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CORE » ENCANTAMIENTO AMOROSO

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ENCANTAMIENTO AMOROSO

 

Existe una enfermedad para la que se ha venido buscando remedio desde hace siglos sin éxito: se llama amor. Sería inútil preguntarles a los médicos por su esencia. No encontrarás una descripción de los mecanismos que lo gobiernan, querido lector, en los sesudos tomos de medicina. Te será más fácil coger un librito de poesía, no te defraudará, también será fácil encontrarlo en el teatro, en las novelas, en la pintura… En una palabra, en el arte, pues hablar de amor es hablar de belleza y nadie escribió mejor sobre eso que Safo:

Dicen unos que una tropa de jinetes, otros la infantería

y otros una escuadra de navíos, sobre la tierra

oscura es lo más bello; mas yo digo

que es lo que uno ama.[329]

¿Para qué va a ocuparse del amor, pues, la medicina? Por supuesto que las flechas de Cupido también atraviesan a los médicos, pero no con mayor frecuencia ni de manera distinta al resto de los mortales. ¿No habrá desarrollado la medicina alguna herramienta específica, una especialidad que estudie el amor? Es lícito hacerse esa pregunta, teniendo en cuenta que existen ya cerca de cien especialidades médicas. Uno de los últimos ministros de salud polacos, que hizo descarrilar el sistema de salud imponiendo a la sociedad el uso del Fondo Nacional de Salud, tenía como especialidad médica la hipertensiología. Se decía entonces que tenía la intención de seguir dividiendo la especialidad en tensión sistólica y diastólica, pero que no le dio tiempo, pues tuvo que abandonar el ministerio a toda prisa.

Aunque la especialidad «amorosa» todavía no se ha descrito oficialmente, los médicos han acudido durante siglos a atender a personas que se estaban consumiendo de amor. En el siglo IV, Oribasio de Pérgamo se dedicó a curarlos. Escribió que los enamorados sufrían de insomnio y tristeza, aleteo de párpados y ojos caídos, síntomas que relacionó por su parecido con los de la melancolía. Consideraba que el amor pasional y ardiente, cuando no era correspondido, constituía una unidad nosológica, una enfermedad sui generis que el médico debía saber reconocer y curar. Aconsejaba el vino, baños, ejercicio físico, teatro y música, al tiempo que declaraba que «la pasión que se apodera de los enamorados es extraordinariamente difícil de extirpar».[330] También inventó un nuevo método para distraer a los infelices que se habían visto sumidos en sufrimientos amorosos: había que asustarlos. Esta estrategia fue utilizada durante siglos, aunque—como alguien ya advirtió—recuerda más a ese violento e inesperado ¡uh! con el que asustamos a quien tiene hipo. Tras un período de olvido, resurgió en los siglos XVII y XVIII, cuando se empezó a aplicar a los enfermos mentales. El renacimiento de esta técnica se achaca a un incidente descrito en un entonces muy popular tratado de medicina. Un loco que estaba fuertemente atado y era transportado en una silla consiguió zafarse de los nudos, tras lo cual saltó a un lago. Tardaron en rescatarlo y cuando lo sacaron del agua pensaron que estaba muerto, pero recobró rápidamente el sentido y, al parecer, también el juicio. Después del incidente, el hombre vivió mucho tiempo sin volver a dar muestras de trastorno alguno. Fascinado con esta anécdota, hubo un médico que se dedicó a sumergir a los trastornados (entre ellos, a los locos de amor) en agua dulce o en el mar. Consideraba que «hay que coger a los enfermos desprevenidos, sumergirlos en agua y mantenerlos así durante un rato. No se debe temer por su vida».[331] Sin embargo, Safo y Ovidio pensaban que curarse del amor era algo imposible e incluso indeseable. Según cuenta la leyenda, al no poder soportar por más tiempo un amor no correspondido, Safo se tiró de un acantilado en Léucade, en lo que sería el primer suicidio por amor. Pero la comparación del amor con una patología la encontramos mucho antes: 1300años antes de Cristo, en la lírica amorosa, al amado se le llama «médico», y «medicina» a la enfermedad que es el amor, sobre todo el no correspondido.[332]

Para aplacar una imaginación exacerbada y acallar la locura amorosa también se ha echado mano de la terapia simbólica, sobre la que escribió en 1778 Bienville, en su tratado De la nymphomanie.[333] Significativo título. Las ninfas, que acompañaban a los dioses griegos desde tiempo inmemorial, aparecieron ante nuestros ojos en el Quattrocento florentino y desde entonces no han dejado de observarnos desde fuentes, chimeneas, balcones y balaustradas. No eran sólo un pretexto para experimentos eróticos, no se trataba sólo de que pudieran ponerse a la vista los pechos o los vientres desnudos, «aunque a veces también se trataba de esto». Las ninfas recordaban la forma más peligrosa de conocimiento: el encantamiento. Acercarse a una ninfa significaba sufrir un encantamiento, es decir, lo mismo «que sumergirse en un elemento blando, movedizo, que tiene la misma probabilidad de ser asombroso y fatal».[334] Y aunque Bienville no podía conocer el resto de amenazas que acechaban a los cazadores que caían en las redes de esos «daimon inmortales vestidos de niña»[335]—como las describió Nabokov en Lolita—, sí sabía cuál era el peligro de la «ninfomanía». En su tratado recogió hasta diecisiete recetas para los ardores amorosos, entre las cuales sorprende la número quince, una suerte de alquimia antiamorosa. «Plata viva coloreada con cinabrio, frotarla cinco veces con dos dracmas de oro, calentarlos en ceniza con espíritu de vitriolo. Después de destilarla cinco veces, tostar la mezcla durante cinco horas en rescoldos de carbón. Moler y administrarla a la muchacha que tenga la imaginación desatada por quimeras». Y es así como el fuego se curaba con fuego, siguiendo una regla ancestral y mágica: «Lo semejante se cura con lo semejante» (similia similibus curantur). ¡Cómo tantos metales preciosos, devorados por el fuego, no iban a conseguir vencer la fiebre del cuerpo humano, aliviar el calor de su corazón y su mente!

