Core

Core


CORE » EN CONJUNCIÓN

Página 20 de 22

EN CONJUNCIÓN

 

En los últimos años de su vida, Francisco de Goya pintó muchos retratos de amigos. Los hacía rápido, en una sola sesión, con amplios trazos del pincel. «Mi ojo no distingue ni los rasgos ni los detalles—declaró—. No soy capaz de contar los pelos de la barba de un individuo con el que me cruzo, y los ojales de su levita no atrapan mi mirada. Mi pincel no puede ver más que yo».[369]

En 1819, con setenta y tres años, Goya cayó gravemente enfermo y estuvo a punto de morir. Medio año más tarde pintó el cuadro Goya curado por el doctor Arrieta, con el que expresaba su gratitud a una persona en la que había depositado una confianza infinita y que le había salvado la vida. Acompañó al cuadro de una larga inscripción, a la manera de los exvotos que en las iglesias españolas agradecían a los santos que hubieran intercedido por ellos en momentos difíciles. El médico y amigo del artista resultó ser un sanador, y no un matasanos,[370] uno de aquellos charlatanes de los que Goya tanto se había burlado en sus cuadros y grabados. En el cuadro, el artista se representa a sí mismo con toda sinceridad: está sentado en la cama, con la cabeza ladeada, los ojos semicerrados en un rostro hinchado, los labios apretados. Casi podemos escuchar lo pesado de su respiración. Cerca debía de estar la muerte, pues las manos del enfermo se aferran a las sábanas de manera compulsiva. El médico está inclinado sobre el paciente, rodeándolo con el brazo, acercándole a los labios (de una manera tan firme como delicada) un vaso con medicina. El rostro del doctor Arrieta denota seriedad, preocupación, pero también un grave sentimiento. «Su abrazo es más fuerte que el abrazo de la muerte».[371] En un segundo plano y sumidas en la oscuridad podemos distinguir tres figuras. ¿Quiénes serán? ¿Mirones, parientes o apariciones del otro mundo? Viendo este cuadro, nos cuesta creer que Goya tuviera aún por delante toda su serie de «pinturas negras» y unos años muy productivos en Burdeos. Sea cual sea la explicación del misterio del cuadro, lo cierto es que de él emana ternura; evoca un sentimiento certero: la vida—aunque sólo sea de momento—le gana la partida a la muerte.

 

En el momento inmortalizado en el cuadro, médico y paciente están juntos, sus vidas se han conectado, se han unido. Los antiguos griegos dirían que ambos están en simbiosis. Esta palabra la encontramos por vez primera en Teofrasto, discípulo de Platón y autor de un excelso tratado de botánica titulado De causis plantarum (Sobre las causas de las plantas) en el que encontramos la frase: «Pues no es absurdo que aquella planta haya crecido sobre otra planta, cuando en la tierra no crece. Quizá sea que las plantas, como los animales, se hayan hecho cercanas y vivan juntas (σύμβιος)».[372] El término, originado pues en la biología, pronto encontró su lugar en la lengua literaria y coloquial. Aristóteles habla de la «necesidad de personas como compañeros para la vida en común (simbiosis) y para ejercer la bondad sobre ellos». Otros siguieron el rastro de sus huellas: Isócrates, Polibio, Diodoro Sículo, mientras que Antípatro de Tarso introduce la simbiosis incluso en el título de su tratado De la unión con una mujer (Peri ginaikos simbioscos). Para los griegos, la palabra simbiosis debía de sonar de manera clara, definida. La partícula sim- reflejaba claramente un vínculo, forma parte de palabras como simpatía, simposio, simetría y otras decenas de palabras en las que, por motivos fonéticos, sufrió una modificación para transformarse en sin-, pero conservando el mismo significado (sinfonía, sinónimo, síntesis, sinergia, etcétera). En la popularización del término simbiosis mucho tuvo que ver el talento literario de Teofrasto. Dos mil años más tarde haría un profuso empleo de él La Bruyère, que imitó no sólo su estilo, sino también sus composiciones. Mientras tanto, en biología el término había caído en el olvido para ser recuperado con el mismo sentido a finales del siglo XIX. Aunque los biólogos no escatiman términos para definir las reacciones entre los organismos y distinguen, por ejemplo, dentro de las relaciones llamadas no antagónicas el mutualismo y el comensalismo entre otras muchas, el concepto superior de simbiosis ocupa un lugar especial. Ya hablamos de él con relación a las primeras etapas de desarrollo de la vida, a propósito de la endosimbiosis. El Paramecium bursaria contiene cinco genomas a la vez, un núcleo y una mitocondria propios, además de algas cloroficales embiosimbióticas, cada una de las cuales contiene su propio núcleo, su mitocondria y sus cloroplastos. «De manera que este organismo microscópico, capaz de recorrer los abismos de una gota de agua moviendo sus cilios, cumple—en un solo fenotipo—las funciones de cinco genotipos a la vez».[373] Los gruesos volúmenes de biología y ecología están pues repletos de capítulos sobre la simbiosis, ya que se trata de una de las formas de vida más habituales: la vida en común. Los líquenes, gracias a la anatosmosis de las setas con las algas, dominan en la tundra polar y alpina, crecen en las rocas, el cemento y en las cortezas de los árboles. De ellos hay al menos catorce mil variantes. Prácticamente todos los animales herbívoros utilizan a los organismos simbióticos que viven en la vegetación—protozoos, setas y bacterias—para poder digerir la celulosa: la fuente de energía más abundante en la Tierra. También nosotros portamos en los intestinos una cantidad astronómica de bacterias. En una época dominada por la higiene, la noticia de que el sistema digestivo de cada uno de nosotros alberga cien trillones de bacterias es como mínimo chocante. Aunque no nos sirvan, como en los herbívoros, para asimilar la celulosa, sí es cierto que nos aportan el diez por ciento de toda la energía asimilada en los intestinos y producen importantes componentes nutritivos como la vitamina K. Sigue constituyendo un enigma cómo se las arregla nuestro sistema inmunológico para coexistir con tal cantidad de microbios.

