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CORE » EL CEREBRO

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El período que va desde el siglo XIX, sobre todo sus últimas décadas, hasta mediados del siglo XX es la era de los pabellones psiquiátricos: el número de internos creció a un ritmo acelerado. Ya antes de la Primera Guerra Mundial esos pabellones cerrados se convirtieron en enormes almacenes donde se hacinaba a personas con parálisis, deficientes, oligofrénicos y catatónicos, ante la incapacidad de ofrecerles cura. Eran lugares donde habitaba la infelicidad, una vida congelada, inmovilizada, donde se privaba a los enfermos de cualquier vínculo con el exterior y se experimentaba de manera permanente la muerte y la agonía. El pabellón cerrado constituía un mundo aparte que se regía por sus propias reglas, «una ciudad digna de lástima, llena de perversiones, constituida por personas que nadie necesitaba, en la que el tiempo no contaba y donde lo único cierto era la ausencia de perspectivas de curación».[33] Se ha comparado a estos centros con un gigantesco monstruo «que está permanentemente dormido, no se mueve, sueña; en ocasiones se veía en peligro, con miedo a empeorar, y entonces el monstruo se despertaba, se preocupaba, llenaba a todos de espanto para luego volver a dormirse».[34]

Estos decadentes «monstruos gigantescos» no empezaron a vaciarse, a perder a sus inquilinos, hasta los años sesenta o setenta del siglo pasado, y fue a cuenta de los nuevos fármacos.

Entre los ingresados en esos pabellones ocupaban un lugar de honor los enfermos de parálisis general. Sobre ellos escribió el poeta polaco Boy-Żeleński: «Pues la parálisis general progresiva | en las cabezas más honorables anida».[35] Con ese nombre se bautizó la sífilis cerebral, que se manifestaba en síntomas psicopatológicos y, más tarde, en demencia y parálisis. Como decía madame Marie Rivet, que dirigía en los años setenta del siglo XIX una clínica privada para enfermos nerviosos en París, ésta era siempre mortal: «La paralysie générale ne pardonne jamais» (La parálisis general no perdona jamás).[36] En 1883 el joven médico austríaco Julius Wagner-Jauregg advirtió en una paciente que había enfermado de erisipela una remisión en los síntomas psicóticos. Observaciones de situaciones análogas en las que una enfermedad que se desarrolla provoca el receso de otra han llevado al menos dos veces en la historia a revoluciones radicales en el tratamiento, y así sucedió en esta ocasión. Wagner-Jauregg empezó a inyectarles tuberculina a los enfermos de sífilis cerebral para provocarles fiebre y consiguió que se alcanzaran recesiones aún más largas, pero desistió por la alta toxicidad de la tuberculina. En 1917 ingresó en su hospital un actor de treinta y siete años con una sífilis avanzada del sistema nervioso; presentaba profundas pérdidas de memoria, convulsiones y las pupilas estáticas, es decir, no reaccionaban a la luz, lo que equivalía a una sentencia de muerte. Nuestro médico le inyectó sangre de un soldado enfermo de malaria traído del frente de Macedonia, tres semanas después de lo cual el paciente tuvo el primer ataque de fiebre; tras la décima semana se le empezó a administrar quinina. En los meses siguientes su estado mejoró rápidamente: empezó a recitar de memoria versos y poemas de su enorme repertorio ante un sorprendido auditorio formado por enfermos de lesiones cerebrales. Finalmente, todos los síntomas remitieron y el actor volvió a trabajar. Fue un momento estelar de la historia de la psiquiatría. Si bien la «terapia de la fiebre» no condujo en realidad a una curación total, al menos cambió el destino de los pacientes hasta tal punto que no morían dementes, sino que sus cerebros eran capaces de volver a un ritmo de vida casi normal. Este descubrimiento, por el que a Wagner-Jauregg le fue concedido el Premio Nobel, rompió el nihilismo terapéutico y trajo la esperanza de que, puesto que se podía frenar el avance de la psicosis sifilítica, quizá también se pudiera conseguir en el caso de otras psicosis de distinta procedencia.

 

La que vino a ganarle la batalla final a la sífilis fue la penicilina, que fue introducida en el tratamiento en los años cuarenta del siglo pasado; pero lo que atrajo la atención de los neuróticos fueron los fenomenales éxitos de la teoría del psicoanálisis de Freud, que, tras alcanzar su apogeo a mediados del siglo XX, dominó la psiquiatría durante varias décadas. Por primera vez, los psiquiatras empezaron a recibir pacientes en sus despachos para tener con ellos sesiones de psicoterapia, lo que cubría el vacío de relación entre el médico y el paciente y creaba una atmósfera cordial «que los enfermos tomaban como señal de afecto».[37] Al éxito del psicoanálisis contribuyó el entusiasmo de la clase media: la gente culta deseaba saber algo nuevo de sí misma, conocer la verdad que se escondía en lo más profundo de su inconsciente. Solicitaban consulta a los psicoanalistas hasta las agencias estatales y el Congreso de Estados Unidos. Controlar las neurosis parecía encontrarse al alcance de la mano. Freud y sus alumnos aseguraban que éstas procedían de recuerdos y fantasías eróticas infantiles que se habían reprimido; un proceder refinado que consistía en analizar palabras, hacer asociaciones libres o que el paciente reviviera las situaciones causantes de neurosis permitía «crear variadas definiciones del ser»,[38] que debían traer consigo la liberación, la sanación. Sin embargo, de manera totalmente inesperada, en los años setenta del siglo pasado, en el imponente edificio del psicoanálisis se abrieron de repente profundas grietas, y el edificio entero vino a desplomarse poco más tarde. Los más célebres estudiosos contemporáneos del psicoanálisis aseguran que «no constituía un método de curación de los trastornos mentales, sino que creaba la posibilidad de adentrarse en un viaje interior a personas de un apetito insaciable».[39] También hay quien afirma que no constituyó más que «una brecha, una grieta»[40] en la historia de la psiquiatría; mientras que otros van más lejos y consideran que «las ideas básicas del psicoanálisis son fundamentalmente ideas vacías».[41] El famoso psicólogo Eysenck dijo en 1985: «Todas las ciencias deben pasar por una ordalía por charlatanismo. La astronomía tuvo que separarse de la astrología; la química debió salir del lodazal de la alquimia. Las ciencias del cerebro debieron desembarazarse de los dogmas de la frenología […]. La psicología y la psiquiatría, también, deberán abandonar la pseudo-ciencia del psicoanálisis; sus acólitos deben volver la espalda a Freud y a sus enseñanzas, y llevar a cabo la ardua tarea de transformar su disciplina en una ciencia genuina».[42]

