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EN BUSCA DEL ALMA

 

Cuando buscamos de dónde proceden nuestros conceptos, imaginario e ideas, solemos volver la vista atrás, a los antiguos griegos. Pero ¿de qué fuentes habían bebido ellos? A Homero era lo más atrás que conseguían llegar, porque ni podían ni tenían el convencimiento de que hubiera ninguna necesidad de bucear en el pasado. Los héroes de la Ilíada y la Odisea se encaraban al mundo sin ilusiones y hacían frente a sus desafíos sin compadecerse de sí mismos. Se puede decir que para ellos la condición humana era un estado final. La diosa Ananké y sus leyes se mantenían inexorables sobre sus cabezas; el camino de la vida estaba trazado y de ninguna manera se podía cambiar. Así pues, la suya era una «vida sin rescate, sin salvación, sin espera de una repetición, limitada a la precaria maravilla de su manifestación».[49] Por eso Aquiles dijo:

Pues pueden conseguirse

como botín de guerra

los bueyes y las robustas ovejas,

y pueden adquirirse por la compra

los trípodes y las rubias cabezas

de los caballos; en cambio, la vida

de un varón ya regresar no puede

ni cual botín de guerra ni cogida,

en el preciso punto que traspase

el cerco de los dientes.[50]

Admiremos cómo esta estrofa refiere lo pasajero de la vida, su irrepetibilidad. Su fuerza no ha menguado a lo largo de los siglos. Aquí y ahora «si hoy alguien que carezca de fe se niega a matar, las palabras de Aquiles siguen viviendo en él».[51] ¿Y el alma? Se fue volando al reino subterráneo de las sombras, del que no hay camino de vuelta. De modo que cuando Odiseo, al visitar a Aquiles en el Hades, intenta animarlo, se deshace en elogios recordándole que aun bajo tierra «tiene bajo su potente mando a los muertos», y puede escuchar la respuesta: «No me falsifiques la muerte, noble Ulises. Preferiría vivir como guardián de bueyes, al servicio de un pobre campesino de mesa poco abundante, antes que reinar sobre estos muertos consumidos».[52]

Los griegos de la época de Homero no fueron los primeros, ni los únicos, que reflexionaron sobre la suerte del ser humano después de la muerte. Casi todas las tribus humanas en sus etapas más ancestrales se preguntaron si la individualidad consciente de una persona puede perdurar después de la muerte, y prácticamente todas ellas dieron a esa pregunta una respuesta afirmativa. «Los pueblos escépticos o agnósticos sobre esta cuestión, suponiendo que existan tales pueblos, no nos son conocidos»,[53] dijo el famoso etnólogo y antropólogo James George Frazer. Por los útiles domésticos encontrados en las excavaciones, sabemos que los habitantes de la región del mar Egeo, ya desde el Neolítico, sentían que la necesidad humana de alimento, bebida, ropa e incluso juguetes no cesaba con la llegada de la muerte. No existen evidencias que permitan concluir que tras esas costumbres se encontrara teoría alguna sobre el destino de ultratumba. En los Balcanes, la costumbre de alimentar a los muertos (practicada con igual extensión que en la antigua Grecia) ha perdurado hasta nuestros tiempos.

 

Homero emplea dos palabras para referirse al alma: la más frecuente es thymós, que podemos definir, sin entrar en grandes concreciones, como el lugar donde residen los sentimientos. A diferencia de ésta, la psyché aparecería en la persona en el instante de su muerte, en momentos de agonía, de pérdida profunda de la conciencia o de amenaza para la vida, y su única función notable sería, así pues, el abandono del cuerpo cuando la vida se apaga. Pero ¿sabemos algo más de ella? Sabemos que ya existía en tiempos remotos un mito que se ha conservado y ha llegado hasta nuestros días en la versión latina de Apuleyo. Psyché aparece en su obra como una princesa siciliana, joven y de una belleza exquisita, admirable, extraordinaria. La diosa Afrodita, profundamente ofendida e indignada por su belleza, envió a Eros para que la castigara; sin embargo, éste se enamoró locamente de Psyché y se la llevó a un palacio encantado que permanecía oculto en un valle florido, resguardado por unas rocas, y allí la visitaba por las noches. El dios la advirtió de que nunca intentara saber quién era él, pues la mera visión de su rostro habría de causarle grandes infortunios. Las hermanas de la princesa pensaban que debía de tratarse de un monstruo, una bestia, por cuanto no permitía que nadie lo contemplara. Cierta noche, mientras Eros dormía, sin poder controlar su curiosidad, Psyché se acercó a él con una lámpara de aceite. La belleza divina de Eros la deslumbró, haciéndola temblar, con lo que una gota de aceite caliente cayó sobre el brazo del dios. En ese instante se rompió el encantamiento: Eros desapareció y con él el palacio de ensueño, y la princesa se quedó sola entre las rocas salvajes. Anduvo errando por el mundo, rechazada por unos y otros, hasta que Afrodita la prendió y la encerró en su palacio, donde fue obligada a trabajar hasta la extenuación. Se vengó de ella «haciéndole sufrir pesadumbre, dolor y suplicios»,[54] pero Eros, que la amaría siempre, le llevó ayuda y consuelo. Finalmente, Zeus se apiadó de la pareja de amantes: acogió a Psyché en el Olimpo, la hizo inmortal y celebró sus nupcias con el dios del amor. Como vemos, Psyché poseía cualidades del alma humana: era bella, tenía una curiosidad sin límites y no se sometía a los dioses. Sus difíciles andanzas por la tierra acabaron a pesar de todo en el cielo, adonde llegaría de la mano del amor.