 

Si el uso de la palabra simbiosis te hace pensar, querido lector, más bien en la biología, o si sugiere una unión demasiado estrecha entre médico y paciente, podemos sustituirla por la palabra conjunción. Con este término, las asociaciones se desvían al campo de la astronomía y de la lógica, y su carácter es entonces menos duradero, como mínimo en lo que concierne a los cuerpos celestes. Si el paciente no confía en el médico, el vínculo no llega a establecerse o, en realidad, más bien no llega a estrecharse. El médico debe pensar en el paciente, acordarse de él, llevarlo consigo. Y de ahí que si me preguntaran qué debería saber el médico del enfermo, respondería: «De su enfermedad, todo, del paciente mismo, no poco». Lo que quiero decir con esto es que si sacamos a un médico de la cama en plena noche, debería ser capaz expedite de recitar la anamnesis y cantar de memoria el resultado de las pruebas que se le han realizado a cualquiera de los pacientes de los que se está ocupando en ese momento. Eso es lo que espero de mis jóvenes colegas y… ¡pobres de ellos si les sorprendo en la ignorancia de esos datos! (Podrás imaginarte, querido lector, lo maravilloso que debe de ser trabajar conmigo). Pero es que si esto no sucede, no existe la medicina. Sí, seguirían existiendo el servicio de sanidad, la Seguridad Social, incluso el ministerio. Pero no la medicina.

Y sin embargo, ¿no serán esas expectativas exageradas, no estarán incluso idealizadas? No, no lo creo. Llevémoslo al terreno de la ciencia. El gran físico Andrzej Białas dice que su maestro, el profesor Jan Weyssenhoff, le enseñó «la cosa más importante de todas, a saber: en la física hay que pensar en todo momento. Día y noche».[374] Pero eso sólo es posible una vez que el alumno, siguiendo los pasos de su profesor, sucumbe a la belleza de la física. Y qué decir del encantamiento amoroso… En los márgenes de los bocetos de sus grandes proyectos, Rafael le escribía sonetos a La Fornarina.

 

¿Por qué es tan difícil «estar con el enfermo»? Porque la fidelidad no constituye uno de los puntos fuertes de nuestra naturaleza; y por otras muchas razones, empezando por las más terrenales, como el cansancio, las obligaciones familiares o la anteposición de los placeres personales a los compromisos con los demás. En mi país también afecta el hecho de que en muchas ocasiones los médicos se vean obligados a buscar un segundo o tercer empleo debido a sus bajos sueldos. Debemos añadirle a esto la cada vez más acelerada máquina burocrática, de la que no parece posible zafarse. Las poco sabias recomendaciones de la Unión Europea regulan la jornada de trabajo del médico de tal manera que no hay más remedio que cada día sea un médico diferente el que se ocupe de los enfermos. Y la mercantilización de la medicina, que hace que se multipliquen los costes de los tratamientos. La avalancha de costes afecta a las cuentas de la Seguridad Social. Aunque con este problema tienen que lidiar también otros países más ricos que el nuestro, uno no puede dejar de tener la impresión de que la proliferación de patologías en el caso de nuestro país es especialmente elevada. De ahí los estrictos controles del gasto en medicamentos y los constantes recortes económicos. En los contratos de «prestación de servicios» que firmamos con la Seguridad Social, la palabra médico desaparece y se ve sustituida por la expresión prestador de servicios. Hasta que el médico acaba escuchando más a los economistas que a su propia conciencia.

El sistema público de salud induce a la erosión del secreto médico. La epidermis del médico se endurece, se ensombrece su sensibilidad. En nuestro país, a diferencia, por ejemplo, de los países anglosajones, el historial del enfermo proveniente de su visita al especialista o del hospital no le llega al médico de cabecera o de familia por carta, sino que se lo entregan al enfermo en forma de ficha médica. En esas fichas, al igual que en las fichas de temperatura que están colgadas junto a la cama de cada enfermo, siempre hemos escrito en latín. La palabra tumor nunca se escribía. La sustituíamos por una letra (incluso ahora, cuando escribo esto, mi pluma se resiste a ponerla por escrito). De la misma forma, ante la cama del enfermo, los médicos hablaban entre sí en voz baja, evitando formulaciones drásticas, a menudo entremezclando latinajos en las frases para que el enfermo no se asustara, para ahorrarle preocupaciones y miedo. Además, esas conversaciones eran escuchadas por sus compañeros de habitación, pues las habitaciones de hospital rara vez albergan a un solo paciente. ¿Los compañeros de fatigas del enfermo deben saberlo todo de él? ¿También de sus asuntos íntimos? El cometido del médico es, en cierto sentido, proteger al enfermo ante una mala noticia repentina sobre su salud. Sobre todo cuando el diagnóstico es discutible y no ha sido contrastado con pruebas. Se trata de reservas claras, humanas, basadas en una fuerte creencia en la conveniencia de mantener la esperanza.

 

Pero esto también está cambiando. El ministerio de Sanidad, de la mano de sus funcionarios, que tratan de controlar si cada una de las fichas médicas de tratamientos realizados en los hospitales se adapta a los compartimentos de los «servicios» contratados al hospital, ha ordenado últimamente redactar en polaco y de manera detallada el diagnóstico, de forma que queden justificadas las pruebas diagnósticas y los tratamientos aplicados al enfermo. Dado que de todas maneras el enfermo va a recibir por escrito una noticia muchas veces terrible, ¿qué sentido tiene andar con paños calientes durante la visita médica? ¿O no escribirlo en las hojas de registro de temperatura que se ubican en un tablero a los pies de la cama a la vista de todas las visitas? Estas reservas, estas precauciones, se van difuminando. Con ellas se esfuma también el secreto profesional.

