intactas. De hecho están vivos, eso nadie lo pone en duda, están del mismo lado que nosotros, de modo que intentamos establecer contacto con ellos, aunque sea sólo la sombra de un contacto. Tenemos los oídos bien abiertos, como radiotelegrafistas a la espera de que algo se abra camino entre el murmullo y los ruidos de los auriculares. Los más allegados tratan de llegar hasta el enfermo, dondequiera que esté, y hacerle saber que no le han abandonado, que están con él. Le aprietan la mano, sincronizan su respiración con la del enfermo, le susurran al oído historias cotidianas para tratar de conseguir que regrese. Le envían señales como a alguien que viajara a través del espacio exterior en busca de civilizaciones extraterrestres. La respuesta a veces tarda tanto en llegar que parece que efectivamente viene de otro planeta. Cuando vemos a una madre velando a su hijo en coma no ya desde hace meses, sino años—en lo que Norwid llama «com-pasión», es decir, padecer con el enfermo—se enciende en nosotros la idea de que quizá «la vida es un proceso que trata de hacernos llegar a la idea de que la entrega a los demás lo es todo».[257]

En esas situaciones es inevitable preguntarse sobre el plazo. ¿Cuánto tiempo hay que mantener de manera artificial ese estado diferente de existencia? Esa pregunta dio la vuelta al mundo con el caso de Terri Schiavo, una estadounidense de cuarenta años que siendo muy joven, y por motivos aún no del todo claros, sufrió un paro cardíaco. Aunque se le realizó la reanimación cardiopulmonar, ésta llegó con diez minutos de retraso, lo que la hizo entrar en estado de muerte clínica. Permaneció los siguientes quince años en un coma profundo, sin establecer contacto alguno, aunque el corazón latía y respiraba. Se la mantuvo con vida con alimentación intravenosa. Finalmente fue el marido el que tomó la decisión, de acuerdo con la legislación estadounidense aunque en contra de la voluntad de los padres de ella, decisión que un juez confirmó. Le quitaron la vía de alimentación. Terri falleció diez días después, el 30 de marzo de 2005. ¿Quién debe decidir de verdad en estos casos? ¿Su cónyuge? ¿El juez? ¿Los padres? En realidad, en la mayor parte de los casos se trata de una decisión que toman prácticamente los médicos.

 

Pero hay médicos que creen que en lo más profundo del cerebro de los pacientes puede haberse mantenido con vida alguna islita. Y tratan de llegar a ella. En otoño de 2006 unos neurólogos británicos publicaron unas observaciones que tuvieron una fuerte resonancia sobre una paciente de veintitrés años que estaba en coma profundo. Habían pasado cinco meses desde el accidente y la paciente cumplía los criterios clínicos del estado vegetativo. Cuando a esa persona en estado de profunda inconsciencia le dijeron que se imaginara que «jugaba al tenis» o que «estaba andando por casa»,[258] en su cerebro aparecían señales de actividad en los dos hemisferios, diferentes entre sí pero que correspondían a las zonas que en muchas personas sanas se activarían ante esas mismas instrucciones. Esas islas se encendían en las pantallas del equipo de resonancia magnética, certificando así que el tejido cerebral aumentaba el consumo de oxígeno. Sin embargo, los escépticos no están convencidos de que «se tratara de regiones del cerebro imprescindibles, o siquiera suficientes para la realización de esas acciones».[259] Asimismo consideran que la enferma ya podría haber entrado en el primer estadio de una recuperación que se evidenciaría algunos meses después. De una u otra manera, lo cierto es que es posible que en un futuro no muy lejano nos tengamos que cuestionar qué definimos como estado vegetativo.

También apunta en esa dirección la historia de un hombre de treinta y nueve años que sufrió un grave accidente de motocicleta tras el cual se encontró en un estado llamado de mínima conciencia, es decir, que esporádicamente reaccionaba a la voz con un movimiento de cabeza, pero no conseguía hacerse entender ni con gestos ni con palabras. En el año 2003, pasados diecinueve años, adquirió en el curso de varios meses el habla y una investigación muy minuciosa dejó ver en su cerebro «nuevas conexiones entre neuronas, que implicaban la posibilidad de regeneración».[260] Quizá no sea necesario añadir que la primera palabra que salió de su boca después de casi veinte años fue: «¡Mamá!».

 

Durante milenios, la medicina se ha servido de dos criterios clásicos para identificar la muerte: el cese de los latidos del corazón y de la respiración. Si la circulación de la sangre se detiene, provoca enfriamiento, la aparición de lividez y finalmente el endurecimiento (rigor mortis) del cuerpo del fallecido. Una vez aparecidos estos síntomas irreversibles, restaba sólo pensar en el entierro. La generalización, en los años sesenta del siglo XX, de la reanimación y el uso de respiradores dejó en evidencia lo insuficientes que resultaban los criterios que se habían aplicado hasta el momento para definir la muerte. La circulación o la respiración, de hecho, se podían recuperar en muchas ocasiones, pero a pesar de ello la muerte clínica seguía siendo irreversible. El cerebro y sus formas de irse apagando empezaron a centrar el interés. Se formularon nuevos criterios aplicables a la muerte, como el cese permanente e irreversible de la actividad cerebral (sobre todo la del tronco cerebral); y se empezó a establecer una relación directa entre la muerte de esa parte y la vida de todo el cerebro, y una indirecta con la vida del organismo en su conjunto.

