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CORE » EL CEREBRO

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Una vez me pidieron que examinara a un célebre profesor de historia de la literatura cuyo comportamiento empezaba a preocupar a sus allegados. Empezamos a hablar: su conversación era interesante, inteligente, tal como me lo había imaginado cuando en mis años de estudiante me entregaba a la lectura de sus ensayos, en los que hablaba, entre otros, de Marcel Proust. No me fue difícil encauzar la conversación hacia ese asunto: el paso del tiempo, el tiempo perdido. Y cuando ya estábamos completamente sumergidos en el tema, le pedí: «Profesor, ¿podría dibujarme usted qué hora es?». Sin muestra alguna de sorpresa tomó papel y lápiz y cuando, un momento después, me pasó el dibujo, lo que vi fue una esfera de reloj vacía y unas manecillas al lado. Aquella hoja constituía para mí una prueba diagnóstica clara: se trataba de la enfermedad de Alzheimer. Su memoria se estaba descomponiendo y, con ella, todo su mundo se iba deshaciendo en partes disociadas.

Llegados a este punto, ¿podría acaso evitar recordar a Ronald Reagan y el discurso histórico que pronunció una decena de años después de haber concluido su mandato en la Casa Blanca? El ex presidente, consciente de que la enfermedad de Alzheimer que padecía era imparable, se dirigió por última vez a los estadounidenses. Al inicio de su mandato, en 1981, estaba yo en la Universidad de Harvard. Un brillante compañero de mi época escolar, Jacek Hawiger, que entonces estaba viviendo y dando clases en Boston, invitó a la cena que celebramos tras mi conferencia, con clara intención de agasajarme, a un grupo de celebridades de Harvard. Entre ellos se encontraban un premio Nobel y muchos otros a los que sin duda poco les faltaba para tenerlo en el bolsillo. La cena transcurrió de la manera más agradable hasta que en los postres consideré que era hora de darles la enhorabuena por el extraordinario presidente que acababa de ser elegido. La atmósfera de la cena se congeló. Se hizo un incómodo silencio interrumpido por ácidas medias palabras. Finalmente se pronunciaron algunas opiniones lacónicas y los invitados se fueron marchando apresuradamente. Mis palabras de admiración echaron por tierra toda la cena. Sé que aquella predisposición cambió de sentido a favor del presidente más adelante, incluso en los círculos de sublimados intelectuales universitarios, al igual que su valoración póstuma. Pero nosotros aquí, en Polonia, lo vimos con buenos ojos desde el principio. Para nosotros era el primer presidente de un gran país que no tuvo miedo de llamar por su nombre al «imperio del mal» y echarle el guante. Pienso, por ejemplo, en el final del año 1983. En Polonia se había impuesto la ley marcial, mientras allí, en el otro hemisferio, empezaban los preparativos para las elecciones presidenciales. Pasamos la noche de fiesta en una casa de campo cerca de Gorce, en los Cárpatos, y por la mañana nos fuimos con los esquís a la primera misa que se celebraba en una iglesia de madera en otro pueblecito, Niedźwiedź. La iglesia estaba a rebosar. Las mujeres a la derecha, los hombres a la izquierda; y el sacerdote, tronante, dibujó una visión del infierno: sus puertas estaban abiertas para nosotros por la pasada noche de pecado y alcohol; el olor a chamusquina avanzaba por la nave y parecía que la iglesia entera, con sus vapores de alcohol, iba a ser pasto de las llamas. Al final el sacerdote, ya

diminuendo, dijo: «Y se lo pido una vez más, ya estoy cansado de este asunto. ¡No se acerquen a mí después de la santa misa ni me dejen dinero para que rece al Altísimo pidiéndole la reelección de Reagan!».