Podemos, pues, hacernos la siguiente pregunta: ¿Hay que decirle la verdad al enfermo? En mi opinión, sin embargo, se trata de una pregunta mal formulada. La respuesta es: claro, por supuesto. Pero habría que preguntar también: y ¿qué verdad decirle? La sensibilidad y la calidad humana del médico se ponen de manifiesto en esos momentos críticos en los que se impone acercarse a la verdad, y esa verdad puede ser terrible. ¿La persona gravemente enferma quiere realmente escuchar toda la verdad? Incluso cuando te dice: «Ya sé que tengo cáncer, estoy preparado para lo que sea, dígame toda la verdad», sus ojos dicen otra cosa: «Dime la verdad que quiero oír, dame alguna esperanza».

El enfermo no debería oír de una vez toda la cruel verdad de la boca del médico, ya que ésta ciega, mata toda esperanza. Y todos mantenemos la esperanza dentro de nosotros. La esperanza es una fuerza colosal que nos permite plantarle cara a la enfermedad. Para combatir la enfermedad, mantener la esperanza está cada vez más fundamentado por la biología. La medicina nos aporta pruebas de la estrecha relación que existe entre el sistema nervioso y el inmunológico. Empezamos a entender por qué un trauma psíquico puede dañar la resistencia del sistema inmunológico y por qué desde siempre hemos tenido noticia de personas que caen fulminadas por la manera en que han recibido una noticia terrible. La esperanza está inscrita en la vocación médica. Petronio decía: «Medicus enim nihil aliud est quam animi consolatio» («El médico no es otra cosa que el consuelo del alma»).

Si la verdad puede convertirse en un veneno, entonces es conveniente dosificarla, de la misma forma que, en dosis demasiado altas, las soluciones de la quimioterapia y los fármacos antitumorales también matan. De este tipo de cuestiones no se discute durante los estudios de medicina, no es un tema por el que se pregunte al aspirante en los exámenes de especialidad. Y sin embargo, estas preguntas son el pan nuestro de cada día del médico y—además de su relación directa con problemas filosóficos y éticos—influyen en el ritmo y el resultado del tratamiento. Es decisiva, en mi opinión, la manera y el estilo en la que se administra esa verdad. También lo es el momento: hay que encontrar tiempo para acompañar al enfermo en el trayecto que le lleva a descubrir la verdad. Pero ¿debemos hacerlo siempre?, ¿debemos llegar siempre al límite donde se descubren absolutamente todas las consecuencias de la enfermedad? Depende de la sensibilidad, de la estructura psíquica, de la situación familiar y vital del enfermo. A evaluar todas estas cuestiones deberían ayudar al médico los arcanos del arte, instándolo a luchar por la salud del paciente.

 

Cuando revelamos al paciente la verdad sobre su enfermedad, no debemos olvidar el contacto con la familia, con sus seres queridos. Una, dos personas. Pero ¿qué hacer si de repente aparecen no una ni dos, sino decenas de personas? Una mañana de hace muchos años entraba yo en el hospital a través del jardín, como llamábamos, exagerando mucho, a una plaza cubierta de hierba y rodeada por los cuatro costados por los edificios neogóticos de ladrillo rojo que albergaba el hospital universitario. Aquella mañana la plaza se había cubierto de tiendas y de carros; los caballos, sueltos, pacían tranquilamente. Saltaban chispas del fuego que calentaba un caldero colgado de un trébede bajo. En la plaza, normalmente vacía, se había extendido un enorme tabor gitano. La noche anterior había ingresado en nuestro hospital su reina, la esposa del rey de los gitanos de la dinastía de los Kwiek.[375]

Se habían asentado allí de manera inesperada, como hicieran en el otro hemisferio, en Macondo. No había entre ellos ningún Melquíades que pudiera mostrar lo que él llamaba la octava maravilla del mundo inventada por los sabios alquimistas de Macedonia. No nos mostró imanes mágicos capaces de sacar de su inmovilismo los objetos metálicos, argumentando que «tienen vida propia […], todo es cuestión de despertarles el ánima».[376] Nuestros gitanos ni siquiera entraron en el hospital; simplemente se pasaban los días acampados en la plaza, estaban sin más. Fueron llegando tímidamente al principio, pero pronto empezaron a acudir cada vez en mayor número a visitar a sus enfermos. Las gitanas, morenas y encantadoras, envueltas en largos chales y con los niños en brazos o pegados a las faldas, les descubrían a los enfermos su futuro en las cartas. Los hombres se dedicaban a vender cosas o a entonar sus músicas en voz baja. Junto al humo de las hogueras, el viento traía también aires misteriosos de cosas para nosotros desconocidas, «como si alguien hubiera dejado una puerta abierta en la vida ordinaria, como si algo pudiera entrar o salir».[377] Y por esa puerta desaparecieron una noche: la reina había sanado y abandonaba el hospital, ellos salieron volando detrás de ella como pájaros, al romano drom, al camino gitano.

 

Poco a poco volvimos a nuestro día a día, a resolver acertijos. Para el médico, todo enfermo constituye un acertijo. El acertijo se resuelve en el momento de establecer el diagnóstico. No es tarea fácil, y de hecho se considera una de las habilidades más apreciadas en un médico. Hay que escuchar al enfermo y guiarlo con la conversación para extraer de ella los síntomas más importantes de la enfermedad; hay que saber explorar y dar con sus características y, por último, el médico debe acompañar este proceso con pruebas adicionales de laboratorio o de imagen. Durante ese complejo proceso no dejamos de barajar diagnósticos, vamos cerrando el círculo de nuestras sospechas, separando el grano de la paja. Este camino lo recorremos junto al paciente, explicándole el sentido de los distintos pasos del diagnóstico. Cuando por fin llega el momento de transmitirle el diagnóstico y establecer un tratamiento, se hacen aún más evidentes ciertas características fundamentales de la personalidad del médico. No quiera Dios que la más importante sea el paternalismo, tan denostado en las últimas décadas. Esa postura alude al padre de familia preocupado por el bien de sus hijos pero que no tiene en cuenta su opinión; se trata de una postura que, pese a ser bienintencionada, resulta autoritaria hacia el enfermo. Por ello es contraria a los imperativos de la emancipación: la tendencia contemporánea a liberarnos de los roles sociales, culturales e incluso biológicos. El paternalismo sortea o limita la autonomía del paciente, haciendo imposible que médico y paciente tengan una relación de iguales y que este último participe de manera consciente en su tratamiento.