El tronco o tallo cerebral es una estructura que une el cerebro con la médula espinal. Allí está ubicado el centro que controla la respiración, dirige el trabajo del corazón, de los músculos, así como la presión sanguínea o la coordinación del movimiento de los globos oculares. Hacia la corteza cerebral y a través del tronco corren nervios de todas las partes del cuerpo que regresan también por el tronco, aunque por otras vías. En él se encuentra también la «formación reticular» (substantia reticularis), que sirve de puente con la corteza cerebral y mantiene su estado de sensibilidad y conciencia. ¿Cómo debe proceder un médico para identificar los síntomas de muerte en el tallo cerebral? Ilumina el ojo y comprueba la ausencia de reacción de la pupila, toca el globo ocular y no observa parpadeo, hace presión en el nervio trigémino de la cara para causar dolor pero no obtiene respuesta, intenta intubar al enfermo, pero no consigue producir una tos refleja. Todas estas sencillas comprobaciones y algunas más son realizadas con el objetivo de comprobar si en algún rincón del tallo cerebral se atisba aún un soplo de vida. Si repite la prueba entre tres y seis horas después y el resultado es igualmente negativo, declarará el fallecimiento y certificará la muerte del enfermo. Es una certificación que se puede establecer con ayuda de exploraciones relativamente sencillas, sin una aparatura complicada. En muchos países, entre ellos Polonia, ni siquiera es obligatorio confirmar la muerte con un electroencefalograma. En su concepción actual, la muerte se prolonga en el tiempo: no es un momento, sino un proceso complejo. Una persona muere por etapas: primero biológicamente, cuando muere el tronco cerebral. Después, cada uno a su tiempo, van muriendo el resto de órganos y grupos de células.

La definición según la cual la muerte cerebral implica la muerte del organismo al completo ha sido aceptada en la mayoría de países, no sin despertar oposición y emociones negativas. Pensemos en lo que experimenta una familia al ponerse delante de un ser querido que, según el nuevo criterio acaba de ser declarado cadáver. De hecho, el cuerpo de esa persona cercana no muestra aún las huellas de la muerte, está cálido, respira, le late el corazón, la sangre circula… «Si el enfermo o agonizante tiene el mismo aspecto hoy que ayer, entonces ¿por qué ayer lo trataban como a una persona viva y hoy como a un muerto? ¿Acaso el dictamen de muerte ya no tiene relación con la experiencia de la muerte?».[261] Por supuesto, entre los críticos se oyen voces que denuncian que la muerte cerebral ha sido inventada para atender a las necesidades de la trasplantología. La complejidad del problema ensombreció el debate sobre el caso de Terri Schiavo. Hasta el día de hoy algunas reconocidas autoridades médicas consideran que las secuelas que sufría no eran irreversibles; que respiraba autónomamente y que su tronco cerebral aún funcionaba. «Y a pesar de ello se decidió dejarla morir de hambre, puesto que la ley lo permitía».[262]

Desconectar el respirador es, para nosotros los médicos, reconocer una derrota. Todos mantenemos en el alma la ilusión de que quizá, si esperamos aún un poco más, aunque sean sólo unos días, el organismo reaccione. Pero no se puede mantener indefinidamente, por eso es necesario dar con criterios objetivos que restrinjan las dudas y eviten una situación irresoluble, como la presentada en física cuántica con el gato de Schrödinger, que estaba medio vivo, medio muerto.

 

Se podría pensar que las generaciones anteriores no han conocido la reanimación. Esto sería así si pensáramos en la reanimación como un recurso público y generalizado. Pero, de hecho, sus albores se encuentran en los comienzos de la medicina. Fue en pos de la resurrección de los muertos que un rayo fulminó al dios de la medicina, Asclepio. Más adelante la «re-animación» volvió en sueños y deseos de recuperar a los seres queridos que habían desparecido y acompañó tanto a médicos como a charlatanes en busca del aplauso y la gloria. Estimuló igualmente la imaginación de pintores por lo que no resulta extraño que Caravaggio tampoco se resistiera a ella: pintó el cuadro La resurrección de Lázaro en la última etapa de su vida, después de haber escapado de la prisión de Malta, en la que se encontraba recluido, dejándose caer desde sus abismales muros directamente al mar, conseguir atravesar la bahía y llegar a Sicilia. En Messina recibió un encargo de un rico comerciante genovés, Giovanni Battista de Lazzari. La obra debía llevar el nombre del que la había encargado y estaba destinada al altar que había en la capilla de un hospital en el que una hermandad se encargaba de cuidar a enfermos. Caravaggio, el más grande pintor de Italia, recibió desde el principio unos enormes honorarios y ubicó su taller en la mejor estancia del hospital, donde trabajó en secreto. Para pintar a Lázaro, ordenó a los ayudantes que contrató como modelos que sostuvieran el cuerpo de un difunto que se encontraba ya en descomposición. La pintura dejó atónitos a los habitantes de Messina, que mostraron ciertas reticencias. Enfurecido por las quejas provincianas, Caravaggio hizo jirones el cuadro con su puñal. Cuando se hubo calmado pintó un segundo cuadro que fue la versión que se conservó.

