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CORE » LAS AMBICIONES DE PROMETEO

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Fausto, Wagner, el perfeccionista ayudante del maestro de un laboratorio alquimista de fábula, intenta sin éxito crear un ser humano en una retorta. Le explica al observante Mefistófeles que estaba mezclando cientos de sustancias y las sometía a múltiples destilaciones con la esperanza de encontrar el viviente y esperado objeto de sus experimentos, pero sólo el poder mágico de Mefistófeles consigue que la empresa termine con éxito. Del caos de la materia informe surge un personaje pequeño, de formas estilizadas, que se lanza a una disputa filosófica inspirada por el recipiente de cristal en el que se ve encerrado. El homúnculo, Fausto y Mefistófeles dejan a Wagner con sus librotes y se marchan a Tesalia, a celebrar la noche de Walpurgis. Allí el homúnculo entabla una acalorada disputa con Tales y Anaxágoras, a los que se une Proteo, que le aconseja, si quiere obtener una existencia madura, adentrarse con él en la inmensidad del mar. Es sólo en el espacio ilimitado del mar donde alcanza la libertad de «movimiento en todos espacios y direcciones».[318] El homúnculo, asombrado por la belleza del océano y por la fuerza del sentimiento que crece dentro de él, hace saltar en pedazos la vasija de cristal que lo aprisiona y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, su pequeña figura se desvanece para siempre. En una conversación con Eckermann, Goethe resaltó la superioridad del homúnculo sobre Mefistófeles por su «amor por la belleza y su tendencia a los actos útiles a otros».[319] Se le ha comparado con el daimon platónico, aunque, por supuesto, éste había surgido de la tradición paracélsica como ente incorpóreo conocedor de los saberes ocultos. Para Goethe era «símbolo del intelecto humano y de su poder libertador».[320]

 

No era así en el judaísmo. El pensamiento judío ha dado a luz una de las ideas más intrigantes: la del golem. En el Talmud aparece como prefiguración de Adán, como una etapa temprana de la creación, y no es hasta el siglo XIII entre los judíos asquenazíes, cuando la palabra

golem empieza a usarse para referirse a una persona artificial. Antes de proceder a su creación, el rabino ayuna durante cinco días, luego amasa una figurita humana a base de barro y limo y dice: «

Shem ha-Mephorash», es decir, ‘dividido’, ‘separado’ y en la frente le escribe «

emet», es decir, ‘verdad’. Esta palabra simbólica contiene veintidós letras, el alfabeto entero, del

álef al

taf. Escritas durante un trance místico, entre permutaciones lingüísticas, consiguieron su objetivo: la figura cobraba vida. Pese a no poder hablar, entendía lo que se le decía y llevaba a cabo todas las tareas domésticas, aunque no se le permitía salir de la casa judía. Crecía muy despacio, pero de manera constante hasta convertirse en un golem que superaba en fuerza y tamaño a los habitantes de la casa. Cuando se volvía una amenaza para ellos, le borraban la primera letra de la frente, con lo que

emet se convertía en

met, que significa ‘muerto’, y la criatura se rompía instantáneamente en los trozos de barro de los que había surgido. Se contaba que el golem creado por el justo Elías Baal Shem, de Chełm, creció hasta tal altura que el justo no podía alcanzarle la frente. Por eso le pidió al gigante que se inclinara y le quitara las botas, esperando poder cambiarle así la inscripción del rostro. Y así ocurrió. Pero el golem, al deshacerse en terrones de arcilla y barro, se desplomó sobre él y lo asfixió como si fuera un aprendiz de brujo.

 

El golem más famoso fue el que creó en el siglo XVI en Praga Rabbi Judah Loew, alquimista y astrónomo del emperador Rodolfo II, para defender a la perseguida población judía. Gracias a su fuerza sobrenatural, el golem cumplía su tarea a la perfección, pero un día le sobrevino un ataque de locura y empezó a sembrar la destrucción a su alrededor, por lo que tomaron la decisión de eliminarlo. Los ecos de esta historia resuenan en el relato de

Frankenstein, un Prometeo moderno (

Frankenstein, or the Modern Prometheus) salido de la pluma de Mary W. Shelley, la segunda esposa del poeta Percy Bysshe Shelley. El relato fue ideado en Suiza, donde Byron y el matrimonio Shelley mataban las tardes lluviosas de verano con historias de espíritus. Frankenstein, un estudiante ginebrino de filosofía, descubre el secreto para revivir la materia. Con los cadáveres robados del cementerio y los prosectorios, crea un potente y repugnante monstruo que se siente infeliz y solitario. Para vengarse de su creador, la criatura comete crímenes terribles y acaba quitándose la vida. Con el paso del tiempo, sobre todo por la influencia de las versiones cinematográficas, el nombre de Frankenstein empezó a utilizarse para referirse al propio monstruo y no a su creador, el Prometeo de nuestro tiempo.