Tampoco podemos olvidar la música. Las virtudes terapéuticas que se le atribuían a la música en la Antigüedad revivieron durante el Renacimiento y la Ilustración. Todavía en el siglo XIX se dieron casos de curación del encantamiento por amor, e incluso de la locura, por medio de la música. La explicación era la siguiente: al entrar en el cuerpo, la música se divide en vibraciones rítmicas y la persona empieza a reaccionar como si ella misma fuera un instrumento introducido en una resonancia armónica, vibrando al ritmo de la música que lo invade. Una vez dentro del cuerpo «la música se recompone, devolviendo a los afectos su funcionamiento correcto».[336]

 

Pero mucho más que una medicina contra la locura del amor, lo que se ha buscado sin cesar es un elixir amoroso. En la Antigüedad, el más conocido se elaboraba con hierbas de Tesalia y era conocido por los griegos como philtron. Se pensaba que era tan poderoso que conseguía desatar la locura de amor. La misma que fundara Cartago en el norte de África, la reina fenicia Dido, viéndose atrapada por el amor, anduvo buscando precisamente esas hierbas, ese brebaje, con desesperación y en vano. A las costas de esa ciudad llegaría unos años más tarde Eneas en su peregrinaje desde Troya. El amor entre ambos es inmediato, pero él, poseedor de la virtud antigua de la pietas—el sentido de lealtad a la familia, a la patria y a los dioses—, cumple con el deseo de estos últimos y se decide, con el corazón roto y pese a los ruegos de Dido, a dejarla. Entonces ella se atraviesa con una espada y se encarama a una enorme pila de fuego cuyas llamas observa Eneas desde su nave, ya en mar abierto. En el momento de tomar la decisión, Dido comprende que su muerte no es más que el anuncio de la muerte de la ciudad:

[…] y vio cómo en la temblorosa bruma

de la hoguera entre las llamas y el humo

se desplomaba sin hacer ruido alguno Cartago

Muchos años antes de que Catón lo anunciara.[337]

En Polonia, las hierbas tesálicas han sido sustituidas por otras autóctonas. La más efectiva de ellas sería el ophioglossum o lengua de serpiente, cuyo nombre en polaco, nasięźrzał, proviene del verbo źrzecź, ‘devorar’, lo que sugiere que los amantes se van a comer el uno al otro. Muy apreciado era también un helecho minúsculo de una sola hoja, de cuyo tallo sale una delgada espiga cual serpiente que surgiera de entre el verdor para tentar a Eva. La gente lo llamaba ‘flecha’ o, posteriormente, ‘vente conmigo’ o ‘amor loco’. También había otros tipos de apios de monte o levísticos, como las parnasias. Se arrancaban de noche, a la luz de la luna, entonando cantos mágicos:

Nasięźrzał, nasięźrzał,

Yo te arranco sin mirar,

Con cinco dedos, con seis manos,

Que me sigan los muchachos.[338]

Pero si hablamos de historias, ninguna planta consigue igualar a la mandrágora, que llega hasta nosotros desde la mágica Antigüedad. Se dice que proviene del Edén y que nació en el Paraíso, probablemente antes que el propio ser humano. La medicina ha hecho un uso extensivo de sus cualidades narcóticas. Nicolás Maquiavelo usó su nombre para darle título a una comedia en la que la mandrágora tiene una gran fuerza erótica y fertilizadora. También aparece en las novelas de Boccaccio, la citan en varias ocasiones tanto Shakespeare como Goethe en su obra Fausto. Su raíz tiene forma humana y dado que lo similar influye sobre lo similar, sus poderes se extienden a todo el cuerpo humano. Pertenece a la familia de las solanáceas, al igual que la datura y otras hierbas empleadas por hechiceras. Crece en los cementerios a los pies de los patíbulos, allí donde caen las últimas gotas de semen del ahorcado.

La recolección de mandrágora se asoció siempre al peligro, dado que la planta chillaba al sentir que la arrancaban del suelo, con un grito terrible y desgarrador, y aquel que lo escuchaba moría. Por eso es mejor acudir a un método de resultados probados durante siglos: tras liberar un poco de tierra alrededor de la raíz, se ata a ella un perro, colocándole debajo un cuenco con comida. De esta manera, el perro se abalanza sobre la comida y así arranca la preciosa raíz. Se oye un grito que hiela la sangre en las venas, tras lo que el perro cae muerto. Hécate, diosa de la oscuridad y de los cruces de caminos, guardiana de las brujas e incitadora de la locura en las personas, acepta agradecida en su reino a esta nueva víctima del sacrificio.

