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CORE » DE LA MUERTE Y EL MORIR

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¿A quién ven—si es que ven—los enfermos durante la agonía? ¿Alguien viene a por ellos? Sobre ello tan sólo podemos hacer elucubraciones, como Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Cuando el príncipe Fabrizio, apasionado astrónomo aficionado, estaba muriendo, su cerebro se sumió en tinieblas, volvieron los desmayos. Le daba la impresión de que a través del grupo de familiares que rodeaban su lecho de muerte se abría paso «de repente una joven dama: era delgada, llevaba un vestido de viaje con un amplio polisón color marrón, un sombrero de paja con un velo transparente que dejaba ver su irónico y bello rostro. […] Se acercó. Era ella, ese ser deseado desde siempre […]; la hora de la partida del tren ya debía de estar cercana. Le acercó el rostro, se apartó el velo y cuando la vio tan avergonzada y al mismo tiempo tan dispuesta a todo, le pareció aún más bella que antes, cuando la veía en espacios estrellados».[305]

 

Quizá habría que hablar menos de la muerte y más del morir, y no tener miedo de este tema, no evitarlo: «Es una cosa de primer orden para una persona normal que, a diferencia del médico, se encuentra con la muerte una vez en la vida o, a lo sumo, unas cuantas veces».[306] Y después ya debe arreglárselas él solo, mejor o peor, cuando se la encuentra.

Porque: «A todos aguarda una idéntica noche | y pisar una vez los letales caminos».[307]

Son varias las sendas que nos llevan a la muerte. Por una de ellas nos llevan a menudo enfermedades degenerativas, incurables, enfermedades que avanzan inexorablemente, provocando destrucción y devastación hasta que agotan las posibilidades de tratamiento. Es entonces cuando viene al encuentro del paciente la medicina paliativa, con los cuidados del ocaso de la vida. Su nombre viene del latín palliare (cubrir), pallium (abrigo), es decir ‘cubrir con un abrigo’ a los enfermos deshauciados, a los que la medicina dirigida a la curación ya no puede ayudar. Solemos relacionar los cuidados paliativos con la disminución del dolor y la sedación, es decir, aplicar medicamentos que amortiguan la conciencia a pacientes con alto grado de sufrimiento. Como es lógico, ése es uno de sus elementos, pero está lejos de ser el único. Los cuidados paliativos los lleva a cabo un equipo de profesionales compuesto por un médico, una enfermera, un trabajador social, un psicólogo, un capellán, un rehabilitador y un voluntario, y deberían ser accesibles, principalmente, en forma de consultorio a domicilio las veinticuatro horas del día, o como centro de atención de día o, finalmente, en casa. Según estimaciones, de entre las cerca de cuatrocientas mil personas que mueren anualmente en Polonia por enfermedades largas (de ellas alrededor de cien mil por tumores malignos), más de la mitad precisa de cuidados paliativos.

A todos nos gustaría asegurarnos una muerte digna, sin sufrimiento, gozando de los beneficios que aportan la presencia de una persona querida y el apoyo de los demás, disponiendo así de información sobre la enfermedad mortal, «imprescindibles para cerrar la etapa más importante: el ocaso de la vida».[308] Por el contrario, los cuidadores evitan preguntas comprometidas, a las que responden con lugares comunes. Muchas familias mantienen una reacción común ante el paciente, al que alimentan con la falsa esperanza de una recuperación, tratando así de excluir de sus pensamientos la muerte que se va acercando inevitablemente. Y cuántos de nosotros, los médicos, somos incapaces de conversar con un paciente terminal y evitamos el contacto con él, limitándolo exclusivamente a la farmacoterapia, y llegamos a menudo a evitar incluso la conversación con la familia. Llega un momento en que ya es demasiado tarde para ese contacto que se ha ido posponiendo: la agonía. Algo más de dos tercios de los pacientes terminales pierden en parte o totalmente la conciencia en las últimas veinticuatro horas de vida.

Una persona que tiene una enfermedad incurable, en especial cuando se acerca a la muerte, no sufre sólo físicamente, sino que también sufre espiritual, existencialmente. Crece el sentimiento de soledad—«la soledad metafísica del ser humano que atraviesa la muerte es un abismo desconocido»—,[309] una sensación tan grande que incluso a los creyentes les parece que Dios los ha abandonado en ese momento. Retornan como una obsesión las preguntas sobre el sentido de la vida humana, provocadas por el padecimiento y acompañadas del miedo, y no como fruto de un interés teórico en la filosofía. Una conciencia intranquila potencia el sentimiento de responsabilidad por la vida, por el mal causado. ¡Cuán importante es estar junto al enfermo en ese momento! Aunque no es necesario responder a esos momentos de angustia con consejos o consuelo, hay que escuchar. «Es preciso no temer al silencio». No amortiguar los pensamientos del enfermo. A esas preguntas a menudo es difícil encontrar una respuesta y el agonizante sabe que nosotros no las tenemos. Así que no debemos apresurarnos a dar una explicación ni avergonzarnos de nuestra impotencia. La mayoría de las veces la mejor respuesta que podemos darles es nuestra presencia amistosa y sacrificada.

