Core

Core


CORE » ENCANTAMIENTO AMOROSO

Página 29 de 34

pathos, obliga al protagonista a reírse de su propio drama, lo que nos queda a nosotros no es sólo la consabida imagen de un individuo occidental que, sumergido en su crisálida de egoísmo, se había olvidado de que era capaz de amar. Nos queda también ese momento en el que, al nacer, los sentimientos son capaces de hacer sombra a la enfermedad y al sufrimiento.

 

En nuestra clínica estuvo ingresado el poeta Czesław Miłosz, que había superado los noventa años y estaba sufriendo episodios repetidos de alteración de la conciencia. Era ya el cuarto día que pasaba en el hospital cuando, durante mi visita matutina, abrió de repente los ojos y, con una sonrisa feliz, me dijo: «Pero qué

nurseras más guapas tiene aquí, doctor». Las palabras parecían haber afluido de dos zonas distintas del cerebro, de las dos lenguas en las que vivía, para encontrarse en una frase clara aunque inesperada, la primera que pronunció en muchos días. A esa sonrisa que cruzó como un rayo de sol la lívida cara del enfermo seguramente respondería con otra sonrisa otro poeta, al ver cumplidas sus palabras: «Lo bello es una dicha para siempre: | su hermosura va en aumento | y nunca se abolirá en la inanidad»,[354] pues la belleza es una promesa de felicidad. «Profesor—le dije—, no tengo nada que hacer aquí. Me voy a visitar a los enfermos: usted está sano». No sé si me oyó, creo más bien que se quedó dormido de nuevo, pero a mí me quedó su plácida sonrisa de felicidad.

Si existiera un centro regidor del amor, ¿dónde estaría situado? Nuestra respuesta es, sin duda, en el corazón. No hay órgano de nuestro cuerpo cuya anatomía conozcamos mejor que la del corazón, y, sin embargo, no se ha encontrado semejante centro. Si seguimos con esta permisible analogía podríamos preguntarnos dónde se encuentra el centro del placer estético que nos proporciona el arte. ¿Estará en el cerebro? Nabokov estaba convencido de que este centro se situaría entre los omóplatos. Escribió: «Ese pequeño estremecimiento es la forma más elevada de emoción que la humanidad experimenta cuando alcanza el arte puro y la ciencia pura. Rindamos culto a la médula espinal y a su hormigueo. Enorgullezcámonos de ser vertebrados, pues somos unos vertebrados en cuya cabeza se posa la llama divina. El cerebro no es más que una prolongación de la médula: pero el pabilo recorre toda la vela de arriba abajo». Sobre la estética, añadió: «No tiene sentido leer libros si no se leen “con el lomo”».[355]

La música puede provocar experiencias somáticas parecidas a las que describe Nabokov en el caso de la literatura. Unos neurólogos canadienses describieron hace poco en una prestigiosa revista científica un experimento realizado en un grupo de personas compuesto por músicos profesionales y melómanos que sentían escalofríos y hormigueos en la columna vertebral al escuchar sus obras preferidas. El experimento cumplió con todos los requisitos del método científico. Se realizaron observaciones idénticas mientras los sujetos escuchaban música «neutra», es decir, música que les dejaba impasibles. Los cortos fragmentos capaces de producir el misterioso escalofrío a lo largo de la columna vertebral estaban acompañados por un ritmo acelerado en el corazón, respiración acelerada, cambios en los registros de descarga eléctrica muscular y una alteración considerable de ciertas regiones cerebrales. Corrientes sanguíneas frescas que se dirigen en estos momentos al núcleo del tronco encefálico, sobre todo a las estructuras del hipocampo, es decir, a los lugares del cerebro donde se sitúan los «centros del placer». Parece ser que se trata de los mismos grupos de neuronas que se activan en el cerebro, liberando con ello una enorme cantidad de energía, cuando le dan una rebanada de pan a un hambriento, hachís a un drogodependiente o una mujer a un hombre ardiente de deseo.

La búsqueda de los centros responsables del placer artístico, al igual que la esencia de la impresión estética, es apasionante, «aunque—como bien escribe el poeta—seguramente todos nosotros, en lo más profundo de nuestra alma, deseamos con todas nuestras fuerzas que no se encuentre ese mecanismo misterioso, deseamos poder seguir en la ignorancia».[356] La racionalización de la obra artística puede dar al traste con la diversión provocada por ésta, provocar un drástico empobrecimiento de una obra «por la que circulaban la sangre del misterio, y las terminaciones de los vasos sanguíneos penetran en la noche que les rodea y vuelven de allí llenos de un fluido oscuro».[357] Así, en las ciencias ambientales, médicas, se busca llegar a toda costa «a una respuesta empírica, mientras que en las humanidades, en aquellas que rozan la maestría, no se busca en absoluto un resultado unívoco».[358] Queremos el encanto del misterio, la capacidad de «seguir viviendo en la falta de seguridad, en la duda, sin la necesidad irritante de comprobar todos los hechos y causas».[359]

 