 

¿Cómo vamos a curar la descomposición de la memoria que caracteriza al Alzheimer si sabemos tan poco de la memoria misma? Desde los años setenta del siglo pasado se han venido aislando una cantidad creciente de moléculas que podrían desempeñar algún papel en el funcionamiento de la memoria, no sólo en nuestra especie, sino en especies tan lejanas como el caracol, la mosca de la fruta o los roedores. Se piensa que la memoria a corto plazo (es decir, la que abarca en torno a una decena de minutos) se fundamenta en unos intercambios químicos que fortalecen relaciones previamente existentes (las sinapsis) entre las células nerviosas, mientras que la memoria a largo plazo, que comprende días o semanas, precisa la producción de nuevas conexiones entre las sinapsis. Investigaciones recientes realizadas en animales sugieren que la activación de células nerviosas que conlleva el aprendizaje de nuevas tareas se «representa» o repite durante el sueño. ¿De manera que el sueño fundamenta y fortalece nuestra memoria? En los años noventa se deshizo el dogma que rezaba que las células nerviosas no se reproducían, que veníamos al mundo con un número finito de ellas, y que no podía cambiar. Así, se descubrió que entre todas las áreas del cerebro era precisamente el hipocampo el que constituye, «literalmente, un criadero de neuronas para toda la vida». Queda por delimitar en qué medida esas neuronas nuevas contribuyen al trabajo de la memoria.

¿Los pensamientos se pueden enviar?, ¿traspasar desde la distancia? Y con ellos, ¿se pueden transmitir deseos o imágenes? Claro está, sin la ayuda de las palabras, el teléfono, el telégrafo o el correo electrónico, sino simplemente con la voluntad. Sin utensilios, sin soportes: directamente desde el cerebro, incluso si los separan cientos de kilómetros. Que esa comunicación era posible empezó a creerlo el joven oficial prusiano Hans Berger tras recibir una carta de su hermana en la que le contaba que había soñado que se caía de un caballo y se había hecho mucho daño. El accidente había tenido lugar, efectivamente. Al terminar el servicio militar, Berger, entonces un neurólogo incipiente, se entregó al estudio de la telepatía. Creía que las ondas electromagnéticas podían transmitir información misteriosa y, en el absoluto secreto del sótano de la clínica de Jena donde trabajaba, durante cinco años registró con electrodos fijados a la cabeza las ondas que emitía el cerebro. Si bien no fue el primero en realizar tales experimentos, sus observaciones fueron extremadamente exactas y reveladoras. Descubrió que los cambios de tensión registrados por su galvanómetro no resultaban de los cambios en la presión de la sangre, sino que tenían lugar en la corteza cerebral. Los cambios magnéticos generados por millones de neuronas resultaron ser miles de veces más débiles que los producidos por una pila sencilla. Estos resultados debieron de desanimar al joven investigador: las ondas magnéticas enviadas por el cerebro no podían, por tanto, ser recibidas por otro cerebro; la tensión de la electricidad es demasiado leve para transmitirse por el aire. Y si bien Berger no encontró confirmación a sus intuiciones sobre la telepatía, lo cierto es que realizó observaciones fundamentales y las sacó a la luz en 1928. Advirtió la periodicidad de los ritmos cerebrales, distinguió las ondas alfa, las ondas beta y otras a las que quisieron bautizar con su nombre, algo que él, en su modestia, no quiso permitir. Un ejemplo de ritmo periódico lo encontramos en el sueño: todos pasamos durante el sueño por cinco fases que se pueden registrar mediante una encefalografía (EEG); se trata de fases que se repiten varias veces a lo largo de la noche, si bien la duración de cada una de ellas puede variar. El electroencefalograma sirve para diagnosticar enfermedades cerebrales, permite observar la influencia de los fármacos y de las experiencias mentales, y también muestra «la característica más sorprendente y al mismo tiempo más inconsciente de la corteza cerebral: su permanente y espontánea actividad regeneradora»,[28] que se prolonga durante toda nuestra vida.