 

No puedo por menos, en este momento, que traer a colación a nuestro papa. Juan Pablo II siempre se preocupó por acercarse a los enfermos, por estar con los que sufren. Hasta el final reflexionó sobre el sufrimiento. Pero terminó llegando la hora, la última hora, en la que el papa dejó de escribir y de hablar sobre el sufrimiento porque él mismo se convirtió en sufrimiento. Entonces con su propio ejemplo nos mostró cómo con la fuerza del alma y la fe se le puede vencer, y con el propio sufrimiento hacer algo que parecía imposible: enriquecer la vida de millones de personas. Aun así hay ciertos momentos en que el sufrimiento sobrepasa un límite, el lazo se rompe y el enfermo se encierra en algún lugar en otro mundo.

Pero él sabía que ese lazo que lo unía a nosotros, tejido de la misma materia que nos une con el Cielo, no había que romperlo. Y cuando lo vimos por última vez, el domingo de Resurrección en la ventana del Palacio Apostólico Vaticano, aún quería, aunque ya no podía, compartir unas palabras con nosotros. Quizá pensó en darnos ánimo, como en tantas otras ocasiones anteriores. O puede que, como en esa última nota escrita con ayuda en su lecho de muerte, quisiera mostrar su agradecimiento a los jóvenes, a los que durante toda su vida buscó y que en ese momento habían acudido desde todos los rincones del mundo para estar con él. Nunca sabremos qué más quería decir, pero en nuestra retina queda su imagen en la ventana, cuando ni las palabras podían salir de sus labios, levantando las manos temblorosas, como si con ello nos quisiera abrazar, como si se estuviera despidiendo, con esas manos como alas de un pájaro herido de muerte que emprende el vuelo…

Él también nos mostró cómo se puede y se debe morir. Nos invitó a que lo acompañáramos en la muerte. «A algunos les pareció un novum muy cruel—admitió un conocido escritor, ateo declarado—que no se muere en soledad, aislado, sino ante la mirada de todos, pero así fue precisamente como murió Cristo».[310] Mostró que una persona completamente inmóvil, clavada a la cruz, incapaz de pronunciar una palabra, puede hacer mucho. Se lo enseñó a un mundo que quiere ser eternamente joven y que ha apartado de la conciencia el proceso de morir y la muerte, les ha negado el derecho a existir. ¿No seremos nosotros demasiado a menudo como esas gentes del cuadro de Brueghel La caída de Ícaro? No estamos dispuestos a dejar a un lado las triviales tareas cotidianas ni cuando sucede algo tan asombroso como que un joven caiga del cielo justo al lado: tranquilamente nos apartamos del infortunio.

La muerte acompañó a Juan Pablo II a lo largo de toda su vida. Desde la pérdida de su madre durante su infancia, la de su padre poco después, hasta el atentado que sufrió en mayo de 1981. A lo largo de su pontificado estuvo doce veces hospitalizado en la clínica Gemelli y superó numerosas operaciones. En sus últimos años la enfermedad progresó y con el corazón encogido observamos cómo el Santo Padre tenía mal aspecto, saltaba a la vista que estaba sufriendo. Y junto al sufrimiento lo acompañaron hasta sus últimos días el valor, una enorme tenacidad y la determinación. Incluso tomó con humor las dificultades, cada vez mayores, que tenía para moverse: hasta a la plataforma móvil que usaba para desplazarse la llamaba en broma «la carretilla». «Todos los que acompañaron en su partida a Juan Pablo II ahora tendrán más cuidado a la hora de dar según qué argumentos en relación a la eutanasia».[311]

El Papa nos enseñó que hay que aceptar el dolor y el sufrimiento en todo su alcance, y nadie pudo resultar más elocuente que él cuando dijo que la vocación por el sufrimiento es participar en el sufrimiento de Cristo. Nos descubrió los secretos del sufrimiento y de la muerte. Sin él habríamos sido capaces de olvidar que éstos existen. No sabíamos entender estos misterios, pero sí fuimos testigos de que él los conocía y nos los acercaría con todo su ser, con sus enseñanzas, con su vida y con su muerte.

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