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CORE » SÍNTOMAS Y SOMBRAS

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Pero no todo en la medicina es una regla de tres. Hay enfermedades a las que les gusta jugar con los médicos, molestarles, sacarlos al campo de batalla. Me viene a la mente, por ejemplo, una enfermedad, el feocromocitoma, a la que se le ha puesto el sobrenombre de «la gran imitadora». Esta enfermedad recogía los más diversos síntomas de otras alteraciones y los exponía según su antojo. Como si quisiera burlarse del médico, de sus capacidades y de su conocimiento, reírse de él en su propia cara. Sembró en la mente de los doctores una confusión que pasó a convertirse en duda. Pero yo, que era entonces un médico principiante en la clínica de Wrocław, empecé a convencerme de que era precisamente ella la que me desafiaba desde aquel enfermo. Estaba preparado para arponearla, para darle de lleno con un dardo. Preparé todos los argumentos, acumulé las pruebas y las discutí con nuestro radiólogo, que me era imprescindible para atrapar la enfermedad y desenmascararla. En la época en que comencé mi práctica clínica no se conocían aún los ultrasonidos, la tomografía computerizada ni la resonancia magnética, pero el radiólogo, haciendo uso de una extraña técnica que consistía en introducir litros de aire bajo el hueso sacro, en la cavidad peritoneal, intentó retratar el tumor de la médula suprarrenal que, en mi opinión, era el causante de la enfermedad. El doctor Stanisław K., experimentado radiólogo, un asténico alto y delicado, causó un retroneumoperitoneo e hizo las placas. Después de mirarlas un largo rato, señaló con el dedo y dijo: «¿Lo ve? Aquí, fíjese. Creo que tiene razón». Es decir, que había que operar.

El día de la operación fui a ver al radiólogo muy temprano. ¿Sería así? ¿No me estaría equivocando? Esperaba oír una confirmación más de boca de mi colega, un especialista mayor que yo y de reconocido prestigio. Pero Staś K. estuvo un rato sin decir nada, hasta que al final me dijo: «Doctor, no espere de mí que le asegure nada. La radiología es la ciencia de las sombras». ¿Éramos pues como los presos que describiera Platón, que, encadenados en el fondo de una cueva, no veíamos más que destellos, sombras? ¿Habíamos tomado esas sombras por la realidad? Eso era todo lo que podíamos llegar a ver nosotros, gentes presas de los «grilletes del mundo de los sentidos». La cabeza se me nublaba, no podía pensar con claridad. Completamente atolondrado, lleno de temores, inseguro, me puse en camino con los pasos cortos de un preso hacia la sala de operaciones. Me precedía la larga y esbelta sombra de mi radiólogo. Nos dirigíamos al encuentro del profesor Wiktor Bross.

Aquel extraordinario cirujano era famoso también por sus repentinos ataques de ira. En esos momentos, su menuda figura era capaz de despedir fuego como un rayo. Todos le temíamos. Pero él no parecía tenerle miedo a nada ni a nadie. Intrépido, se lanzaba a los peligros imprevisibles de la operación subrayando su supremacía en los terrenos aún vírgenes de la cirugía. No tenía de ello ninguna duda. Sólo en alguna ocasión se le ensombrecía el semblante, y era cuando se mencionaba en su presencia al profesor Jan Moll, el soberbio cardiocirujano de Łódź. Por entonces se decía que cada cual tiene su mal. Pero eso no era más que una nube pasajera, una nubecita de nada, que pasabade largo enseguida, y con ella la preocupación momentánea de quién sería el número uno, quién de los dos vencería, quién sería en realidad el mejor.

Lo había visto por primera vez en mis tiempos de estudiante, en la visita médica de una de las prácticas que hacíamos en verano. La visita avanzaba por las enormes salas neogóticas del hospital como si fuera una tormenta. En cabeza, el profesor; a medio paso, la enfermera jefe, y detrás, los docentes, adjuntos, asistentes, voluntarios y estudiantes. Cuando la cabeza de la larga serpiente de personajes blancos ya estaba enredada entre las camas, la fila de estudiantes aún coleaba por el pasillo. La enferma no tenía tiempo de desnudarse cuando el profesor se paraba de pie delante de su cama. Como eso podía provocar uno de sus ataques de ira, la avanzadilla precedía apresurada a la visita médica. La enfermera de cada sección iba delante gritándoles a las pacientes: «¡Vamos quitándonos las bragas! ¡Que viene el médico!». Esa persona (impávida, de ira temible) era a cuyo encuentro íbamos ahora el radiólogo y yo.

Nos recibió con una amabilidad afectada y nos invitó a lavarnos con él las manos antes de empezar la operación. Pude admirar de cerca su virtuosismo, la seguridad de su mano, la rapidez. Pero el tiempo empezaba a pasar demasiado lento cuando el profesor empezó la búsqueda del tumor en las vísceras abiertas. «No palpo nada—dijo en voz muy alta—. ¿Y por qué será que no palpo nada, que no encuentro nada? ¡Pues porque aquí no hay nada!», se respondió a sí mismo satisfecho, poniéndose de un humor excelente. Pero siguió burlándose de nosotros sin piedad mientras a mí ya me parecía que el tiempo se había parado por completo. Finalmente… «Un descubrimiento fortuito—dijo mientras sacaba el tumor que estábamos buscando, que era pequeño como un guisante—, pero dudo mucho que tenga algo que ver con la enfermedad», añadió. Sin embargo, mientras lo decía, nosotros (o las sombras que quedaban de nosotros) suspiramos con verdadero alivio.

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