El médico trata de alejar la muerte. Prepara recetas para la vida eterna en las que suaviza las restricciones calóricas con una copa de vino. Pero también el amor sabe lo suyo. Durante siglos ha ido avanzando la convicción de que un gran amor no sólo puede perdurar más allá de la muerte, sino también aplazarla. El origen de esta creencia se puede remontar al mito griego de Alcestis, la esposa del rey Admeto, del que estaba escrito que la muerte se lo llevaría joven. A petición de Apolo, amigo del rey, Ananké (la madre de las moiras), hace una excepción: la muerte se llevará a un sustituto en lugar de a Admeto. Así Apolo vuelve a medirse con la muerte, a la que ya había vencido una vez en otro mito, cuando extrajera a Asclepio del vientre del cuerpo de Coronis, que estaba siendo incinerado. Pero esta vez era aún más difícil. Si bien Ananké accedió a indultar a Admeto a cambio de que alguien muriera en su lugar, nadie se ofreció a dar su vida a cambio de la del rey, a pesar de que era un monarca justo y amado por todos. Todos sus parientes y amigos, incluso sus ancianos padres, se negaron a ello, por lo que la muerte se burló de Apolo y se fue acercando a su víctima. Como apunta Ted Hughes en su adaptación de la tragedia de Eurípides, le dijo:

 

Aquello que llamas muerte no es más que mi propio poder natural, una fuerza de atracción a la que nadie es capaz de resistirse. La vida no es más que ese corto momento de insensibilidad, una suspensión temporal de las leyes de la gravedad, una concesión temporal por mi parte, una prebenda que obtenéis cuando me echo un rato a descansar. Lo mismo ha sido la vida de Admeto. Y nada podrás hacer—anuncia triunfante la muerte—ni siquiera tú, Apolo, dios-sanador:

La vida es un hospital, y la llamáis parque de juegos,

qué estúpidos vuestros biombos de caritas risueñas,

y vuestras aljabas repletas de jeringuillas hipodérmicas

que os atrevéis a llamar de inspiración las flechas.

El hombre se engaña, y sus absurdos dioses

son la mayor de las quimeras. La muerte es la muerte será la muerte era.[360]

Y es entonces cuando una mujer se ofrece para sustituir a Admeto. Se ofrece ella sola, pues nadie se ha atrevido a pedírselo. Se trata de Alcestis, su bella mujer. La razón: no desea vivir ni un día sin su amado. Para ella eso sería un sufrimiento mayor que la propia muerte. Así que ésta se la lleva consigo al Hades, pero… al poco se ve obligada a soltar a su presa, ya que hace su aparición Heracles y la rescata. En el último cuadro vemos cómo la devuelve junto a su marido, ya sumido en el duelo. Es probable que esa escena careciera de la suficiente fuerza expresiva, debería parecer sin duda demasiado plana aunque sólo fuera por ese Admeto tan poco convincente, que desde el principio no ve nada fuera de lugar en el hecho de que su mujer muera por él y para él. Así sería con toda probabilidad de no ser porque a Eurípides se le ocurre una idea sorprendente. (Pero eso, querido lector, es mejor que te lo cuente él mismo). Y así acaba esta inusitada historia, con todos felices y contentos.

 

Los griegos dudaban del hecho de que la mujer pudiera sentir hacia el hombre la «

philia, aquella amistad que nace del amor (“

philia dia ton erota” en palabras de Platón) y que sólo los hombres pretenden conocer».[361] Pero Alcestis sí era capaz. No conocía virtud mayor que el amor y por él estaba dispuesta a sacrificarse. No es de extrañar, por tanto, que los dioses, al ver esto, dieran su consentimiento para que Heracles la devolviera a la vida liberándola de los abismos del Hades. Esta historia ha servido de inspiración no sólo a poetas, sino también a músicos, y se sigue cantando en las óperas de Lully, Haendel y Gluck. Ha llegado transformada hasta el futuro, al mundo de seres humanos clonados que creó Kazuo Ishiguro en

Nunca me abandones (

Never Let Me Go),[362] seres que han mantenido en lo más profundo de su memoria el mito del aplazamiento de la sentencia a muerte por el amor.

 

Paracelso sabía de la fuerza del amor y no trataba de curarlo. No encontraremos medicina para él en su monumental obra

Archidoxia, publicada por primera vez en Cracovia en 1569 y, un año más tarde, en cinco ciudades europeas. Y eso que la obra de Paracelso contiene una enorme recopilación de remedios, supone un cuasi-recetario que le ha valido la consideración de padre de la quimioterapia, es decir, de la curación por medio de fármacos químicos. Aunque otros ya lo pensaron antes, él fue el más ferviente defensor y el mayor divulgador de esta idea que en el siglo XVII cambió de signo el pensamiento médico. Si bien es cierto que Paracelso hace referencia al

laudanum, no da instrucción alguna de cómo utilizarlo en la fiebre amorosa. Se trataba de un medicamento insuperable, extremadamente poderoso en su acción contra las enfermedades más terribles, un verdadero elixir capaz incluso de resucitar a los muertos. Equivocadamente se ha supuesto que se trataba de una droga opiácea. Yo mismo escuché recientemente a Tamara Kalinowska en la Piwnica pod Baranami[363] cantar con voz anhelante la canción «Un poquito de

laudanum cada día», volviéndose hacia mí, pícara, en la última estrofa:

Podrías diestro adentrarte en mis brazos,

y no temas, gran mago, la trena:

ven discreto a inyectarme en el baño

un pizquín de

laudanum en vena.