De la mandrágora se sabía que era una planta especial con poderes particulares. Puede ser «al mismo tiempo fuente de alegría y dolor»,[339] tanto de locura de amor como de su alivio. Traía, pues, lo impredecible, lo desconocido. En eso había un «acto de amor, un salto a la oscuridad, a lo desconocido».[340] Ofrecía olvido, liberación del tiempo, la capacidad de identificarse completamente con el momento. Llevaba a volar, abría al amor, esa huella de la eternidad. Pero también traía el dolor que acompaña sin remedio al éxtasis amoroso. Todo en ella representaba un enorme riesgo, desde los intentos de recogerla hasta su toma. Y es precisamente por esos riesgos por los que se la buscaba.

 

La búsqueda de filtros de amor no ha cesado en siglos. Unos, como si siguieran la frase de un famoso cirujano londinense («No lo pienses. Hazlo»), se dedicaban a mezclar y probar todo tipo de brebajes, muchas veces empezando por ellos mismos. Otros buscaban recetas en los libros de los magos, los alquimistas. No les cabía duda alguna de que esos brebajes existían, tal y como testimoniaba la más hermosa historia de amor jamás contada, que narra el destino de Tristán e Isolda. La hermosa y rubia reina irlandesa, Isolda, surca el mar en una nave para casarse con el rey de Cornualles, escoltada por el caballero Tristán, y entre ellos empieza a aflorar un sentimiento. La indiferencia de él (que no se debe más que a su lealtad hacia el rey) conduce a la reina a la desesperación. Por error beben un filtro de amor destinado a otros fines; todo lo que sucede después es ya ajeno a su conocimiento e incluso a su voluntad. Son, a partir de ese momento, «culpables sin culpa, pecadores sin pecado».[341] Les deseamos suerte de todo corazón mientras van cayendo en las trampas que han urdido para ellos. Es más, «hay que perdonarles todas las mentiras, ardides, perjurios e incluso los crímenes que se ven abocados a cometer por la doble situación en la que viven. También habría que sentir animadversión hacia todos aquellos que se interponen en el camino de este gran amor».[342] Un amor, añadimos, impúdico y adúltero. El tiempo no tiene poder sobre los amantes y de ahí lo fabuloso de su destino, de esta historia de amor ideal, «que nace no de la vida, sino del amor a la vida».[343] Un amor que no admite apelación alguna.

En el año 2003, en el prestigioso British Medical Journal se intentó analizar la composición del brebaje amoroso que tomaron sin saberlo Tristán e Isolda.[344] Se analizaron con detalle los síntomas experimentados por los inmortales amantes y se adelantó la hipótesis de que el brebaje amoroso contenía hierbas solanáceas, sobre todo estramonio, burladora o borrachero (Datura stramonium), belladona (Atropa belladonna) y quizá también algo de acónito (Aconitum napellus) y de betónica (Stachys officinalis). Las dos primeras son ricas en atropina, hiosciamina y escopolamina o hioscina, es decir, en alcaloides que deprimen las terminaciones nerviosas del sistema nervioso parasimpático. Ésa es la intoxicación que habrían sufrido nuestros protagonistas. Del efecto de estos alcaloides en el organismo se sabía mucho antes del descubrimiento del sistema nervioso autónomo. De la belladona se servían las bellas venecianas en el Renacimiento para dilatar sus pupilas y añadirles brillo a sus ojos. De acuerdo. Pero también pensamos que debe de haber algo, una deformación profesional, en este análisis toxicológico al que sometemos aquel gran amor. Igual que atribuimos la muerte de Isolda a una prolongada intoxicación de alcaloides, se podría morir—sin intervención de intoxicación alguna—de melancolía y desesperación. Como Blanchefleur, madre de Tristán, tras la muerte de su amado esposo. La muerte de Isolda sería por lo tanto un eco de aquella otra muerte y la pesada tristeza que estaba en el principio de todo y que se habría reflejado en el propio nombre de Tristán. Por eso, más cerca de nosotros que las interpretaciones de los médicos, están las palabras de Thomas Mann, quien acertadamente advirtió que los amantes podrían muy bien haberse tomado un cuenco de agua:elbrebaje no habría sido más que el medio gracias al cual el amor, que ya estaba encendido, se habría puesto al servicio del entendimiento y los sentidos.

 

Por suerte, el destino de Tristán e Isolda ha despertado no sólo la imaginación de los médicos que trataron de dar con la fórmula del filtro amoroso, sino también la de los compositores. En la ópera Tristán e Isolda, Richard Wagner trató de expresar este amor eterno a través de la música. Suele decirse que consiguió un efecto desgarrador, el «acorde de Tristán», es decir, un intervalo de una sexta aumentada que, sin embargo, podemos encontrar en la mayoría de los compositores (el mismo Bach lo utilizó decenas de veces). El misterio debe de estar en otra parte. Ya al principio de la composición, la intensidad del sentimiento se refleja en notas cromáticas de transición que se suceden, una tras otra, creciendo paso a paso. En Bach, la sexta aumentada se resolvía en una cadencia perfecta. En Wagner se va elevando poco a poco, en secuencias, hasta el acorde dominante séptima y más allá. Ese desarrollo, esa odisea de una melodía siempre en tensión que en vano va buscando su pleno desarrollo, consigue que ésta no tenga fin, que se convierta en una «melodía interminable». Como el amor que ensalza, no conoce límites.