Otras técnicas de imagen contribuyen también a asignar funciones a las distintas regiones del cerebro, técnicas como la tomografía por emisión de positrones (PET) y, sobre todo, la resonancia magnética (RM). Esta última permite medir el tamaño de cada región cerebral (morfometría), valorar su composición química (espectroscopia) e investigar la circulación de la sangre, que se refleja en la absorción de oxígeno o de glucosa por el cerebro (imagen por RM funcional). Si observamos que en cualquier región del cerebro, normalmente en una muy concreta, hay signos de una mayor circulación de la sangre, entonces en la pantalla del ordenador aparecen luces de colores y decimos que esa región se ha despertado, que funciona a toda máquina. Pero también al contrario: la ralentización de esas funciones, por ejemplo en la región del hipocampo, parece ser una de las primeras alertas de la enfermedad de Alzheimer. La precisión de los aparatos de última generación empieza a ser tan alta que ya se han presentado imágenes en las que incluso puede apreciarse el oído absoluto (digámoslo con propiedad: la concentración de células de la corteza cerebral responsables de ese infrecuente don). Los músicos profesionales tienen más desarrollados los lóbulos occipitales y el encéfalo (coordinación motora) y emplean el área de Broca al leer las notas o cuando escuchan música. Además, si comparamos a los músicos profesionales de orquesta con los que no son músicos, los primeros tienen más sustancia cerebral y pierden menos con el paso de los años. No es de extrañar, pues, que un destacado neurólogo estadounidense haya declarado, al conocer estos resultados: «¡La práctica musical es una maravilla para el cerebro!».[29]

En el trabajo cotidiano de un médico la educación musical no parece ser especialmente útil; el oído médico no es equiparable al oído musical. He conocido a experimentados médicos que no eran capaces de diferenciar a Bach de Stravinski, pero cosas tan difíciles de diagnosticar como el ritmo de galope del corazón o la dispersión del tono de la aorta los reconocían sin equivocarse jamás.

Para cuando llegué a tercero de medicina ya me había olvidado del cerebro: tanto de aquel que había descansado en un plato de cocina como del que está dentro del cráneo. Un colega y yo nos apuntamos al círculo científico estudiantil del Departamento de Anatomía Patológica de la Academia de Medicina de Cracovia. Presencié las disecciones que realizaba con destreza y elegancia la profesora Janinę Kowalczykową. También asistía obligatoriamente un médico de medicina clínica, que se mostraba nervioso e inseguro, pues la autopsia constituía, más de una vez, la constatación final de un diagnóstico clínico. Aquí, en el escenario del

theatrum anatomicum, la profesora iba descubriendo ante nosotros los órganos, su interior, iba encontrando patologías, intentando siempre que pudiéramos ver lo más posible. A última hora de la tarde hacíamos los preparados histológicos: diseccionábamos los órganos, los conservábamos, los coloreábamos bajo el microscopio con distinto grado de éxito, y siempre con la misma desgana. Con lo que soñábamos era con hacer nosotros mismos una autopsia. Y una tarde, en vísperas de las fiestas de Navidad o de Semana Santa (cuando el departamento se quedaba vacío) el auxiliar del laboratorio, contando con que el jefe de la sala de disección haría la vista gorda, nos dejó entrar en la sala a cambio de una botella. Allí nos dedicamos durante horas a realizar una autopsia, horas de encuentro solitario con la muerte que tenían el sabor de la fruta prohibida. Conmovidos, volvimos de noche por aquellos pasillos oscuros y largos, observados por aquellos armarios de museo. En sus estanterías, repletas de tarros, se bañaban en las profundidades de formalina amarillenta engendros monstruosos de la naturaleza: sirenitas, cíclopes, cefalópodos, troncos sin extremidades, tumores enseñando sus temibles dientes, abultados cánceres. Los pasillos de formalina no parecían tener fin. Aceleramos el paso hasta que, al fin, vislumbramos las luces de la calle. Suspiramos aliviados. Unos días después se acabaron las vacaciones, y con ellas aquellas horas de aventuras, y volvimos a la preparación de las muestras de microscopio. Un día, en una librería de viejo, encontré una edición destartalada en francés de

Mi vida (

Recollections de ma vie) de Santiago Ramón y Cajal. Aunque el apellido del autor no me decía nada, hojeando el libro me di cuenta de que también él había pasado no pocas horas colocando muestras en placas de cristal. Me llevé el libro por unas pocas monedas, volví a casa y no me separé de él hasta que se hizo de día. Aquella noche conocería la historia de uno de los más importantes investigadores del cerebro.