El Evangelio de San Juan nos relata la historia de Lázaro. Cuando agonizaba en Betania, sus hermanas mandaron llamar a Jesús. Cuando llegó el Salvador, encontró a Lázaro, cuyos restos descansaban en la tumba desde hacía ya cuatro días. Acto seguido mandó retirar la piedra que cubría la entrada de la tumba y lo llamó a voz en grito. El muerto salió, con los brazos y piernas envueltos en vendajes. El Lázaro de Caravaggio se levanta con gran esfuerzo, su cuerpo, casi translúcido, aún muestra la dureza del rigor mortis, pues tan sólo la mano derecha logra abrirse para acoger la luz de Cristo. Los brazos extendidos de Lázaro son un augurio de la crucifixión de Jesús. El cuerpo está dividido entre la luz y la sombra. La pintura, que había sido pensada para una capilla hospitalaria, deja entrever la lucha entre la vida y la muerte, así como la esperanza de la redención. Tiene tintes ardientes y apocalípticos, resulta especialmente conmovedor que Lázaro «aún parece estar en conflicto, parece estar aterrado en la lucha universal entre la luz y las tinieblas».[263] Los tonos que brillan en su reflejo bien pueden corresponder al estado de agitación del artista. Cuentan que cierto día Caravaggio, en un descanso de su trabajo con La resurrección, entró en la cercana iglesia Madonna del Piero, donde le ofrecieron agua bendita para que lavara sus pecados veniales, a lo que él respondió: «No la necesito, mis pecados son todos mortales».[264]

 

Caravaggio no fue una excepción. La muerte al natural ha sido pintada muchas veces por otros maestros, que llegaron a utilizar como modelo cadáveres reales que habían robado para una noche. Pero por supuesto no se pueden comparar con la cantidad de médicos que desde tiempos del Renacimiento llevaban buscando cuerpos de fallecidos para echar una mirada a las oscuridades que escondían, descubrir el mundo que está encerrado en nosotros, en una palabra: hacer una autopsia. William Harvey, que descubrió el misterio de la circulación de la sangre, llevó a cabo con sus propias manos la autopsia de su padre y de su hermana, por no mencionar al querido canario de su mujer. Como él mismo dijo, no tenía elección: dejar la investigación científica ni se le pasaba por la cabeza y no tenía ninguna intención de robar cadáveres del cementerio, pese a que esa costumbre se hizo popular en la Inglaterra del siglo XVII y se extendió como una gran ola en los siguientes ciento cincuenta años. La ley amenazaba con duras penas por robar objetos valiosos de las tumbas, pero no decía nada del robo de difuntos. Los profesores de medicina animaban a los adeptos del arte médico a conseguir cuerpos para las clases prácticas. Se han conservado registros que indican que en algunas escuelas de medicina escocesas las mensualidades escolares se podían pagar en cadáveres en lugar de con dinero. En los centros de estudio londinenses la demanda creció tan rápido que se creó un clan de cazadores de cuerpos. En un documento del ayuntamiento del año 1828 leemos que una banda compuesta por seis «resurreccionistas»[265]—ya que así eran llamados—había desenterrado trescientos doce cuerpos en un curso académico, es decir, entre octubre y mayo, con lo que habían ganado la suma de mil libras, bastante más que un obrero no cualificado, a lo que había que añadir que disfrutaban de todo el verano libre, según afirmaba dicho documento.

 

Los profesionales del saqueo de cementerios robaron de las tumbas miles de cuerpos para el doctor escocés John Hunter, el cirujano más célebre del Londres del siglo XVIII. Los británicos gustan de hablar de él como «el padre de la cirugía contemporánea». Se dedicaba a seccionar todos los cadáveres que iba recibiendo y llevó a cabo observaciones inauditas en la época sobre anatomía y embriología. Ardiente defensor de la experimentación, en una ocasión le dijo a su alumno Edward Jenner—que descubriría la vacuna contra la viruela—: «Tus argumentos tienen sentido, pero ¿por qué pensar tanto? ¡Inténtalo!».[266] No se dejó llevar por la soberbia, pues era consciente de las limitaciones de su profesión, pero nos dejó una definición del oficio de cirujano: «Un salvaje que conquista con la fuerza lo mismo que un hombre cultivado conquistaría con la astucia».[267] Y he aquí como de un hombre sensato como Hunter, que hasta el momento había tenido los pies en la tierra, se apoderó el deseo de conseguir el cadáver de un famoso gigante irlandés, Charles Byrne, que estaba muy enfermo de tuberculosis. Mandó a criados suyos que fueran tras él y lo siguieran día y noche hasta que muriera. El asustado gigante dispuso en su testamento que arrojaran su cadáver al mar de Irlanda. Hunter desembolsó una fortuna en sobornos a la empresa funeraria para que detuviera su camino al mar en una taberna de paso, sacara del ataúd el cuerpo y dejara en su lugar un saco lleno de piedras; el cortejo fúnebre, mientras tanto, se había quedado dormido por efecto de la cantidad de alcohol ingerido. Así fue como el gran cirujano cumplió su sueño.

Recordemos La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp, de Rembrandt, esa muerte majestuosa, la concentración admirada de los médicos por los secretos del cuerpo humano. El hecho de participar en una autopsia se consideraba en aquel entonces una muestra tal de distinción, que se escribía el apellido de los presentes en una tarjeta, que en el cuadro sostiene uno de los médicos que rodean al doctor Tulp. Esos nombres se han conservado hasta el día de hoy. En el momento en el que las disecciones se convirtieron en algo común, cambió también la percepción de las mismas. En el año 1828 el joven Hector Berlioz asistió a una disección y dejó constancia de ella en su diario. Le conmocionó ver en el suelo charcos de sangre, huesos desperdigados entre los que andaban husmeando ratas. Le ahorraremos al lector detalles ulteriores de la descripción que hacía, después de cuya lectura bien podemos entender por qué este joven se decantó por la música y no por la medicina. Pero es que incluso el doctor Robert White, un reputado cirujano estadounidense, el único que ha realizado un implante de cabeza en un chimpancé, me dijo en el año 2004: «Grabé en vídeo el experimento, pero no me he atrevido a enseñárselo a nadie de la carnicería que era».