 

La crítica del autoritarismo ha dado paso a distintos modelos de relación médico-paciente. En el modelo consumista, el médico es un vendedor de servicios médicos, de la misma manera en que se venden otros productos en el mercado libre. Debe ser neutral y puede aconsejar, pero no debe influir en la decisión: es el paciente el que decide «qué elige y qué compra en el supermercado médico».[378] En el modelo de negociación, que se materializa en un contrato, cada una de las partes trata de obtener un beneficio a costa de la otra: el paciente exige obtener el precio más bajo; el médico, por su parte, quiere evitar soluciones arriesgadas o crear expectativas, que, de no cumplirse, supondrían la amenaza de un juicio, una sentencia y el pago de una indemnización. El médico empieza a preocuparse menos por la curación efectiva del paciente que por el cumplimiento de los requisitos legales del contrato suscrito con él. Este modelo deshumaniza la naturaleza de la relación del médico con el enfermo y entra en contradicción con la propia vocación médica.

Si bien es cierto que el rechazo del paternalismo dio un necesario espacio al papel del enfermo y a su libertad, también trajo consigo perjuicios: en las situaciones límite empezaron a aflorar disputas entre la libertad egoísta del médico y la del paciente. Pero lo que nosotros pensamos es que tanto la autonomía de uno como la del otro deben estar subordinadas al bien del paciente. No es la autonomía, sino la persona, la que constituye un valor absoluto: la dignidad de una persona no puede verse reducida a su libertad, ya que de la libertad pueden emanar tanto comportamientos humanos dignos como indignos, por lo que no habrá mejor medio que la confianza mutua para alcanzar el bienestar del paciente. Es esta confianza la que crea un vínculo entre los seres humanos, les hace libres para poner en práctica sus valores. Un ambiente de confianza es un ambiente terapéutico: «Construye un espacio de seguridad para el paciente»,[379] despierta su confianza en la gente.

 

¿No deberíamos en este punto comentar, o al menos enumerar, las cualidades que tiene que tener un médico para asegurar una relación adecuada con el enfermo, que le garantice establecer con él un vínculo de confianza? La respuesta es negativa, por dos motivos: la lista de valores y virtudes del médico se alargaría casi hasta el infinito, colocando al médico prácticamente al lado de los ángeles. Es lógico que el lector, bombardeado como está por las noticias que le hablan de la corrupción de los médicos, de los sobornos que aceptan, piense que, como el matemático, estoy escribiendo sobre un mundo de números irreales. La plaga de deshonestidad—que si bien afecta también a otros países, es cierto que adquiere enormes proporciones en Polonia—debería encontrar respuesta en la fiscalía. Pero hay otra razón. Sería una pena encerrar la respuesta en un esquema o un ejemplo cerrado, puesto que la diversidad de las reacciones, comportamientos y acciones positivas es enorme. Para el joven adepto al arte de la medicina, su maestro ha de ser el modelo, y lo más importante al principio de su carrera es encontrarlo. Pero le pediría al enfermo que esté leyendo estas palabras que trate de recordar a aquel médico que fue capaz de despertar en él una simpatía que le llevara a confiar en él sin dudarlo. Cada uno tendrá en mente sus ejemplos, aunque necesariamente se diferenciarán unos de otros.

Resaltemos aquí la importancia de la unidad, pues «donde muchos curan, ninguno cura» (Quod multi curant, nemo curant). «El ser humano no es una máquina»[380] en la que cada elemento se rija o funcione según una ley o una disciplina científica particular. En esta «máquina», quien responde de la psique son los psicólogos; del comportamiento social, los sociólogos; de la vida espiritual, los religiosos; y por supuesto, de los diferentes órganos del funcionamiento interno, cada uno de los especialistas. Aunque el sublimado arte de cada especialista podría hacer parecer que es fácil descomponer al enfermo en sus distintas partes para ser puestas a punto por separado y volver después a funcionar a la perfección una vez montadas en el conjunto, lo cierto es que el papel principal lo tiene una sola persona, que es la encargada de coordinar y armonizar este proceso. Esto es así en los casos complejos; en los sencillos, el médico debería dejarse llevar por la ambición de ser capaz él solo de restablecer la salud y alejar la enfermedad.

 

Sobre la vocación médica y la relación entre médico y paciente nos hablan las cartas de Hipócrates, considerado padre de la ética médica en la tradición occidental. Hasta hoy los nuevos médicos, al terminar sus estudios, prometen solemnemente preservar los principios contenidos en el juramento hipocrático, considerado como una descripción sintética y universal de las exigencias éticas que se les plantearán a los médicos en su quehacer. Se trata de un texto muy breve, «que no consiste más que en nueve frases deslavazadas»,[381] compuesto de una invocación, las normas que rigen la relación de la persona que hace la promesa a su maestro y al arte, así como los cánones generales de comportamiento médico. Pero el juramento hipocrático no responde, sencillamente porque no puede, a ninguna de las muchas preguntas concretas ni a muchas de las preocupaciones fundamentales de la medicina moderna. Tomemos un ejemplo cualquiera, por ejemplo, uno bien conocido, como es el de las células madre. Las expectativas y esperanzas depositadas en ellas son enormes, y las han despertado tanto la prensa como los científicos, los médicos, los enfermos y sus familiares. Esa fe en la capacidad sanadora de las células madre—con la lejana perspectiva de la clonación reproductiva—surge de las ambiciones que, como a Prometeo, nos acompañan desde el albor de los tiempos.