 

En la época posthomérica, la palabra psyché aparece cada vez más a menudo en los labios de los griegos. Es el correlato mental del cuerpo y en un principio no presenta contradicciones con éste. Habita en alguna parte de las profundidades del organismo y desde esos interiores consigue comunicarse con voz propia con su dueño. No es hasta alrededor del siglo V antes de Cristo cuando el sentido de nuestra palabra se transforma y alcanza un momento crítico: se otorga al ser humano un misterioso «yo» de resonancias místicas. Cuerpo y alma discurren por caminos diferentes: el alma, a través de la purificación, puede liberarse del cuerpo y, como enseñó Pitágoras, volver a nacer en otro cuerpo. Ello representa una absoluta novedad desconocida para los héroes de Homero, una asombrosa interpretación de la vida, un concepto que se ha definido como «una gota de sangre ajena en las venas de los griegos».[55] No pocos estudiosos han peinado el horizonte de punta a punta en busca del origen de aquella gota. Muchos de ellos miraron hacia Asia Menor y aun más allá, concentrando sus sospechas en los chamanes. Fue en el siglo VII antes de Cristo, momento en el que el mar Negro se abrió a la colonización griega—según escribe Eric Robertson Dodds,[56] profundo conocedor de la Antigüedad—, cuando los griegos establecieron contacto con la cultura chamánica. Fue quizá ese acercamiento a los chamanes lo que inspiró en los griegos nuevas concepciones del alma que ni Aquiles ni sus compañeros llegaban a concebir. Por ese camino les llegaron poderosos impulsos que hicieron posible engendrar los misterios pitagóricos que permitieron a Platón descubrir el mundo de las ideas, para que en algún momento, siglos después, fuera alumbrado el más allá: el cielo, el purgatorio y el infierno.

La cultura chamánica aún perdura en Siberia,[57] entre los yakutos, y ha dejado huellas de su antigua existencia en múltiples lugares, desde Escandinavia, pasando por la masa continental de Eurasia, hasta Indonesia. En Polonia la conocemos en gran medida gracias a los descendientes de polacos trasladados forzosamente a Siberia. Ya en el año 1768 el zar ruso ordenó reclutar para las guarniciones más alejadas en los confines de Siberia a diez mil nobles polacos pertenecientes a la Confederación de Bar. Las epístolas de Bronisław Piłsudski, hermano del famoso mariscal, o de Wacław Sieroszewski desde Siberia son verdaderos tesoros del conocimiento sobre los chamanes, conocimiento en el que continúan profundizando hoy en día etnólogos de la Universidad de Poznań. La visión del mundo de los chamanes es muy diferente de la de los brujos, magos u otros encantadores que todavía podemos encontrar en numerosos rincones del globo. Todos ellos intentaban e intentan ahuyentar a los malos espíritus de los enfermos, pero únicamente el chamán los acompañaba a lugares donde otros ni imaginaban que se pudiera ir.

Al anochecer, después de haber separado del resto del universo el lecho del enfermo mediante unas estacas con cabezas de pájaro o de caballo clavadas en la parte superior de la puerta de la yurta, o entrelazando ramas de abedul atadas con crines de caballo, y tras ahuyentar a los espíritus que fortuitamente se encontraban allí y llamar a los buenos espíritus para que lo apoyaran, el chamán, en el creciente éxtasis del trance, comenzaba las negociaciones con los espíritus de la enfermedad por el alma del enfermo. Así describió Wacław Sieroszewski el trance chamánico: «Un silencio sordo, desgarrador, hasta que de improviso se extiende un grito seco, entrecortado y penetrante como el chirrido del hierro… que luego calla. Más tarde de nuevo […] la avefría rompe en un llanto lastimero, el cuervo da un graznido y el zarapito real silba… Entonces el chamán da un grito, modula la voz y después vuelve el silencio. Tan sólo un ligerísimo temblor, como el zumbido de un insecto, indica que el hechicero ha dado inicio a su cantinela. Los golpes en el tambor […] se intensifican, se asientan, se interrumpen y vuelven […] a arrancar. Con el tañir acariciante del tambor van llegando en zigzag los más extraños sonidos: graznidos de cuervos, lamentos de la avefría, las risas entrecortadas de los colimbos, los gemidos de zarapito real, los avisos del cuco. Como si todas las aves que vuelan en el cielo se hubieran reunido, en un enjambre encantado, para acompañarlo, advirtiendo de su llegada con un grito quejumbroso a los habitantes del cielo».[58] Envuelto en esa música, en un profundo éxtasis, habiendo acordado ya en qué consistiría la ofrenda, el chamán realizaba actos del todo originales, procesos desconocidos por los demás curanderos y hechiceros: iba detrás del alma del enfermo hasta «el otro mundo». Ascendía así nivel por nivel, ofreciendo dádivas en cada uno de ellos, hasta dar finalmente con el lugar apropiado, en el que realizaba una ofrenda a cambio del espíritu del enfermo. Entonces se lo guardaba en la oreja y volvía a la tierra, momento en el que ante los ojos de los allí presentes caía postrado en estado de inconsciencia. Una vez consciente, procedía a insuflar el alma en la cabeza del paciente o la hacía entrar con ayuda de un palito.

 

Podemos encontrar vestigios de chamanismo en el mito de Orfeo, que une en una sola persona el poeta, el brujo y el bardo, que, como los legendarios chamanes de Siberia, es capaz de controlar la música de los pájaros y animales salvajes. Y, al igual que los chamanes de todo el mundo, llega hasta los ultramundos en pos del alma robada. Por último, como un «yo» mágico, Orfeo pervive en la figura de un busto cantarín que muchos años después de su muerte mantiene intacta su autoridad. El mito de Orfeo sirvió de inspiración a todo un culto, cuyos seguidores creían que, como Orfeo, encontrarían el camino que conduce del mundo superior al subterráneo, que conseguirían engañar a la muerte. En los misterios órficos, sus seguidores se fueron alejando progresivamente del mundo de los sentidos, de la corporeidad, y cada vez hacían más conjeturas sobre la purificación de los pecados o sobre la vida de ultratumba. Si recordamos que la patria de Orfeo era Tracia, el territorio en el que los primeros griegos se encontraron con la cultura chamánica, no sorprende que el profesor Dodds afirme con rotundidad que Orfeo es el mítico chamán tracio, el prototipo de chamán.[59] Ese mito sobre alguien que se atreve a adentrarse solo en el más allá para recuperar el alma de un enfermo sirve de bella urdimbre para la medicina, de modo similar a la misteriosa katharsis. Podemos imaginar que un griego genial hubiera llevado a cabo en tiempos remotos una peculiar trasposición de conceptos, «sustituyendo» chamanismo por catarsis. Ambos estados van acompañados de una conmoción psíquica. Con la diferencia de que para devolver la salud y liberar de la enfermedad ya no era necesario salir volando del propio cuerpo hasta improbables ultramundos: bastaba con liberar al cuerpo del mal, purificarlo. Si el mal se encuentra en el alma, es el arte el que trae la catarsis; si está en una enfermedad del cuerpo, entonces la sanadora es la medicina.