Si las sucesivas encarnaciones del golem y de Frankenstein despertaban el temor de los hombres, era por su tamaño sobrehumano y su colosal fuerza incontrolable. La primera vez que el temor se apoderó de los dioses del Olimpo fue cuando vinieron al mundo los gigantes, vástagos de la Tierra-Gaia, engendrados de la sangre derramada de las heridas de su esposo, Urano. Nada más nacer ya desafiaron al Olimpo, lanzando árboles ardientes y gigantescas rocas. La Gigantomaquia fue la guerra más difícil a la que se enfrentaran los dioses, como podemos ver por el fragor de los combates que nos transmiten los pórticos frontales de los templos griegos. Con los vencidos gigantes vino a encontrarse Dante en el infierno. Sus descomunales torsos y sus «enormes patas» lo petrificaron y lo llenaron de miedo, y por eso dice Dante con alivio:

Cierto, hizo bien natura cuando al arte

de formar tales secretos puso meta,

auxilio tan atroz quitando a Marte.

 

Y si ella a producir aun se sujeta

ballenas y elefantes largamente,

hasta en eso es más justa y más discreta.[321]

Al escribir estas líneas me viene a la memoria una anécdota relacionada que atesoro en mi experiencia. Acababa de licenciarme como médico y estaba en un hospital de Wrocław empezando uno de mis primeros días de guardia. Era una tarde de sol y yo avanzaba por el pasillo largo y claro del hospital, bajo las altas bóvedas de los arcos neogóticos. Tenía por recorrer ante mí un semicírculo y luego un tramo recto más antes de llegar a la sala donde se encontraban los enfermos. De repente, desde la curva del pasillo empezó a cernirse sobre mí una sombra, que creció hasta cubrir en un abrir y cerrar de ojos todo el espacio. Me recorrió un escalofrío y por un momento fui presa del miedo. Me dio aún tiempo a pensar en un eclipse cuando desde la esquina salió un gigante que avanzaba hacia mí cubriendo el pasillo entero con su cuerpo. En el momento en que nos cruzamos, yo, pegado a la pared, oí una voz desde muy alto, desde mucho más arriba de mi cabeza: «Buenas tardes, doctor». Entonces suspiré. Aquél había sido mi primer encuentro con Michał, nuestro gigante, un hombre con acromegalia. En la rara enfermedad del gigantismo, la hipófisis o glándula pituitaria crea en la infancia o en la temprana juventud un exceso de hormonas de crecimiento y la persona crece sin parar hasta alcanzar un tamaño sobrehumano. El gigante de mayor estatura registrado en las crónicas médicas medía dos metros sesenta y dos centímetros. Nuestro Michał alcanzaba dos metros treinta y dos centímetros. Lo invitábamos a la clínica dos o tres veces al año, pero no sólo para someterlo a tratamiento, sino también para presentarlo ante los estudiantes. Su llegada estaba precedida de no pocos preparativos. No teníamos lugar donde tumbarlo y recuerdo cómo una enfermera y yo tuvimos que desmontar una cama de hospital para ponerle debajo las patas de una mesa y una mesilla auxiliar, cubriéndolo seguidamente todo con colchones. Los pacientes que se encontraban con él, tocados en su virilidad, siempre querían echarse un pulso con él, que aceptaba esos desafíos sin entusiasmo alguno y los resolvía a su favor en un par de segundos.

Michał era de naturaleza tranquila y de disposición apacible, no hacía ostentaciones de fuerza; le gustaba hacer adornos con flores, bordar y jugar al ajedrez. Encontró una ocupación a su medida en la fábrica de automóviles de Jelcz, cerca de Wrocław, pintando autobuses. Siempre decía, encantado: «A mí la escalera no me hace ninguna falta».

 

Los gigantes, pacientes con los que un médico se encuentra, en el mejor de los casos, una o dos veces durante toda su práctica, nos hacen pensar en los principios míticos del mundo. También nos traen a la memoria los tiempos en los que la gente intentaba crear seres humanos artificialmente. A todos los creadores, ya fueran alquimistas, magos, chamanes o médicos, les asaltaba la misma pregunta, que no era ni mucho menos de naturaleza técnica, pues no se referían a la receta. La pregunta era: «¿Tendrán alma?». De la respuesta dependía el cumplimiento, la perfección de la magia. Pues, si las personitas de las retortas, los homúnculos, no tenían alma, entonces ¿qué eran? ¿Semipersonas? ¿Sucedáneos? ¿Robots desprovistos de alma? En la historia de Salaman y Absala leemos que el homúnculo engendrado a partir del semen del rey en una botella en forma de mandrágora recibió un «alma racional». No nos sorprende, ya que sabemos que se trata de una historia moral cuyo objetivo es el paso del alma del mundo de la materia a la realidad de las formas ideales, universales. Esa misma pregunta sobre la existencia del alma atormentaba también a la gente del medievo. Durante siglos se transmitió la historia de un médico catalán, Arnau de Vilanova, quien, ante el temor de caer en pecado mortal, en el último momento hubo de destruir el alambique en el que estaba empezando a formarse el cuerpo del homúnculo. Conforme se fue popularizando la noticia de estas pruebas de creación artificial de seres humanos, los teólogos católicos se vieron obligados a tomar la palabra. Con el fin de estigmatizar a los charlatanes y aportar argumentos acerca de lo imposible de semejante empresa, más de una vez los teólogos echaron mano de asombrosas construcciones lógicas. Así, uno de los argumentos del siglo XVII afirmaba que el alma del homúnculo, creada