Pero ¿es que acaso amparándonos en la noble pero lejana idea de ayudar a los enfermos tenemos derecho hoy a interferir en los primeros estadios de desarrollo de embriones humanos? Incluso la normativa legal que afecta a estos casos se diferencia diametralmente en distintos países: desde la prohibición tajante hasta el liberalismo más absoluto. La respuesta a esas preguntas no sólo era desconocida para Hipócrates, sino también para los actuales profesionales de mediana edad. Y ¿qué decir de la cuestión de la muerte, precedida hoy en día por largos meses de coma en estado vegetativo? ¿Y de las peticiones de eutanasia? ¿Cómo debe comportarse el médico?

La tendencia cada vez más general al relativismo, la flexibilidad de los significados y su reflejo en el arte postmoderno hacen cada vez más difícil obtener una respuesta clara a estas preguntas. Si el sentido del concepto de ‘verdad’ se ve cuestionado constantemente y empieza a entrar en decadencia, al tiempo que el pluralismo no crítico, autodenominado tolerancia, afirma que todas las opiniones tienen el mismo valor, entonces, ¿dónde apoyarse? Qué fácil es verse absorbido por las arenas movedizas del relativismo imperante. En la profesión médica, las cuestiones éticas forman parte de lo cotidiano, no hay manera de escapar de ellas. Más de una vez, la vida diaria nos trae una respuesta concreta a las discusiones de éticos y filósofos, como hemos experimentado últimamente en Polonia a propósito de una petición de eutanasia.

 

En el año 2007 llegó por primera vez a los tribunales de nuestro país una petición de eutanasia a nombre de J. Ś., un hombre de treinta y dos años que llevaba desde los catorce paralizado de cuello para abajo. Solicitaba que se le desconectara el respirador. En la solicitud explicaba claramente que no deseaba vivir más una vez hubieran fallecido sus padres. Estaba claro que cuando ellos no pudieran seguir ocupándose de él se quedaría completamente solo. Los órganos sociales responsables apenas se habían interesado por el caso, le habían fallado también los servicios sociales locales, así como, seguramente, los vecinos y la parroquia. La carta del enfermo era un grito desesperado. En realidad, lo que estaba pidiendo no era la muerte: se trataba de la llamada de un ser humano que sufría abandonado, completamente solo, pues los únicos que se ocupaban de él eran unos padres ancianos y cansados. «Deberíamos escuchar miles de veces más esas voces, las de todos aquellos que están encerrados en hospitales psiquiátricos aunque no deberían estar allí. Pienso en los autistas que mueren de neumonías que se ceban con ellos porque están pudriéndose en los hospitales, atados a sus camas; en las personas abandonadas, en los deficientes, en aquellos para los que cada vez queda menos sitio en nuestra sociedad»,[382] escribe la hermana Małgorzata Chmielewska, una persona excepcional que pertenece a la asociación El Pan de la Vida, dedicada a proporcionar vivienda a personas sin techo, a enfermos, a madres solteras, así como a servir de albergue para hombres y mujeres.

Menos de dos semanas después de la publicación en la prensa de la petición de eutanasia del enfermo, leímos en los titulares de los periódicos: «J. Ś. quiere vivir». Nos contaban que había vuelto a sonreír tras experimentar unas muestras de interés y apoyo con las que durante años no se había atrevido siquiera a soñar. Para poder volver a llevar una vida normal y sentirse útil, quería encontrar un trabajo. ¿Qué podía hacer alguien cuyo único órgano sano era el cerebro y necesitaba la ayuda constante de otras personas? Él mismo respondió a la pregunta: «Puedo hablar. No hay persona en el mundo que sea capaz de animar a otro en una situación terrible mejor que yo. Yo ya he pasado por todo eso. Ya sé lo que es tocar fondo».[383] La irreemplazable Ania Dymna, junto a la fundación para personas discapacitadas llamada A Pesar de Todo, ya se ha encargado de contratarlo y de conseguirle un teléfono que le mantenga en contacto con todo el país, así como una silla de ruedas. Había quedado claro que J. Ś., al pedir la muerte, en realidad lo que estaba haciendo era gritar a los cuatro vientos que quería vivir: una vida a la que empezó a acostumbrarse en unas pocas semanas.

¿Se puede hablar de mantenimiento artificial de la vida en el mencionado caso? No cabe duda de que J. Ś. se mantiene con vida gracias a un aparato médico, pero, «¡por Dios! ¡Precisamente para eso es para lo que se inventó!».[384] El concepto de eutanasia se ha ido volviendo cada vez más polisémico, como se puede ver en la creciente cantidad de términos para referirse a ella. Se habla de eutanasia, autotanasia, distanasia, ortotanasia, eutanasia eugénica, económica, y otras. Se habla de eutanasia pasiva y activa, mediada, directa, voluntaria, involuntaria… Ni la variedad de términos ni las extensas discusiones sobre el tema podrán borrar la diferencia que existe entre muerte natural y provocada, la sobrevenida y la deseada. La afirmación de que administrándole la muerte se preserva la dignidad del paciente, mientras que evitar que muera la socava, es una «perversión ética, pues discrimina a todos los enfermos, minusválidos y personas que sufren y que precisamente en nombre de su propia dignidad siguen con vida».[385]

Y por último, permítanme hacer una observación personal. Durante todos los años en los que llevo dedicándome a la medicina, nunca he oído a ningún enfermo solicitar la eutanasia. La hermana Chmielewska comparte conmigo esa misma experiencia, y eso que se ha dedicado exclusivamente a personas con grandes sufrimientos y enfermos incurables, de los que la mayoría «sabían que tenían los días contados. Pero sabían también que contaban con el apoyo de nuestro amor, que nuestro amor les rodeaba».

