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CORE » ARCANOS DEL ARTE Y LA DISCIPLINA CIENTÍFICA

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Desde hace algunas décadas, el éxito se viene midiendo por el grado de respuesta, de difusión que alcanza una publicación científica. Este parámetro se puede contabilizar, presentar la cantidad de veces que ha sido citado, lo que nos informa sobre cuántas veces dicha publicación ha sido mencionada en revistas especializadas, especialmente las de gran prestigio. Se desarrolla así una nueva corriente, denominada bibliometría o cienciometría. Equiparar la frecuencia con que se cita a autores de diferentes disciplinas científicas es arriesgado; para perfeccionar el método se introdujo en el año 2005 el llamado «índice h», de Hirsch, que alcanzó una rápida popularidad. Pero incluso dentro de la misma disciplina puede haber dudas. Si no, no veo cómo podríamos entender las palabras del gran matemático contemporáneo Tim Gowers, laureado en 1998 con la medalla Fields (el equivalente del Premio Nobel en matemáticas), cuando afirmaba: «La mayoría de publicaciones matemáticas resulta incomprensible para la mayoría de los matemáticos».

Podemos explicar la inmensa popularidad de que goza el índice de citas si pensamos que apela a uno de los elementos más característicos de la naturaleza humana: la vanidad. «La vanidad—escribió Blaise Pascal—está tan anclada en el corazón del hombre que un soldado, un patán, un cocinero, un mozo de cuerda se jactan de lo que son y quieren tener sus admiradores, y los mismos filósofos lo desean, y los que escriben contra esto quieren la gloria de haber escrito bien, y los que leen tener la gloria de haberlos leído, y yo que escribo esto tengo tal vez este deseo y tal vez aquellos que lo lean…».[160] Así pues, Blaise Pascal, con la radicalidad característica de su pensamiento, propuso que la publicación de trabajos científicos fuera anónima, que no se aportara el apellido del autor, es decir, romper con la expectativa del reconocimiento, de la vanidad, de ese amour propre que todo lo impregnaba. Un contemporáneo de Pascal comentó su propuesta: «Para él es fácil afirmar eso; incluso si comunica sus trabajos de forma anónima, de todas maneras todo el mundo en Europa sabrá quién es el autor de ese trabajo».

 

Las palabras de Zbigniew Herbert resuenan como un eco de Pascal:

Los antiguos maestros

se las arreglaban sin nombres.

 

Su firma eran

los blancos dedos de la Madonna.[161]

Dejemos a un lado el índice de citas que, todo hay que decirlo, en nuestro país constituiría una aportación muy positiva si ministerios, universidades e instituciones científicas se decidieran a aplicarlo con regularidad, aunque tan sólo fuera para conceder subvenciones a la investigación. Planteémonos si no se pueden buscar otros indicadores del valor de la labor científica. Evidentemente, nada mejor en ese sentido que el paso del tiempo para distinguir el grano de la paja, pero nosotros no queremos esperar, sencillamente no podemos, ya que cuando la verdad se aclare ya no estaremos aquí para verlo. Lo queremos hic et nunc. Sin embargo, no hay receta para los descubrimientos científicos, para el éxito. Max Delbrück, un brillante físico que llevó el pensamiento exacto, analítico y cuantitativo a la biología, consideraba que en la investigación se debería dejar lugar a la libertad, a la flexibilidad, permitiendo así abrir la puerta a lo inesperado, a la sorpresa que nos hará merecedores del reconocimiento más que un resultado previsible. Lo llamó «principio del descuido controlado» (the principle of limited sloppiness).[162] Los ingleses y estadounidenses usan la palabra serendipity, que podríamos llamar serendipia o carambola, es decir, un descubrimiento inesperado, lo cual no significa casual. Así fue como Ryszard Gryglewski descubrió la prostaciclina: el profesor John Vane le dio una muestra de compuestos químicos inestables (en lenguaje técnico: peróxidos cíclicos prostaglandinas) para que comprobara si daban lugar al tromboxano TXA2, una sustancia que se acababa de descubrir en pequeñas células de la sangre (trombocitos), y en qué órganos tendría lugar. De modo que Ryszard Gryglewski hizo ensayos con homogenatos de varios órganos animales, con diferentes resultados. Cuando añadió los compuestos que investigaba a los homogenatos arteriales (microsomas de la aorta), el tromboxano no aparecía y no sucedía nada. La mayoría de nosotros lo habría interpretado como un resultado negativo y habría continuado con la investigación, pero él advirtió que, pese a los resultados, los compuestos añadidos se habían reducido. ¿Se habrían transformado en algo diferente? Buscó el consejo de químicos, leyó libros, pero no encontraba la respuesta, y en ese momento vio la luz: quizá lo que aparecía era tan volátil que desaparecía inmediatamente a temperatura ambiente. Y le puso una trampa a ese «algo»: repitió el experimento en hielo. En ese momento el sistema de detección mostró la presencia de algo desconocido hasta el momento: la prostaciclina. En el laboratorio británico en el que trabajábamos no quisieron en un principio creer en esa «hormona polaca que parece que está, pero no está», como decían. En una serie de rápidos e ingeniosos experimentos, Ryszard Gryglewski, junto a otros colegas, aportó las pruebas de la existencia de la prostaciclina, una sustancia natural, importante para la defensa y la protección de nuestras arterias. Describió su funcionamiento en el organismo humano una vez de vuelta en Cracovia y allí fue incorporado a las terapias.