 

Lecciones contemporáneas de anatomía… Se podría pensar que del cuadro de Rembrandt nos separan años luz. Nos trasladamos al año 2003. A las puertas de la galería londinense Atlantis se ha formado una cola de varios metros: diariamente, miles de personas vivas desfilan ante personas muertas. Estas últimas habían llegado bien conservadas desde lejos, de Dalian, una ciudad del norte de China. Allí, en búnkeres gigantes, doscientos ciudadanos chinos se habían dado a la tarea de despellejar cadáveres humanos llegados de todos los rincones de la Tierra y prepararlos durante meses para que millones de personas en todo el mundo pudieran «ver lo que llevamos debajo de la máscara».[268] La técnica de momificación aplicada había sido ideada por el anatomista alemán Gunther von Hagens. Aunque se refieren a él como al «Walt Disney del mundo de la muerte»,[269] él prefiere decir de sí mismo que saca a relucir la belleza que se esconde bajo la piel. El proceso consiste en extraer el agua del cuerpo con acetona helada para luego inyectarle polímeros sintéticos, es decir, plástico, lo que consigue que los órganos y tejidos conserven su estructura hasta un nivel microscópico.

En la exposición, ríos de gente pasean entre los «plastinados» dispuestos en diferentes poses en las vitrinas. Pero no estamos en un museo de cera; las figuras plastinadas no sólo parecen personas, es que son personas, aunque no estén vivas. Una de ellas, a la que le han quitado la piel, la sostiene en sus brazos como si fuera una chaqueta; recuerda a un personaje del Juicio Final de Miguel Ángel. Hay otras que están de pie o sentadas en cómodas posturas. Junto a «ejemplares humanos completos»[270] están expuestos órganos aislados: pulmones negros por el tabaco, un hígado devorado por el cáncer o un corazón que ha sufrido un infarto. El visitante observa con gran curiosidad, pero… ¿irá esa curiosidad acompañada de un estremecimiento? A la luz de las risitas y de los comentarios jocosos que se escuchan en los pasillos de la exposición, podemos decir más bien que lo que las acompaña es un cosquilleo. Antes de llegar a Londres, a los plastinados los habían contemplado millones de personas en Nueva York y Múnich. La exposición está viajando por todo el mundo. En Corea, por ejemplo, había gente esperando para entrar noche y día y se vieron obligados a mantener las puertas abiertas las veinticuatro horas. La han visto dos millones y medio de personas, y las reacciones son tan positivas que cerca de cinco mil visitantes han declarado ya su deseo de ser plastinados.

Esta exposición y su repetido éxito nos ofrece un reflejo del mundo en el que vivimos.

En esta lección contemporánea y masiva de anatomía todo se ha visto multiplicado. En lugar de grupos de estudiantes alrededor de un solo cadáver, encontramos a centenares de personas frente a decenas de cuerpos descubiertos. ¿Exhibicionismo? ¿Todo a la vista? Muchos consideran que ésa es una de las características de nuestro mundo. Como escribe Chantal Delsol: «En el discurso postutópico contemporáneo sigue dominando la idea de que el ser humano no tiene límites, de modo que podemos hacer con él lo que nos venga en gana. El hombre debe ser algo vacío y plástico, adaptable a todas las transformaciones posibles».[271] Lejos quedan la reflexión sobre el hecho de partir y la amenaza de la muerte cara a cara. Así que, querido lector, ¡descansar en plástico es tu destino mejor!

 

Hace cincuenta, cien, quinientos años, a los muertos no había que buscarlos en los museos, ellos mismos salían a nuestro encuentro. Como cuando, durante mi infancia, pasaba las vacaciones de verano en Pilźno, un pueblo de las montañas del sur de Polonia, del que era originaria la familia de mi padre. El tren regional llegaba resoplando al apeadero de Czarna, donde estaba esperando un coche de caballos que nos llevaría con nuestros padres y todos nuestros bultos, a través de bosques oscuros por un camino de arena lleno de baches, hasta nuestra casita de verano. Aquella casa blanca de ladrillo, con porche de madera y un amplio jardín, aquel casi-palacio, aparecía en mi imaginación indefectiblemente junto a Soplicowo durante la lectura del Pan Tadeusz. Durante alguna de aquellas tórridas tardes, cuando la vida arribaba a su ocaso y de lejos, desde las estepas de Ucrania, llegaba el calor abrasante, comenzaban a sonar las campanas de la iglesia y del monasterio. Tras unos momentos de confusión, el balanceo del repique adquiría un ritmo regular. De la parroquia salía el cortejo fúnebre, atravesando la principal plaza del pueblo antes de tomar la calle Węgierską, momento en el que, desde la ventana, ya podíamos verla pasar de camino al cementerio, situado en un cerro entre viejos robles y álamos a través de los cuales llegaba el lejano murmullo del río y se entreveía el perfil de las montañas. Encabezaba la marcha un muchacho vestido con una sobrepelliz y que sostenía entre las dos manos, bien recta, una cruz tan alta que lo sobrepasaba. Tras él, el ataúd, en un carro tirado por caballos o llevado a hombros de los allegados. Un poco más atrás iba el sacerdote con su estola, con el misal y el hisopo en la mano, seguido ya del resto del cortejo, gentes vestidas de negro. Muchos años después recorrimos ese mismo camino llevando a mi padre. Se oía el repique rítmico de las campanas como el canto de los que nos dejan alejándose. A partir de entonces seguí oyendo esas dos campanas, la de la iglesia y la del monasterio, en la marcha fúnebre de la sonata para piano n.º 3 en si menor de Chopin, sonar basso ostinato en dos acordes con una inexorable cadencia mientras sobre ellos se elevaba el punteo cantarín de la melodía.