Santiago Ramón y Cajal nació cerca de los Pirineos, en una aldea en la que cincuenta sencillas edificaciones se ocultaban tras unos gruesos muros de piedra que en su día defendieran a sus habitantes de los ataques de los pueblos godos del norte y de los árabes del sur. Una corriente de agua procedente de las montañas partía en dos la Plaza Mayor. Su padre, el médico del pueblo, dedicó mucho tiempo a la educación del niño, también más adelante, cuando junto a él y sus otros tres hermanos se mudó a una localidad mayor, Huesca, y luego a Zaragoza. Aparte de su afición al dibujo, que su padre consideraba una pérdida de tiempo, el niño no destacaba en nada. Le apasionaban la fotografía y la construcción de cañones. Al mando de una pandilla de niños de su edad construyó en dos ocasiones un cañón que procedió a encender, lo que redujo a cenizas la puerta de hierro del jardín, hecho por el que pasó tres días en la cárcel.

Transcurrida más de una década, una vez terminados sus estudios de medicina, empieza a trabajar en Valencia. Lo absorbe la pasión investigadora, atraído por el mundo invisible que le descubre el microscopio. Su laboratorio es la mesa de su cocina: en ella, después de la cena, los instrumentos científicos que ha comprado con sus ahorros ocupan el lugar de los platos: un microscopio, un sencillo utensilio fabricado con una cuchilla de afeitar para hacer cortes finos (un microtomo), y varias decenas de tarritos de colorantes vegetales y anilina. Es fácil imaginarlo llevando órganos del matadero o de la morgue, cortándolos, diluyéndolos con alcohol, sumergiéndolos en parafina, seccionándolos con el microtomo en cortes lo suficientemente finos como para poder observarlos al microscopio. Luego tiñéndolos y mezclando los colores, variando la temperatura, el tiempo de exposición, y todo ello para poder ver las células esa misma noche. Se va corriendo al café a echar una partidita de ajedrez, se acuesta un rato, salta de la cama antes del alba y dibuja con tinta y pluma fina lo visto por la noche al microscopio.

Cada vez siente más interés por el cerebro. Entonces ya se sabía que estaba formado por neuronas, células de numerosas terminaciones en forma de raíces (dendritas) y una prolongación larga y fina (axón). Durante más de la mitad del siglo XIX hirvió la discusión sobre la arquitectura del cerebro, sobre la forma en que las neuronas, con todas sus raíces, se comunican entre sí. La opinión general era que se unían por las prolongaciones, que se iban dando las manos y formaban una corona, una espesa red por la que fluía la información. Sin embargo, era imposible llegar a ver tal red. Las técnicas de la época coloreaban todas las neuronas y tejidos, sin excepción. Se veía un bosque en cuya espesura perecían árboles, hojas y raíces. El gran avance lo hizo un científico de la edad de Cajal, el italiano Camillo Golgi, tras largos años de fatigoso y terco empeño. En muy difíciles condiciones, parecidas a aquellas en las que trabajaba Cajal, probó centenares de pigmentos, cambiando sus proporciones, concentración y tiempos de reacción, consciente de que le obstaculizaban la visión de la estructura que anhelaba contemplar. Y finalmente lo consiguió: en unos tejidos cerebrales sumergidos largo tiempo en dicromato de potasio y, posteriormente, en nitrato de plata, aparecieron neuronas aisladas. Esta reacción del noble metal tenía, incluso en su nombre, algo de alquimia: el científico italiano la bautizó como reacción negra (

reazione nera), en la que se dejaba oír el eco de la negritud (

nigredo), la primera de las etapas en las que los alquimistas llevaban a cabo «la transmutación a partir de formas gastadas por el Tiempo».[30]