de novo, estaría libre del pecado original que nos es transmitido desde Adán, motivo por el que el homúnculo no necesitaría salvarse por medio de Cristo. Ciertamente, una prueba obtenida por

reductio ad absurdum.

 

El judaísmo resolvió el problema del alma de una manera creativa. La transformación de un caos inanimado en un ser formado, en un golem, termina con la adscripción a este ser de un alma de la clase más baja (

nefesh) por medio del grabado de una palabra en la frente (

emet). En tal jerarquía, el alma del golem (

nefesh) se sitúa por debajo del alma de Adán (

neshama). La criatura surgida de mano del hombre no puede compararse en perfección a la que sale de la mano del Creador.

 

Cada vez más a menudo leemos que la clonación del hombre es inevitable y se podría llegar a tener la impresión de que está cerca. La discusión sobre el alma de los clones es otro asunto que aparece a menudo en la literatura de ciencia ficción. Pero quizá la historia del ascenso y la posterior caída de Hwang Woo-Suk debería servirnos de alerta. Ese afamado investigador coreano, que había clonado anteriormente un galgo afgano, publicó entre 2004 y 2005 en prestigiosas revistas trabajos sobre la obtención de las primeras células madre embrionarias, aportando fotos de las mismas. Ese logro abría el camino hacia la medicina regenerativa: por medio de ella podríamos recuperar la capacidad perdida de regeneración constante, capacidad que han conservado criaturas como la salamandra o la hidra. Así las cosas, la clonación de un ser humano entero parecía acercarse a pasos agigantados. El equipo coreano estaba en boca de científicos de todo el mundo, que llevaban varios años depositando en esta área de investigación sus mayores esperanzas. En California, para sortear las limitaciones éticas del gobierno federal de Estados Unidos, se asignaron tres mil millones de dólares del presupuesto estatal y se procedió a crear un centro de clonación, adelantándose así al resto de los estados. Cuando ya las esperanzas habían alcanzado su cima, se descubrió que los resultados de Hwang habían sido falsificados. Se trataba de uno de los mayores fraudes de la historia de la ciencia moderna. En el transcurso de tan sólo unas pocas semanas, Hwang (héroe nacional, admirado por todo el mundo) lo perdió todo: su honor, su posición académica… Las líneas aéreas estatales coreanas, que habían puesto en sus manos un billete de primera clase gratuito y vitalicio, le retiraron esta prebenda. Se retiraron de la circulación sellos de correos en los que un enfermo confinado a una silla de ruedas empieza a moverse con facilidad tras serle inyectadas células madre. La disciplina entera, considerada la más importante de la biología, el futuro de la medicina, se cubrió por un momento de sombras.

 

El icono de la medicina regenerativa moderna no debería ser otro que Prometeo, cuyo hígado fue devorado a diario, durante treinta mil años, por un buitre para volver a crecer cada noche. Esa capacidad de regeneración del hígado la ha confirmado la medicina moderna, que ha contrastado el comportamiento de éste con el de los músculos cardíacos. Se habla de diferentes hechos como posibles iniciadores del ampliamente conocido mito de Prometeo. Y es que los mitos, al ser narraciones de viajeros, acostumbraron a los griegos a oír distintas versiones de la misma historia. Y así, centelleando, fue como los mitos se alejaron del ritual. Se trataba de narraciones que se contaban una y otra vez, y cada vez de forma distinta. Se omitían unas cosas, se añadían otras. Esas variantes eran para el mito como la «circulación de la sangre».[322] Gracias a esa sangre el mito pudo «respirar más hondo»[323] en la literatura.