Hoy en día el pueblo in toto no da la despedida a los difuntos, ni lo sigue un cortejo, ni suenan las campanas. El ataúd va sobre la plataforma de un carrito eléctrico que se dirige desde la capilla a la parte nueva del cementerio y que circula por un lugar preparado al efecto, por un largo corredor de tumbas agolpadas e idénticas.

 

La muerte ha sido algo extraño para el hombre durante siglos. Antes de llevárselo, lo ha acompañado en el pensamiento, en las conversaciones, en las oraciones. En el siglo XV ciertos versos didácticos, como el poema Lamento del moribundo,[272] tenían el objeto de «animar al hombre hacia la devoción, apartarlo del pecado, inculcar en su corazón el temor a la muerte sin expiación».[273] La que supo hacerlo mejor y «en general lo mejor de la poesía polaca medieval» es la Conversación del maestro Policarpo con la Muerte. La Muerte se le aparece a un científico (el maestro Policarpo), a petición suya, en una iglesia. El maestro pierde el conocimiento, luego vuelve en sí y comienza a conversar con la Muerte. Le pregunta por su procedencia y ella responde que fue traída al mundo en el Paraíso, cuando Eva mordió la manzana: «Adán me tentó con la manzana». Enfurecida e irónica, despliega su omnipotencia y poderío. En ese momento el Maestro pregunta temeroso para qué existen los médicos, y recibe como respuesta que: «Todo médico engaña con su máscara de patrañas».[274] Y para despejar cualquier otra duda al respecto, añade:

Escapar de mí es intento huero,

a todo el que esté vivo retorceré el pescuezo.[275]

En el poema polaco del maestro Policarpo, la muerte se presenta como una serie de cadáveres en descomposición, un toque terrible que en esa época, sin embargo, no tenía nada de especial, al contrario, esa personificación de la muerte, esa identificación con un esqueleto que era desconocida en la Antigüedad y en la Alta Edad Media, fue ganando peso hasta ser la más extendida en la época del poema que tratamos. De hecho, gozó de especial popularidad en la pintura, al tiempo que en encuentros de comerciantes se celebraban espectáculos de danse macabre, de Totentanz, es decir, de la danza de la muerte, en la que se reflejaba perfectamente la concepción medieval de la vida como un camino hacia la muerte que nos hace a todos iguales. Es ella la que guía un baile en el que toman parte personas de toda condición y edad, desde el papa, el césar, un cardenal o los obispos, hasta una muchacha o un niño. En la iglesia de los Bernardinos de Cracovia, violines y un organista tocando un pequeño armonio acompañan en el baile a la contradanza de los esqueletos. Al primero la muerte le ha puesto una mano en la espalda y al segundo le sostiene las notas amablemente mientras le abraza. La firma que vemos en una de las dos escenas de baile nos asegura que «es un paso terrible cuando la música anuncia que es la hora de morir».

La presencia de los muertos nos une con la Edad Media, tanto en el mundo real como en el imaginado. Ya desde el siglo X se oyen relatos de almas que atormentan a los vivos. Esas almas por lo general son apariciones de personas muertas violentamente: víctimas de asesinatos, mujeres en el puerperio, niños sin bautizar, suicidas… que exigen de los vivos la ayuda—una limosna, una oración—que les permita evitar el purgatorio. En ocasiones estas apariciones salen de las tumbas, se pelean con los vivos, se beben su sangre. En la palabra macabroalgunos historiadores han encontrado una onomatopeya en la que reconocen «el tableteo de los huesos al chocar unos con otros»,[276] mientras que otros lo han interpretado como «el baile de los esqueletos»[277] (mactorum chorea). Todo el arte macabro—iconografía, frescos, esculturas, miniaturas, grabados—asalta nuestra mente con el horror de la muerte. Al contrario que en nuestra época, en la que el miedo se concentra más en el dolor de la agonía, en la Edad Media era la muerte desnuda la que inspiraba más miedo, pues llevaba el peligro de dejar este mundo en pecado mortal, lo que aumentaba la amenaza de la condenación en el infierno. No es hasta el siglo XIII cuando aparece un tercer espacio, «la sala de espera para los pecadores comunes»,[278] es decir, el purgatorio.

¿Consiguió la muerte normalizarse con esa omnipresencia en la Edad Media? ¿Se hizo menos amarga y cruel de lo que es hoy? La situación actual, en la que tratamos por todos los medios de olvidar la muerte, tiene un cariz muy distinto, hemos conseguido eliminarla de nuestro mundo. «La muerte se convierte en un escándalo, de manera parecida al dolor o al sufrimiento».[279] Pero en el singular y pionero libro Otoño de la Edad Media, Johan Huizinga considera que, cuando el mundo era unos quinientos años más joven, todos los aspectos de la vida humana tenían una forma mucho más dura que hoy. «Entre el dolor y la alegría, entre la desgracia y la dicha, parecía la distancia mayor de lo que nos parece a nosotros. Todas las experiencias de la vida conservaban ese grado de espontaneidad y ese carácter absoluto que la alegría y el dolor tienen aún hoy en el espíritu del niño».[280] No cabe duda de que en la Edad Media se hablaba de la agonía y la muerte mucho más y de manera más habitual que hoy, lo cual no significa que ésta fuera más tranquila.