 

El caso de Tristán e Isolda constituye una excepción. Se trata de uno de esos raros casos en los que la música (de manera consciente) llega casi a fundirse con el texto literario. Pero de entrada, la música, en la pluma de los grandes compositores, no tiene nada que ver con ningún tipo de imagen o ilustración. Sigue siendo, pues, una de las artes más impenetrables: para el poeta es como «la respiración de las estatuas», para el matemático, «un ejercicio misterioso de la aritmética del alma, que no es consciente de lo que cuenta».[345] En realidad, la música escapa a definiciones y descripciones. La música se queda en la música, se trata de un tipo de experiencia que no hay manera de trasladar a otra categoría de sensaciones. Sólo la juventud puede no darse cuenta de eso y lanzarse al intento de asir, aunque sea en una mínima parte, su naturaleza. En la escuela de música a la que yo iba de pequeño nos animaban para que asistiéramos a los conciertos de la Filarmónica de Cracovia. Estaba aún en primer curso de la escuela primaria cuando pude disfrutar, invitación escolar en mano, de un recital de Arturo Benedetti Michelangeli. Desde aquella tarde, cada vez que pasaba al lado de una librería musical, pensaba: «¿Y si encuentro una de sus grabaciones?». Al escrutar los programas de los conciertos en distintas ciudades del mundo siempre tenía la esperanza de ver su nombre, de poder escucharlo de nuevo. De esta manera, la escuela me inyectó la melancolía antes de que yo pudiera comprender que esperar el retorno de un motivo no era otra cosa que añoranza, es decir, algo que pertenecía a la esencia misma de la música.

 

Suele suceder que, en el momento en el que nos alcanza el encantamiento amoroso, cuando nos enamoramos sin remedio, cuando se cristaliza el sentimiento, oímos una música, de manera que esos dos acontecimientos simultáneos se funden en nosotros, se vuelven inseparables. Así Swann, durante una cena en casa de la señora Verdurin, se enamoró de Odette mientras un joven pianista tocaba en el salón una sonata de Vinteuil. La había escuchado un año antes en una fiesta y su motivo principal, la frase musical, lo había atrapado, primero con el encanto sensorial de los sonidos y luego, al volver a aparecer, reconoció su línea, su dibujo, y deseó oírla de nuevo, una vez más. La frase había despertado en él placeres íntimos, desconocidos hasta entonces, le decía que su vida podía cambiar, y «sintió hacia ella un amor nuevo».[346] La había buscado, había intentado en vano averiguar el nombre de la pieza y del compositor, hasta que finalmente lo olvidó. Y cuando, un año después, en casa de la señora Verdurin, la escuchó inesperadamente, empezó a contarle a Odette, profundamente emocionado, cómo se había enamorado de esa frase, inconsciente de que de lo que le estaba hablando en realidad era de su amor, de su amor por ella. Desde entonces, aquella frase pasajera, perteneciente a otro mundo, tendría para ellos un encanto propio, irrepetible, encarnaba el conocimiento de que «el amor es todo lo que hay».[347] Desde entonces Swann echaría de menos esa música para siempre, también en sus posteriores disgustos amorosos, cuando le atormentaban los celos (fundamentados) hacia Odette, o de nuevo cuando empezó a parecerle que su amor por ella se iba apagando. Sabía que la frase musical añorada le traería «la esencia de la felicidad perdida, ese momento en que nace el amor».[348]

 

Y ¿qué decir de la traición, veneno del amor? ¿De verdad está inscrita en la naturaleza humana? De la traición habla la historia de una ninfa del agua, Ondina. Nacida en un palacio de cristal en el fondo del mar, abandona su libertad, la vida entre las olas y se marcha al mundo en busca del amor. La corriente marina la lleva a la orilla, donde un pescador y su mujer la recogen en su casa como a un regalo de los cielos. Es en su casa donde cierto día conoce a un apuesto y joven caballero que se había perdido en los bosques de la costa. Se enamora de él a primera vista y es correspondida. Desde ese momento, la soledad para ella empieza «a dos pasos de ti».[349] Su tío, el rey del mar, accede a su enlace, poniendo una condición. Le dice a Ondina: «Si te engaña, morirá y tú perderás todo recuerdo de él para siempre». A pesar de que para ella el tiempo no pasa, siempre tiene quince años, y está dotada de la clarividencia de un ser llegado de otro mundo, experimenta el destino del hombre. Madura con el amor, conoce su locura y sus tormentos, hasta lo más terrible: la traición. Entonces, enamorada aún, trata de cargar con la culpa de su amado. Pero el monarca de los dominios del mar no conoce la piedad: «Mas quien a su promesa falte, | ay, que tema por su vida | y pobre de su alma». Un pacto es un pacto. Una noche, durante el sueño, el caballero «se olvida de respirar»[350] y muere. En este mismo momento Ondina se olvida de él, se olvida de este gran amor, del amor absoluto que en vano buscara entre los humanos. Vuelve a su mundo submarino.