A Santiago Ramón y Cajal, una vez familiarizado con la técnica de tinción de Golgi, se le ocurrió la idea de tintar no un cerebro humano maduro, como hacían otros investigadores, sino el cerebro de un embrión, en el que la red de neuronas era mucho menos espesa. Habiendo perfeccionado la técnica, descubrió que el tejido de los nervios (los axones) terminaba justo antes de la siguiente célula, pero no llegaba a tocarla. Entre el axón y la célula a la que éste llegaba había un fino espacio de separación, lo que quería decir que el sistema nervioso no llegaba a conformar aquella retícula anunciada por Golgi. Las señales se comunican de una célula a otra dando un salto de veinte nanómetros. A estas frágiles y delicadas conexiones, fundamento de la neurobiología, se las llamó sinapsis. La transmisión de señales por medio de la sinapsis resultó ser un proceso complejo que comprendía la despolarización eléctrica de la membrana celular y la liberación de distintos transmisores químicos. Sin embargo, ¡qué difícil le fue dar a conocer estos conocimientos científicos! Ramón y Cajal los publicó en español, los tradujo al francés, los envió a revistas alemanas… sin obtener respuesta. Comprendió que el mundo no le creería hasta que pudiera verlo con sus propios ojos. Con los ahorros que le quedaban, compró un billete de tren a Berlín para asistir al congreso de la Asociación Anatómica y allí montó su querido microscopio, tomó prestados otros más y cubrió los portaobjetos con preparados que nadie había visto antes. Entonces sucedió: se percataron de su presencia.

El perseverante y detallado análisis de las imágenes del microscopio, que registraba en dibujos delicados y extremadamente fieles, le permitió a Ramón y Cajal describir el sentido del flujo de las señales: desde el interior de las células, corrían a la célula vecina a través de un largo tejido, y su carácter estaba modulado por la información que le venía de cientos de sinapsis anteriores. Las cifras harían marear a cualquiera. El cerebro humano contiene al menos 10¹¹ neuronas y, dado que a cada una de ellas llega una media de mil sinapsis, el número de sinapsis se estima en 1014.

Los descubrimientos de Ramón y Cajal llevaron a la pregunta de cómo se transmiten los impulsos en el sistema nervioso. Las encendidas discusiones alrededor de esa cuestión continuaron incluso tras la muerte del científico. Se pensaba que los nervios se comunicaban con ayuda de unas «chispas», de impulsos eléctricos, pero no se creía que las sustancias químicas pudieran garantizar una velocidad de transmisión adecuada. Hoy nadie pone en duda que en el interior de la célula la transmisión es eléctrica, mientras que en sus terminaciones los nervios producen compuestos químicos (neurotransmisores) que transmiten los impulsos a otros nervios o células nerviosas. Así, por ejemplo, una producción insuficiente de un neurotransmisor llamado dopamina en las sinapsis lleva a la enfermedad de Parkinson. En 1906, dos grandes adversarios, Santiago Ramón y Cajal y Camillo Golgi, fueron galardonados conjuntamente con el Premio Nobel. En sus modestos laboratorios caseros y en soledad habían avistado las mismas células por medio de las lentes gemelas de sus microscopios, aunque cada uno de ellos había visto un sistema nervioso distinto. Pese a que ya antes la balanza se había inclinado a favor de Ramón y Cajal, Golgi no perdió hasta el final la fe en lo acertado de su teoría de las redes neuronales. Su discurso en la entrega del Nobel consistió por entero en una polémica abierta con las ideas de Ramón y Cajal; por su parte el español, mucho más equilibrado y tranquilo, había dicho varios años antes: «¡Cruel ironía del destino emparejar, a modo de hermanos siameses unidos por la espalda, a adversarios científicos de tan antitético carácter!».[31] Sin embargo, hoy Golgi se habría alegrado de saber que en algunas regiones del cerebro, además de las sinapsis, los impulsos nerviosos también pueden transmitirse directamente de una célula a otra por medio de los canales proteínicos que las unen. Es decir, que sí existe aquella red (cuya existencia defendió Golgi toda su vida), aunque sea de forma rudimentaria, fragmentada y local. La razón no estaba toda del lado de Santiago Ramón y Cajal: ¡también tenía algo de razón Golgi!