Resulta difícil generalizar en este tipo de cuestiones, como sucede con el trauma que provoca la muerte de un ser querido, con las reacciones ante su muerte, que los médicos que trabajan en hospitales ven cada día. A menudo es una tristeza callada, un entumecimiento, el deseo de salir del lugar donde se está sufriendo, una rápida despedida (especialmente tras un proceso largo, demasiado largo, de enfermedad). Pero cuánta gente, ante la noticia de una muerte inesperada, repentina, se queda paralizada, con la mirada vacía, se quedan quietos, bloqueados, aunque en realidad se encuentren sometidos a poderosos sentimientos que han hecho estallar la tranquilidad. Una situación así se presenta en el mito de Níobe, que tras la muerte de sus hijos queda inmóvil, petrificada. Otra reacción posible ante la noticia de la muerte de un ser cercano es la pérdida de la conciencia, un pavor insuperable frente a una situación definitiva, que no se puede cambiar. Esa tranquilidad, ese bloqueo duradero puede convertirse en cualquier momento en un estallido de dolor espasmódico. «Se quiere revocar lo irrevocable, llamar a quien no puede responder, sentir el tacto de una mano que ha desaparecido para siempre…».[281] Juana, reina de Castilla (1479-1555) a la que llamaban la Loca, en dos ocasiones mandó abrir la tumba de su marido, al que habían enterrado en Miraflores. Según el relato de algunos, le arrancó la vestimenta y besó sus piernas y sus pies; según otros, permaneció inmóvil de pie, sin derramar siquiera una lágrima. La reina Victoria de Inglaterra nos ofrece uno de los casos de luto de larga duración más conocidos de la historia. A pesar de que con el tiempo logró superar el estado depresivo inicial, no fue capaz de controlar su evidente tristeza. Iba siempre vestida de negro, impuso un riguroso culto al difunto, con la celebración del aniversario de su nacimiento, de su muerte, de la pedida de mano así como de la boda, ordenó conservar intactos los aposentos de Alberto y por mucho tiempo no quiso aceptar el luto de otros miembros de la familia. ¿Será verdad entonces que «en el intento de conseguir que los muertos no estén muertos de verdad, empezamos en realidad a darles muerte dentro de nosotros»?[282]

 

En la lengua alemana, como en griego antiguo, la muerte (der Tod) es de género masculino. En el primero de los tres grabados maestros de Durero, la muerte y el diablo no pierden de vista a un caballero cubierto de pies a cabeza con su armadura, que recuerda a una estatua ecuestre de bronce. En el poema más famoso de Paul Celan, «Todesfuge» (Fuga de la muerte), «“la muerte es un maestro de Alemania” y se encarna en una figura masculina que se atusa el bigote, tiene ojos azules y obliga a bailar a los judíos. En el arte alemán, la danza de la muerte desde Holbein hasta Rethel representa a la muerte como un hombre agresivo, susceptible y robusto, unas veces con armadura y otras a caballo».[283]

En polaco es difícil que venga a la mente una imagen así, puesto que la muerte tiene rostro de mujer. Jacek Malczewski la pintó en numerosas ocasiones a lo largo de veinte años; de hecho, ningún otro de sus motivos tuvo más continuidad. Tampoco ningún otro es capaz de reflejar la fuerte tensión que existe entre lo biológico y lo temporal. En La muerte, cuadro que pintó en 1917, junto a la pared blanca y lisa de una casa de verano se alza una muchacha fuerte, bien parecida, de cabello liso y negro adornado con flores. Lleva un sencillo vestido de color violeta oscuro ceñido a la cintura y está esperando bajo una ventana abierta tras la que, en otro plano, vemos la cara de un anciano. Lleva apoyada en el hombro una guadaña «pintada con una precisión tangible»[284] y hace el gesto de volver la cabeza hacia la ventana abierta. Hay en ella fuerza, carnalidad, belleza e indiferencia. «Es joven, de modo que tiene tiempo de sobra para esperar […]; está sana, así que vence al más sano».[285]

En otra representación, una mujer desnuda de exuberante belleza carnal invita a un anciano a atravesar una puerta tras la que no hay vuelta atrás. Singularmente elocuente es la Muerte de 1902. Una joven segadora sostiene una guadaña delante de un anciano arrodillado en actitud suplicante que recibe como una revelación el leve y absorto toque de los dedos de ella en sus mejillas. Esa imagen de la muerte—femenina, suave—invita a reconciliarse con el destino, no hay en ella nada repulsivo ni amenazante. Destila encanto personal, bondad alentadora, silencio y alivio. Con un solo gesto, la muerte apacigua el dolor, asegura otra vida, promete «el reencuentro con aquello que el hombre en vida más amó».[286]

 