 

Al declive del psicoanálisis como tratamiento contribuyeron el descubrimiento de nuevos fármacos, el surgimiento de un nuevo modelo para la enfermedad psiquiátrica que ponía el acento en la neurogénesis, y no en la psicogénesis, y el desarrollo de nuevos métodos de psicoterapia. No son pocos los que opinan que fue Estados Unidos, con sus potentes empresas farmacéuticas, quien mató al psicoanálisis: «Murió junto a la generación de judíos emigrantes de Europa que huyeron de la persecución racial».[43] Lo que dominaba eran los cambios revolucionarios en el tratamiento farmacológico, propiciado por la introducción en los años cincuenta del siglo pasado de la clorpromazina y, poco después, las benzodiazepinas. En principio se prestó atención sólo a sus efectos calmantes, por lo que pasaron a ser las nuevas camisas de fuerza químicas: los locos, desatados en su agresividad, dejaban de gritar, se quedaban en silencio. Los nuevos fármacos fueron eliminando otras formas tradicionales de tratamiento de los enfermos: el electroshock, las inyecciones de insulina que sumían al paciente en un letargo o las duchas terapéuticas en las que corrientes alternas de agua fría y caliente golpeaban la cabeza. Por primera vez, los psiquiatras dispusieron de fuertes fármacos calmantes. A esos medicamentos les siguieron otros, hasta que en los años noventa apareció el prozac: entró como una tormenta y se convirtió en la antorcha de la filosofía del hedonismo farmacológico. Millones de personas completamente sanas empezaron a demandar una sustancia que les ayudase a soportar el peso de la existencia… conservando una silueta esbelta. La aceptación social de los trastornos psíquicos fue creciendo y así los locos, aquellos mismos que durante milenios no habían provocado en la sociedad otra cosa que pánico, fueron sustituidos por personas que sufrían estrés y a las que se podía ayudar. Si este cambio tuvo lugar no fue porque nos hiciéramos más tolerantes y comprensivos, sino a cuenta del prozac: el prototipo de toda una familia de fármacos que suavizaban y acallaban las enfermedades mentales.

Ese hito revolucionario (y optimista) en el tratamiento no va necesariamente en consonancia con una comprensión del funcionamiento del cerebro y los entresijos del alma humana. Sobre todo en el caso de la neurosis, en la que influyen principalmente la cultura y las costumbres sociales, y donde la biología tiene poco que decir. La propia «ciencia—escribe Edward Shorter—se pierde fácilmente en el mundo generalizado de tristeza, miedos, obsesiones y dificultades de adaptación en la que les ha tocado vivir a los mortales».[44] Y, al referirse a la delgada línea que separa la patología de la excentricidad, concluye: «En estas aguas, la psiquiatría, incluso la que está fuertemente anclada en la medicina, puede pasarse años navegando sin rumbo».[45] ¿Y qué decir, por ejemplo, de los esquizofrénicos, a cuyo mundo no somos capaces de acceder? ¿O de las locuras inclasificables que se vuelven especialmente peligrosas en sus fases de manía persecutoria? Porque si el enfermo está convencido de que el resto quiere asesinarle, es más que probable que quiera ser el primero en golpear para defenderse. Estos enfermos son «minas andantes, tan peligrosos para sí mismos como para los demás».[46] Son esos pacientes, y otros parecidos a ellos, los que hacen que en la psiquiatría la impotencia y la duda sean aún mayores que en otras especialidades médicas. Al responder el gran conocedor contemporáneo de la materia Theodore Millon a la pregunta de cuán lejos hemos llegado en el conocimiento del cerebro, contesta: «No se vislumbra aún la luz al final del oscuro túnel. No descarto que en esta disciplina nunca lleguemos a acercarnos a una comprensión definitiva de la realidad de la mente».[47] A pesar de esta declaración escéptica, que rezuma pesimismo, no deberíamos olvidar que nuestra visión de la enfermedad psiquiátrica ha dado un vuelco de ciento ochenta grados. ¿Acaso es poco que «los locos, los dementes, se hayan convertido en simples pacientes»?[48] Para algunos de ellos, la conjunción de farmacoterapia y psicoterapia ha resultado en cierto sentido útil para curar las disfunciones del cerebro y de la mente.

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