 

En el alma se refleja como en un espejo nuestro sueño de inmortalidad. Para que se cumpliera ese sueño, bastaría con anular la irreversibilidad del tiempo. Al contemplar la naturaleza, los griegos se convencieron de que esto era posible, de que era así precisamente como sucedían las cosas. Observaban el movimiento regular de las estrellas, el invariable ciclo de días y noches, nacimientos y muertes, y los mismos comportamientos en los animales. A ojos de las gentes que durante siglos han observado la naturaleza, ésta parecía existir sin tiempo, «al menos sin tiempo irreversible».[60] Parecía desconocer el pasado, perdido para siempre. Esta perspectiva tomó forma en el concepto del eterno retorno: el mundo vuelve continuamente allí donde comenzó, si bien enormes abismos de tiempo separan esos retornos. Y dado que el mundo tiene una cantidad limitada de partículas, y por tanto una limitada cantidad de sistemas, es necesario que cada sistema pueda volver un número ilimitado de veces. Esta concepción «pervivió de una manera asombrosa en el pensamiento europeo».[61] Apareció en la obra de Platón, Epicuro y los estoicos, para mantenerse durante siglos y reaparecer en Schopenhauer, que escribió: «El tiempo es comparable con un círculo que gira sin fin: la mitad de ese círculo que se mueve hacia abajo es el pasado; la otra, la que sube, el futuro».[62] El punto más elevado de la rueda sería entonces el presente inmóvil, siempre igual. Un intento asaz original de comprender los conceptos contradictorios y excluyentes de eternidad y transcurso del tiempo fue el que acometió Friedrich Nietzsche: tras diez años de disquisiciones, nos envió desde las montañas a Zaratustra, defensor del eterno retorno.

Si bien la teoría (o más bien fantasía) del eterno retorno nos aporta alivio, hoy en día no cuenta con muchos seguidores, y en la tradición cristiana se encontró con una decidida oposición, como en el caso de san Agustín. Así pues, si no es en el eterno retorno, entonces ¿cómo podremos ver cumplido el sueño ancestral, cómo conseguir que quede de nosotros algo más que polvo? Algo que no perezca, que sea más fuerte que la muerte, que perdure a lo largo de los siglos, como las palabras encerradas en un hexámetro, más duradero que el bronce: «Non omnis moriar» («No moriré entero»).[63] Una fuerte convicción, reiterada a lo largo de los tiempos, a despecho del «tiempo perdido»:[64] «Lo que ha de perdurar lo eligen los poetas». Elegidos, conocedores de los secretos que esconden las palabras mágicas, «formas indemnes a la acción del tiempo, sin las cuales […] el habla es como arena».[65] ¿Hay algo más que pueda permanecer? Las leyes de la naturaleza o las grandes afirmaciones matemáticas. Y el amor. Porque «el valor de la vida humana se mide por encima de todo por el amor. Es también él, el amor, el que determina básicamente la santidad de una persona».[66] Afirma esto aquel ante cuya muerte cientos de miles de personas gritaron: «Santo subito!». Nosotros, los demás, buscamos (pese a las escasas posibilidades que hay de encontrarlo) un punto de apoyo, una partícula duradera en lo que nos es dado, en lo que tenemos más cerca:

Y si así, sin palabras, consiguieras nombrar

aquel algo remoto que desde siempre te impregna,

tal vez conseguirías que quedara de ti,

no ya huella, sino destello: breve luz de luciérnaga.[67]

¿En qué lugar de nuestro cuerpo podría encontrarse esa encarnación de la inmortalidad? Los egipcios apuntaban al corazón, pero los griegos situaban el alma en otro lugar. La imaginaban «con forma de una muñequita visible a través de la pupila, por lo que la llamaban kore».[68] Kore en griego significa ‘muchacha’, ‘muñequita’, pero también ‘pupila’. ¿Cómo podían saber los griegos que la pupila es la única ventana natural con vistas al cerebro, a sus nervios ópticos? La imagen de la niña creció y perduró junto a la de pupila, de ahí que los médicos comenzaran a llamarla pupilla (‘muchacha’, en latín).

¿Quién articularía por primera vez la palabra core?[69] ¿Un padre mirando a su hija? ¿Un joven a una muchacha? ¿O quizá un niño? No sería la primera vez que palabras pronunciadas por bocas infantiles entraban en el diccionario de los adultos y se acomodaban en él. Así debió de suceder en latín con la palabra correspondiente a kore. La palabra pupa y su diminutivo, pupilla, con el significado de ‘niña’ o ‘muñeca’, salió por primera vez del balbuceo de los pequeños romanos, probablemente como la palabra papa para llamar al padre. Pero en el caso de core no hay constancia de ese tipo de conjeturas. La palabra es muy antigua, se pierde en algún lugar de las tinieblas de la historia. Estuvo en labios de los aqueos, de los que la tomaron sus descendientes, los dorios. Aparece no pocas veces en textos de Homero. En los tiempos prehoméricos aún no había cuajado una sola forma, se solía usar en diferentes variaciones. Las formas más antiguas incorporaban dentro de la palabra el fonema /v/, y sonaba algo así como /kuorve/. Las diferencias se fueron eliminando gradualmente y se mantuvieron tan sólo tres variantes: en dialecto ático, kore (κόρη); en jónico, kure (κώυρη) y en dórico, kora (κώρα).