La historia de Ondina, extraída de los mitos escandinavo-germanos, fue popularizada por el romántico alemán Frédéric de la Motte-Fouqué. Sus ecos se escuchan en Mickiewicz, que escribió: «Se dice que en las orillas del lago Świtez se aparecen las ondinas, es decir, las ninfas acuáticas que la gente llama «świteziankas».[351] Esta historia inspiró también a Claude Debussy y Jean Giraudoux, para finalmente, en las últimas décadas del siglo pasado, interesar a muchos médicos, entre ellos a mí. Hace muchos años acudió a nuestro hospital una madre con su hijo de diecisiete años. Venía desde el otro extremo del país acuciada por una preocupación provocada por un sueño. Había soñado que el muchacho «se olvidaba—decía—de respirar durante la noche y ya no se despertaba más». Nos dijo que el muchacho había pasado sus primeros seis meses de vida en el hospital, probablemente por una encefalitis que luego había desaparecido sin dejar rastro. Hacía poco que había dejado a su novia y pasaba las noches fuera de casa. En la familia se conservaba la memoria de un bebé que había muerto de asfixia. La medicina ha descrito ciertas pausas pasajeras, de escasos segundos, que se producen en la respiración durante el sueño, y se atribuyen al cierre de las vías respiratorias superiores. Están predispuestos a sufrirlas individuos que presentan ciertas enfermedades o determinadas características físicas, como tener el cuello corto o ser obesos. Pero el muchacho claramente no pertenecía a ninguna de esas categorías. Con excepción de aquel historial no comprobado de cuando era bebé, no había sufrido enfermedades cerebrales que pudieran ser responsables de desórdenes del sueño. Los electrocardiogramas que le realizamos excluyeron enseguida la existencia de alguna rara arritmia hereditaria que pudiera provocar un paro cardíaco y, con ello, una interrupción de la respiración. Tanto el electroencefalograma como las otras pruebas neurológicas resultaron normales. Acudimos a los sabios escritos de la biblioteca y así empezamos a pensar que podía tratarse del «síndrome de Ondine», una enfermedad especialmente rara y misteriosa descrita hace muy poco, que afecta al control del sueño en el cerebro y que puede provocar la interrupción nocturna de la respiración. Ninguno de nosotros se había encontrado antes con esa enfermedad, ni siquiera habíamos oído mencionarla. No existía protocolo para diagnosticarla y todo lo que pudimos encontrar en los libros de medicina fue la recomendación de administrar agentes estimulantes del cerebro, cosa que hicimos. Las primeras noches pusimos a una enfermera junto a la cama del muchacho (los polisomnógrafos todavía no se habían inventado) y, al comprobar que no pasaba nada, le colocamos un monitor de ultrasonidos conectado a un sistema de alarma. Una noche hubo un corte de electricidad en el barrio donde estaba nuestro hospital debido a una furiosa tormenta. El hospital no disponía de recursos para autoabastecerse de electricidad, por lo que el centro se sumió durante dos horas en la oscuridad. Cuando se restableció la electricidad y se encendieron los monitores, la pantalla de nuestro paciente mostraba una línea recta y horizontal. El muchacho había dejado de respirar durante el sueño y estaba muerto. A nosotros sólo nos quedaron preguntas que no hacen más que volver con el paso de los años. ¿Qué pudimos haber hecho y no hicimos para prevenir esta muerte? ¿Intubarlo y mantenerlo enchufado a un respirador basándonos en el sueño que había tenido la madre y un historial poco claro de antecedentes familiares? (Los dispositivos de presión positiva no se conocían entonces). Quizá, en lugar de confiar en la electrónica, deberíamos haber accedido a los ruegos de la madre y permitirle que se quedara a velarlo cada noche.

Una idea parecería venir de las sombras: ¿será posible que Ondina hubiera reaparecido para buscar el amor entre los humanos? ¿Y habría elegido precisamente a ese joven que había demostrado no serle fiel y la había traicionado?

 

El enfermo grave que está atado a la cama y condenado al sufrimiento se encierra en sí mismo como en las cuatro paredes de su habitación de hospital. El mundo pierde su colorido, se aleja, desaparece. La persona que puede devolverle el color, redescubrir el encanto del mundo, es la enfermera. En su novela Hombre lento[352] (Slow Man) Paul, el fotógrafo retirado ideado por J. M. Coetzee, pierde una pierna en un accidente de tráfico, lo que cambia su vida por completo. Solitario confeso que no ha amado ni odiado en su vida, que estuvo casado, sí, pero para divorciarse rápidamente sin haber tenido hijos, se vuelve dependiente de la ayuda y el cuidado de la enfermera Marijana. Por medio de ella vuelve a entrar en la vida de Paul un sentimiento olvidado por mucho tiempo: el cuidado, la feminidad. Paul se enamora de la enfermera, una mujer croata sencilla y cálida, «cuyo sex-appeal se basa en que como esposa y madre vive “saturada de amor”»,[353] en armonía con el mundo. El enfermo experimenta emociones que se le antojan pecaminosas y desprovistas de perspectiva. Ese amor no correspondido y voluptuoso despierta en él preguntas que nos interpelan a cada uno de nosotros. Le hacen preguntarse sobre el sentido de la vida, sobre el bien, sobre el lugar que ocupaelamor en nuestra vida. Y a pesar de que en el fragmento final el autor, como avergonzado por el bello y frío sentimentalismo de su historia, desarma el pathos, obliga al protagonista a reírse de su propio drama, lo que nos queda a nosotros no es sólo la consabida imagen de un individuo occidental que, sumergido en su crisálida de egoísmo, se había olvidado de que era capaz de amar. Nos queda también ese momento en el que, al nacer, los sentimientos son capaces de hacer sombra a la enfermedad y al sufrimiento.