 

La intuición ayuda a presentir de alguna manera la realidad, a imaginarla e incluso a contemplarla. La tenemos en alta estima, aunque no es fácil de definir.

Toma el principio de su nombre del latín intueri, es decir, ‘contemplo’, y precisamente ese destello intuitivo del subconsciente, esa «breve senda sobre la razón» en ocasiones permite al médico ver lo que está sucediendo en el organismo del paciente. Percibimos algo así como una iluminación interior, una mirada a la esencia de las cosas, a lo que hasta ese momento permanecía oculto a la vista… Si pienso en mi trabajo cotidiano como médico, no estoy en absoluto convencido de que, de manera similar al matemático o al físico, dedique mucho tiempo a la reflexión. No. La práctica médica no es un acto meramente racional. Cuando escucho la historia de una enfermedad, cuando observo, examino, hago un diagnóstico o propongoun tratamiento, tengo la sensación de que me muevo como un alce subiendo a un bosque que conoce bien: capta olores, sonidos, busca huellas…, va siguiendo el rastro de esas impresiones, construye con ellas una imagen que le permite reaccionar correctamente. A menudo, lo que me hace reflexionar es algo que se sale del modelo, que no se ajusta a una forma conocida. Ese enigma desaparece en mí, pero vuelve inesperadamente una noche o varios días después, en ocasiones de forma reiterada, con una solución que no siempre tiene que ser verdadera.

Ay, ese racionalismo… Por la mañana hago la visita médica diaria; cuando entro en la habitación en la que reposa una paciente de unos cuarenta años, ésta se queja de que duerme mal, que no consigue conciliar el sueño hasta las cuatro de la madrugada. «Así que—me cuenta—leo su libro Catarsis, doctor». «Vaya—le digo yo—, así que la duerme a usted». «No, no…», se defiende confundida. «Quizá sea porque la almohada no le deja dormir». Tiene una almohada con un dibujo del dibujante satírico Andrzej Mleczko en el que un diablo tienta a una mujer. La mujer me mira incrédula. Una semana después vuelvo a visitarla a la misma habitación, está en la misma cama, y me dice: «Ya duermo bien, he cambiado de almohada».

 

En el momento en que se da un descubrimiento científico vemos algo que nadie antes ha visto, y no pocas veces algo que incluso nadie ha imaginado que pueda existir. Sin embargo, en la práctica clínica hay momentos en que soñamos con ver algo con lo que nos hemos topado en algún momento anterior. Sucede que pasan los días, e incluso las semanas, y los síntomas de la enfermedad parecen dispersos, como si no quisieran unirse y componer una única imagen; y nosotros no somos capaces de dar un diagnóstico, no sabemos qué le ocurre al enfermo. ¿Y si esto ya lo he visto antes? ¿No se estará repitiendo?… Pero ¿qué es lo que se repite?

Cuando mi hijo pequeño cumplió cinco años empezó a interesarse por todo lo que yo hacía. Una tarde, mientras estaba preparando una charla, me pidió que se la contara. «Es muy buena esa clase—decidió una vez hube terminado—. La preparas una vez y luego se la puedes repetir una y otra vez a los estudiantes». «¡Yo nunca me repito!», respondí indignado. Al día siguiente el pequeño vino con una hoja de papel en blanco. «Firma aquí, por favor». Firmé. Entonces sacó mi carnet de identidad, que traía oculto tras la espalda, me mostró la firma que había en él y la de la hoja: eran idénticas. Preguntó con aire triunfante: «¿Nunca te repites?».