Tan sólo en una ocasión la palabra core aparece como nombre propio: se le otorgó a una belleza sin nombre: la hija de Zeus y Deméter. En el Olimpo era tan admirada y deseada por su belleza que su madre decidió que estaría más segura si la llevaba a la Tierra. Aún hoy, si visitamos la Sicilia central, nos enseñarán una pradera en la que Core jugaba y recogía flores junto a un grupito de doncellas. Esa escena tenía para los dioses un encanto irresistible, aunque sólo fuera porque recordaba el rapto de Europa. Esta vez se abrió la tierra y de sus profundidades emergió una cuadriga dorada tirada por corceles. Era Hades, el señor del reino subterráneo, que venía para llevarse a Core (desde entonces con el tenebroso nombre de Perséfone) y hacerla, a su lado, reina. Poco antes de la aparición de Hades, en la pradera había florecido un bello narciso. Core miró la flor, que era a un tiempo el nombre de un joven que se había perdido por mirarse a sí mismo. Quizá la diosa pensara que ya había visto todo lo que permite ver la mirada y tendió la mano tratando de aferrar esa misma mirada. Entonces apareció Hades y se oyó un grito. ¿Se trataba sólo del chillido de la raptada? ¿O sería también el grito del que reconoce lo irreversible del conocimiento? En los ojos de Hades, cuyo nombre significa ‘invisible’, Core se vio a sí misma, en reflejo, por duplicado. Desde ese momento estaba destinada a convertirse en la pupila, y el acontecimiento nos afectaría ya a todos nosotros. Se quedó en el ojo, «y el ojo salía de las tinieblas para capturar a una doncella y encerrarla en el palacio subterráneo de la mente».[70]

 

Los hechos que sucedieron son bien conocidos: Deméter (la mater dolorosa de la Antigüedad) deambuló por el mundo con un vestido hecho jirones, con los cabellos sueltos, espolvoreados de cenizas, buscando a su hija por todas partes. Sin éxito. En ese momento la diosa de las cosechas y patrona de los agricultores envió a la tierra una sequía. Zeus cedió y le ordenó a Hades que liberara a Perséfone. Éste, al separarse de ella, le ofreció una granada y ella comió algunos granos, ignorando que esa mínima cantidad la ataría ya por siempre al reino de las sombras. Desde entonces cada año hubo de volver al submundo. Cuando salía con la primavera, la naturaleza se enramaba y florecía como muestra de la enorme alegría de Deméter, que no la abandonaba, y de esa manera se separaban y volvían a unirse, cada vez más convertidas en un solo ente con dos formas. Se trataba del «drama del reflejo que se separa del cuerpo, de la tierra»,[71] y se reúne de nuevo con su punto de partida. Uno de los misterios más profundos. Durante siglos los griegos adoraron ese reflejo, que penetraba todo el secreto, en sus intrigantes misterios eleusianos, celebrados en honor de la doble diosa Deméter-Core.

 

No es fácil encontrar en las fuentes escritas griegas o romanas, incluidos los textos médicos, un registro exacto de este punto de vista, que defendió entre otros Jan Parandowski, consistente en que la «muñequita» que aparecía en la pupila no era otra cosa que el alma personificada. Lo más cercano a este concepto, en términos relativos, lo podemos encontrar en un fragmento de la Naturalis historia de Plinio el Viejo y en un pasaje del Alcibíades de Pseudo-Platón. Plinio llama la atención sobre las pequeñas dimensiones de la pupila, que «no permite que la mirada vague insegura y la dirige como un canal y, de paso, desvía con facilidad las cosas que le caen accidentalmente». Algo más adelante se maravilla: «Hasta tal punto tienen los ojos la perfecta virtud del espejo, que esa pupila, tan pequeña, devuelve la imagen completa de un hombre».[72] Y es que, como bien le dice Sócrates a Alcibíades, la pupila es la parte «más noble del ojo». «Y si, como pretendía Sócrates, la máxima délfica “Conócete a ti mismo” sólo puede ser entendida si se traduce por “Mírate a ti mismo”, la pupila se convierte en el trámite único del conocimiento de sí mismo».[73] Y si el ojo «quiere verse a sí mismo, ha de dirigir su mirada a otro ojo»,[74] y el alma «si desea conocerse a sí misma, también debe mirar a un alma, y, sobre todo, en la parte de ella en la que se encuentra su facultad propia, la inteligencia, o bien a algo que se le asemeje».[75]

 

En el momento de la muerte, el alma se liberaba del caparazón del cuerpo y, como una mariposa, salía volando hacia los ultramundos. Así es como la vemos en los camafeos griegos que muestran retratos de difuntos y en los sarcófagos romanos. La palabra psyché en griego también significa ‘mariposa’, dato sobre el que Aristóteles ya llamó la atención, del mismo modo que el anima latina servía tanto para referirse al alma como a una polilla o una mariposa. Juliusz Słowacki veía el alma como una golondrina que, al acercarse la muerte, saliera huyendo del ojo:

Más bien diré: cuando el ocaso de la vida esté cerca

el alma, golondrina separada de la tierra,

recibirá a la golondrina que de mis ojos vuela

con los ojitos inmersos de luz, contenta.[76]

Pero ¿acaso cada noche, mientras el cuerpo duerme, «no sale volando» el alma, no se cierne sobre el cuerpo dormido? Se libera de éste, se evapora, se suelta. De este modo el sueño, la liberación del alma, sería una paráfrasis de la muerte. Esa similitud ya fue identificada por los griegos: el dios del sueño y el dios de la muerte eran para ellos gemelos, hijos de la noche. Se imaginaban a Hipnos como un joven alado que con una ramita tocaba la frente de las gentes fatigadas, o las rociaba con el opio que transportaba en un cuerno. A Tánatos lo veían, sin embargo, como un sirviente con una antorcha de la vida que acaba y se dirige a la sima. Estaban unidos entre sí como sólo los gemelos pueden estarlo.