 

Lo que lleva la mayor parte de las veces a pensar en poner fin a la vida es el dolor. Se cuela en nosotros, no deja sitio para nada más, nos atrapa por completo. Sabemos que es algo ajeno, y, «como una palabrota o maldición, nos es fácil pronunciarla sólo en una lengua que no es la nuestra».[386] Los médicos de todos los tiempos—magos y chamanes—han intentado desde tiempo inmemorial mitigar el dolor. Para ello echaron mano de extractos de plantas; no ha habido medicamentos que acompañaran de manera más fiel a los humanos en su historia que los mitigadores del dolor: los salicílicos y los opioides. Hoy en día, el abanico de remedios calmantes se ha visto extraordinariamente ampliado, de la misma manera que se han perfeccionado las técnicas que permiten administrarlos de manera constante. Detenemos el avance del dolor, lo borramos de la conciencia. Parecería que el ideal al que aspiramos es una vida sin dolor; si es así, el ejemplo de unos cuantos jóvenes que llevan ese tipo de vida debería servirnos de advertencia.

Todo empezó con un niño de diez años que vivía en el norte de Pakistán y que actuaba en espectáculos callejeros: se clavaba cuchillos en las manos y andaba sobre brasas sin pestañear. Formaba parte de un grupo de seis niños que decían no haber sentido nunca dolor y que procedían de tres familias emparentadas, aunque los padres no poseían esa extraña cualidad. Un detallado estudio neurológico comprobó que los seis niños tenían perfectamente desarrolladas otras cualidades: reaccionaban al contacto, a la presión, diferenciaban temperaturas al contacto con varillas calientes y frías, se reían cuando se les hacía cosquillas, sentían perfectamente la posición del cuerpo. Todo era normal, lo único fuera de lo común era su inmunidad al dolor.

El dolor lo desencadenan determinados estímulos en unas terminaciones nerviosas, especializadas en esa tarea, que recorren los tejidos de nuestro cuerpo y algunas de sus partes internas. Se trata de los receptores del dolor o, en términos médicos, los nociceptores. A partir de ellos, de las terminaciones nerviosas, los impulsos viajan a través de los nervios mediante impulsos eléctricos hasta el cerebro. Sin embargo, la señal se origina en receptores especiales o, para ser más exactos, en las membranas celulares. Éstas disponen de canales que regulan el flujo de iones, lo que conlleva la generación de potenciales de acción. Así, por ejemplo, los canales de sodio están presentes en los receptores del dolor hasta en diez formas diferentes. El gen que controla uno de ellos, el «SCN9A, también llamado Nav1.7»,[387] presentaba mutaciones en los seis niños paquistaníes, lo que significaba que su receptor estaba dañado y no era capaz de recibir las sensaciones de dolor. Dado que esos receptores no se encuentran ni en el corazón ni en el sistema nervioso central, surgió la idea de buscar medicamentos que los bloquearan. Las señales de dolor que vienen del corazón y que son indicio de su falta de riego, por ejemplo en el caso de un ataque al corazón, quedarían, en el caso de estos hipotéticos fármacos, intactas. La cuestión está en que la inmunidad al dolor no hacía que los jóvenes paquistaníes fueran personas más sanas. Más bien todo lo contrario: todos ellos presentaban heridas en labios y lengua, ya que se la habían mordido constantemente en su primera infancia, hasta los cuatro años. Algunos habían perdido por este motivo partes distales de la lengua, otros debieron someterse a operaciones de cirugía plástica. Tenían el cuerpo cubierto de morados y de heridas. Se fracturaban fácilmente los huesos, cuya posterior soldadura se complicaba con infecciones debido a que el enfermo, al no sentir dolor, tampoco sentía la necesidad de inmovilizar la extremidad. El dolor, que para el resto de los mortales tiene exclusivamente connotaciones negativas por estar indefectiblemente asociado al sufrimiento, mostró en este caso su otra cara: su papel como alarma que nos advierte del peligro y que hace que se desencadenen los mecanismos de defensa: obliga a detenerse, impone la inmovilidad, nos hace buscar ayuda.

 

Nuestro tiempo de vida se alarga. Durante el siglo pasado nos tocó añadirnos de media unos veinticinco años. ¡Nada menos que un cuarto de siglo más en el curriculum vitae! ¿No es acaso el principio de una carrera hacia la inmortalidad? Pero, con todo, seguimos sin ser capaces de devolver la juventud, y la inmortalidad sin la juventud—aseguraban los griegos—es una desgracia. Esta convicción que, como no podía ser de otro modo, encontró también su expresión en los mitos, era conocida por Miguel Ángel. En un fresco de la Capilla Sixtina, entre las cinco sibilas, únicamente pintó a una con cara de anciana: se trata de la sibila cumana, a la que Apolo le concedió la inmortalidad pero sin conservar el atractivo y la juventud. Con este motivo está relacionada también la historia de Eos-Aurora. Muchos poetas han cantado a la extrema belleza de esa mujer que abría cada día las puertas de oriente para luego saltar a su carro de pétalos de rosa y recorrer la bóveda celeste, enviando a la tierra el rocío de la mañana y cubriendo el cielo con estelas de luz en honor a su hermano el Sol. La noche y el sueño escapaban a su paso y las estrellas apagaban su fulgor. Eos era muy apasionada y tuvo amoríos con varios dioses, pero su gran amor fue el rey troyano Titonos. Lo llevó al Olimpo y le suplicó a Zeus que le concediera la inmortalidad. Vivieron mucho tiempo y fueron muy felices, pero con el tiempo Titonos empezó a envejecer: al solicitar para él la inmortalidad, Eos había olvidado pedir también su eterna juventud. Ante sus ojos se fue convirtiendo en un pequeño y seco anciano. Incapaz de soportar tal visión, lo encerró en una cajita de madera. De allí fue a liberarlo Zeus, que lo convirtió en una cigarra y lo envió a la tierra. En una litografía francesa del siglo XVII podemos apreciar a una Eos joven, bella y alada que se inclina hacia Titonos, que está debajo de un árbol, y le da un tierno beso de despedida mientras a él le va creciendo un abdomen de insecto.