El cabaret no era el lugar más apropiado para ponerme a desmontar la falsa imagen que se tiene del

laudanum, al menos del de Paracelso. Lo que callé fue que el gran médico y mago conocía, utilizaba y

expressis verbis nombró a los opiáceos extraídos de la amapola, extractos distintos del

laudanum. No hay manera de saber qué era el

laudanum. La información que proporciona el propio Paracelso es poco clara, misteriosa, como si quisiera dar a entender que había conseguido crearlo haciendo uso de los ingredientes más exquisitos, entre ellos, oro y perlas. Otros han visto en él un concepto metafísico, una suerte de principio sanador; sea como fuere, la lectura de las cartas de Paracelso no nos acerca a la resolución del misterio. Unos llamaron a su obra «delirio incomprensible», otros lo admiraban como «preclaro hasta el asombro».[364] No es difícil encontrar en sus palabras contradicciones, el deseo de inspirar reconocimiento y admiración; se esconde en los neologismos de la burla y el rechazo, temeroso de la indiferencia del lector. Henchido de inspiración, Paracelso no se detiene en los detalles. Tanto su obra como su vida están impregnadas de una visión propia de la naturaleza, «una enorme idea, una red tejida de hilos misteriosos y tan tupida que es difícil tirar de uno sin despertar al resto».[365] Paracelso desplegaba «una imagen mágica del universo destilada en el candente alambique de su febril imaginación».

Este médico-mago que curara a dieciocho reyes y príncipes cuando el resto de los médicos los habían desahuciado—viajero incansable, solitario y pendenciero que buscaba ávidamente el conocimiento médico en la experiencia—sigue despertando hoy en día un vivo interés. Cada año ven la luz nuevos libros o artículos dedicados a su figura. Llamó la atención del mundo entero con una idea extremadamente original que constituía la base de su medicina. Paracelso pensaba que el ser humano estaba en armonía con el cosmos y que la enfermedad constituía una pérdida de esa armonía, una disonancia. La tarea del médico sería pues restituir la armonía perdida, volver a sincronizar al enfermo con los ritmos del universo. El interés por el papel del sanador se puede seguir en toda su filosofía, «ocupa el primer lugar en la Medicina; y no hay nada en la Tierra que tenga más valor que curar a los enfermos».[366] Al crear el mundo—dice Paracelso—, Dios no lo encerró en una forma finita de perfección, sino que más bien abrió ante él un camino de perfeccionamiento. La tarea del hombre es seguir ese camino, empujarse a sí mismo y al mundo hacia la perfección. No le cabía ninguna duda de que el

ars magna, la alquimia, era precisamente esa Via Regia. Por medio de incansables pruebas de transmutación de la materia y del alma—de lo más bajo a lo supremo—, los alquimistas tendían a su propia perfección. Los arcanos del misterioso arte debían liberarlos del encierro en su propia piel, elevarlos, unirlos con el universo. Es en este sentido en el que Paracelso participó en la transmutación del mundo y continuó la obra de la creación.

 

«La tarea de todo ser humano—nos recuerda Juan Pablo II citando el Génesis—es ser el hacedor de su propia vida: el hombre debe hacer de ella una obra de arte».[367] Vuelve a nosotros una y otra vez, como un eco, la idea de que la obra de arte de la creación no ha sido terminada. Sigue en proceso y nosotros mismos, de alguna manera, somos los lejanos continuadores de aquella inspiración divina (

ruah), con la que el Espíritu del Creador impregna el mundo. Y lo impregna de la misma manera que al principio. Pues, ¿qué sentido tendría—se preguntaba Rainer Maria Rilke—nuestro paso por el mundo hacia el futuro, si Aquel al que buscamos perteneciera al pasado? ¿No podemos pues suponer que Él vendrá al final de todo y se llevará todo consigo? Y en una arrobada comparación, dijo: «Igual que las abejas reúnen la miel, así nosotros sacamos de todo lo más dulce y le edificamos a él. Con lo pequeño incluso, con lo nada aparente (con tal que ocurra por amor) le empezamos; con el trabajo y con la calma, con un silencio o con un pequeño gozo solitario, con todo lo que hacemos solos, sin participantes ni dependientes, le empezamos a él. […] ¿Hay algo que pueda quitarle a usted la esperanza de estar alguna vez así en él, en el más lejano, en el supremo?».[368] Estas inspiradas palabras nos hablan de la capacidad creadora del amor. Sólo el amor es capaz de liberarnos de la tiranía del «yo». Acalla al todopoderoso

ego y, deslumbrados, nacemos a un mundo mejor. Dejamos de vivir únicamente para nosotros mismos.

Ir a la siguiente página

Report Page