 

De manera que el médico, con un hemisferio cerebral (el creativo) busca nuevas soluciones, mientras con el otro trata de descubrir qué es lo que se repite. Es así como desarrolla su arte, su habilidad. Cuando hablamos de un alto grado de destreza, de la cima del arte médico, nos viene a la mente el virtuosismo del cirujano. La comparación con otros virtuosos, como un pianista o un violinista, no parece un desvarío, puesto que, de manera similar a la música, la cirugía tiene raíces familiares. Un ejemplo de lo que afirmo es Alexis Carrel, que desarrolló la cirugía vascular, sentando las bases para el trasplante de órganos. Fue laureado por su obra en el año 1912 con el Premio Nobel de medicina, que por primera vez iba a parar a un investigador que desarrollaba su labor en Estados Unidos. Operar vasos sanguíneos es un arte muy delicado. Suturar una arteriola sin que haya hemorragia, unir sus extremos, ya sea con puntos rectos u oblicuos, tirar del hilo suavemente pero con determinación…, todo ello requiere una destreza excepcional. Y qué decir cuando el campo de operación se reduce, cuando operamos a pequeños seres: ratones, cobayas o… recién nacidos. Es como hacer encajes. Alexis Carrel, un francés emigrado a Estados Unidos, aprendió este arte de las mujeres que hacían encajes en Lyon. Una de ellas era su propia madre.

Observar a un cirujano de talento o participar activamente en una operación resultan experiencias en cierto sentido estéticas. Ni un movimiento gratuito: fluidez, seguridad y ritmo. La comitiva adquiere ese ritmo y todo el equipo empieza a moverse como en un trance. Da la impresión de que podrían cerrar los ojos y la operación seguiría discurriendo igualmente. Pero cuando aparece un obstáculo imprevisto, y luego otro y otro más (y cada uno de ellos podría hacer que todo se viniera abajo en un segundo), es necesario levantar la cabeza y enfrentarse al imprevisto: ésa es la presencia de ánimo del cirujano. Un paso en la oscuridad. Una decisión en un segundo: dar o no dar el salto a la gran piscina. Como la pregunta que le surgió de repente al Lord Jim de Conrad o al narrador de La caída, de Camus. «Porque los hitos de la cirugía—me dijo un joven cardiocirujano de talento—no se alcanzan con una habilidad excepcional». En las cumbres, como en Wimbledon, sólo está lo mejor de lo mejor. Todos le dan a la pelota impecablemente, todos conocen los trucos del tenis; pero gana el que consigue dominar la situación. El que no pierde la cabeza, el que no se pierde, el que no se deja engañar. Ve que la situación que crea el movimiento de su mano es inevitable, irreversible, y controla el campo. Es como un escultor que pretende sacar una escultura de un bloque de mármol, pero sabe que un error de movimiento del martillo y el cincel puede frustrar toda la operación.

 

Hubo una vez un tiempo, del que nos separan doscientos años, en que la biología, la ciencia y el arte—al igual que las observaciones y las especulaciones sobre la naturaleza—estaban entretejidas con hilos tan fuertes que resultaba difícil distinguir unas de otras. De ese rico conglomerado nació la Naturphilosophie de Goethe y los románticos alemanes. Les fascinaba el profundo y misterioso parecido de las formas de la naturaleza, oculto tras su diversidad. Para explicar las formas y características morfológicas reiterativas en incalculables variantes forjaron el concepto de «arquetipo». Investigaron el arquetipo, ese «principio generador de la Naturaleza»,[163] en sus diferentes transformaciones y metamorfosis, uniendo así al poeta con el hombre de ciencia, y a ambos con la naturaleza. El darwinismo puso punto final a esta filosofía de la naturaleza, aunque el propio Darwin era un entusiasta de Humboldt, seguidor de la Naturphilosophie y amigo de Goethe. Humboldt tenía la convicción de que tras la riqueza vegetal del mundo se escondían modelos, formas básicas, y se dedicó a buscarlas, a sacarlas a la luz, e incluso llegó a definir su número: dieciséis. Para él eran algo así como un tema musical que se repite, sobre el cual las especies y familias de plantas ejecutaban variaciones. Alexander von Humboldt (viajero, romántico buscador de aventuras, autor de una potente síntesis del saber sobre la naturaleza, sobre la Tierra y el Universo) precedió a Darwin en su viaje científico a países subtropicales de América Central y del Norte; un viaje que le ocupó, como al inglés, cinco años. Darwin leyó sus conocidos diarios de viaje durante sus estudios en la Universidad de Cambridge, y se llevó los dos primeros tomos al Beagle. En sus notas de la expedición escribió: «Ahora sólo soy capaz de leer a Humboldt; como el sol, ilumina todo lo que me encuentro»,[164] y años después añadió: «Nunca olvidaré que la lectura de sus diarios de viaje marcó el curso de mi vida».[165] La prosa de Humboldt lo dejaba maravillado, y con él compartió su entusiasmo por la naturaleza. Su influencia se dejó sentir incluso en el estilo de sus escritos, que inconscientemente emulaban los del viajero alemán, hasta tal punto que su hermana Caroline le llamó la atención: «Encierras tus propias ideas en el lenguaje poético de Humboldt».[166] Merece la pena recordar a ese Darwin sensible, romántico, apasionado, tan diferente de la visión que nos ha legado la historia, esa imagen, ampliamente extendida tras su muerte, de anciano venerable que nos observa como un terrorífico profeta del Antiguo Testamento.