Según Jan Kochanowski, Hipnos, como espejo de Tánatos, avisa de su llegada:

Oh, sueño, tú que al hombre a morir enseñas

Y el sabor del siglo por venir le muestras.[77]

El dios del sueño podía mandar sobre el hombre, se situaba del lado de los vencedores sin excepciones, incluso si se trataba de la nobleza de Dobrzyn, caso éste que entre bromas documenta Adam Mickiewicz en su poema épico Pan Tadeusz:

 

Pero, poco á poco, ábrense las bocas á puros bostezos, y entórnanse los párpados: la mayor parte caen rendidos por el sueño, plato o botella en mano. El sueño, hermano de la muerte, acaba de vencer á los vencedores.[78]

 

Si el alma se libera del cuerpo durante el sueño, imaginemos qué cantidad de mundos visitará, presentes por un momento y olvidados para siempre. Y sería nuestro deseo que en esos lugares oníricos nos acompañara alguien íntimo, que estuviera donde el mundo real no cuenta, allí donde presentimos la única posibilidad de una conexión total:

Llévame a tu sueño

quiero quedarme en él

quiero vagar por él

hasta derramarme

bajo tus párpados.[79]

Pero el sueño atrae también temores, los miedos más profundos. Algo así me ocurrió cuando mi sueño me devolvió el pánico escénico. Tuve este sueño mucho después de dejar de actuar en público y dedicarme «en serio» a la medicina, y se repitió muchas veces. Me despertaba asustado, empapado en sudor. Soñaba que salía al escenario, me sentaba al piano y la sala enmudecía, pero yo no conseguía recordar la primera nota. En mi corta y poco exitosa carrera musical nunca tuvo lugar una escena así. Por supuesto que me equivoqué, me perdí (o, como decíamos en el colegio, «metí la pata») más de una vez en pasajes completos, pero no tanto como para no ser capaz de empezar, eso no ocurrió nunca. Ni a mí, ni a ninguno de los músicos que he conocido. De hecho, años después, una vez le conté el sueño a Janusz Olejniczak, el conocido pianista ganador del concurso Chopin, y éste me respondió: «¿Sabe usted? Yo también he tenido ese mismo sueño: salgo al escenario, me siento al piano y en ese momento me doy cuenta de que no estoy tocando las notas que son, que toco otra partitura. No consigo comenzar y me despierto empapado en sudor». Me sentí menos solo en ese miedo que me había deprimido durante años en sueños.

El dios del sueño llegaba volando a la tierra con el anochecer. ¿Cómo sabía cuándo acababa? «¿Cuándo se acaba la noche y empieza el día?—preguntó el tzadik judío a los numerosos jasídicos allí reunidos, para responderse él mismo—: En el momento en que en los ojos de otro hombre veas a un hermano».

 

Heráclito consideraba que el alma era uno de los fundamentos del mundo. Consideraba que lo real era su logos, un ente superior a ella que se identificaba con el logos cósmico. El logos era el entendimiento, la fuerza cósmica, la ley divina que une entre sí a todos los objetos cambiantes y los domina. A él se refirió recientemente Imre Kertész. Para él, la palabra escrita, la escritura, es el «invisible hilo de la araña, el logos que sostiene nuestras vidas, lo ha creado [el mundo] y no cesa de crearlo».[80] Heráclito advirtió: «Aunque recorras todos los caminos, no llegarás al confín del alma», y en una nota precisaba: «Tanta es su profundidad, tan profundo es su logos».[81] ¿Será entonces que la búsqueda del alma está condenada desde el principio al fracaso? ¿Se trata de una quimera? ¿Una búsqueda del yeti? ¿Queremos acaso lo imposible?

No fue leyendo a Heráclito como los chamanes siberianos desarrollaron sus técnicas para alcanzar el alma. La preparación se alargaba años en los que el aprendiz, cuidadosamente elegido por el profesor, comenzaba un período de aislamiento y ejercicios (calamitosos, humillantes, destructivos) con el objetivo de eliminar el impulso de huida frente a lo terrible y amenazador. Llevar ese agotamiento hasta el límite conducía a la desintegración de la personalidad como se había entendido hasta entonces. Porque «el chamán tiene que morir para volver a nacer».[82] El principal signo de esta iniciación era la descomposición del cuerpo; así, en el caso de los esquimales, un terrible oso blanco engullía durante el sueño el cuerpo del aspirante hasta dejarlo en los huesos, «de los que, seguidamente, volvía a crecer el cuerpo». Y únicamente con el transcurrir de los años, cuando el aprendiz ha superado ya su «enfermedad iniciática» y se ha curado a sí mismo, es cuando puede practicar el arte adquirido sobre otros. Tenía la capacidad de atravesar la materia con la mirada y descubrir el alma que contenía. No sólo veía «el otro mundo», además se comunicaba con él. Nadie como el chamán, «diestro conocedor de la topografía de los ultramundos»,[83] para seguir la pista de un alma raptada o perdida, dominar a sus raptores y recuperarla para el enfermo. Todo esto lo ejecutaba en estado de éxtasis, el mismo que había aprendido a alcanzar en el largo proceso iniciático. Le servían de ayuda los más diversos medios psicoactivos, y aun alucinógenos, como una decocción de amanita muscaria, de arándano palustre, y en especial, algunas variedades de hongos políporos. Del mismo modo, Ötzi, el antepasado cuyo cadáver se encontró congelado no hace mucho en un glaciar de los Alpes, y que había vivido tres mil trescientos años antes de Cristo, había ensartado en una cuerda setas estimulantes, de la especie Piptoporus betulinus (yesquero del abedul) y las llevaba consigo. No le dio tiempo a utilizarlas antes de que el alma abandonara el cuerpo.