 

En nuestra clínica estuvo ingresado el poeta Czesław Miłosz, que había superado los noventa años y estaba sufriendo episodios repetidos de alteración de la conciencia. Era ya el cuarto día que pasaba en el hospital cuando, durante mi visita matutina, abrió de repente los ojos y, con una sonrisa feliz, me dijo: «Pero qué nurseras más guapas tiene aquí, doctor». Las palabras parecían haber afluido de dos zonas distintas del cerebro, de las dos lenguas en las que vivía, para encontrarse en una frase clara aunque inesperada, la primera que pronunció en muchos días. A esa sonrisa que cruzó como un rayo de sol la lívida cara del enfermo seguramente respondería con otra sonrisa otro poeta, al ver cumplidas sus palabras: «Lo bello es una dicha para siempre: | su hermosura va en aumento | y nunca se abolirá en la inanidad»,[354] pues la belleza es una promesa de felicidad. «Profesor—le dije—, no tengo nada que hacer aquí. Me voy a visitar a los enfermos: usted está sano». No sé si me oyó, creo más bien que se quedó dormido de nuevo, pero a mí me quedó su plácida sonrisa de felicidad.

Si existiera un centro regidor del amor, ¿dónde estaría situado? Nuestra respuesta es, sin duda, en el corazón. No hay órgano de nuestro cuerpo cuya anatomía conozcamos mejor que la del corazón, y, sin embargo, no se ha encontrado semejante centro. Si seguimos con esta permisible analogía podríamos preguntarnos dónde se encuentra el centro del placer estético que nos proporciona el arte. ¿Estará en el cerebro? Nabokov estaba convencido de que este centro se situaría entre los omóplatos. Escribió: «Ese pequeño estremecimiento es la forma más elevada de emoción que la humanidad experimenta cuando alcanza el arte puro y la ciencia pura. Rindamos culto a la médula espinal y a su hormigueo. Enorgullezcámonos de ser vertebrados, pues somos unos vertebrados en cuya cabeza se posa la llama divina. El cerebro no es más que una prolongación de la médula: pero el pabilo recorre toda la vela de arriba abajo». Sobre la estética, añadió: «No tiene sentido leer libros si no se leen “con el lomo”».[355]

La música puede provocar experiencias somáticas parecidas a las que describe Nabokov en el caso de la literatura. Unos neurólogos canadienses describieron hace poco en una prestigiosa revista científica un experimento realizado en un grupo de personas compuesto por músicos profesionales y melómanos que sentían escalofríos y hormigueos en la columna vertebral al escuchar sus obras preferidas. El experimento cumplió con todos los requisitos del método científico. Se realizaron observaciones idénticas mientras los sujetos escuchaban música «neutra», es decir, música que les dejaba impasibles. Los cortos fragmentos capaces de producir el misterioso escalofrío a lo largo de la columna vertebral estaban acompañados por un ritmo acelerado en el corazón, respiración acelerada, cambios en los registros de descarga eléctrica muscular y una alteración considerable de ciertas regiones cerebrales. Corrientes sanguíneas frescas que se dirigen en estos momentos al núcleo del tronco encefálico, sobre todo a las estructuras del hipocampo, es decir, a los lugares del cerebro donde se sitúan los «centros del placer». Parece ser que se trata de los mismos grupos de neuronas que se activan en el cerebro, liberando con ello una enorme cantidad de energía, cuando le dan una rebanada de pan a un hambriento, hachís a un drogodependiente o una mujer a un hombre ardiente de deseo.

La búsqueda de los centros responsables del placer artístico, al igual que la esencia de la impresión estética, es apasionante, «aunque—como bien escribe el poeta—seguramente todos nosotros, en lo más profundo de nuestra alma, deseamos con todas nuestras fuerzas que no se encuentre ese mecanismo misterioso, deseamos poder seguir en la ignorancia».[356] La racionalización de la obra artística puede dar al traste con la diversión provocada por ésta, provocar un drástico empobrecimiento de una obra «por la que circulaban la sangre del misterio, y las terminaciones de los vasos sanguíneos penetran en la noche que les rodea y vuelven de allí llenos de un fluido oscuro».[357] Así, en las ciencias ambientales, médicas, se busca llegar a toda costa «a una respuesta empírica, mientras que en las humanidades, en aquellas que rozan la maestría, no se busca en absoluto un resultado unívoco».[358] Queremos el encanto del misterio, la capacidad de «seguir viviendo en la falta de seguridad, en la duda, sin la necesidad irritante de comprobar todos los hechos y causas».[359]