Cien años después, la «filosofía de la naturaleza» volvió a encontrar eco en la obra del oceanógrafo y profesor de zoología de la Universidad de Jena Ernst Haeckel. En realidad quería ser paisajista, pintor, pero lo sedujeron las criaturas marinas. Dedicó doce años a estudiar las amebas, de las que documentó cuatro mil ejemplares, una cifra ciertamente asombrosa. No pensaba escribir un manual basado en sus propias investigaciones, sino que presentó sus descubrimientos de forma artística. Le fascinaban las misteriosas formas de la naturaleza, también las que sólo eran observables al microscopio, y les dedicó cientos de grabados. Haeckel las dibujaba y pintaba con colores y efectos al estilo del art nouveau, es decir, de la secesión vienesa o modernismo; y en 1904 entusiasmó a Europa con la publicación del álbum Kunstformen der Natur (Obras de arte de la naturaleza). Ante la riqueza de formas y colores, por lo general nuestra vista se ve atraída por la figura que ocupa el espacio central, a partir de la cual se distingue un abanico de otras formas. Ésta sería la matriz que contendría la esencia de la estructura. Se trata, en palabras de Haeckel, de la «estereometría orgánica»,[167] que consideraba que todas las formas de complejidad creciente partían de un modelo común. En sus ilustraciones sobre la naturaleza, de las más bellas que nunca se hayan realizado, brilla el orden, la simetría, la jerarquía. Dejan ver la lógica y el objetivo que en vano buscamos en nuestra lucha por la existencia, en la selección natural. La famosa teoría de Haeckel (la «ley biogenética») según la cual la evolución se repite en el desarrollo embrionario de los organismos, fue la prueba de que había encontrado un esquema unificador en el mundo de la naturaleza. Algunos le reprochan en la actualidad que atribuyera simetría a los seres que observaba, ya fuera al microscopio o a simple vista, que construyera seres ideales, platónicos. «Su belleza los traiciona»,[168] dicen. Como si la belleza no pudiera existir en la naturaleza más allá del arte.

 

Incluso hoy, cuando la genética nos proporciona una explicación racional para similitudes tan ocultas como sorprendentes, podemos oír la nota que sonó por primera vez en Jena. Hay quienes se preguntan si acaso la evolución no converge, es decir, si no llega a las mismas conclusiones, incluso en especies lejanas entre sí, y consideran que la convergencia de soluciones es universal a pesar de las incontables posibilidades genéticas. De modo que «los caminos son infinitos, pero el número de estaciones finales es limitado».[169] Hay que añadir que esos puntos de vista tan originales son aislados y al romper los esquemas generalizados de los evolucionistas, reciben críticas por tener tintes de creacionismo. Y sin embargo algo está cambiando como resultado de los últimos descubrimientos, por ejemplo los que conciernen a la intolerancia de la leche. En la infancia la leche es nuestro alimento más importante, pero en la edad adulta la mayoría de las personas (a excepción de las de procedencia europea) deja de asimilar la lactosa, es decir, el azúcar de la leche. Ello sucede porque el gen que controla la producción de la enzima encargada de descomponer la lactosa en elementos más simples y asimilables enmudece, se desactiva. Sin él la leche y sus derivados son difíciles de absorber; no sólo dejan de gustarnos, sino que incluso dañan el tubo digestivo. En el año 2002 se describió una mutación en los fineses que provoca que ese mismo gen, que controla la síntesis de la lactosa, no se silencie, sino que mantenga su actividad después de la infancia, de modo que los fineses adultos pueden consumir leche sin ningún problema. Dos años después no se consiguió encontrar esa «mutación finesa» en un grupo de habitantes de Kenia y Tanzania que también asimilaban la leche sin problemas; sin embargo, sí se comprobó que ese mismo gen estaba cambiado, había mutado, con la diferencia de que lo había hecho en otro lugar. De esa manera, un mismo gen estaba sujeto a diferentes mutaciones en diferentes partes del mundo… ¡con los mismos efectos! En opinión de muchos, éste es «el mejor ejemplo de la convergencia de la evolución en los seres humanos».[170]

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