 

Los chamanes eran capaces de acercarse a una experiencia esencial que acompaña al ser humano en los momentos de éxtasis. En esos momentos excepcionales, algunos privilegiados trataban de ir más allá de lo accesible y evidente, penetrar lo que está oculto, rasgar las cortinas tras las que se esconde lo más fundamental. Ya lo sabía Plotino cuando identificaba el éxtasis, el más alto entusiasmo, la revelación, como la única vía de conexión con el absoluto. No se trataba de una actividad simplemente cognitiva, y «no requería de estudios, sino del ejercicio del alma (askesis) y purificación (katharsis)».[84] Como vemos, Plotino no albergaba dudas sobre la existencia de un ser de ideas más perfectas: el sumum de la belleza, la verdad, el bien y la unidad, el absoluto, es decir, el Uno (τὸ ἔν). Un ser, podríamos decir, divino. El «yo» humano, conservado en el alma, no se puede separar de forma indisoluble del antiguo «yo» presente en el espíritu divino. Ese verdadero «yo», el «yo» en Dios, también está dentro de mí. Y cuando se intensifica la pasión interior (como decía Plotino) hasta que nos alcanza el éxtasis, nos identificamos con él, nos convertimos en una misma unidad, su belleza innombrable nos eleva y nos unimos con el espíritu divino que nos contiene. Nuestra participación se convierte en un preocupante conocimiento de la paz, la felicidad y la suerte, y de alcanzar el sentido definitivo. Y todo alrededor adquiere una belleza inexplicable, donde la perfección resulta ser precisamente lo que tiene que ser.

Diecisiete siglos nos separan de Plotino. La historia nos ha llevado lejos del sabio anciano, que murió solitario en una villa de la Campania. De hecho, algunas páginas de sus Enéadas, leídas hoy en día, nos despiertan un eco. Sobre este poder de influencia de los místicos escribió Henri Bergson: «No piden nada, y, sin embargo, obtienen. No tienen necesidad de exhortar; les basta con existir; su misma existencia es una llamada».[85] Plotino sabía bien que la vida interior del hombre nunca se salvaría: «La vida interior del hombre nunca será ni puro éxtasis ni pura razón ni pura animalidad. Esto es algo que Plotino ya sabía».[86] Nos anima a que nos abramos a la trascendencia. A él, al Único, al que creó nuestro mundo, se dirige el alma de Plotino en los escasos momentos de inspiración y elevación, a los que llamaba «la huida de un solitario hacia el Solitario». «Así pues, volvámonos todos divinos y todos bellos, si es que se quiere atisbar a dios y la belleza», escribió.[87] «Nos llevamos la impresión de que ese imperativo suyo estaría unido con hilos invisibles al misterio definitivo del universo», respondió Lew Szestow.[88] Plotino experimentó cuatro éxtasis. Después del primero de ellos tan sólo quería ser una persona a la espera de una voz, de la única voz. Quizá fuera un estado comparable al que experimentamos no pocas veces al escuchar un concierto sinfónico. Aparece por primera vez un tema deslumbrante. Tras un instante, desaparece, dejándonos extasiados. Ya sólo podemos, exhaustos, esperar su retorno.

 

La experiencia mística es un fenómeno universal. «Incluso aunque este fenómeno únicamente alcance su plenitud con el cristianismo, no por ello existe en menor medida, de un modo muy auténtico, en toda la humanidad; y la experiencia de Plotino constituye uno de los ejemplos más destacables».[89] Plotino es uno de los primeros místicos que nos han legado testimonio de su iluminación, grupo en el que se encuentran, por nombrar a algunos santos, Juan de la Cruz, Hildegarda de Bingen, Catalina de Siena o Teresa de Ávila. Fueron ellos los que nos legaron «la experiencia más fundamental, que ofrece la verdad sobre sí misma y sobre el mundo, y tiene su origen en las profundidades del alma humana».[90] Por no hablar de las grandes místicas, entusiasmadas o sufriendo en sus abismos, hundidas en su iluminación, entre la llamarada y la agonía, enloquecidas y sin embargo plenas, no dejaron de alimentar a lo largo de los siglos la imaginación de pintores, escultores, «a menudo menos devotos que sus heroínas».[91] El Éxtasis de santa Teresa, conjunto esculpido por Bernini, se puede contemplar en la capilla de la pequeña iglesia romana de Santa María de la Victoria. Construida con la forma de un teatro, su audiencia la componen las figuras de los fundadores sentadas en poltronas, observando la escena que se desarrolla ante sus ojos, y que por otro lado describe la misma santa. Teresa descansa en una nube, tiene la boca semiabierta, los párpados entrecerrados. Sobre ella, con una sonrisilla sensible o terrorífica, en función del ángulo desde el que se mire, y en cualquier caso con una sonrisa traviesa, se encuentra un ángel jovencito sosteniendo una flecha en la mano justo antes de clavarla en su corazón. Consideramos que el delirio de la santa le ocasiona alegría. Por encima de todo, sin embargo, es el rostro de santa Teresa el que atrae desde siglos la mirada. El rostro de una mujer en un arrebato, una mujer en espera, deseosa, una mujer en delirio celestial.

 

Hasta nuestros días se ha conservado también registro de la revelación que experimentó Blaise Pascal. Tenía treinta y un años, era lunes, 23de noviembre del año 1654, en París. Hora: entre las diez y media y las doce y media de la noche. Esa noche pudo ver una gran luz, un fuego que lo cegó y le hizo perder el conocimiento durante un rato. Cuando recupera la conciencia, escribe en un papel, sin demora y con mano segura, sus sentimientos. Como mente estricta, comienza consignando el lugar y la hora que hemos apuntado más arriba. Después, tras un apóstrofe al Dios bíblico del Antiguo Testamento, el estilo se torna telegráfico. Golpea la repetición abundante de la palabra «seguridad», así como «alegría» o «paz». El deseo de olvidarse de todo excepto de Dios. Llevó la nota escrita durante aquella revelación cosida al forro de su capa hasta el día de su muerte. Se le acusó repetidas veces de fundamentalismo (palabra mucho más peyorativa ahora, en la época de la globalización), de burlarse de la razón (razón, por cierto, gracias a la cual realizó descubrimientos geniales en matemáticas y física), de intransigencia y de haberse despojado de todo. Blaise Pascal recordó ese momento que le elevó el alma y cambió su mundo y no le permitió hundirse en el olvido. ¿Estaba loco? Por supuesto que sí. En el sentido de que era diferente, que había renunciado al mundo, que a partir de ese momento dejó de existir para él. Sólo contaba ese amor que había conocido durante la revelación.