 

El médico trata de alejar la muerte. Prepara recetas para la vida eterna en las que suaviza las restricciones calóricas con una copa de vino. Pero también el amor sabe lo suyo. Durante siglos ha ido avanzando la convicción de que un gran amor no sólo puede perdurar más allá de la muerte, sino también aplazarla. El origen de esta creencia se puede remontar al mito griego de Alcestis, la esposa del rey Admeto, del que estaba escrito que la muerte se lo llevaría joven. A petición de Apolo, amigo del rey, Ananké (la madre de las moiras), hace una excepción: la muerte se llevará a un sustituto en lugar de a Admeto. Así Apolo vuelve a medirse con la muerte, a la que ya había vencido una vez en otro mito, cuando extrajera a Asclepio del vientre del cuerpo de Coronis, que estaba siendo incinerado. Pero esta vez era aún más difícil. Si bien Ananké accedió a indultar a Admeto a cambio de que alguien muriera en su lugar, nadie se ofreció a dar su vida a cambio de la del rey, a pesar de que era un monarca justo y amado por todos. Todos sus parientes y amigos, incluso sus ancianos padres, se negaron a ello, por lo que la muerte se burló de Apolo y se fue acercando a su víctima. Como apunta Ted Hughes en su adaptación de la tragedia de Eurípides, le dijo:

 

Aquello que llamas muerte no es más que mi propio poder natural, una fuerza de atracción a la que nadie es capaz de resistirse. La vida no es más que ese corto momento de insensibilidad, una suspensión temporal de las leyes de la gravedad, una concesión temporal por mi parte, una prebenda que obtenéis cuando me echo un rato a descansar. Lo mismo ha sido la vida de Admeto. Y nada podrás hacer—anuncia triunfante la muerte—ni siquiera tú, Apolo, dios-sanador:

La vida es un hospital, y la llamáis parque de juegos,

qué estúpidos vuestros biombos de caritas risueñas,

y vuestras aljabas repletas de jeringuillas hipodérmicas

que os atrevéis a llamar de inspiración las flechas.

El hombre se engaña, y sus absurdos dioses

son la mayor de las quimeras. La muerte es la muerte será la muerte era.[360]

Y es entonces cuando una mujer se ofrece para sustituir a Admeto. Se ofrece ella sola, pues nadie se ha atrevido a pedírselo. Se trata de Alcestis, su bella mujer. La razón: no desea vivir ni un día sin su amado. Para ella eso sería un sufrimiento mayor que la propia muerte. Así que ésta se la lleva consigo al Hades, pero… al poco se ve obligada a soltar a su presa, ya que hace su aparición Heracles y la rescata. En el último cuadro vemos cómo la devuelve junto a su marido, ya sumido en el duelo. Es probable que esa escena careciera de la suficiente fuerza expresiva, debería parecer sin duda demasiado plana aunque sólo fuera por ese Admeto tan poco convincente, que desde el principio no ve nada fuera de lugar en el hecho de que su mujer muera por él y para él. Así sería con toda probabilidad de no ser porque a Eurípides se le ocurre una idea sorprendente. (Pero eso, querido lector, es mejor que te lo cuente él mismo). Y así acaba esta inusitada historia, con todos felices y contentos.

 

Los griegos dudaban del hecho de que la mujer pudiera sentir hacia el hombre la «philia, aquella amistad que nace del amor (“philia dia ton erota” en palabras de Platón) y que sólo los hombres pretenden conocer».[361] Pero Alcestis sí era capaz. No conocía virtud mayor que el amor y por él estaba dispuesta a sacrificarse. No es de extrañar, por tanto, que los dioses, al ver esto, dieran su consentimiento para que Heracles la devolviera a la vida liberándola de los abismos del Hades. Esta historia ha servido de inspiración no sólo a poetas, sino también a músicos, y se sigue cantando en las óperas de Lully, Haendel y Gluck. Ha llegado transformada hasta el futuro, al mundo de seres humanos clonados que creó Kazuo Ishiguro en Nunca me abandones (Never Let Me Go),[362] seres que han mantenido en lo más profundo de su memoria el mito del aplazamiento de la sentencia a muerte por el amor.

 

Paracelso sabía de la fuerza del amor y no trataba de curarlo. No encontraremos medicina para él en su monumental obra Archidoxia, publicada por primera vez en Cracovia en 1569 y, un año más tarde, en cinco ciudades europeas. Y eso que la obra de Paracelso contiene una enorme recopilación de remedios, supone un cuasi-recetario que le ha valido la consideración de padre de la quimioterapia, es decir, de la curación por medio de fármacos químicos. Aunque otros ya lo pensaron antes, él fue el más ferviente defensor y el mayor divulgador de esta idea que en el siglo XVII cambió de signo el pensamiento médico. Si bien es cierto que Paracelso hace referencia al laudanum, no da instrucción alguna de cómo utilizarlo en la fiebre amorosa. Se trataba de un medicamento insuperable, extremadamente poderoso en su acción contra las enfermedades más terribles, un verdadero elixir capaz incluso de resucitar a los muertos. Equivocadamente se ha supuesto que se trataba de una droga opiácea. Yo mismo escuché recientemente a Tamara Kalinowska en la Piwnica pod Baranami[363] cantar con voz anhelante la canción «Un poquito de laudanum cada día», volviéndose hacia mí, pícara, en la última estrofa:

Podrías diestro adentrarte en mis brazos,

y no temas, gran mago, la trena:

ven discreto a inyectarme en el baño

un pizquín de laudanum en vena.