 

¿Hasta qué punto las enfermedades psíquicas, las llamadas enfermedades del alma, nos permiten adentrarnos en las profundidades del cerebro? La psiquiatría siempre ha estado a caballo entre dos visiones de la enfermedad mental: una se apoya en la anatomía del cerebro, en sus procesos químicos y la farmacología, al tiempo que relaciona los trastornos mentales con la biología de la corteza cerebral; la otra, con los problemas sociales o personales. En la historia de la psiquiatría, esos dos puntos de vista, esas dos visiones se han ido entrelazando para sobresalir ora una, ora la otra. Cuando se colocaron los pilares de la psiquiatría, en algún momento del siglo XVIII, la interpretación biológica era la dominante, pero ya las grandes corrientes intelectuales del siglo siguiente trajeron de la mano la «psiquiatría romántica». Los desórdenes psíquicos empezaron a juzgarse según categorías de moralidad y pasión; mientras que las pasiones afectaban espontáneamente al alma humana. Y Christian August Heinroth, jefe de la primera cátedra de psiquiatría abierta en una universidad alemana, escribió en 1823: «Las pasiones no son más que carbones encendidos y arrojados a la base de la existencia o sierpes que inoculan veneno en los vasos sanguíneos. En el momento en el que se ve embaucado por las pasiones, el orden de la individualidad se pierde».[32]

 

El período que va desde el siglo XIX, sobre todo sus últimas décadas, hasta mediados del siglo XX es la era de los pabellones psiquiátricos: el número de internos creció a un ritmo acelerado. Ya antes de la Primera Guerra Mundial esos pabellones cerrados se convirtieron en enormes almacenes donde se hacinaba a personas con parálisis, deficientes, oligofrénicos y catatónicos, ante la incapacidad de ofrecerles cura. Eran lugares donde habitaba la infelicidad, una vida congelada, inmovilizada, donde se privaba a los enfermos de cualquier vínculo con el exterior y se experimentaba de manera permanente la muerte y la agonía. El pabellón cerrado constituía un mundo aparte que se regía por sus propias reglas, «una ciudad digna de lástima, llena de perversiones, constituida por personas que nadie necesitaba, en la que el tiempo no contaba y donde lo único cierto era la ausencia de perspectivas de curación».[33] Se ha comparado a estos centros con un gigantesco monstruo «que está permanentemente dormido, no se mueve, sueña; en ocasiones se veía en peligro, con miedo a empeorar, y entonces el monstruo se despertaba, se preocupaba, llenaba a todos de espanto para luego volver a dormirse».[34]

Estos decadentes «monstruos gigantescos» no empezaron a vaciarse, a perder a sus inquilinos, hasta los años sesenta o setenta del siglo pasado, y fue a cuenta de los nuevos fármacos.

Entre los ingresados en esos pabellones ocupaban un lugar de honor los enfermos de parálisis general. Sobre ellos escribió el poeta polaco Boy-Żeleński: «Pues la parálisis general progresiva | en las cabezas más honorables anida».[35] Con ese nombre se bautizó la sífilis cerebral, que se manifestaba en síntomas psicopatológicos y, más tarde, en demencia y parálisis. Como decía madame Marie Rivet, que dirigía en los años setenta del siglo XIX una clínica privada para enfermos nerviosos en París, ésta era siempre mortal: «