 

Pascal tuvo más suerte con los brujos que con los médicos. Su hermana Gilberta dijo de él tras su muerte que no había conocido un día sin dolor, sin sufrimiento. Ya en su primer año de vida empezaron las convulsiones. Los médicos no salían de su impotencia y finalmente su padre, que lo adoró toda su vida, desesperado, llegó a la conclusión de que se trataba de una maldición que les habría echado una viejecita a la que su mujer se había negado a dar limosna. Ésta, bajo la amenaza de la hoguera, confiesa y propone redirigir el encantamiento del niño a un gato negro. Prepara un brebaje, reza a satán y el gato muere, pero el niño no mejora. En ese momento, sintiendo aún más cerca las llamaradas de la hoguera, prepara «una cataplasma con nueve hojas de tres hierbas diferentes, recogidas en luna llena por un niño de siete años».[92] Cuando le aplica la cataplasma, el cuerpo del muchachito empieza a agitarse bajo terribles convulsiones y cae en un estado de catalepsia. Enloquecido, el padre se abalanza con los puños cerrados sobre la bruja. En ese momento el niño se despierta del coma y sonríe. La hechicera anuncia la recuperación, y el ataque desaparece para no volver.

Pascal pasó muchos días de su vida joven y adulta postrado en la cama por migrañas y dolores de estómago. Así ocurrió también en septiembre del año 1647, cuando Descartes, a su vuelta de Suecia, se detuvo tres días en París antes de continuar hacia su destino final, Ámsterdam. Había escuchado muchas cosas del joven genio, de modo que lo invitó a visitarlo. Pascal respondió que se sentía demasiado enfermo como para ir hasta la otra punta de París, lo que Descartes tomó como una impertinencia. Sin embargo, no pudo resistirse y, el día antes de su partida, él, el más grande filósofo de Europa, decidió dirigirse a donde se encontraba el veinteañero. Lo encuentra en la cama, y le pregunta exhaustivamente por los síntomas, no sólo para comprobar que el anfitrión está efectivamente enfermo, sino también porque se considera un médico. Pascal no pronuncia ni una palabra, pues no es de su agrado quejarse delante de desconocidos. Más adelante le muestra su máquina aritmética (precursora de los actuales ordenadores) y unos tubos para crear el vacío. Descartes queda tan fascinado por el joven genio que al día siguiente, antes de emprender su viaje, vuelve a visitarlo.

Los dos, grandes matemáticos, llegaron mediante el escepticismo a posiciones filosóficas radicalmente diferentes. Pascal llegó a una mística en la que el alma prevalecía sobre el cuerpo, un alma en la que el orden más natural se refleja en el amor. Se ha dicho de él que «nunca la filosofía había sido sentida con tanta profundidad, nunca había resultado en tan potentes batallas internas», y por ese motivo ha servido de guía para gente de diferentes épocas. Descartes, como nadie antes que él, separó radicalmente el mundo del pensamiento del mundo material, el alma del cuerpo. Consideraba que esos dos mundos diferenciados se comunicaban entre sí mediante la epífisis, una pequeña formación anatómica ubicada en la base del cerebro, lugar donde tendría su sede el alma. La epífisis o glándula pineal es el tercer ojo. En los peces óseos, los anfibios más antiguos y en los primeros reptiles ésta se encontraba en la frente y permitía mirar hacia arriba, como observamos en los fósiles. Como tercer ojo, este ojo pineal ha perdurado hasta la actualidad tan sólo en una especie de reptil: los tuátaras, un lagarto de espalda espinosa que habita en las islas aledañas de Nueva Zelanda. En el resto de sus antecesores desapareció durante el Triásico y gradualmente se fue alojando en el cerebro. Conservó su conexión con el sistema óptico y segrega, especialmente de noche, melatonina, una hormona que participa en la medición del ritmo de la vigilia y el sueño, empleada en la actualidad para prevenir el jet lag de los viajeros interoceánicos. Descartes no podía saber que la epífisis es lo que ha quedado del tercer ojo y, sin embargo, como los griegos, situaba en el ojo (en el tercero en este caso) la localización del alma.

Descartes era dualista y defendía la visión cristiana frente al creciente materialismo. Sin embargo, el ulterior desarrollo del pensamiento humano continuó precisamente en esa dirección. Los filósofos de la Ilustración y sus sucesores destruyeron artificialmente, con la ayuda de la epífisis, la concepción indisoluble y dualista de Descartes y comenzaron a explicar todos los asuntos espirituales como fenómenos materiales, lo que subvirtió el orden reinante hasta entonces en el ámbito filosófico. De este modo, la filosofía se convierte en la ciencia del pensamiento puro y de los seres tan sólo se ocupa en tanto en cuanto existen más allá de él. Todo aquel gran drama de los hechos de salvación desapareció en la mentalidad ilustrada. Juan Pablo II escribe: «En la lógica del cogito, ergo sum, Dios se reducía sólo a un contenido de la conciencia humana; no se le podía considerar como Quien es la razón última del sum humano […] Quien da la existencia […] Quedaba únicamente la idea de Dios, como tema de una libre elaboración del pensamiento humano».[93]

 