El cabaret no era el lugar más apropiado para ponerme a desmontar la falsa imagen que se tiene del laudanum, al menos del de Paracelso. Lo que callé fue que el gran médico y mago conocía, utilizaba y expressis verbis nombró a los opiáceos extraídos de la amapola, extractos distintos del laudanum. No hay manera de saber qué era el laudanum. La información que proporciona el propio Paracelso es poco clara, misteriosa, como si quisiera dar a entender que había conseguido crearlo haciendo uso de los ingredientes más exquisitos, entre ellos, oro y perlas. Otros han visto en él un concepto metafísico, una suerte de principio sanador; sea como fuere, la lectura de las cartas de Paracelso no nos acerca a la resolución del misterio. Unos llamaron a su obra «delirio incomprensible», otros lo admiraban como «preclaro hasta el asombro».[364] No es difícil encontrar en sus palabras contradicciones, el deseo de inspirar reconocimiento y admiración; se esconde en los neologismos de la burla y el rechazo, temeroso de la indiferencia del lector. Henchido de inspiración, Paracelso no se detiene en los detalles. Tanto su obra como su vida están impregnadas de una visión propia de la naturaleza, «una enorme idea, una red tejida de hilos misteriosos y tan tupida que es difícil tirar de uno sin despertar al resto».[365] Paracelso desplegaba «una imagen mágica del universo destilada en el candente alambique de su febril imaginación».

Este médico-mago que curara a dieciocho reyes y príncipes cuando el resto de los médicos los habían desahuciado—viajero incansable, solitario y pendenciero que buscaba ávidamente el conocimiento médico en la experiencia—sigue despertando hoy en día un vivo interés. Cada año ven la luz nuevos libros o artículos dedicados a su figura. Llamó la atención del mundo entero con una idea extremadamente original que constituía la base de su medicina. Paracelso pensaba que el ser humano estaba en armonía con el cosmos y que la enfermedad constituía una pérdida de esa armonía, una disonancia. La tarea del médico sería pues restituir la armonía perdida, volver a sincronizar al enfermo con los ritmos del universo. El interés por el papel del sanador se puede seguir en toda su filosofía, «ocupa el primer lugar en la Medicina; y no hay nada en la Tierra que tenga más valor que curar a los enfermos».[366] Al crear el mundo—dice Paracelso—, Dios no lo encerró en una forma finita de perfección, sino que más bien abrió ante él un camino de perfeccionamiento. La tarea del hombre es seguir ese camino, empujarse a sí mismo y al mundo hacia la perfección. No le cabía ninguna duda de que el ars magna, la alquimia, era precisamente esa Via Regia. Por medio de incansables pruebas de transmutación de la materia y del alma—de lo más bajo a lo supremo—, los alquimistas tendían a su propia perfección. Los arcanos del misterioso arte debían liberarlos del encierro en su propia piel, elevarlos, unirlos con el universo. Es en este sentido en el que Paracelso participó en la transmutación del mundo y continuó la obra de la creación.

 

«La tarea de todo ser humano—nos recuerda Juan Pablo II citando el Génesis—es ser el hacedor de su propia vida: el hombre debe hacer de ella una obra de arte».[367] Vuelve a nosotros una y otra vez, como un eco, la idea de que la obra de arte de la creación no ha sido terminada. Sigue en proceso y nosotros mismos, de alguna manera, somos los lejanos continuadores de aquella inspiración divina (ruah), con la que el Espíritu del Creador impregna el mundo. Y lo impregna de la misma manera que al principio. Pues, ¿qué sentido tendría—se preguntaba Rainer Maria Rilke—nuestro paso por el mundo hacia el futuro, si Aquel al que buscamos perteneciera al pasado? ¿No podemos pues suponer que Él vendrá al final de todo y se llevará todo consigo? Y en una arrobada comparación, dijo: «Igual que las abejas reúnen la miel, así nosotros sacamos de todo lo más dulce y le edificamos a él. Con lo pequeño incluso, con lo nada aparente (con tal que ocurra por amor) le empezamos; con el trabajo y con la calma, con un silencio o con un pequeño gozo solitario, con todo lo que hacemos solos, sin participantes ni dependientes, le empezamos a él. […] ¿Hay algo que pueda quitarle a usted la esperanza de estar alguna vez así en él, en el más lejano, en el supremo?».[368] Estas inspiradas palabras nos hablan de la capacidad creadora del amor. Sólo el amor es capaz de liberarnos de la tiranía del «yo». Acalla al todopoderoso ego y, deslumbrados, nacemos a un mundo mejor. Dejamos de vivir únicamente para nosotros mismos.

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