 

La medicina moderna busca en la genética las respuestas a la pregunta por la eternidad. A nivel molecular, el envejecimiento consiste en una acumulación de defectos, de roturas del ADN, que va perdiendo progresivamente la capacidad de autorrepararse. Como resultado, disminuye el número de células madre que sería necesario para la renovación permanente del organismo pluricelular que somos. La fuente de células nuevas, jóvenes, se seca. Así nos explicamos qué es el envejecimiento, aunque estamos aún muy lejos de poder interferir farmacológicamente en este proceso extremadamente complejo. Lo que alarga nuestra vida hoy por hoy es la prevención y el tratamiento de las enfermedades comunes. También las restricciones calóricas, es decir, el adelgazamiento. Limitar la ingesta de calorías en un veinticinco por ciento (siempre que no lo hagamos de manera violenta y sin caer en la malnutrición) parece alargar la vida. Los experimentos realizados en animales son convincentes; en los seres humanos—debido a la necesidad de realizar observaciones a largo plazo—las evidencias aún no están completas. ¿Cuántos años podemos añadirnos? Quizá diez, o quince, pero en todo caso, nadie es capaz de imaginarse que la media de vida de las próximas generaciones vaya a superar el siglo. Es el límite, aunque difuso, que se vislumbra en el horizonte.

 

Algo diferente sucede con la vida fuera del cuerpo, con la vida in vitro, en la probeta, donde la inmortalidad es un asunto que salta a la vista. Es destacable aquí el mérito de Alexis Carrel, que, enterado de los intentos que se estaban realizando para cultivar células embrionarias de ranas, desarrolló entre 1910 y 1912 un método original de cultivo de tejido de humanos adultos. Aunque sus sucesores, veinticinco años después, se burlaran de ese cirujano que, sin elaborar hipótesis alguna, se había lanzado a buscar soluciones a los problemas que le fascinaban, lo cierto es que las había encontrado. Y aunque también se le han recriminado—y con razón—las posturas racistas que adoptó al final de sus días, es indudable que sus trabajos sentaron las bases del cultivo de células. Hoy en día, esta práctica se realiza en miles de laboratorios de todo el mundo. En vida, Alexis Carrel fue famoso no por estas cuestiones, sino por el «corazón inmortal del pollo».[388] Carrel tomó un fragmento de corazón de un embrión de pollo y lo colocó en un recipiente de cristal. Las células aisladas latían rítmicamente separadas del organismo. Carrel consiguió mantenerlas con vida utilizando cambiantes fluidos nutritivos que había probado de antemano manteniendo la asepsia e introduciendo pequeños pero fundamentales cambios en técnicas ya existentes. Allí permanecieron las células latiendo un mes, otro, y otro más, hasta que la prensa se hizo eco del asunto. El corazón, símbolo de vida y de sentimiento que cualquiera podía notar llevándose la mano al pecho, latía ahora en solitario «en un frasco de pepinillos».

La sensación fue enorme, el experimento disparó la imaginación. Asombro, admiración, pero también miedo: «la sangre se hiela en las venas como cuando uno escucha los relatos de Edgar Allan Poe», se escribió. El corazón dejó de latir a los ciento cuatro días, pero las células siguieron multiplicándose, siguieron con vida, aunque con el paso de los meses y los años se convirtieron en tejido fibroso. Sin embargo, la prensa siguió celebrando el primero y luego el segundo aniversario del «palpitante corazón de pollo». El propio Carrel, influido por la filosofía de Bergson, lo llamó «vida sustraída al poder del tiempo», una vida «atemporal», y hablaba no ya de una «vida permanente», sino de una «vida inmortal», de «inmortalidad». Pero la verdadera inmortalidad in vitro nos la descubrió una mujer joven que acudió al hospital Johns Hopkins de Baltimore en 1951.

Se llamaba Henrietta Lacks y era negra. Había acudido al médico por unas hemorragias vaginales que sufría entre las menstruaciones. La biopsia arrojó un diagnóstico: cáncer de cuello de útero. El fragmento de tejido tomado se envió a un pequeño laboratorio en el que se intentó cultivar las células con el objeto de diagnosticar la malignidad del cáncer, acción para la que a Henriette nadie le pidió permiso ni opinión alguna. Sus células asombraron a los científicos. Estaban fenomenalmente vivas. In vitro se reproducían sin parar. Habían soportado perfectamente el trance de ser transportadas y suponían un alimento estupendo para los virus, entre ellos, para el virus de la polio, contra el que se estaba buscando en ese momento una vacuna en América entera. Las células HeLa, pues así se las empezó a llamar en honor a la enferma de las que procedían, empezaron a trasladarse de laboratorio en laboratorio, de una costa a otra de Estados Unidos, y posteriormente, al mundo entero. Para entonces, hacía tiempo que Henrietta había muerto. Sólo había sobrevivido ocho meses después del diagnóstico. Pero sus células seguían con vida. Las células HeLa están disponibles actualmente en los catálogos de tiendas de materiales biológicos y médicos con los que trabajan decenas de miles de laboratorios en todo el mundo, incluido el de quien esto escribe. Más de medio siglo después, las células hierven con la misma vitalidad y energía, el mismo élan vital que hervían el día en que abandonaron a Henriette Lacks.