La vejez es la que más predispone—además de una fe profunda—a un paso silencioso y en paz al otro lado. Ese momento en el que «sobre nosotros empiezan | a ir los relojes marcha atrás cada vez más rápido».[287] Aparecen señales cada vez más frecuentes de que «algo se está oxidando, que se descompone inexorablemente, se va enfriando sin remedio».[288] Tratamos de oponer resistencia mucho tiempo, mediante «esos penosos ejercicios diarios, nocturnos | para que todo lo que cambia pueda permanecer igual».[289] Pero ya es tarde. En realidad no podemos detener los cambios, y así es como comienza nuestro alejamiento de la vida. Ya no esperamos nada, ni bueno ni malo, y ya nada puede suceder que sea extraordinario o sorprendente. El ser humano envejece gradualmente: primero se apaga en él la curiosidad por otras gentes, por el mundo; poco a poco todo va resultando conocido, evidente, se evapora el misterio de las cosas. Al mismo tiempo envejece el cuerpo, pero no todo ni al mismo tiempo, sino por partes: se debilita la vista, el oído, se va dañando el corazón o los pulmones. Un gusano que va comiendo poco a poco. La fuerza vital va palideciendo, aparece el cansancio. Salir de casa se convierte en un problema, se eleva a la categoría de acontecimiento, mientras aún mantenemos la esperanza, seguimos deseando cambios, incluso alegrías. Pero cuando incluso éstas desaparecen, cuando no queda «nada más, sólo la memoria y el vacío»,[290] entonces se apodera de nosotros ya para siempre la vejez. Ya sólo nos preocupamos de velar por el cuerpo, por la materia, que se deshilacha cada vez más rápido, sin marcha atrás. Junto a la vejez comienza a anidar la muerte. Aquello que no tendría que llegar nunca se va acercando, se va haciendo una guarida dentro de nosotros. Se incrusta, «está metido como un cuerpo en otro cuerpo»,[291] se infla, «se pudre como el tronco de un aliso caído al agua».[292] El tocón putrefacto cada vez tira con más fuerza. Por el cuerpo circulan señales perdidas, inquietas, que llegan al cerebro y que éste trata de reprimir hasta que va cayendo poco a poco en depresión. La muerte no llega de fuera, está dentro de nosotros. Un día cualquiera «nos la encontramos como nos encontramos algo olvidado en el bolsillo del abrigo de invierno».[293]

 

Si el círculo de la vida tiende a cerrarse al acercarnos por medio de la vejez—ésa «es la segunda infancia»—[294] al principio, la muerte va más allá, llega hasta un momento que es aún anterior y, al señalar el punto final, evoca los primeros instantes de nuestra existencia. Paradójicamente es entonces cuando se nos muestra por primera vez. En la vida embrionaria, en el útero materno, unas células crecen mientras otras mueren. La muerte de estas últimas no es fruto de la casualidad, es algo estrictamente preparado, planeado. La mayor parte de las células de humanos adultos conserva dentro de su propia estructura desde aquel tiempo un mecanismo de autodestrucción, llamado apoptosis. Cuando recibe la señal adecuada, la célula comienza una trayectoria que la llevará a la muerte. Como si fuera un cohete transcontinental, el proceso está dirigido por un programa que tiene escrito hasta el más mínimo detalle, con un solo objetivo: la aniquilación, el suicidio celular. Se activa una red de enzimas especializadas (las caspasas) que dividen la célula en fragmentos definidos, «limpios», lo que evita la reacción inflamatoria que suele aparecer en caso de muerte o daños celulares accidentales. Así, por ejemplo, durante la vida embrionaria temprana, nuestros dedos, que al principio se encuentran unidos, se separan cuando las células que los unen entran en apoptosis y mueren. Por el contrario, en las aves acuáticas estas células se mantienen a lo largo de toda la vida y constituyen la membrana natatoria. Del mismo modo que con esas células, en las primeras fases de la vida, gracias a la apoptosis, el timo elimina los linfocitos autorreactivos, enseñando al sistema inmunológico a diferenciar el «yo» del «no yo». Cuando una célula pone en marcha el mecanismo de apoptosis emprende un camino de no retorno, se dirige al mismo destino que un hombre anciano, cuyo avance hacia la muerte no somos capaces de frenar.

 

Cuando el gran poeta y premio Nobel Seamus Heaney visitó a Czesław Miłosz unos meses antes de que éste muriera, lo encontró en el salón, enfrente del busto de bronce de su segunda esposa Carol, fallecida un año antes. El invitado se llevó la impresión de que el viejo poeta que estaba sentado al otro lado de la habitación observaba el busto de bronce y el resto del mundo desde la otra orilla. A su alrededor estaban su nuera, nuestras dos mejores enfermeras y al fondo su mano derecha, su ayudante y secretaria. Ese atento cuidado y el cambiado aspecto del anfitrión le hicieron pensar a Heaney en Edipo, que fue atendido por su hija en un bosquecillo de Colono. El viejo rey fue al lugar en el que, como ya sabía, su vida terminaría. Cracovia no era para Miłosz su ciudad de nacimiento, pero fue allí precisamente donde, como Edipo en Colono, «encontró el camino a sí mismo, al mundo y al más allá».[295] Allí, durante los años de su octava década y los siguientes, fue un ejemplo vivo de las palabras de Goethe sobre las posibilidades que encierra la vejez, sobre el hecho de que «no debería ser tan sólo un ir cuesta abajo, sino que también podría ser Steigerung, un aumento».[296] Cuando, apenas un año después de su última visita, Heaney acudió al entierro de Miłosz, trajo consigo su propia adaptación del fragmento del Edipo en Colono de Sófocles. En él Edipo, al despedirse de sus hijas, las abrazó estrechamente:

[…] Hijas mías—exclamó,

y fue entonces cuando sentimos que suyas éramos—,

la vida de vuestro padre hoy termina,

se alivia la carga que fui para mí mismo

y para vosotras. Carga que alivió el amor.