¿Cómo contemplar el alma, aunque sea por un momento? ¿Dónde buscarla? ¿Tratar de ir tras ella cuando abandona el cuerpo, como por cierto dijo Aquiles y escribió Słowacki? La curiosidad de Federico II, hijo del rey Rogelio, protagonista de la ópera de Karol Szymanowski, era legendaria. Desconocemos si sus planes se apoyaban en las palabras de Aquiles, pero seguro que no lo hacía en las del poeta polaco. Se dice que este poderoso dirigente del pueblo de los normandos sicilianos ordenó encerrar a un hombre en un tonel y dejarlo morir de hambre. Quería ver cómo salía el alma. La historia nada dice sobre si tuvo éxito o no. Tras la Ilustración el asunto resultaba mucho más sencillo. De hecho, todo era materia y estaba compuesto de materia, hasta el alma. Por consiguiente, el alma debería tener masa, someterse a las leyes de la gravedad y debería poder pesarse. Así lo entendía en el año 1901 Duncan MacDougall, médico del hospital municipal de Haverhill, en el estado de Massachusetts. Como hombre de acción, dejó de filosofar y pasó a los hechos. Utilizó una balanza de gancho y sobre ella ubicó la cama de un moribundo. Durante cuatro horas realizó exhaustivas mediciones. Observó con atención al enfermo, hasta que exhaló el último suspiro, y en ese momento el indicador de la balanza bajó: ¡el cuerpo había perdido peso! Repitió ese experimento cuatro veces más y siempre con resultados parecidos. Sin embargo, cuando sustituyó a las personas por perros, las mediciones daban sistemáticamente resultados negativos. Tan sólo las personas, y no los perros, en el momento del fallecimiento mostraban una pérdida brusca de peso. Si era verdad que era el alma la que abandonaba el cuerpo, entonces ésta «pesaba tanto como una miga de pan».[94] MacDougall mantuvo los resultados de sus observaciones en secreto, pero los rumores sobre sus asombrosos experimentos se extendieron y lo llevaron finalmente a publicar en una revista médica un trabajo bajo el título de «The Soul: Hypothesis Concerning Soul Substance Together with Experimental Evidence of the Existence of Such Substance» (Hipótesis sobre la sustancia del alma junto a la evidencia experimental dela existencia de dicha sustancia). A pesar de su rimbombante título, el trabajo impresiona por la precisión de sus observaciones, el cuidadoso control de las condiciones experimentales y la cautela en su argumentación. Se ha dicho que aun hoy en día sería capaz de pasar la estricta criba de los reseñadores científicos y ser publicado. Evidentemente, se esperaría una confirmación independiente de los resultados. En ese caso, MacDougall seguramente habría podido recordar los resultados de la observación de cierto profesor de secundaria californiano que treinta años después que él llevó a cabo un experimento similar con ratones. Los desafortunados ratoncitos, al expirar, no perdían peso. Pero es que eran ratones, no personas. También habría recurrido con toda probabilidad a las suposiciones afloradas no hace mucho, que apuntan a que una explicación parcial de sus observaciones pueden ser las corrientes de convección. Ante una eventual acusación de una originalidad exacerbada, MacDougall podría haber respondido que cinco mil años antes que él los antiguos egipcios escribieron sobre el peso del alma, que ellos localizaban en el corazón. Un corazón puro, al ser colocado en el platillo de una balanza durante el juicio que hay que pasar ante Osiris después de la muerte, tenía que pesar menos que la pluma más ligera. «De lo contrario, era devorado por un monstruo que acechaba a su vera y, de este modo ignominioso, la vida del egipcio en el más allá terminaba para siempre».[95]

 

La reducción del alma a su sustancia material y el intento de asirla en una pesa son una consecuencia de la duda cartesiana, que nos acompaña desde hace cuatrocientos años. Anteriormente, a lo largo de muchos siglos, el mundo estaba repleto de huellas de Dios. Dios estaba cerca y presente en nuestra alma, pues allí aparecía directamente como una verdad. Por eso san Agustín pudo decir: «No salgas afuera de ti, vuelve a ti, en el interior del hombre habita la verdad».[96] Y añadió: «Ansío conocer a Dios y al alma. ¿Nada más? Nada más que eso». Tras Descartes quedaba tan sólo el Dios de la religión racional, el Dios de la Ilustración, «alto funcionario de la policía de las costumbres»,[97] que no se merecía nada más «que aquel coup de grâce que más tarde le asestaron Feuerbach, Nietzsche o Freud».[98] La razón humana se emancipó y dejó de necesitar—así se decía—este apoyo, esta hipótesis de trabajo. El nihilismo, que Nietzsche fue el primero en advertir en el umbral de Europa, hizo su entrada por la puerta grande. Por último llegó la utopía marxista (la última versión de la fe ilustrada en el progreso y del cielo en la tierra), preparada con las fuerzas de la razón. Al cuestionarse la certeza de que la realidad entera tenía algún sentido, el mundo se fue volviendo cada vez más vacío y difícil de entender. El pensador francés Pierre Delalande, imaginado por Nabokov, afirma en la novela La dádiva: «En nuestra casa terrena, las ventanas están reemplazadas por espejos».[99] Eso significa que no podemos mirar más allá de la vida carnal, ni ver qué hay en los ultramundos. También significa que sólo nos podemos ver a nosotros mismos.

 

Incluso suponiendo que eso sea verdad, tenemos que admitir que mucho depende de qué tipo de mirada dirijamos al espejo. Como en la historia del perro que entra en una hilera de salas con las paredes completamente cubiertas de espejos. Tras él se cierra la única puerta. El animal permanece parado, rodeado por todas partes por perros (su reflejo en los espejos). Muestra los colmillos, y el resto también. Sale corriendo, y ellos detrás. La persecución es cada vez más rápida, ladra cada vez más fuerte, le caen babas cada vez más densas del hocico, hasta que cae agotado y muere. Pero ¿qué habría pasado si en lugar de mostrar los dientes hubiera meneado el rabo?

 

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