 

De esta manera, la vida salió del cuerpo para asentarse en los recipientes de vidrio que le habíamos predestinado. La vida resultó ser extremadamente práctica y capaz de aguantar los distintos experimentos e intervenciones a los que la sometíamos. Podemos congelarla, detenerla en el sentido literal, llevándola a una temperatura inferior a menos ochenta grados centígrados o más baja, y mantenerla en este estado muchos años para luego sacarla de él, despertarla, sincronizar el tiempo de las células y revivirlas. Si a una cobaya muy joven le extraemos un trozo de piel y lo congelamos durante un año para luego volver a trasplantárselo, entonces todas las células de nuestro animalito compartirán el mismo repertorio genético, pero su edad será distinta. La cobaya será entonces una «quimera de tiempo» creada por nosotros. Estos experimentos y otros parecidos cada vez tienen más que decir sobre la manera en que entendemos qué es la vida y el tiempo en biología. Si supiéramos, además, hacer viajar al hombre en el tiempo y hacer retroceder las manecillas de su reloj biológico, el destino de Henrietta Lacks habría sido muy otro. La enfermedad que se la llevó tan rápidamente es el segundo tipo de cáncer más habitual en las mujeres. Cada año se diagnostican medio millón de nuevos casos, pero el ochenta por ciento de las muertes tienen lugar en los países pobres. El causante del tumor es el virus del papiloma humano, que se transmite por vía genital. Se ha desarrollado ya una efectiva vacuna profiláctica contra la cepa más común de ese virus, y a mediados de 2007 la agencia estadounidense Center for Disease Control (Centro para el control de enfermedades) lanzó la recomendación de vacunar a todas las niñas de entre once y doce años. De esta manera, se controlará y podrá ser erradicada de los países desarrollados una enfermedad más. La esperanza es que el remedio alcance los continentes y países donde este tipo de cáncer causa más estragos. Aunque tampoco podemos excluir la posibilidad de que el virus, al sentirse amenazado, empiece a escabullirse, a mutar. Si eso sucede, tendremos que perseguirlo con nuevas vacunas y seguramente con nuevos fármacos antivirales de los que no disponemos en este momento.

 

Las enfermedades cambiarán: las de hoy se esconderán en las sombras y serán sustituidas por otras nuevas. Algo nos dice que seremos capaces de arreglárnoslas, de vencerlas. De esta forma de pensar seguramente sea responsable el positivismo, que vio en el avance de la ciencia una garantía de poder solucionar los problemas y las cuitas de la humanidad. Pero, como dijo el poeta, «el paraíso de los positivistas ha resultado estar vacío».[389] Aunque por otro lado, tenemos derecho al optimismo, pues ¿acaso podemos tildar los logros de la medicina de otra manera que no sea de asombrosos? Sí, pero ¿nos acercan a conocer el alma? De momento no lo parece. ¿Cómo vamos a conocer aquello que hemos desterrado al reino del no-ser, negándole el derecho a la existencia? El alma y la muerte. Primero expulsamos de nuestra lengua y pensamiento al alma, a lo inmortal, y ahora, en nuestro pensamiento, en nuestras conversaciones, en la vida cotidiana, silenciamos la muerte. Nos sumergimos en el presente. Vivimos en un reality show, en un talk show, incluso nos inventamos una nueva vida en un mundo virtual. En Second Life,[390] el nuevo fenómeno de Internet, un juego de ordenador llamado MMO (Massively Multiplayer Online) que tiene enganchados a millones de usuarios, no nos hacen correr con una espada ni aniquilar monstruos. Salimos de la realidad a otro mundo donde nos está esperando una casa virtual, un coche virtual, una esposa virtual. En Second Life vamos a trabajar, ahorramos. La agencia Reuters cuenta ya con un corresponsal permanente, y cada vez más países cuentan con su embajada. Allí uno puede embellecerse el rostro, modelar su silueta, encontrar enemigos y amigos, enamorarse, pasear, pasar horas de tiendas comprando con divisas reales que se descuentan automáticamente de la tarjeta de crédito. Nature, una de las revistas más prestigiosas del mundo, anima a los científicos a presentar los resultados de sus investigaciones en una conferencia virtual en un anfiteatro del que ya se dispone.

 

Para Heráclito, el alma era el mayor de los misterios. Y si bien advirtió de que no llegaremos nunca a conocer sus límites, por mucho que recorramos todos sus caminos, él «se buscaba a sí mismo». Contrario a la opinión de que el alma es inasible, pero de acuerdo con su teoría de que en los opuestos se encuentra la armonía, buscaba esta alma en su interior. El alma, la esencia del ser. Si volvemos la mirada hacia ella, podremos preguntarnos de nuevo si existe el alma de la medicina. Podemos quedarnos mirándola fijamente, como hemos hecho en todos los ámbitos en los que la medicina ha estado presente: en algún lugar entre la vida y la muerte, entre la salud y la enfermedad, la ciencia y el arte, y también en el amor. En esa búsqueda, en nuestro viaje, la hemos visto brillar por momentos en los ojos de un enfermo que se despierta de un coma profundo, en el corazón trasplantado de la mujer que fue capaz de coronar el monte Cervino, en el dolor y el sufrimiento aplacados por el arte médico, en la mirada de un científico que ha descubierto un nuevo medicamento. ¿Y si concentráramos, como en la pupila del ojo, todas esas situaciones en un solo cuadro? En el cuadro veríamos a un enfermo en la consulta del médico. El enfermo acude con su dolor, su sufrimiento, con un grito de socorro. Y el médico, sin prestar atención al temor del enfermo (ni al suyo propio), sabiendo lo poco que sabe (siempre demasiado poco), le dice: «Estoy a tu lado, juntos miraremos al peligro a la cara». Y en ese momento habrán de caer todos los velos con los que nuestra mente ha ido adornando al alma durante siglos. La niña, Core, se nos presenta en la pupila del enfermo. Sale a la luz, clara y nítida justo en el momento en que escucha nuestra llamada: «Estaré contigo. No te abandonaré. No te quedarás solo».

Ir a la siguiente página

Report Page