Debéis ahora vivir sin mí y volver a descubrir,

sin olvidar el pasado, qué significa esa palabra.

A menudo el ser humano no sabe que su vida ya ha empezado a escapársele «como un grano de arena que atraviesa la criba».[297] Llega al médico con algún padecimiento trivial, pero la exploración desvela una verdad inesperada: signum mali omnis, una sentencia ante la que no hay apelación posible. Este anuncio del punto final de nuestra vida nos puede llegar también por otra vía, como le ocurrió a Homero. En cierta ocasión, dando un paseo por la playa, llegó donde unos pescadores sacaban de sus barcas la pesca conseguida. «¿Cómo os ha ido, muchachos?», les preguntó. El más joven de ellos le respondió con un acertijo: «Todo aquello que prendimos, lo dejamos en el mar; todo lo que no hemos cogido, lo traemos a casa». Entonces Homero se acordó de las palabras del oráculo de Delfos, cuando le previno frente a los acertijos de los muchachos. No entendió el sentido de la respuesta que había recibido, pero en el momento supo que le había llegado el momento. Tres días después murió. A lo que se referían los pescadores, sin embargo, era a las pulgas: las que vieron que tenían encima las tiraron al mar, pero a las que no consiguieron encontrar, evidentemente se las habían llevado consigo a casa. No se han conservado testimonios de esos últimos tres días del poeta que en sí mismo ya constituye un verdadero acertijo. Pero no hay motivos para suponer que no mostrara esa misma areté, ese coraje en pos de la perfección, que siglos después mostraría su conciudadano Sócrates. Aquel que el oráculo de Delfos definiría como el más sabio de todos los griegos.

Fácilmente podría haber evitado la muerte, pero en lugar de transigir mantuvo su postura de subordinación a la ley. Hasta el final conversó con sus alumnos y recibió la muerte con una tranquilidad y una valentía incomparables. «Todos están de acuerdo en que ningún hombre por el momento, hasta donde nuestra memoria alcanza, ha mirado con más dignidad a los ojos de la muerte», escribió su alumno Jenofonte. Sócrates, hijo de una comadrona, comprendió que la verdad nace por medio de preguntas y por eso al método de llegar a la verdad que creó lo llamó mayéutica, es decir, el arte de ayudar a dar a luz. Creía que la verdad se encuentra dentro de nosotros, aunque por lo general lo ignoramos. El filósofo quería sacar de su escondite, a la luz del día, las verdades inmutables, las ideas básicas que sobre todo estaban relacionadas con la moralidad. Antes de morir dirigió su pensamiento hacia la medicina. Sus últimas palabras fueron: «Critón, le debo un gallo a Asclepio. Ocúpate de que eso no se descuide».[298] Esas enigmáticas palabras, que han llegado hasta nuestros días, han sido interpretadas de diferentes maneras. ¿Querría decir con ellas que vivir significa estar enfermo durante mucho tiempo y que deberíamos estar agradecidos por el dilatamiento del plazo? Nadie ha ido más allá en el radicalismo de esta interpretación que Friedrich Nietzsche, que escribió: «Sócrates quiso morir […]. Él obligó a Atenas a darle veneno […]; el propio Sócrates sencillamente estuvo mucho tiempo enfermo».[299] Pero resulta difícil considerar imparcial el juicio de Nietzsche. De hecho, habiéndose percatado con admirable perspicacia de la ola de nihilismo europeo que proclamaba «la muerte de Dios», buscó su origen y le siguió la pista… hasta en la dialéctica racionalista de Sócrates. Lo cierto es que lo admiró por su forma de morir: «Morir con orgullo cuando no es posible con orgullo vivir».[300] Y seguro que pensaba en Sócrates cuando escribía con reconocimiento sobre una muerte elegida por propia voluntad, esa «muerte que tiene lugar en el momento adecuado, con claridad y alegría, junto a niños y testigos; tanto, que aún es posible una despedida de verdad, cuando todavía está presente aquel a quien se despide…».[301]

 

Las últimas palabras de Sócrates, pronunciadas con plena conciencia, nos han llegado sin alteraciones. La mentalidad de un médico, no obstante, tiene derecho a albergar dudas cuando oye palabras pronunciadas en la agonía. En el diario de uno de los amigos de Słowacki, Zygmunt Szczęsny Feliński, el día siguiente a su fallecimiento encontramos la primera versión de sus últimas palabras en el lecho de muerte, poco después de que le leyeran una carta de su madre. El poeta dictó correcciones para la segunda rapsodia de su obra Król-Duch a Feliński hasta las últimas horas de su vida, hasta que finalmente pidió que lo incorporaran en la cama con almohadones y dijo: «Quizá la muerte me halle en este lecho».[302] Pero unos años después Feliński, que para aquel entonces sería un alto jerarca de la iglesia, hizo que esas palabras fueran más impactantes, mientras que otros «siguieron elaborando esa frase»,[303] que en su versión definitiva sonaría: «Ya es hora de tirar este abrigo usado».[304] De hecho, Słowacki murió asfixiado; sufría continuamente terribles ataques de asfixia y tos interrumpidos por pérdidas de conocimiento; hacia el final ni siquiera tuvo ese alivio. Esas palabras se debieron de mezclar con silbidos y roncus, y debió de resultarle extraordinariamente difícil hacerlos pasar, en especial los últimos, a través de las vías respiratorias, que ya se estaban cerrando.

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