La paralysie générale ne pardonne jamais» (La parálisis general no perdona jamás).[36] En 1883 el joven médico austríaco Julius Wagner-Jauregg advirtió en una paciente que había enfermado de erisipela una remisión en los síntomas psicóticos. Observaciones de situaciones análogas en las que una enfermedad que se desarrolla provoca el receso de otra han llevado al menos dos veces en la historia a revoluciones radicales en el tratamiento, y así sucedió en esta ocasión. Wagner-Jauregg empezó a inyectarles tuberculina a los enfermos de sífilis cerebral para provocarles fiebre y consiguió que se alcanzaran recesiones aún más largas, pero desistió por la alta toxicidad de la tuberculina. En 1917 ingresó en su hospital un actor de treinta y siete años con una sífilis avanzada del sistema nervioso; presentaba profundas pérdidas de memoria, convulsiones y las pupilas estáticas, es decir, no reaccionaban a la luz, lo que equivalía a una sentencia de muerte. Nuestro médico le inyectó sangre de un soldado enfermo de malaria traído del frente de Macedonia, tres semanas después de lo cual el paciente tuvo el primer ataque de fiebre; tras la décima semana se le empezó a administrar quinina. En los meses siguientes su estado mejoró rápidamente: empezó a recitar de memoria versos y poemas de su enorme repertorio ante un sorprendido auditorio formado por enfermos de lesiones cerebrales. Finalmente, todos los síntomas remitieron y el actor volvió a trabajar. Fue un momento estelar de la historia de la psiquiatría. Si bien la «terapia de la fiebre» no condujo en realidad a una curación total, al menos cambió el destino de los pacientes hasta tal punto que no morían dementes, sino que sus cerebros eran capaces de volver a un ritmo de vida casi normal. Este descubrimiento, por el que a Wagner-Jauregg le fue concedido el Premio Nobel, rompió el nihilismo terapéutico y trajo la esperanza de que, puesto que se podía frenar el avance de la psicosis sifilítica, quizá también se pudiera conseguir en el caso de otras psicosis de distinta procedencia.

 

La que vino a ganarle la batalla final a la sífilis fue la penicilina, que fue introducida en el tratamiento en los años cuarenta del siglo pasado; pero lo que atrajo la atención de los neuróticos fueron los fenomenales éxitos de la teoría del psicoanálisis de Freud, que, tras alcanzar su apogeo a mediados del siglo XX, dominó la psiquiatría durante varias décadas. Por primera vez, los psiquiatras empezaron a recibir pacientes en sus despachos para tener con ellos sesiones de psicoterapia, lo que cubría el vacío de relación entre el médico y el paciente y creaba una atmósfera cordial «que los enfermos tomaban como señal de afecto».[37] Al éxito del psicoanálisis contribuyó el entusiasmo de la clase media: la gente culta deseaba saber algo nuevo de sí misma, conocer la verdad que se escondía en lo más profundo de su inconsciente. Solicitaban consulta a los psicoanalistas hasta las agencias estatales y el Congreso de Estados Unidos. Controlar las neurosis parecía encontrarse al alcance de la mano. Freud y sus alumnos aseguraban que éstas procedían de recuerdos y fantasías eróticas infantiles que se habían reprimido; un proceder refinado que consistía en analizar palabras, hacer asociaciones libres o que el paciente reviviera las situaciones causantes de neurosis permitía «crear variadas definiciones del ser»,[38] que debían traer consigo la liberación, la sanación. Sin embargo, de manera totalmente inesperada, en los años setenta del siglo pasado, en el imponente edificio del psicoanálisis se abrieron de repente profundas grietas, y el edificio entero vino a desplomarse poco más tarde. Los más célebres estudiosos contemporáneos del psicoanálisis aseguran que «no constituía un método de curación de los trastornos mentales, sino que creaba la posibilidad de adentrarse en un viaje interior a personas de un apetito insaciable».[39] También hay quien afirma que no constituyó más que «una brecha, una grieta»[40] en la historia de la psiquiatría; mientras que otros van más lejos y consideran que «las ideas básicas del psicoanálisis son fundamentalmente ideas vacías».[41] El famoso psicólogo Eysenck dijo en 1985: «Todas las ciencias deben pasar por una ordalía por charlatanismo. La astronomía tuvo que separarse de la astrología; la química debió salir del lodazal de la alquimia. Las ciencias del cerebro debieron desembarazarse de los dogmas de la frenología […]. La psicología y la psiquiatría, también, deberán abandonar la pseudo-ciencia del psicoanálisis; sus acólitos deben volver la espalda a Freud y a sus enseñanzas, y llevar a cabo la ardua tarea de transformar su disciplina en una ciencia genuina».[42]

 

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