Según una de las versiones, el hombre sería una creación de Prometeo, que lo habría hecho con barro y lágrimas. En Beocia, hasta hace muy poco, todavía se enseñaba la cabaña en la que Prometeo se afanaba en su trabajo. Alrededor de ella, terrones de tierra roja, arcillosa, que desprendía un olor parecido al del cuerpo humano. Los primeros seres humanos vagaban «como débiles apariciones oníricas»,[324] impotentes frente a la fuerza de la naturaleza. Entonces Prometeo se coló en el cielo, robó una chispa y la llevó abajo, a la tierra, para dársela a los mortales. El fuego, como atributo del poder de los dioses que era, les dio a los humanos superioridad sobre todas las criaturas de la Tierra. Por este hecho, Zeus alcanzó a Prometeo con un rayo y lo ató a una roca del Cáucaso, donde un águila le habría de comer el hígado hasta que fuera liberado por Heracles. El mito de Prometeo, uno de los personajes mitológicos más excelsos, ejercía una enorme influencia en la cultura y ha encontrado como pocos su reflejo en el arte. Ya la tragedia de Esquilo

Prometeo encadenado lo representaba como un rebelde contra la tiranía y un defensor de la felicidad humana, de la libertad espiritual, que tras incontables sufrimientos termina ganando la batalla. Y ésa ha sido la imagen que ha perdurado todos estos siglos: en la poesía de Goethe, de Mickiewicz, de Shelley, en las oberturas de Beethoven, los poemas sinfónicos de Liszt y Skriabin, en los cuadros de Tiziano y Rubens. El fuego de Prometeo se asoció para siempre a la inspiración, la valentía heroica, la fuerza creadora. Todos los que han intentado o intentan crear un ser humano

de novo, fuera de la naturaleza—como es el caso del homúnculo, el golem o el clon—se inspiran en Prometeo. Echaron mano de la magia, del

Ars Magna y de su reflejo en el judaísmo (la alquimia de la palabra), y en nuestros días, de la biología molecular, para conocer un fragmento minúsculo de un misterio que sólo Dios conoce al completo.

 

Atado a su roca, Prometeo le dice a Zeus que al darles el fuego a los hombres, les concedió la libertad, rompió las cadenas que los hacían esclavos de la voluntad de los dioses, los liberó para que fueran humanos, para que se modelaran a sí mismos. A esto el dios le responde, también magnífico:

Lo separaste únicamente

de la luminosidad celeste,

de la sabiduría y la seguridad de los cielos.

Lo hiciste libre para que llegara

por oscuras galerías, a tientas

hasta el límite de su propio ego,

vanidad y soberbia.

[…]

Le cortaste los nervios

que lo unían a su propia alma.

Y cuando el hombre aprenda a vivir sin alma,

yo seré redundante […].

Y llenarán sus oídos otras voces.[325]

Estas palabras señalan uno de los defectos más profundos de la condición humana, una de sus contradicciones ocultas. Por eso el hombre aparece dividido «entre el bien y el mal, el poder y la debilidad, la sabiduría y los deseos que lo manejan, entre lo insignificante y lo grandioso, entre las pasiones y la santidad, la verdad y la apariencia».[326] Su destino trágico impide que se convierta en una figura unívoca. Y así el hombre está ante una frontera que su orgullo le obliga a atravesar, para lo que es capaz de ejercer la violencia, de atreverse a cometer una profanación.

 

Los autores de las grandes tragedias griegas conocían bien la

hibris y la

hamartia, el orgullo desmedido, eran sabedores de la tendencia humana a liberarse de las ataduras de prohibiciones y normas, de buscar la libertad absoluta a cualquier precio. Hoy lo único que cambia es el escenario: la naturaleza humana sigue siendo la misma. A los médicos les cuesta encontrar apoyo en un mundo contemporáneo que, por boca del postmodernismo, promueve un «modelo de vida que no está condicionado por las normas»,[327] un pluralismo ilimitado de convicciones, el relativismo, una visión blanda del mundo, una aceptación no crítica de cualquier diferencia. Vivimos en un mundo empeñado en desmitificar toda autoridad, en deconstruir y también en alejar cada vez más la pregunta del sentido de la existencia. Un sentido que «se encuentra fuera de nosotros y sólo puede ser entrevisto con estupefacción».[328] ¿Dónde buscar las fronteras de la libertad? Esta pregunta le es especialmente cercana a la medicina, cuyo patrón, Asclepio, al resucitar a los muertos, cruzó la frontera del círculo humano de la existencia, motivo por el que Zeus lo hizo morir a fuego. ¿Cómo, entonces, delimitar la frontera que la biotecnología no debería cruzar en nuestro organismo? ¿Qué es lo que queremos defender? ¿Lo principal de nuestra humanidad, el núcleo en el que se encuentra la dignidad humana y las normas que de ella surgen? El concepto de dignidad humana, que fuera la piedra angular del pontificado de Juan Pablo II, se nos pone hoy delante con una actualidad asombrosa. La frontera que traspasó Asclepio y que le costara morir atravesado por un rayo existe, por mucho que a nuestros ojos les resulte tan difícil advertirla.

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